Gren se dejó caer sobre las manos y las rodillas entre las punzantes piedras de la boca de la caverna.
En las impresiones que tenía del mundo exterior dominaba el caos. Las imágenes asomaban en vaharadas, le serpeaban en la mente. Vio una pared de celdas minúsculas, pegajosa como un panal, que crecía alrededor. Aunque tenía mil manos, no podían derribar la pared; se pegoteaban en un jarabe espeso que las entorpecía. Ahora la pared de las celdas se alzaba por encima de él, cerrándose. Sólo quedaba en ella una abertura. Mirando por esa abertura, vio unas figuras diminutas a leguas y leguas de distancia. Una era Yattmur, de rodillas, gesticulando, llorando porque él no podía llegar hasta ella. En otras, reconoció a los guatapanzas. Luego identificó a Lily-yo, la mujer jefe del viejo grupo. Y otra —¡esa criatura que se retorcía como un gusano!— era él, él mismo, excluido de su propia ciudadela.
El espejismo se veló y se desvaneció.
Desesperado, se recostó contra la pared, y las celdas se abrieron como vientres, rezumaron cosas ponzoñosas. Aquella ponzoña se convertía en bocas, bocas de un pardo lustroso que excretaban sílabas. Y esas sílabas lo atormentaban golpeándolo con la voz del hongo. Eran tantas y caían sobre él tan apretadas y desde todos los costados que durante un rato sólo eso lo impresionó, no lo que significaba. Lanzó un grito desgarrador, y de pronto entendió que la morilla no estaba hablando con crueldad sino con remordimiento; trató entonces de dominarse y escuchar lo que ella decía.
—No había criaturas como tú en los matorrales de la Tierra de Nadie donde vive mi especie —pronunció la morilla—. Allí nuestra misión era vivir a expensas de las criaturas vegetales. Ellas existían sin cerebro; nosotras éramos sus cerebros. Contigo ha sido distinto. He cavado demasiado hondo en el extraordinario abono ancestral de tu mente inconsciente.
»He visto en ti tantas cosas maravillosas que olvidé mi propósito real. Tú me has capturado a mí, Gren, tan ciertamente como yo te he capturado a ti.
»No obstante, ha llegado el momento en que he de recordar mi verdadera naturaleza. Me he nutrido de tu vida para alimentar la mía; ésa es mi función, mi único camino. Ahora se acerca para mí un momento crítico, porque estoy madura.
—No comprendo —dijo Gren lentamente.
—Se me plantea una disyuntiva. Pronto habré de dividirme y esporular; por ese sistema me reproduzco, y tengo poco dominio sobre él. Podría hacerlo aquí, con la esperanza de que mi progenie sobreviva de algún modo en esta montaña inhóspita, a pesar de las lluvias, la nieve y el hielo. O… podría trasladarme a un nuevo huésped.
—A mi hijo no.
—¿Por qué no a tu hijo? Laren es mi única opción. Es joven y puro; me será mucho más fácil dominarlo a él que a ti. Es cierto que todavía es débil, pero Yattmur y tú cuidarán de él hasta que sea capaz de valerse por sí mismo.
—No, si eso significa cuidar también de ti.
Antes que terminara de hablar, un golpe que le invadió todo el cerebro lo hizo caer, atontado y dolorido, contra la pared de la caverna.
—Ni tú ni Yattmur abandonaréis al pequeño en ninguna circunstancia. Tú lo sabes, y yo lo leo en tu pensamiento. También sabes que si la oportunidad se presenta, te alejarás de estas laderas yermas y míseras para ir hacia las tierras fértiles de la luz. También eso conviene a mi plan. El tiempo apremia, hombre, y he de satisfacer mis necesidades.
»Conociendo como conozco todas tus fibras, me conmueve tu dolor… pero nada puede significar para mí si se opone al reclamo de mi propia naturaleza. Necesito un huésped apto y si es posible sin entendimiento que me lleve cuanto antes a las tierras del sol, donde podré reproducirme. Por eso he elegido a Laren. Eso sería lo mejor para mi progenie, ¿no te parece?
—Me estoy muriendo —gimió Gren.
—Todavía no —tañó la morilla.
Yattmur estaba sentada en el fondo de la caverna, adormilada. El aire fétido, el lloriqueo de las voces: el ruido de la lluvia fuera de la caverna, todo se combinaba para embotarle los sentidos. Yattmur dormitaba, y Laren dormía junto a ella sobre un montón de hojas secas. Todos habían comido la carne chamuscada del plumacuero, asada a medias, quemada a medias sobre una hoguera. Hasta el niño había aceptado unos trocitos.
Cuando la habían visto llegar atribulada a la caverna, los guatapanzas la saludaron con grandes gritos:
—Adelante, preciosa dama lonja, deja fuera la humedad lluviosa donde las nubes caen. Entra con nosotros y arrímate al calor sin agua.
—¿Quiénes son los que están con vosotros?
Yattmur observó con inquietud a los ocho monteorejas, que al verla se habían puesto a brincar y a sonreír, mostrando los dientes.
Vistos de cerca eran formidables: una cabeza más altos que los humanos, la piel les colgaba como un manto de los hombros recios. Se habían agrupado detrás de los guatapanzas, pero luego rodearon a Yattmur, con anchas sonrisas, y llamándose los unos a los otros con unos alaridos que eran una rara perversión del lenguaje.
Las caras eran las más horrorosas que Yattmur había visto hasta entonces: quijadas largas y frente estrecha, hocicos puntiagudos y cortas barbas amarillas; las orejas retorcidas les sobresalían como segmentos de carne cruda. De movimientos rápidos y exasperados, daba la impresión de que las caras nunca estaban en reposo: unas largas y afiladas hileras de marfil aparecían y desaparecían por detrás de unos labios grises mientras acosaban a Yattmur con incesantes preguntas.
—¿Tú sí vives aquí? ¿Tú vives sí sí en Ladera Grande? ¿Con guatapanzas, con guatapanzas vives? ¿Tú y ellos juntos sí duermen corren viven aman en Ladera Grande?
Uno de los monteorejas más corpulentos lanzó a Yattmur esta andanada de preguntas, mientras brincaba delante de ella haciendo grandes muecas. La voz era tan bronca y gutural, las frases tan entrecortadas por esa especie de ladrido, que a Yattmur le era difícil comprender.
—¿Comen, sí, viven en Negra Ladera Grande?
—Sí, vivo en esta montaña —dijo Yattmur con tono firme—. ¿Dónde vivís vosotros? ¿Qué gente sois?
Por toda respuesta el extraño interlocutor abrió los ojos de chivo hasta que todo alrededor le apareció un reborde rojizo y cartilaginoso. Enseguida los volvió a cerrar, para abrir las cavernosas mandíbulas y soltar en un agudo tono de soprano una cloqueante y prolongada carcajada.
—Estos de pelos ásperos son dioses, preciosos dioses ásperos, dama lonja —le explicaron los guatapanzas, brincando los tres ante ella y empujándose, ansioso cada uno por ser el primero en descargarse de ese peso—. Esta gente de pieles ásperas se llaman los pieles ásperas, son nuestros dioses, señora, porque corren por toda la montaña de Ladera Grande, para ser dioses de los viejos y queridos guatapanzas. Son dioses, dioses, son dioses grandes y feroces, dama lonja. ¡Tienen colas!
Esta última frase sonó como un grito de triunfo. Toda la manada iba y venía por la caverna, chillando y aullando. Y en verdad los pieles ásperas tenían colas, unas colas que les nacían en las rabadillas en ángulos procaces. Los guatapanzas las perseguían, tratando de agarrarlas y besarlas. Yattmur retrocedió de golpe, y Laren, que había estado observando todo aquel alboroto con los ojos muy abiertos, se puso a chillar a todo lo que le daba la voz. Las figuras danzantes lo imitaron, intercalando gritos y cánticos propios.
—Danza de demonios en Ladera Grande, en Ladera Grande. Dientes muchos dientes muerden, parten, mascan de noche o de día en Ladera Grande. Guatapanzas cantan a las colas de los dioses de pieles ásperas. Muchas grandes cosas malas hay para cantar en esa Mala Ladera Grande. Comer y morder y beber cuando llueve la lluvia. ¡Ai, ai, ai, aiii!
De improviso, mientras galopaban, un piel áspera de aspecto feroz arrebató a Laren de los brazos de Yattmur. Ella gritó… pero ya el niño, con el asombro pintado en la carita rosada, revoloteaba por el aire. Los pieles ásperas se lo arrojaron unos a otros, primero arriba, luego abajo, casi golpeando el suelo o rozando el techo, acompañando el juego con ladridos de risa.
Indignada, Yattmur se lanzó sobre el piel áspera que tenía más cerca. Cuando tironeó de la larga piel blanca, sintió que los músculos de la criatura se crispaban bajo la piel; el piel áspera se volvió, y la mano gris y correosa le hincó dos dedos en la nariz y apretó. Yattmur sintió un dolor atenazante, agudo entre los ojos. Dio un paso atrás, llevándose las manos a la cara; perdió pie y cayó al suelo. Al instante, el piel áspera se lanzó sobre ella. Y casi con igual prontitud, los otros se amontonaron encima.
Eso fue lo que la salvó. Los pieles ásperas se pusieron a pelear entre ellos y se olvidaron de Yattmur. Se alejó a la rastra y fue a rescatar a Laren, que yacía en el suelo, atontado por la sorpresa, sano y salvo. Sollozando de alivio, lo estrechó contra el pecho. El niño rompió a llorar, pero cuando Yattmur miró temerosa alrededor, los pieles ásperas se habían olvidado por completo de ella y de la pelea y se disponían a asar al plumacuero una segunda vez.
—¡Oh, no lluevas lluvia mojada de tus ojos, preciosa dama lonja!
Los guatapanzas la habían rodeado y la palmoteaban con torpeza, tratando de acariciarle el pelo. Aunque la alarmaban las libertades que se tomaban con ella en ausencia de Gren, dijo en voz baja:
—Tanto miedo que nos teníais a Gren y a mí: ¿cómo es que no os atemorizan estas criaturas terribles? ¿No veis lo peligrosas que son?
—¿No ves tú que estos dioses de piel áspera tienen colas? Sólo las colas que crecen en gente hacen que la gente con cola sean dioses para nosotros pobres guatapanzas.
—Os van a matar.
—Son nuestros dioses, y si los dioses con cola nos matan, nos basta eso para ser felices. Sí, ¡tienen dientes afilados y colas ásperas! Sí y los dientes y las colas son ásperos.
—Sois como niños, y ellos son peligrosos.
—Ai-ee, los dioses de piel áspera llevan dientes peligrosos en la boca. Pero esos dientes no nos maltratan con palabras como tú y Gren el hombre cerebro. ¡Mejor morir de una muerte alegre, señora!
Mientras se amontonaban alrededor, Yattmur observó por encima de los hombros velludos al grupo de los pieles ásperas. Por el momento, estaban casi inmóviles, despedazando un plumacuero; se metían grandes trozos en la boca. Al mismo tiempo se pasaban una especie de cantimplora, de la que se echaban por turno un trago en el gargüero, en medio de interminables discusiones. Yattmur notó que aun entre ellos conversaban en la misma chapurreada versión de la lengua guatapanza.
—Pero ¿cuánto tiempo se quedarán aquí en la cueva? —les preguntó.
—En esta cueva se quedan muchas veces porque ellos nos aman en la cueva —dijo uno, acariciándole el hombro.
—¿Ya vinieron antes?
Las tres caras rechonchas le sonrieron a la vez.
—Vienen a vernos antes y otra vez y otra porque aman a amables hombres guatapanzas. Tú y Gren el hombre cazador no aman a amables hombres guatapanzas, por eso nosotros lloramos en Ladera Grande. Y los pieles ásperas pronto nos llevarán de aquí en busca de una panzamama verde. Sí, sí, ¿pieles ásperas nos llevarán?
—¿Vais a dejarnos?
—Nos vamos lejos para dejarlos en la fría horrible y oscura Ladera Grande, donde todo es tan grande y oscuro porque los dioses ásperos nos llevan a un sitio verde con panzamamas calientes donde no puede haber laderas.
A causa del calor y los olores, y el lloriqueo de Laren, Yattmur estaba un poco aturdida. Se hizo repetir toda la historia, cosa que los guatapanzas hicieron volublemente, hasta que todo fue demasiado claro.
Gren, desde hacía un tiempo, no podía ocultar el odio que sentía por los guatapanzas. Estos peligrosos recién llegados, de morros puntiagudos, les habían prometido sacarlos de la montaña y llevarlos a los árboles pulposos que protegían y esclavizaban a los guatapanzas. Yattmur intuía que los monteorejas de largos dientes no eran de fiar, pero no encontraba la forma de transmitir esos recelos a los guatapanzas. Se dio cuenta de que pronto ella y el niño quedarían abandonados en la montaña, a solas con Gren.
Abrumada por tantas distintas preocupaciones, se echó a llorar.
Los otros se le acercaron, tratando torpemente de consolarla: le respiraban en la cara, le acariciaban los pechos, le toqueteaban el cuerpo, le hacían muecas al niño. Pero ella estaba demasiado atribulada para protestar.
—Tú vienes con nosotros al mundo verde, preciosa dama lonja, para estar otra vez con amables amigos lejos de la enorme Ladera Grande —le murmuraban—. Te dejaremos dormir con nosotros sueños amables.
Alentados por la apatía de la muchacha, comenzaron a explorarle todo el cuerpo. Yattmur no se resistió, y cuando la simple sensualidad de ellos quedó satisfecha, la dejaron tranquila en el rincón. Uno de ellos volvió poco después, a ofrecerle una porción de plumacuero chamuscado, que ella aceptó.
Mientras comía, cavilaba: «Gren va a matar al niño con ese hongo. Por lo tanto tendré que correr el riesgo y marcharme con los guatapanzas». Una vez decidida, se sintió más feliz y se durmió.
La despertó el llanto de Laren. Mientras se ocupaba del pequeño, miró hacia afuera. Reinaba la misma oscuridad de siempre. La lluvia había cesado y los truenos llenaban la atmósfera, como si rodaran entre la tierra y las nubes apelotonadas, tratando de escapar. Los guatapanzas y los pieles ásperas dormían en un incómodo montón, sin que los ruidos los perturbaran. A Yattmur le latían las sienes y pensó que jamás podría dormir con semejante estrépito. Pero un momento después, con Laren acurrucado contra ella, se le volvieron a cerrar los ojos.
Cuando despertó otra vez, fue a causa de los pieles ásperas. Ladraban como enloquecidos y huían precipitadamente de la caverna.
Laren dormía. Dejando al niño sobre un montón de hojas secas, Yattmur salió a ver el motivo del alboroto. Al toparse cara a cara con los pieles ásperas, dio un paso atrás. Para protegerse de la lluvia, que ahora volvía a arreciar, se habían puesto en las cabezas unos cascos tallados de las mismas calabazas secas que ella utilizaba para guisar y lavar. Moviendo a un lado y a otro las cabezas peludas, cubiertas por aquellas calabazas demasiado grandes —con agujeros para las orejas, los ojos y los hocicos—, parecían muñecos rotos. El bamboleo y los colores abigarrados con que estaban pintados los cascos, daban un aspecto grotesco y a la vez un tanto aterrador a los pieles ásperas.
Una de esas criaturas se plantó de un salto delante de Yattmur en el momento en que salía corriendo de la caverna, bajo la lluvia torrencial, y le cerró el paso.
—Agarra garra te quedas durmiendo en cueva de dormir, señora madre. Salir a lluvia de raspa y golpe trae malas cosas que no nos gustan. Así que mordemos y rasgamos y mordemos. Brrr buuuf mejor te quedas fuera lejos de nuestros dientes.
Yattmur se echó atrás para evitar que el piel áspera la agarrase; el tamborileo de la lluvia contra el casco de calabaza se mezclaba con la confusa barahúnda de palabras, gruñidos y gañidos.
—¿Por qué no puedo quedarme afuera? ¿Me tenéis miedo? ¿Qué pasa?
—¡Trapacarráceo viene y zape zap te atrapa! ¡Grrr, dejamos que te atrape!
Le dio un empujón y de un salto fue a reunirse con los demás. Las criaturas encasquetadas iban y venían a los brincos alrededor del trineo, riñendo a gritos mientras preparaban los arcos y las flechas. Cerca de ellos, abrazados y señalando ladera abajo, estaba el trío de los guatapanzas.
El motivo de aquel alboroto eran unas figuras que se aproximaban lentamente al grupo de Yattmur. Al principio borrosas en el aguacero, le pareció que eran sólo dos; de pronto se separaron y aparecieron tres, y ¡por todos los espíritus!, más extrañas que cualquier otra criatura que ella pudiera haber visto. Pero los pieles ásperas las conocían.
—¡Trapacarráceo, trapacarráceo! ¡Muerte a los trapacarráceos! —le pareció que gritaban, cada vez más frenéticos.
Pero el trío que avanzaba por la lluvia, pese a su singularísimo aspecto, no parecía amenazador ni siquiera a los ojos de Yattmur. No obstante, los pieles ásperas saltaban por el aire con sanguinaria vehemencia, y uno o dos ya tomaban puntería con los arcos a través de la ondulante cortina de la lluvia.
—¡Quietos! —gritó Yattmur—. ¡No disparéis! ¡Dejadlos venir! No pueden hacernos daño.
—¡Trapacarráceo! Tú tu zape tú callas dama ¡y no haces daño ni recibes daño! —chillaron los pieles ásperas, ya del todo ininteligibles de tan excitados que estaban ahora.
Uno de ellos se abalanzó de cabeza contra ella, golpeándole el hombro con el casco de calabaza. Yattmur, asustada, dio media vuelta y echó a correr, al principio a ciegas, luego con un claro propósito.
Ella no podía dominar a los pieles ásperas; pero sí tal vez Gren y la morilla.
Chapoteando y resbalando en el agua, volvió a todo correr a su propia caverna. Sin detenerse a pensar, entró directamente.
Gren estaba de pie contra la pared oculto a medias cerca de la entrada. Yattmur había pasado junto a él sin verlo, y cuando se volvió, él ya empezaba a acercársele para arrojarse sobre ella.
Horrorizada, Yattmur gritó y gritó, con la boca muy abierta y mostrando los dientes.
La superficie de la morilla era ahora negra y pustulosa… y se había deslizado hacia abajo hasta cubrir toda la cara de Gren. Cuando él saltó, ella alcanzó a verle los ojos, que relampagueaban con un fulgor enfermizo.
Se dejó caer de rodillas. En ese momento fue todo cuanto pudo hacer para esquivarlo, tan sin aliento la había dejado la visión de aquella enorme excrecencia cancerosa.
—¡Oh, Gren! —balbuceó.
Él se encorvó y la tomó con brutalidad por los cabellos. El dolor físico la hizo reaccionar; temblaba de emoción como una montaña sacudida por un terremoto, pero tenía otra vez la mente despejada.
—Gren, esa morilla te está matando —murmuró.
—¿Dónde está el niño? —preguntó Gren. Aunque el tono de la voz era fúnebre, ella notó otra cosa, algo remoto, como una especie de tañido, que la alarmó todavía más.
—¿Qué has echo con el niño, Yattmur?
Estremeciéndose, Yattmur le dijo:
—Ya no hablas como tú, Gren. ¿Qué te pasa? Sabes que yo no te odio… dime qué te pasa, para que yo pueda comprenderlo.
—¿Por qué no has traído al niño?
—Tú ya no eres Gren. Eres… eres de algún modo la morilla, ¿no es verdad? Hablas con su voz.
—Yattmur… necesito al niño.
Tratando de ponerse en pie, aunque él seguía sujetándola por el cabello, Yattmur dijo, con la mayor serenidad posible:
—Dime para qué quieres a Laren.
—El niño es mío y lo necesito. ¿Dónde lo dejaste?
Ella señaló los recovecos sombríos de la caverna.
—No seas tonto, Gren. Está acostado ahí detrás, en el fondo de la caverna, profundamente dormido.
Cuando Gren se volvió a escudriñar en las sombras, ella consiguió escabullirse por debajo del brazo de él y echó a correr. Gimiendo de terror, salió al aire libre.
De nuevo la lluvia le mojó la cara, devolviéndola a un mundo que había abandonado un momento antes, aunque la horripilante visión del rostro de Gren parecía haber durado una eternidad. Desde aquel sitio, la ladera le ocultaba el extraño trío que los pieles ásperas llamaban los trapacarráceos, pero en cambio el grupo que rodeaba el trineo estaba bien a la vista. Era como un cuadro vivo, los guatapanzas y los pieles ásperas, inmóviles, alzando los ojos para mirarla, distraídos de sus propias preocupaciones por los gritos de ella.
Corrió a encontrarlos, contenta a pesar de lo irracionales que eran, de estar de nuevo con ellos. Sólo entonces volvió a mirar.
Gren la había seguido un trecho desde la boca de la caverna, y se había detenido, indeciso; luego dio media vuelta y desapareció. Los pieles ásperas farfullaban y cuchicheaban entre ellos, atemorizados sin duda por lo que acababan de ver. Aprovechando la ocasión, Yattmur señaló la caverna de Gren y dijo:
—O me obedecéis, o ese terrible compañero mío de feroz cara de esponja vendrá y os comerá a todos. Dejad que esa otra gente se aproxime, y no los ataquéis si no nos amenazan.
—¡Los trapacarráceos zape zape no son buenos! —protestaron los pieles ásperas.
—Haced lo que os digo o el cara de esponja os comerá, ¡con orejas y piel y todo!
Las tres figuras de andar pausado ya estaban cerca. Dos eran al parecer humanas, y muy delgadas, aunque la luz fantasmal borroneaba la escena. Pero la figura que más intrigaba a Yattmur era la que venía última. Aunque avanzaba sobre dos piernas, no tenía nada en común con las otras dos: era más alta, y la cabeza parecía enorme. Por momentos, daba la impresión de que tenía una segunda cabeza debajo de la primera, además de una cola, y de que caminaba con las manos apretadas al cráneo superior. Pero no estaba segura, pues el diluvio, además de ocultarla a medias, la envolvía en un trémulo y centelleante halo de gotas.
Como desafiando la impaciencia de Yattmur, el insólito trío se detuvo. Ella los llamó, les indicó que se acercaran, pero ellos no se inmutaron. Seguían inmóviles en la ladera, como petrificados bajo la lluvia torrencial. De pronto, una de las siluetas de aspecto humano empezó a borronearse poco a poco, se hizo translúcida y… ¡desapareció!
Tanto los guatapanzas como los pieles ásperas, visiblemente impresionados por la amenaza de Yattmur, habían esperado en completo silencio. Ante aquella desaparición, hubo todo un coro de murmullos, aunque los pieles ásperas no parecían demasiado sorprendidos.
—¿Qué está pasando por allí? —preguntó Yattmur a uno de los guatapanzas.
—Una cosa muy rara de oír, dama lonja. ¡Varias cosas raras! Por esta lluvia mojada y sucia vienen dos espíritus y un malvado trapacarráceo guiado por un malvado espíritu número tres en la lluvia toda mojada. ¡Por eso gritan hoy los pieles ásperas, con muchos malos pensamientos!
Las palabras no tenían mayor sentido para Yattmur. Repentinamente enfadada, dijo:
—Decid a los pieles ásperas que se callen y que vuelvan a la caverna. Yo recibiré a estos recién llegados.
Echó a andar hacia ellos con los brazos extendidos y las manos abiertas, para indicar que iba en misión de paz. Aunque los truenos retumbaban aún en las colinas, la lluvia amainó y luego cesó por completo. Ahora veía más claramente a las dos criaturas… y de pronto fueron de nuevo tres. Un contorno borroso cobró sustancia poco a poco hasta convertirse en un escuálido ser humano que también clavó en Yattmur una mirada vigilante, como los otros dos.
Desconcertada por aquella aparición, Yattmur se detuvo. La figura corpulenta avanzó entonces, hablando a gritos, y adelantándose a los otros.
—¡Criaturas del universo siempre verde, el Sodal Ye de los trapacarráceos viene a traeros la verdad! ¡Estad preparados!
Tenía una voz pastosa, madura, como si hubiera viajado a través de gargantas y paladares poderosos antes de convertirse en sonido. Las otras dos figuras avanzaron también al amparo de estas resonancias. Yattmur vio que, en efecto, eran humanos: dos hembras, en verdad de un orden muy primitivo, y totalmente desnudas, excepto los complicados tatuajes en los cuerpos; la expresión de las caras era de una invencible estupidez.
Comprendiendo que algo tenía que ofrecer a modo de respuesta, Yattmur se inclinó y dijo:
—Si venís en paz, os doy la bienvenida a nuestra montaña.
La figura voluminosa dejó escapar un inhumano gruñido de triunfo y desdén.
—¡Esta montaña no es tuya! ¡Esta montaña, esta Ladera Grande, de tierra y piedra y roca, te tiene a ti! La Tierra no es tuya: ¡tú eres de la Tierra!
—Has dado demasiado alcance a mis palabras —le dijo Yattmur, irritada—. ¿Quién eres?
—¡Todas las cosas tienen un largo alcance! —fue la respuesta.
Pero Yattmur ya no lo escuchaba; el rugido de la criatura corpulenta había desencadenado una frenética actividad a espaldas de ella. Se volvió para ver a los pieles ásperas que se preparaban a partir, en medio de chillidos y empujones, mientras daban vuelta el trineo para lanzarse colina abajo.
—¡Queremos ir con vosotros y correremos sin molestar junto a la amable máquina viajera! —gritaban los guatapanzas, mientras corrían atolondrados de un lado a otro y hasta se revolcaban por el barro en homenaje a aquellos dioses de caras feroces—. ¡Oh por favor que nos maten con muerte amable o que nos lleven corriendo y cabalgando lejos de la Ladera! Muy lejos de esta Ladera Grande y de la gente lonja y de este trapacarráceo grande y rugidor. ¡Queremos irnos, irnos, amables dioses crueles de dioses ásperos!
—No, no, no. Jop jop fuera, ¡hombres extraviados! Ahora partimos rápido, y cuando todo esté tranquilo volvemos por vosotros —gritaban los pieles ásperas haciendo cabriolas.
Todo era actividad. En un instante, a pesar del caos y el despropósito aparentes, los pieles ásperas estaban en camino; corrían al lado y atrás del trineo, empujándolo o frenándolo; se encaramaban en él, parloteaban, lanzaban al aire los cascos de calabazas y los recogían al vuelo; marchaban rápidos por el suelo escarpado, rumbo a las tinieblas del valle.
Llorando su suerte con delectación, los abandonados guatapanzas volvieron furtivamente a la caverna, apartando los ojos de los recién llegados. Cuando los gañidos de los pieles ásperas se perdieron en la distancia, Yattmur oyó desde la caverna el llanto de Laren. Olvidando todo lo demás, corrió a buscarlo, lo meció hasta que el niño gorgoteó de contento, y volvió a salir con él, dispuesta a continuar la conversación con la figura corpulenta.
Ni bien Yattmur reapareció, la criatura se puso a perorar.
—Esos dientes ásperos, esas pieles ásperas han huido de mí. Idiotas con cerebros de plantas, eso es lo que son, animales con sapos en la cabeza. Ahora no quieren escucharme, pero llegará el día en que me escucharán. Toda su especie será llevada por los vientos como granizo.
Mientras así hablaba, Yattmur lo observaba con atención, cada vez más perpleja. No podía saber de qué especie era, pues la cabeza enorme, una cabezota de pez con un labio inferior colgante que casi le ocultaba la falta de barbilla, no tenía ninguna proporción con el resto del cuerpo. Las piernas, aunque combadas, eran de aspecto humano; del pecho y de los brazos, que seguían inmóviles, enroscados detrás de las orejas, parecía brotarle una excrecencia peluda, una especie de cabeza. De vez en cuando Yattmur atisbaba una larga cola que ondulaba detrás.
La pareja de mujeres tatuadas seguía junto a él, la mirada en blanco, al parecer sin ver ni pensar; en verdad sin ninguna otra actividad más complicada que la de respirar.
De pronto el extraño personaje interrumpió su perorata para observar las nubes espesas que ocultaban el sol.
—Me quiero sentar —dijo—. Ponedme en un peñasco adecuado, mujeres. Pronto el cielo estará despejado y entonces veremos lo que veremos.
La orden no era para Yattmur ni para los desamparados guatapanzas, acurrucados a la entrada de la caverna, sino para las mujeres tatuadas.
A pocos pasos de allí había un montón de pedruscos. Uno era grande y liso en la superficie, junto a él se detuvo el extraño trío, y cuando las mujeres retiraron la parte de arriba de la de abajo, ¡la figura corpulenta se dividió en dos! Una mitad quedó sobre la piedra, chata como lo que era, un pez; la otra mitad se encorvó allí cerca.
Yattmur comprendió al fin y ahogó una exclamación. Detrás de ella unos guatapanzas gemían aterrados y se precipitaban al interior de la caverna. ¡La criatura corpulenta, el trapacarráceo, como lo llamaban los pieles ásperas, era dos criaturas! Una gigantesca figura pisciforme muy parecida a los delfines que ella había visto en las inmensidades del océano, había sido acarreado hasta allí por un humano viejo y encorvado.
—¡Eras dos! —exclamó.
—¡De ninguna manera! —respondió el delfináceo desde la losa—. Respondo al nombre de Sodal Ye, el más insigne de los sodales trapacarráceos. Soy el Profeta de las Montañas Nocturnas, que viene a traeros la voz de la verdad. ¿Tienes inteligencia, mujer?
Las dos mujeres tatuadas flanqueaban al hombre que había acarreado al pez. No hacían nada concreto. Movían las manos hacia él sin hablar. Una de ellas mascullaba. En cuanto al hombre, era evidente que había acarreado aquella carga a lo largo de numerosas estaciones. Aunque ya no tenía el peso sobre los hombros, seguía encorvado: una estatua del abatimiento con los brazos marchitos todavía rodeando el aire por encima de él, la espalda agobiada, los ojos fijos en el suelo. De cuando en cuando cambiaba la postura de los pies; fuera de eso, permanecía inmóvil.
—Te he preguntado si tienes inteligencia, mujer —dijo la criatura que decía llamarse Sodal Ye, con la voz pastosa como hígado—. Habla pues, ya que sabes hablar.
Yattmur apartó la mirada del desdichado portador y dijo:
—¿Qué buscas aquí? ¿Has venido a prestar ayuda?
—¡Habladora como una mujer humana!
—¡Tus mujeres no parecen muy habladoras!
—¡No son humanas! No hablan, tendrías que saberlo. ¿O es que nunca hasta ahora te habías encontrado con los arableros, la tribu de los tatuados? De cualquier modo, ¿por qué le pides ayuda a Sodal Ye? Soy un profeta, no un sirviente. ¿Tienes acaso algún problema?
—Un grave problema. Un compañero que…
El Sodal Ye sacudió una aleta.
—Basta. No me molestes ahora con tus historias. Sodal Ye tiene cosas más importantes que hacer, como observar el cielo magnífico, el océano en el que flota esta semilla diminuta que es la Tierra. Además, este sodal tiene hambre. Dame de comer y yo te ayudaré, si puedo. Mi cerebro es el más poderoso del mundo.
Pasando por alto la jactancia, Yattmur señaló el extravagante séquito y preguntó:
—¿Y tus acompañantes… no tendrán hambre, también?
—Ellos no te molestarán, mujer; comen las sobras que deja Sodal Ye.
Yattmur se alejó de prisa, sin escuchar la nueva perorata que había iniciado Sodal Ye. Tenía la impresión de que ésta era una criatura con la cual, a diferencia de los pieles ásperas, podía llegar a entenderse: una criatura vanidosa e inteligente y no obstante vulnerable; pues bastaría —si fuera necesario— con matar al portador para que el sodal quedara totalmente desvalido. Encontrar a alguien con quien pudiera tratar desde una posición de fuerza era tonificante; le tenía buena voluntad al sodal.
Los guatapanzas siempre se habían mostrado tiernos como madres con Laren. Lo dejó al cuidado de ellos, observando la alegría con que se dedicaban a entretenerlo, antes de preparar la comida para los huéspedes. El cabello le goteaba mientras iba y venía, la ropa empezaba a secársele sobre el cuerpo, pero no les prestó atención.
Amontonó en una calabaza grande los restos del festín de plumacuero y otros comestibles que habían recogido los guatapanzas: brotes de zancudas, nueces, hongos ahumados, bayas y los frutos pulposos de la calabaza. Otra de las calabazas se había llenado con el agua que goteaba de una grieta en el techo de la caverna. También la llevó.
Sodal Ye seguía tendido sobre el peñasco. Estaba envuelto en una misteriosa aureola de luz cremosa y no apartaba los ojos del sol. Depositando las calabazas en el suelo, Yattmur se volvió también hacia el poniente.
Las nubes se habían abierto. Sobre el mar oscuro y encrespado del paisaje, pendía el sol. Había cambiado de forma. Bajo el peso de la atmósfera, se había achatado en los polos; pero la deformación atmosférica no podía explicar el ala enorme roja y blanca que le había brotado, un ala que casi tenía el tamaño del cuerpo central.
—¡Oh! ¡La luz bendita echa alas para volar y abandonarnos! —gritó Yattmur.
—Todavía estás a salvo, mujer —declaró Sodal Ye—. Esto profetizo. No te inquietes. Más provechoso será que me traigas algo de comer. Cuando te hable de las llamas que están a punto de consumir nuestro mundo, comprenderás, aunque antes de predicar necesito alimentarme.
Pero Yattmur no podía apartar la mirada del extraño espectáculo del cielo. El centro de la tormenta se había trasladado desde la zona crepuscular hasta las regiones del poderoso baniano. Por encima de la selva, crema sobre púrpura, se amontonaban las nubes; los relámpagos zigzagueaban casi sin cesar. Y en el centro del paisaje pendía aquel sol deformado.
El sodal la volvió a llamar y Yattmur, azorada, le acercó la comida.
En aquel momento, una de las dos infelices mujeres empezó a desvanecerse en el aire. Yattmur miraba tan fascinada que estuvo a punto de dejar caer las calabazas. Un instante después la mujer se diluyó en una mancha borrosa. Sólo las líneas del tatuaje permanecieron flotando en el aire, como garabatos sin sentido. Luego, también ellos se esfumaron y desaparecieron.
Nada se movía ahora. Poco a poco reaparecieron los tatuajes. Luego, la mujer, con la mirada en blanco y escuálida de siempre. La otra mujer se volvió hacia el sodal y emitió dos o tres sílabas confusas.
—¡Perfecto! —exclamó el sodal, batiendo la cola de pez contra la piedra—. Has sido sensata y no has envenenado la comida, madre, así que ahora me pondré a comer.
La mujer que había intentado aquel remedo de lenguaje se adelantó y llevó la calabaza de la comida hasta donde yacía Sodal Ye. Metió la mano en ella y empezó a darle de comer, echándole puñados enteros en la boca carnosa. El sodal comía ruidosamente y con fruición, y sólo se detuvo una vez para beber un poco de agua.
—¿Quiénes sois, todos vosotros? ¿Qué sois? ¿De dónde habéis venido? ¿Cómo desaparecéis? —le preguntó Yattmur.
—Algo de todo eso podré decirte, o no —respondió Sodal Ye masticando con la boca llena—. Pero has de saber que esta hembra, la muda, puede «desaparecer», como tú dices. Déjame comer. Quédate quieta.
Al fin la comida terminó.
En el fondo de la calabaza el sodal había dejado unas migajas, y ésa fue la comida que compartieron los tres infortunados humanos, haciéndose a un lado con una humildad desoladora. Las mujeres le dieron de comer al agobiado compañero, cuyos brazos continuaban inmóviles, como paralizados, por encima de su cabeza.
—Ahora estoy dispuesto a escuchar tu historia —anunció el sodal— y a ayudarte si es posible. Has de saber que pertenezco a la raza más sabia de este planeta. Mi estirpe se ha extendido por todos los vastos mares y la mayor parte, menos atractiva, de los territorios. Soy un profeta, un Sodal de la Sabiduría Suprema, y me rebajaré a ayudarte si considero que tu problema tiene algún interés.
—Tu soberbia es extraordinaria —dijo Yattmur.
—Bah, ¿qué es la soberbia cuando la Tierra está a punto de sucumbir? Adelante con tu tonta historia, madre, si es que piensas contarla.