Estaban de pie, tomados de la mano, y Gren trataba confusamente de contarle a Yattmur la experiencia de la caverna.
—Me alegro mucho de que hayas vuelto —dijo ella con dulzura.
Gren asintió, con un movimiento de la cabeza culpable, recordando lo hermosa y extraña que había sido la experiencia. Se sentía extenuado. La sola idea de tener que hacerse de nuevo a la mar lo aterrorizaba; pero era evidente que no podían quedarse en la isla.
—Manos a la obra, entonces —dijo la morilla en la cabeza de Gren—. Eres tan remolón como un guatapanza.
Siempre de la mano de Yattmur, dio media vuelta y se encaminaron a paso lento playa abajo. Soplaba un viento glacial, que arrastraba la lluvia hacia el mar. Los cuatro guatapanzas estaban acurrucados todos juntos en el sitio en que Gren les había dicho que esperasen. Cuando vieron llegar a Gren y Yattmur, se postraron servilmente en la arena.
—Acabad con eso —dijo Gren sin ningún humor—. Todos tenemos que trabajar y vosotros también.
Dándoles palmadas en los flancos rollizos, los hizo marchar delante de él en dirección a la barca.
Una brisa brillante y cortante como vidrio soplaba por encima del océano.
Para los ocasionales traveseros que de tanto en tanto surcaban el espacio allá en las alturas, la barca con los seis pasajeros no era más que un leño que flotaba lentamente a la deriva, y que ahora ya estaba lejos de la isla del risco elevado.
De un mástil improvisado pendía la vela de hojas, toscamente cosida; pero, desgarrada por vientos adversos, ya no servía de mucho. La barca, ahora sin rumbo, era arrastrada hacia el este por una impetuosa corriente de aguas templadas.
Los humanos observaban con apatía o con ansiedad, según la naturaleza de cada uno, cómo eran arrastrados por la corriente. Habían comido varias veces y habían dormido a menudo desde que zarparan de la isla del risco.
Había muchas cosas para ver en ambas orillas, cuando miraban. A babor corría una larga costa, y desde esa distancia la selva de los acantilados no se interrumpía nunca. A lo largo de incontables vigilias había permanecido invariable; y las colinas que se alzaban tierra adentro, con frecuencia creciente, también estaban vestidas de selva.
Entre la costa y la barca, se interponían a veces unos islotes. En esos islotes crecía una vegetación variada, desconocida en el continente; algunos estaban coronados de árboles, otros cubiertos de capullos extraños; pero muchos no eran más que gibas de roca árida. A veces temían que la barca encallase en los bancos de arena que bordeaban las islas; pero hasta entonces, y a último momento, siempre habían logrado evitarlo.
A estribor se extendía el océano infinito. Ahora aparecía puntuado por formas de aspecto maligno, acerca de cuya naturaleza Gren y Yattmur no tenían aún ninguna clave.
Lo desesperado, y también lo misterioso de la situación, pesaba sobre los humanos, aunque ya acostumbrados a ocupar un lugar subordinado en el mundo. Ahora, como para atribularlos todavía más, se levantó una niebla que se cerró alrededor de la barca y ocultó la costa.
—Es la niebla más espesa que yo haya visto nunca —dijo Yattmur mirando junto con Gren por encima de la borda.
—Y la más fría —dijo Gren—. ¿Has notado qué le está pasando al sol?
En la niebla que se espesaba cada vez más, ya no se veía nada excepto el mar junto a la barca y un enorme sol rojo que pendía muy bajo sobre las aguas detrás de ellos, blandiendo una espada de luz a través de las olas.
Yattmur se estrechó más contra Gren.
—El sol siempre estaba encima de nosotros —dijo—. Ahora el mundo acuoso amenaza engullirlo.
—Morilla, ¿qué le pasa al sol cuando desaparece? —preguntó, Gren.
—Cuando el sol desaparece hay oscuridad —tañó la morilla, y añadió con amable ironía—: Como tú mismo podías haberlo deducido. Hemos entrado en el reino del eterno crepúsculo y la corriente nos arrastra a él cada vez más.
El tono había sido circunspecto, pero Gren sintió el miedo de lo desconocido. Apretó con más fuerza a Yattmur, los ojos fijos en el sol, opaco y enorme en la atmósfera saturada de humedad. Mientras miraban, una de aquellas formas fantasmagóricas de estribor se interpuso entre ellos y el sol, arrancándole de una dentellada un bocado grande e irregular. Casi al mismo tiempo la niebla se cerró y el sol desapareció.
—¡Ohhh! ¡Ahhh!
Ante la desaparición del sol, un clamor desconsolado se elevó de los guatapanzas, que estaban echados en la popa todos juntos sobre un montón de hojas secas. Ahora correteaban despavoridos, tomando las manos de Gren y Yattmur.
—¡Oh amo poderoso de las hogazas! —gritaban—. Cruzar todo este mar acuoso es demasiada maldad, demasiada maldad; tomamos mal rumbo y el mundo se ha perdido. Por tomar mal rumbo el mundo se ha ido y hemos de retomar el buen rumbo para que el mundo vuelva.
El largo vello les brillaba con la humedad, los ojos les bailaban frenéticos. Saltaban arriba y abajo, y lloraban tanta desdicha.
—¡Alguien se ha comido el sol, oh gran pastor!
—¡Basta de ese alboroto estúpido! —dijo Yattmur—. Tenemos tanto miedo como vosotros.
—¡No, no es cierto! —exclamó Gren furioso, mientras se apartaba del cuerpo las manos pegajosas de los guatapanzas—. Nadie puede tener tanto miedo como ellos, porque ellos viven con miedo. ¡Alejaos, guatapanzas llorones! El sol volverá cuando se levante la niebla.
—¡Oh valiente y cruel pastor! —gritó uno de los hombres—. Tú escondiste el sol para asustarnos porque ya no nos amas, ¡aunque nosotros gozamos felices de tus tan amables golpes y de tus buenas malas palabras! Tú…
Gren le asestó un puñetazo, y la descarga de tensión lo tranquilizó. El infeliz rodó hacia atrás, chillando. Los otros se abalanzaron sobre él al instante, aporreándolo porque no aceptaba con alegría los poderosos golpes con que el amo lo honraba. Enfurecido, Gren los alejó a los empellones.
En el momento en que Yattmur acudía a ayudarlo, una sacudida los derribó a todos por el suelo. La cubierta se inclinó y los seis resbalaron, en montón. Unas esquirlas transparentes llovían sobre ellos.
Yattmur, sana y salva, recogió una esquirla y la examinó. Mientras la observaba, la esquirla cambió, se empequeñeció, y al cabo de un momento sólo le quedaba en la mano un poco de líquido. Lo miró, asombrada. Una pared de esa misma sustancia cristalina asomó frente a la barca.
—¡Oh! —dijo con voz ahogada al comprender que acababan de chocar con una de aquellas acuosas formas fantasmales—. Nos ha atrapado una montaña de niebla.
Acallando las protestas ruidosas de los guatapanzas, Gren se levantó de un salto. En la proa de la embarcación había aparecido una rajadura, y por ella entraba un hilo de agua. Trepó a la borda y miró en torno.
Al empuje de la corriente templada, la barca había chocado contra una montaña transparente que parecía flotar sobre el mar. Al nivel del agua, como desgastada por la erosión, la montaña bajaba en pendiente. Allí, en esa playa glacial, que sostenía la proa rota por encima del agua, había encallado la embarcación.
—No nos hundiremos —dijo Gren—. Hay un arrecife aquí debajo. Pero la barca es inútil ahora; si se aleja del arrecife, se hundirá.
Y en verdad, se iba llenando paulatinamente de agua, como lo atestiguaban los lamentos de los guatapanzas.
—¿Y qué podemos hacer? —le preguntó Yattmur—. Quizá estábamos mejor en la isla del risco.
Gren miraba indeciso en torno. Una hilera de dientes largos y afilados pendía sobre la cubierta como si se dispusiera a partir la barca en dos de un mordisco. De esos dientes caían unas gotas de saliva helada que salpicaba a los humanos. ¡Habían ido a meterse directamente en la boca del monstruo de cristal!
Allí, casi al alcance de la mano, se veían las entrañas del monstruo, un paisaje sobrecogedor de líneas y planos verdes y azules; algunos, de una belleza abominable, reflejaban los destellos anaranjados de un sol que los humanos nunca veían.
—¡Esta bestia de hielo quiere devorarnos! —chillaban los guatapanzas correteando por la cubierta—. ¡Oh, oh, el fuego de la muerte se abalanza sobre nosotros, frío como el hielo en esas horribles mandíbulas glaciales!
—¡Hielo! —exclamó Yattmur—. ¡Sí! Qué raro que estos pescadores estúpidos puedan enseñarnos algo. Gren, esto se llama hielo. En las tierras pantanosas, cerca del Agua Larga, donde ellos vivían, crecen unas florecillas llamada friumbrías. En ciertas épocas, estas flores, que crecen a la sombra, producen este hielo frío para guardar en él la simiente. Cuando yo era niña iba a los pantanos en busca de estas gotas de hielo y las chupaba.
—Ahora esta gran gota de hielo nos chupa a nosotros —dijo Gren; el agua fría que chorreaba de la bóveda le corría por la cara—. ¿Qué hacemos, morilla?
—Esta barca no es sitio seguro —tañó la morilla—; tenemos que buscar algún otro. Si se desliza fuera del banco de hielo, todos se ahogarán menos tú: porque la barca se hundirá y sólo tú sabes nadar. Tenéis que abandonar la barca enseguida y llevar con vosotros a los pescadores.
—¡Bien! Yattmur, querida, súbete al hielo mientras yo me ocupo de que estos cuatro imbéciles vayan contigo.
Los cuatro imbéciles se resistían a abandonar la embarcación, pese a que ya la mitad de la cubierta estaba hundida en el agua. Cuando Gren los llamó, se alejaron de un salto; al ver que iba hacia ellos se dispersaron por la cubierta; lo esquivaban y se escabullían, sin dejar de gemir.
—¡Sálvanos! ¡Perdónanos la vida, oh pastor! ¿Qué hemos hecho nosotros, cuatro miserables montones de estiércol, para que ahora quieras arrojarnos a las fauces de esa bestia helada? ¡Socorro, socorro! Ay, míseros de nosotros, ¿tan repulsivos somos que te alegra tratarnos así?
Gren se lanzó con furia hacia el más cercano y más velludo; el hombre se escabulló, chillando, sacudiéndose los genitales.
—¡A mí no, gran espíritu bestial! Mata a los otros tres que no te aman, no a mí que te…
Con una zancadilla, Gren lo derribó en plena carrera. La frase comenzada se transformó en un alarido; el guatapanza cayó despatarrado, antes de arrojarse de cabeza al mar. Gren se lanzó detrás de él y juntos chapotearon en el agua helada hasta que Gren alcanzó a la llorosa criatura y sujetándola por la piel y el pelo de la nuca, la arrastró de viva fuerza hasta la borda. De un solo impulso, la lanzó hacia arriba; sin dejar de gritar, el guatapanza cayó como un peso muerto en el agua de la barca, a los pies de Yattmur.
Apabullados ante este despliegue de fuerza, los otros tres abandonaron el refugio de la barca y se encaminaron mansamente hacia la boca de la bestia de hielo; los dientes les castañeteaban de miedo y de frío. Gren los siguió. Por un rato, los seis, muy juntos, contemplaron el interior de una gruta que al menos para cuatro de ellos era unas fauces gigantescas. Sonó detrás como un tintineo, y se volvieron a mirar.
Uno de los amenazadores colmillos de hielo se había quebrado y acababa de caer. Se clavó vertical como una daga en la madera de la cubierta antes de deslizarse oblicuamente y estallar en añicos. Casi como si esto fuera una señal, un ruido mucho más alarmante les llegó desde abajo. El banco de hielo en el que descansaba la barca, cedió de pronto. Durante un momento el borde de una delgada lengua de hielo asomó a la vista; antes que volviera a hundirse en el agua, ya la barca se alejaba a merced de la oscura corriente. Vieron como desaparecía, mientras se llenaba rápidamente de agua.
Por algún rato pudieron seguirla con la mirada; la niebla se había disipado un poco, y de nuevo el sol trazaba una pincelada de fuego frío en el dorso del océano.
Pese a todo, Gren y Yattmur sintieron una profunda tristeza al verla desaparecer en las aguas. Con la barca perdida, estaban encerrados en la montaña de hielo. Los cuatro guatapanzas los siguieron en silencio —pues no había alternativa— cuando los humanos se internaron en el hielo escurriéndose a lo largo del túnel cilíndrico.
Chapoteaban a través de charcos glaciales, apretados por las costillas heladas. El sonido más leve despertaba un verdadero frenesí de ecos. A cada paso, los ruidos aumentaban y el túnel era más angosto.
—¡Oh espíritus, aborrezco este sitio! Mejor hubiera sido morir en la barca. ¿Cuánto más tendremos que andar? —dijo Yattmur, al ver que Gren se detenía.
—No mucho más —respondió Gren sombríamente—. Hemos llegado a un callejón sin salida. Estamos atrapados.
Suspendida del techo hasta casi el nivel del suelo, una hilera de magníficas estalactitas les cerraba el paso casi tan eficazmente como un puente levadizo. Del otro lado de las estalactitas había una pared de hielo.
—¡Siempre problemas, siempre dificultades, siempre una nueva adversidad! —dijo Gren—. El hombre fue un accidente en este mundo, de lo contrario hubiera tenido mejores defensas.
—Ya te he dicho que tu especie fue un accidente —tañó la morilla.
—Hasta que tú llegaste éramos felices —dijo Gren con aspereza.
—¡No eras más que un vegetal hasta entonces!
Enfurecido por aquella estocada, Gren se prendió a una de las estalactitas y tiró. El hielo se quebró con un ruido seco encima de él. Empuñándolo como una lanza, lo arrojó contra la pared de enfrente.
Unos carillones dolientes repicaron a lo largo del túnel cuando toda la pared cayó hecha añicos. El hielo se desprendía, se rompía, resbalaba por el suelo rozándoles los tobillos, mientras toda una cortina a medio derretir celebraba su propio derrumbe con una desintegración rápida. Los humanos se agacharon, protegiéndose las cabezas con las manos; les parecía que toda la montaña de hielo se estaba desmoronando alrededor.
Cuando el estrépito cesó, alzaron los ojos, y vieron entonces que más allá de la abertura todo un nuevo mundo los esperaba. El témpano, detenido en un remanso de la corriente hacia el lado de la costa, había ido a recostarse contra una isla, entre los brazos de una ensenada, y ahora se inclinaba hacia el agua otra vez.
Si bien la isla no parecía muy hospitalaria, los humanos respiraron con alivio cuando vieron un poco de verde, algunas flores, y unas cápsulas de semillas que se remontaban por el aire sobre unos tallos elevados. Allí podrían pisar un suelo que no ondulaba perpetuamente bajo los pies.
Hasta los guatapanzas parecían reanimados. Con gruñidos de felicidad siguieron a Yattmur y Gren a lo largo de un arrecife de hielo, deseando estar bajo aquellas flores. Sin muchas protestas saltaron una angosta franja de agua azul para aterrizar en un promontorio de roca, y de allí trepar a salvo hasta la orilla.
Coronada de rocas y piedras resquebrajadas, la isleta no era por cierto un paraíso. Pero tenía al menos la ventaja de ser pequeña: tan pequeña que no había sitio en ella para las amenazadoras especies vegetales que proliferaban en el continente; Gren y Yattmur se sentían capaces de enfrentarse a cualquier peligro menor. Para decepción de los guatapanzas, no crecía allí ningún árbol panza al que pudieran sujetarse. Y para decepción de la morilla, no prosperaba allí ningún hongo como ella; por mucho que deseara dominar a Yattmur y los guatapanzas, además de Gren, era todavía demasiado pequeña para fragmentarse; había tenido la esperanza de encontrar aliados que le prestasen ayuda. Para decepción de Gren y Yattmur, no había allí humanos con quienes pudieran unirse.
Como compensación, un manantial de agua pura brotaba de la roca, canturreando entre las grandes piedras que cubrían casi toda la isleta. El arroyo descendía en cascada por la playa y se volcaba en el mar. De una carrera llegaron hasta él por la arena, y allí mismo bebieron, sin esperar a disfrutar de un sorbo menos salobre un poco más arriba.
Como niños, olvidaron toda preocupación. Luego de beber con exceso y de abundantes eructos, se zambulleron en el agua para lavarse; pero estaba tan fría que no se quedaron allí mucho rato. Luego empezaron a instalarse.
Durante un tiempo vivieron contentos en la isleta. En aquel reino del crepúsculo eterno, el aire era frío. Se las ingeniaron para proveerse de mejores prendas de abrigo con las hojas o los líquenes rastreros, que usaban muy ceñidos alrededor del cuerpo. De tanto en tanto los engullían las nieblas y neblinas; luego el sol volvía a brillar, a poca altura sobre el nivel del agua. A veces dormían, a veces se tendían sobre las caras de las rocas que miraban al sol, y comían frutas, escuchando los gemidos de los témpanos de hielo que surcaban el mar.
Los cuatro guatapanzas habían construido una especie de choza primitiva no muy lejos de donde descansaban Gren y Yattmur. En una ocasión, mientras dormían, la choza se derrumbó encima de ellos. A partir de entonces durmieron al aire libre, los cuatro amontonados bajo un manto de hojas, tan cerca de los amos como Gren lo permitía.
Era bueno sentirse felices otra vez. Cuando Gren y Yattmur hacían el amor, los guatapanzas saltaban alrededor y se abrazaban unos a otros excitados, cantando loas a la agilidad del amo inteligente y la dama lonja.
Las enormes cápsulas se sacudían y repiqueteaban, cargadas de semillas, en los tallos altos. Por el suelo correteaban unos vegetales semejantes a lagartijas. En el aire revoloteaban unas mariposas de alas acorazonadas que vivían por fotosíntesis. La vida continuaba sin las transiciones de luz del ocaso y el amanecer. Prevalecía la indolencia; reinaba la paz.
A no ser por la morilla, los humanos se hubieran conformado al fin con esa forma de vida.
—No podemos quedamos aquí, Gren —dijo en cierta ocasión, cuando Gren y Yattmur despertaban de un sueño apacible—. Ya habéis descansado bastante y recuperado fuerzas. Ya es hora de que nos pongamos otra vez en camino, en busca de otros humanos para fundar así nuestro reino.
—Estás diciendo tonterías, morilla. Hemos perdido nuestra barca. Tendremos que quedamos para siempre en la isla. Es fría quizá, pero hemos conocido sitios peores. Deja que nos quedemos aquí, tranquilos y contentos.
Él y Yattmur estaban desnudos, chapoteando a lo largo de una serie de charcos entre los grandes bloques cuadrangulares de piedra que coronaban la isla. La vida era apacible y ociosa. Mientras pataleaba con sus bonitas piernas, Yattmur entonaba una pastorela. Gren se resistía a escuchar la voz horrorosa que le resonaba en el cráneo. Cada día la detestaba más.
La conversación silenciosa fue interrumpida de pronto por un grito de Yattmur.
Algo parecido a una mano con seis dedos tumefactos le había aprisionado el tobillo. Gren corrió a auxiliarla, y se la desprendió sin dificultad. La mano se debatía entre los dedos de Gren mientras la examinaba.
—Es tonto que haya armado tanto alboroto —dijo Yattmur—. No es más que otra de esas criaturas que los guatapanzas llaman zarparrastras. Vienen a la tierra desde el mar. Cuando las atrapan, las abren por la mitad y se las comen. Son duras pero sabrosas.
Los dedos eran grises y bulbosos, de textura rugosa y extremadamente fríos. Se abrían y cerraban lentamente en la mano de Gren. Por último Gren la dejó caer en la orilla, y la criatura se escabulló entre las hierbas.
—Las zarparrastras nadan fuera del mar y hacen agujeros en el suelo —dijo Yattmur—. He estado observándolas.
Gren no respondió.
—¿Hay algo que te preocupa? —preguntó ella.
—No —dijo él sin convicción.
No quería decirle lo que pretendía la morilla, que se pusieran de nuevo en marcha. Se dejó caer en el suelo, el cuerpo rígido, casi como un anciano. Aunque asustada, Yattmur trató de tranquilizarse y volvió a las lagunas. Pero desde ese momento notó que Gren se apartaba y se encerraba cada vez más en sí mismo; y supo que la causa era la morilla.
Gren despertó del sueño siguiente y notó que la morilla ya se le revolvía en la cabeza.
—Te dejas llevar por la molicie. Tenemos que hacer algo.
—Estamos contentos aquí —replicó Gren con hosquedad—. Además, como ya te he dicho, no tenemos barcas que nos lleven a las tierras grandes.
—Las barcas no son el único medio de cruzar los océanos —dijo el hongo.
—Oh, morilla, acaba de una vez o terminarás por matarnos con tu inteligencia. Déjanos en paz. Aquí somos felices.
—¡Felices, sí! Echaríais raíces y hojas si pudierais. ¡Gren, tú no sabes lo que es la vida! Te aseguro que te esperan grandes placeres y poderes, si sólo me permites ayudarte a conquistarlos.
—¡Vete al demonio! No entiendo lo que quieres decir.
Se levantó con violencia como si quisiera huir de la morilla. El hongo lo sujetó y lo paralizó. Gren se concentró y envió ondas de odio a la morilla; inútilmente, pues la voz seguía atormentándolo.
—Puesto que es imposible para ti ser mi compañero, tendrás que resignarte a ser mi esclavo. El espíritu de investigación ha muerto en ti; si no quieres escuchar mis críticas, tendrás que acatar mis órdenes.
—¡No sé de qué hablas!
Gren había gritado. Yattmur despertó bruscamente, se incorporó y lo observó en silencio.
—¡Pasas por alto tantas cosas! —dijo la morilla—. Yo sólo puedo percibirlas por medio de tus sentidos; sin embargo me tomo el trabajo de analizarlas y ver qué hay detrás. Eres incapaz de sacar conclusiones, yo en cambio las saco en cantidades. ¡El mío es el camino del poder! ¡Mira de nuevo alrededor! ¡Mira esas piedras a las que trepas con tanta indiferencia!
—¡Vete al demonio! —gritó Gren otra vez.
Instantáneamente, se dobló en dos, atormentado por horribles dolores. Yattmur corrió hacia él, le sostuvo la cabeza, trató de calmarlo. Le escudriñó la mirada. Los guatapanzas se acercaron en silencio y se detuvieron detrás de Yattmur.
—Es el hongo mágico ¿no? —preguntó ella.
Gren asintió. Fantasmas de fuego se perseguían en los centros nerviosos, le abrasaban el cuerpo en una melopea de dolor. Mientras el dolor persistió, a duras penas pudo moverse. Por último se fue, y él dijo entonces con voz débil:
—Tenemos que ayudar a la morilla. Quiere que exploremos estas rocas con más atención.
Temblando de arriba abajo, se levantó a cumplir lo que le habían ordenado. Yattmur le acarició el brazo.
—Después de explorar, atraparemos peces en la laguna y los comeremos con frutas —dijo, con ese talento natural de las mujeres, siempre capaces de encontrar consuelo en caso de necesidad.
Gren le echó una humilde mirada de gratitud.
Las grandes piedras habían sido desde tiempos remotos parte natural del paisaje. En los sitios en que el arroyo serpeaba, las piedras desaparecían, enterradas bajo el lodo y los guijarros. Sobre ellas crecían hierbas y juncos y a menudo estaban cubiertas por una espesa capa de tierra. Allí en particular abundaban las flores que los humanos habían visto desde el témpano de hielo. Estas flores guardaban sus semillas en unas cápsulas que coronaban los tallos; Yattmur las llamaba las zancudas, sin que advirtiera hasta mucho tiempo después lo acertado del nombre.
Las raíces de las zancudas se extendían sobre las piedras como serpientes petrificadas.
—Qué fastidiosas son estas raíces —refunfuñó Yattmur—. Crecen por todas partes.
—Es curioso cómo las raíces de una planta crecen de la raíz de otra y también de la tierra —respondió Gren con aire ausente.
Estaba de rodillas observando la unión de dos raíces, de distintas plantas: luego de unirse, las raíces trepaban serpenteando sobre una piedra y se hundían en el suelo entre otras piedras, en una grieta irregular.
—Puedes bajar por ahí. No te ocurrirá nada malo —dijo la morilla—. Baja a la rastra entre la piedras, a ver qué encuentras.
Unas pocas notas de la melopea de dolor sacudieron otra vez los nervios de Gren.
Acatando la orden, y muy a pesar suyo, se deslizó entre las piedras, ágil como una lagartija. Tanteando con cautela, descubrió que las piedras de la superficie estaban asentadas sobre bloques similares, y éstos a su vez sobre otros, más abajo aún. No obstante, las piedras estaban sueltas en algunos sitios, y escurriéndose pudo descender entre las superficies frías.
Yattmur lo siguió salpicándole los hombros con una ligera lluvia de tierra.
Luego de reptar hasta una profundidad de cinco hileras de piedras, Gren y Yattmur llegaron juntos al suelo. Ahora, aunque casi aplastados entre las paredes de roca, se desplazaban por un terreno llano. Atraídos por una disminución de la oscuridad, se arrastraron hasta llegar a un espacio algo más amplio, en el que podían estirar los brazos.
—Siento olor a frío y a oscuridad —dijo Yattmur—, y tengo miedo. ¿Para qué nos ha hecho bajar aquí? ¿Qué piensa de este lugar?
—Está enloquecida —replicó Gren, sin admitir que la morilla no le hablaba ahora.
Poco a poco empezaron a ver mejor. La pared superior se había hundido en un costado, y la fuente de luz era el sol, que brillaba horizontal entre las piedras apiladas, introduciendo en la caverna un rayo explorador. La luz reveló unas cintas de metal trenzado entre las piedras, y una abertura delante de ellos. En el remoto hundimiento de aquellas piedras, el boquete había subsistido. Allí y ahora, los únicos seres vivos además de ellos eran las raíces retorcidas de las zancudas, que se hundían en el suelo como serpientes petrificadas.
Obedeciendo a la morilla, Gren escarbó el cascajo. Allí había más metal y más piedra y ladrillo, casi todo inamovible. Tanteando y tironeando, logró aflojar y arrancar algunos escombros; apareció una larga placa de metal tan alta como el propio Gren. Uno de los extremos estaba despedazado; en el resto de la superficie había unas marcas separadas, dispuestas en una especie de dibujo:
—Esto es escritura —jadeó la morilla—, un signo del hombre cuando tenía poder en el mundo, en un pasado muy remoto. He aquí las huellas del hombre. Éstas han de haber sido las construcciones de antaño. Gren, trepa por esa abertura, a ver qué más puedes encontrar.
—¡Está oscuro! No puedo entrar ahí.
—Trepa, te he dicho.
Las esquirlas de vidrio emitían débiles destellos junto a la abertura. Gren extendió la mano buscando a tientas dónde afirmarse y la madera podrida se desprendió todo alrededor. Entró por la abertura y una lluvia de yeso le cayó en la cabeza. Del otro lado había una pendiente; lastimándose con los vidrios rotos, resbaló entre los escombros. Se encontraba ahora en un recinto amplio.
Desde fuera, Yattmur chilló de miedo. Gren le respondió en voz baja, para tranquilizarla, mientras con una mano en el pecho, esperaba a que el corazón se le calmase. En la oscuridad casi total, miró en torno. Nada se movía. El silencio de los siglos reposaba allí, vivía allí, denso y empalagoso, más siniestro que cualquier ruido, más terrible que el miedo.
Se quedó un momento así, paralizado, hasta que la morilla lo sacudió.
La mitad del techo se había desmoronado. El lugar era un laberinto de ladrillos y vigas metálicas. Para el ojo inexperto de Gren, todo parecía igual. El olor a siglos lo sofocaba.
—Ahí en el rincón. Hay un objeto cuadrado. Acércate y mira —le ordenó la morilla, valiéndose de la vista de Gren.
A regañadientes, Gren se abrió paso hacia el rincón. Algo se le escurrió por debajo de los pies y huyó en sentido contrario; era un zarparrastras como el que se había prendido al tobillo de Yattmur. En el rincón asomaba una caja cuadrangular tres veces más alta que Gren; en la cara delantera sobresalían tres semicírculos de metal, manijas, le instruyó la morilla. Sólo alcanzaba a la más baja de las manijas. Tiró de ella obedientemente.
Se abrió apenas el ancho de una mano; luego se trabó.
—¡Tira, tira, tira! —tañó la morilla.
Gren tiró con una furia salvaje. La caja entera empezó a sacudirse y a vibrar, pero lo que la morilla llamaba el mueble no se movió. La caja se bamboleaba y Gren seguía tirando. Allá arriba, por encima de la cabeza de Gren, algo se desplazó sobre la cima del mueble. Un objeto oblongo se precipitó hacia abajo. Gren se agachó para esquivarlo, y el objeto cayó con ruido detrás de él, levantando una nube de polvo.
—¡Gren! ¿Estás bien? ¿Qué tienes que hacer ahí abajo? ¡Sal!
—¡Sí, sí, ya salgo! Morilla, nunca conseguiremos abrir este estúpido mueble.
—¿Qué es ese objeto que por poco nos parte la cabeza? Examínalo y házmelo ver. Quizá sea un arma. Si al menos encontráramos algo útil…
El objeto que había caído era delgado, largo y ahusado, parecido a una semilla de quemurna aplastada, y de un material terso al tacto, no frío como el metal. La morilla dictaminó que era un estuche. Cuando vio que Gren podía levantarlo con relativa facilidad, se excitó.
—Tenemos que llevar este estuche a la superficie —dijo—. Podrás subirlo entre las piedras. Lo examinaremos a la luz y averiguaremos qué hay dentro.
—Pero ¿cómo podrá ayudarnos? ¿Nos llevará acaso al continente?
—Yo no esperaba encontrar una barca aquí abajo. ¿No sientes curiosidad? Esto es un símbolo de poder. ¡Vamos, muévete! Eres tan estúpido como un guatapanza.
Aguijoneado por el insulto, Gren trepó gateando sobre los escombros. Yattmur se aferró a él, pero no tocó el estuche amarillo. Durante un momento cuchichearon entre ellos, apretándose uno a otro los genitales para sentirse más fuertes; luego treparon trabajosamente hacia la luz del día, por entre las capas de piedras apiladas, arrastrando y empujando el estuche.
—¡Uhhh! ¡Qué bien sabe la luz del día! —murmuró Gren cuando lastimados y magullados emergieron al aire brumoso. Los guatapanzas llegaron corriendo, con las lenguas colgantes de alivio. Bailando alrededor, hicieron un alboroto de lamentaciones y reproches por la ausencia de los amos.
—¡Mátanos por favor, hermoso amo cruel, antes de saltar otra vez a los labios de la tierra! ¡Mejor un golpe de muerte malvada antes que dejarnos solos luchando a solas en luchas desconocidas!
—Vosotros, panzones, sois demasiado gordos; no hubierais podido escurriros con nosotros por esa grieta —dijo Gren, mientras se examinaba con amargura las heridas—. Si tanto os alegra vernos ¿por qué no nos traéis algo que comer?
Cuando Yattmur y él se hubieron lavado las heridas y magulladuras en el arroyo, Gren se ocupó del estuche. En cuclillas, sobre él, le dio vuelta varias veces con cautela. Tenía una curiosa simetría que lo atemorizaba. Al parecer, también los guatapanzas estaban asustados.
—Esa rara forma malísima de tocar es una rara y mala forma tocadora —gimió uno de ellos, mientras bailoteaba de un lado a otro—. Por favor sólo tócala para arrojarla al chapoteante mundo acuoso.
Se unió a los otros guatapanzas y todos miraron hacia abajo con tonta excitación.
—Te dan un consejo sensato —dijo Yattmur.
Pero la morilla lo apremiaba, y Gren se sentó y tomó el estuche entre los pies y los dedos. Mientras lo examinaba, sentía que el hongo se apoderaba de todas las imágenes tan pronto como le llegaban al cerebro; escalofríos de miedo le recorrían la espalda.
En la parte superior del estuche había uno de esos dibujos que la morilla llamaba escritura. Éste parecía
según de donde se lo mirara, y luego seguían varias líneas de dibujos similares, pero más pequeños.
Gren empezó a tironear y apretar el estuche. No se abría. Los guatapanzas pronto perdieron todo interés y se alejaron vagabundeando. Gren mismo lo hubiera arrojado a un lado si la morilla no hubiera insistido, aguijoneándolo y apremiándolo. Pasaba los dedos a lo largo de una cara lateral, cuando una tapa se levantó de golpe. Él y Yattmur se miraron de soslayo y luego escudriñaron el interior del estuche, acuclillados en el suelo, boquiabiertos de temor.
El objeto era del mismo material amarillo y sedoso que el estuche. Gren lo levantó con cuidado y lo puso en el suelo. Fuera de la caja, un resorte se activó, y el objeto, que había tenido la forma de una cuña, adaptada a las dimensiones del estuche, extendió de pronto unas alas amarillas. Se alzó frente a ellos cálido, único, desconcertante. Los guatapanzas se arrastraron de vuelta y miraron con los ojos dilatados de asombro.
—Es como un pájaro —musitó Gren—. ¿Será posible que lo hayan hecho hombres como nosotros, que no haya crecido?
—Es tan suave, tan… —Yattmur no encontró las palabras adecuadas y estiró una mano para acariciarlo—. Lo llamaremos Belleza.
La edad y las infinitas estaciones habían deteriorado el estuche, pero el objeto alado aún parecía nuevo. Cuando la mano de la muchacha acarició la superficie, una tapa se levantó con un clic, mostrando las entrañas de la criatura. Los cuatro guatapanzas huyeron al matorral más cercano. Modeladas con materiales extraños, metales y plásticos, las entrañas del pájaro dorado eran un espectáculo maravilloso. Había carretes pequeños, una hilera de perillas, unos diminutos circuitos amplificadores, un dédalo de intestinos hábilmente enroscados. Arrastrados por la curiosidad, los dos humanos se inclinaron a tocarlo. Pasmados de asombro, dejaban que sus dedos —esos cuatro dedos con un pulgar en oposición que tan lejos habían llevado a los antepasados humanos— disfrutaran del placer de los conmutadores móviles.
¡Las perillas sintonizadoras giraban, los conmutadores funcionaron!
Con un susurro casi imperceptible, Belleza se levantó del suelo, revoloteó, se elevó por encima de ellos. Gritando, asombrados, Gren y Yattmur retrocedieron, y pisaron el estuche, destrozándolo. Belleza no se inmutó. Soberbio y en poderoso vuelo, giraba allá arriba en círculos, resplandeciente al sol.
Cuando hubo ganado suficiente altura, habló.
—¡Salvad al mundo para la democracia! —gritó. La voz, aunque no muy potente, era penetrante.
—¡Oh, Belleza habla! —exclamó Yattmur, contemplando maravillada las alas refulgentes.
En un instante reaparecieron los guatapanzas; querían participar de la excitación; retrocedían con temor cuando Belleza volaba sobre ellos, se quedaban petrificados cuando revoloteaba en círculos, alrededor de las cabezas del grupo.
—¿Quiénes instigaron la desastrosa huelga portuaria del 31? —preguntó retóricamente Belleza—. Los mismos hombres que hoy os pondrán una argolla en la nariz. Pensad con vuestras cabezas, amigos, y votad por el HRS… ¡votad por la libertad!
—Dice… ¿qué está diciendo, morilla? —preguntó Gren.
—Está hablando de hombres que llevan argollas en las narices —dijo la morilla, que estaba tan desconcertada como Gren—. Eso era lo que se ponían cuando eran Civilizados. Tienes que escuchar bien lo que dice y tratar de aprender.
Belleza revoloteó en círculos alrededor de una de las altas zancudas, y allí permaneció, zumbando ligeramente y emitiendo una que otra consigna. Los humanos, creyendo haber ganado un aliado, estaban de muy buen humor. Durante largo rato siguieron así, con las cabezas levantadas, observando y escuchando. Fascinados por las extravagancias de Belleza, los guatapanzas se tamborileaban las barrigas.
—Bajemos de nuevo a ver si encontramos otro juguete —sugirió Yattmur.
Luego de un silencio, Gren replicó:
—La morilla dice no. Cuando no queremos bajar, dice que bajemos; y cuando queremos bajar, ella no quiere. No la entiendo.
—Entonces eres estúpido —gruñó la morilla—. Esta Belleza voladora no nos llevará al continente. Necesito pensar. Tenemos que ayudarnos a nosotros mismos; deseo observar sobre todo esas plantas zancudas. Calla y no me molestes.
Durante largo rato no volvió a comunicarse. Gren y Yattmur se metieron otra vez en la laguna para lavarse los cuerpos y los cabellos y quitarse la suciedad subterránea, mientras los guatapanzas iban y venían por las cercanías, casi sin quejarse, hipnotizados por aquel infatigable pájaro amarillo que revoloteaba encima de ellos. Más tarde, Gren y Yattmur fueron a cazar a la loma de la isla, lejos de las piedras amontonadas. Belleza los siguió volando en círculos, gritando de cuando en cuando:
—¡El HRS y una semana laborable de dos días!