17

Estuvieron un rato inmóviles y expectantes, pero nada interrumpió el silencio.

—¡Se ha desvanecido como un fantasma! —exclamó Gren—. Vayamos a ver qué le ha pasado.

Yattmur se aferró a él tratando de retenerlo.

—Estamos en un paraje desconocido, con peligros que ignoramos —dijo—. No busquemos problemas, que ya ellos nos buscarán a nosotros. No sabemos nada de este lugar. Ante todo hemos de averiguar qué lugar es, y si es habitable.

—Prefiero ir yo al encuentro de los problemas y no que ellos vengan a mí —dijo Gren—. Aunque quizá tengas razón, Yattmur. Los huesos me dicen que éste no es un buen sitio. ¿Dónde se habrán metido esos estúpidos guatapanzas?

Salieron a la playa y la recorrieron lentamente, escudriñando en torno, buscando indicios de los desventurados pescadores, yendo y viniendo entre la llanura del mar y la escarpa del risco.

Los indicios que buscaban no estaban lejos.

—Han andado por aquí —dijo Gren, corriendo a lo largo de la orilla.

Huellas de pasos pesados y excrementos indicaban el sitio por donde los guatapanzas habían chapoteado hasta la costa. Muchas de las huellas eran imprecisas y se dirigían hacia uno y otro lado; también aparecían huellas de manos, señalando los lugares en que habían tropezado unos con otros y se habían caído. Las huellas revelaban la marcha torpe e insegura de los guatapanzas. Un poco más adelante, apuntaban hacia un angosto cinturón de árboles de hojas coriáceas y tristes que se alzaba entre la playa y el risco. Mientras seguían las huellas hacia la oscuridad, un ruido apagado hizo que se detuvieran. De un lugar cercano llegaban quejidos.

Sacando el cuchillo, Gren habló. Asomándose al bosquecillo que se alimentaba como podía de aquel suelo arenoso, se puso a gritar.

—Quienquiera que seas, ¡sal de ahí antes que te saque a la rastra!

Los gemidos se redoblaron, una fúnebre melopea de balbuceos apenas inteligibles.

—¡Es un guatapanza! —exclamó Yattmur—. No lo maltrates, si está herido.

Con los ojos ya acostumbrados a la penumbra, corrió hacia adelante y se arrodilló en el terreno arenoso, entre las hierbas ásperas.

Uno de los pescadores gordos yacía en el suelo; otros tres estaban acurrucados contra él. Al ver aparecer a Yattmur se sacudió con violencia e intentó darse vuelta y alejarse.

—No te haré daño —dijo ella—. Os estábamos buscando, queríamos saber a dónde habíais ido.

—Es demasiado tarde. No estuviste antes y ahora tenemos los corazones destrozados —lloró el hombre; las lágrimas le resbalaban por las mejillas. Tenía un largo rasguño en el hombro y el pelo desgreñado se le había pegoteado a la sangre seca, pero Yattmur pudo observar que la herida no era profunda.

—Es una suerte que hayamos dado con vosotros —dijo—. Lo que tienes no es grave. Ahora que todos se levanten y vuelvan a la barca.

Al oír esto el guatapanza rompió en una nueva melopea; los otros tres le hicieron coro, hablando en aquel dialecto peculiar y enredado.

—Oh grandes pastores, aparecen aquí y aumentan nuestras desdichas. Mucho nos alegra que aparezcan otra vez aunque sabemos que ellos quieren matarnos, matar a estas pobres y amables y desamparadas criaturas que somos.

—Sí, que somos, somos, somos, y aunque nuestro amor los ama, ellos no pueden amarnos, porque no somos más que barro miserable, y ellos son asesinos crueles, y crueles con el barro.

—¡Quieren matarnos aunque ya nos estamos muriendo! ¡Oh, cuánto admiramos vuestro valor, inteligentes héroes sin cola!

—Acabad de una vez con ese inmundo farfulleo —ordenó Gren—. No somos asesinos ni nunca hemos querido haceros daño.

—¡Qué inteligente eres, amo! ¡Nos has cortado las preciosas colas y pretendes decirnos que no hubo daño! Creímos que estabas muerto, que las lonjas dobles en la barca habían terminado para siempre, y por eso, cuando el mundo acuoso se volvió sólido, tristes escapamos con todas nuestras patas, pues roncabas mucho. Ahora nos has atrapado otra vez, y como ya no roncas, sabemos que quieres matarnos.

Gren le asestó un revés en la mejilla al pescador más próximo; el hombre gimió y se retorció como si se estuviera muriendo.

—¡Callad, imbéciles llorones! No os haremos daño si confiáis en nosotros. Poneos en pie y decidnos dónde están todos los demás.

La orden sólo provocó nuevas lamentaciones.

—Bien ves que los cuatro, cuatro infelices sufridores, nos estamos muriendo sin remedio de la muerte que mata a todos, los verdes y los rosados, por eso quieres que estemos de pie, porque así moriremos de una muerte mala, y cuando nuestras almas se hayan ido nos patearás, y sólo muertos podremos estar contigo y no llorar con bocas inofensivas. ¡Oh sí, nos caeremos del suelo en que estamos tendidos! ¡Qué idea tan astuta, gran pastor!

Mientras así se lamentaban, trataban desesperados de aferrar los tobillos de Yattmur y Gren y besarles los pies; los humanos saltaban a uno y otro lado esquivando aquellas efusiones.

Durante la orgía de lamentos, Yattmur había tratado de examinarlos.

—No tienen heridas graves estos infelices —dijo—. Sólo rasguños y magulladuras.

—Pronto los curaré —dijo Gren.

Uno de los hombres había conseguido asirle el tobillo. Gren lanzó un puntapié a la cara mofletuda. Movido por una repulsión incontenible, agarró a otro y lo levantó del suelo de viva fuerza.

—¡Qué prodigiosamente fuerte eres, amo! —gimió el hombre mientras trataba al mismo tiempo de besarle y morderle las manos—. Tus músculos y tu crueldad son enormes para unas pobres criaturas moribundas como nosotros, de sangre estropeada por cosas malas y otras cosas malas, ¡ay!

—¡Te haré tragar tus propios dientes si no te callas! —lo amenazó Gren.

Con la ayuda de Yattmur, levantó a los otros tres que a pesar de los incesantes lloriqueos no estaban malheridos. Los obligó a callar y les preguntó qué había sido de los dieciséis pescadores que faltaban.

—¡Oh, generoso sin cola! Perdonas la vida a este pequeño número cuatro para gozar matando a un gran número dieciséis. ¡Qué abnegación tan abnegada! Felices te decimos qué felices somos al decirte qué camino tomó el alegre y triste dieciséis, para que nos perdones la vida y sigamos viviendo y gozando de tus bofetones y golpes y patadas crueles en la nariz de la cara tierna. El dieciséis nos dejó aquí tirados muriendo en paz antes de escapar por ese camino para que tú los atrapes y juegues a la muerte.

Y señalaron, abatidos, la línea de la costa.

—Quedaos aquí, y en silencio —ordenó Gren—. Volveremos a buscaros cuando hayamos encontrado a los demás. No os mováis de aquí, pues algo podría comeros.

—Con temor esperaremos, aun si antes morimos.

—Quietos aquí entonces.

Gren y Yattmur echaron a andar a lo largo de la playa. Allí todo era silencio; hasta el océano susurraba apenas al rozar las orillas; y otra vez sintieron la terrible desazón, como si millones de ojos invisibles estuviesen acechando.

Mientras avanzaban, observaban el mundo en torno. Hijos de la selva como eran, nada podía parecerles más extraño que el mar; sin embargo, allí la tierra misma era extraña. No sólo porque los árboles —de hojas coriáceas, quizá adecuadas para un clima más frío— fuesen de una variedad desconocida; ni a causa del risco que asomaba por detrás de los árboles, tan escarpado y gris; un risco que se elevaba por encima de ellos empequeñeciéndolo todo alrededor, y que proyectaba una sombra tétrica sobre el paisaje.

Además de todas aquellas rarezas tangibles, había otra, que no hubieran podido nombrar, pero que luego del absurdo altercado con los guatapanzas parecía aún más inquietante. El silencio rumoroso del mar contribuía a que se sintieran inquietos.

Echando una mirada nerviosa por encima del hombro, Yattmur observó otra vez el risco encumbrado. Bajo las nubes oscuras que se movían por el cielo, el gran muro parecía derrumbarse.

Yattmur se dejó caer de bruces y se tapó los ojos.

—¡Los riscos se nos vienen todos encima! —gritó, tironeando de Gren para que se echara junto a ella.

Gren alzó los ojos una sola vez y tuvo la misma ilusión: aquella torre alta y majestuosa se inclinaba hacia ellos. Se escurrieron entre las rocas, apretujando los cuerpos tiernos, hundiendo las caras en la arena húmeda y escamosa. Eran hijos del invernáculo de las selvas; aquí había tantas cosas desconocidas que la reacción inmediata era siempre el miedo.

Instintivamente, Gren llamó al hongo que le cubría el cuello y la cabeza.

—¡Morilla, sálvanos! Confiamos en ti y tú nos trajiste a este lugar horrendo. Ahora tienes que sacarnos de aquí, pronto, antes que el risco se nos venga encima.

—Si tú mueres, yo muero —dijo la morilla, tañendo unos sones armoniosos en la cabeza de Gren. Y añadió algo más tranquilizador—. Podéis levantaros. Las nubes se mueven; el risco no.

Pasó un momento —un intervalo de silenciosa espera sólo interrumpida por la endecha del mar— antes que Gren se atreviera a comprobar la verdad de lo que decía la morilla. Por último, viendo que ningún aluvión de rocas le caía sobre el cuerpo desnudo, se decidió a mirar. Al notar que él se movía, Yattmur gimoteó.

Gren creyó ver que el risco seguía cayendo. Se armó de coraje y observó más atentamente.

Parecía que el risco viniera navegando por el cielo hacia él; sin embargo, al fin tuvo la certeza de que no se movía. Se atrevió a apartar los ojos de aquella superficie agujereada y codeó a Yattmur.

—El risco no nos hará daño por ahora —dijo—. Podemos seguir.

Yattmur alzó un rostro atribulado, con manchas rojas en las mejillas que había apoyado contra las piedrecitas de la playa; aún tenía algunas adheridas a la piel.

—Es un risco mágico. Siempre se está cayendo y no cae nunca —dijo luego de mirar detenidamente la roca—. No me gusta. Tiene ojos que nos vigilan.

Reanudaron la penosa marcha. De tanto en tanto Yattmur miraba con inquietud hacia arriba. El cielo se estaba cerrando todavía más y las sombras de las nubes venían por el océano.

La costa era una curva cerrada y continua; la arena desaparecía a menudo bajo grandes macizos de rocas encerrados entre la selva y el mar. No había otro remedio que escalarlas y en el mayor silencio posible.

—Pronto llegaremos de vuelta al punto de partida —dijo Gren volviendo la cabeza y observando que la barca había quedado oculta detrás del risco.

—Correcto —tañó la morilla—. Estamos en una isla pequeña, Gren.

—Entonces ¿no podremos vivir aquí, morilla?

—Me parece que no.

—¿Cómo haremos para irnos?

—Como vinimos… en la barca. Algunas de estas hojas gigantes podrán servimos de velas.

—Odiamos la barca, morilla, y el mundo acuoso.

—Pero los prefieres a la muerte. ¿Cómo podríamos vivir aquí, Gren? No es más que una torre de piedra con una franja de arena alrededor.

Sin comunicar esta conversación muda a Yattmur, Gren se dejó llevar por unos pensamientos confusos. Al fin concluyó que lo más sensato era postergar cualquier decisión hasta que hubiesen dado con los guatapanzas.

Advirtió que Yattmur miraba cada vez más a menudo por encima del hombro la torre de piedra. En un arranque de impaciencia, exclamó:

—¿Qué pasa? Si no miras por dónde vas, te romperás la crisma.

Ella le tomó la mano.

—¡Calla! Te va a oír —dijo—. Esta torre tiene un millón de ojos que nos vigilan todo el tiempo.

Gren iba a volver la cabeza cuando Yattmur lo tomó por la barbilla y lo arrastró hasta obligarlo a agazaparse junto a ella detrás de un peñasco.

—No le hagas ver que sabemos —murmuró—. Espíala desde aquí.

Gren espió. Con la boca seca observó aquella pared gris, alta y vigilante. Las nubes habían velado el sol, y en la penumbra el risco tenía un aspecto aún más amenazador. Ya antes había observado que la superficie estaba acribillada de agujeros. Ahora notó la regularidad con que estaban distribuidos y cuánto se parecían a ojos malignos que acecharan desde las profundidades de muchas órbitas.

—Ya lo ves —dijo Yattmur—. ¿Qué criaturas terribles cobija este lugar? Está embrujado, Gren. ¿Qué seres vivos hemos visto desde que llegamos? Nada se mueve entre los árboles, nada corretea por la playa, nada trepa por la cara de esa roca. Sólo la velosemilla, y algo la ha devorado. Sólo nosotros estamos vivos, pero ¿por cuánto tiempo?

Mientras Yattmur se lamentaba, hubo un movimiento en la torre de piedra. Los ojos fríos —ya no cabía ninguna duda de que eran ojos— giraron en las órbitas; eran incontables y se movieron juntos y juntos miraron en otra dirección, como si otearan algo a lo lejos, en el mar.

Impulsados por la fuerza de aquella mirada pétrea, Gren y Yattmur también se volvieron. Desde donde estaban agazapados, sólo era visible una porción del mar, enmarcada por las rocas de la playa cercana, pero suficiente para que pudieran observar la conmoción de las distantes aguas grises: una enorme criatura marina se acercaba nadando a la isla.

—¡Oh sombras! ¡Esa criatura viene hacia nosotros! ¿Volvemos corriendo a la barca?

—¡Echémonos al suelo y quedémonos quietos! No puede habernos visto entre esas rocas.

—¡La torre mágica de muchos ojos la está llamando para que venga a devorarnos!

—Tonterías —dijo Gren, también como respuesta a sus propios temores.

Hipnotizados, observaron a la criatura marina. La espuma impedía ver cómo era. Sólo dos grandes aletas que batían las aguas como ruedas enloquecidas asomaban claramente a intervalos. De vez en cuando les parecía ver una cabeza que apuntaba hacia la orilla.

La ancha sábana del mar se encrespó. Un telón de lluvia cayó desde el cielo encapotado ocultando a la criatura marina y vertiendo gotas frías y punzantes sobre todas las cosas.

Obedeciendo a un impulso común, Gren y Yattmur se zambulleron entre los árboles; chorreando agua, se apoyaron contra un tronco. La lluvia arreció. Por un momento, no alcanzaron a ver más allá de la resquebrajada orla de blancura que bordeaba la orilla.

Un acorde desolado llegó desde el agua, una llamada de advertencia, como si el mundo estuviera desmoronándose. La criatura marina pedía a gritos que la guiaran. La isla (o la torre) voceó enseguida una respuesta.

Como arrancada de los cimientos mismos, chirriante y cavernosa, sonó una nota. No era una nota demasiado potente, pero lo impregnó todo; se esparció por la tierra y el mar como la lluvia misma, como si cada decibel fuese una gota separada de las demás. Aterrorizada por aquel sonido, Yattmur se aferró a Gren, llorando.

Por encima del llanto, por encima del ruido de la lluvia y del mar, por encima de las resonancias de la voz de la torre, se alzó otra voz; una voz mellada, asustada, que pronto se extinguió. Era una voz compuesta, un coro de súplicas y reproches, y Gren la reconoció.

—¡Los guatapanzas que faltaban! —exclamó—. Tienen que estar cerca de aquí.

Miró en torno sin esperanzas luchando contra la lluvia que le cegaba los ojos. Las grandes hojas coriáceas se combaban y volvían a saltar bruscamente derramando la carga de agua que les caía encima desde el risco. No se veía nada más que selva, la selva que se inclinaba sumisa ante el aguacero. Gren no se movió; los guatapanzas tendrían que esperar a que la lluvia amainara. Se quedó donde estaba, con un brazo alrededor de Yattmur.

Trataban de ver el mar, cuando delante de ellos el gris se rompió en un torbellino de olas.

—¡Oh sombras vivientes! Ese ser ha venido a buscarnos —susurró Yattmur.

La enorme criatura marina había llegado ya a los bajíos y estaba saliendo pesadamente del mar. Entre las cataratas siseantes de la lluvia vieron una gran cabeza chata. Una boca estrecha y pesada como una tumba se abrió con un crujido… y Yattmur se libró del abrazo de Gren y echó a correr, gritando despavorida, hacia el lugar de donde había venido.

—¡Yattmur!

Iba a correr detrás de ella, pero el peso muerto de la voluntad de la morilla cayó sobre él de improviso. Gren quedó paralizado, inmóvil, doblado hacia adelante como en la línea de largada de una carrera. Sorprendido en esa posición inestable, cayó de costado en la arena anegada.

—¡Quédate dónde estás! —tañó la morilla—. Como es obvio que esa criatura no viene por nosotros, tenemos que esperar y averiguar qué pretende. No nos hará daño si te quedas quieto.

—Pero Yattmur…

—No te preocupes por esa niña tonta. Más tarde la encontraremos.

A través de la violencia de la lluvia llegaba un quejido irregular y prolongado. La gran criatura estaba sin aliento. Se arrastraba trabajosamente por la cuesta de la playa a pocas yardas de donde yacía Gren. Velada por las grises cortinas de la lluvia, con la respiración anhelante y los movimientos penosos, cobró de pronto el aspecto —andando allí pesadamente, en aquel escenario tan inverosímil como ella— de un grotesco símbolo de dolor conjurado en una pesadilla.

Ahora la cabeza estaba oculta entre los árboles. Gren sólo veía el cuerpo, impulsado hacia adelante por las sacudidas de las aletas poderosas, hasta que también el cuerpo desapareció. La cola se deslizó un momento cuesta arriba; luego fue engullida asimismo por la selva.

—Ve a ver dónde ha ido —ordenó la morilla.

—No —dijo Gren. Se arrodilló. Una suciedad pardusca, una mezcla de arena y lluvia, le resbalaba por el cuerpo.

—Haz lo que te digo —tañó la morilla. El propósito secreto de la morilla, propagarse tanto como le fuera posible, seguía siempre allí en el fondo de su pensamiento. Este humano que en un principio le había parecido un huésped inteligente y promisorio, en realidad no había respondido a sus esperanzas; una bestia bruta, primitiva, como la que acababan de ver, merecía sin duda una investigación. La morilla impulsó a Gren hacia adelante.

Avanzando por el linde arbolado, encontraron los rastros de la criatura marina. Al desplazarse había abierto una zanja en la que cabía un hombre de pie.

Gren se dejó caer al suelo sobre las manos y las rodillas; la sangre le ardía en las venas. La criatura no estaba muy lejos; un definido olor salobre, putrefacto, flotaba en el aire. Atisbó por detrás del tronco de un árbol, siguiendo las huellas con la mirada.

Allí la franja de selva se interrumpía de pronto, para recomenzar un poco más lejos a lo largo de la costa. En aquel claro, la arena llevaba en línea recta a la base del risco… y allí, en la base del risco, se abría una caverna grande. Alcanzó a ver, a través de la lluvia, que las huellas del monstruo entraban en la caverna. No obstante, aunque los límites de la caverna eran visibles —bastante grande como para contener al monstruo, pero nada más— parecía silenciosa y vacía, como una boca petrificada en un bostezo perpetuo.

Intrigado, olvidándose del miedo, Gren salió al claro para observar mejor, y enseguida vio allí a algunos de los dieciséis guatapanzas.

Estaban acurrucados todos juntos bajo los árboles que flanqueaban la franja arenosa, apretados contra el risco y muy cerca de la caverna. Como era natural en ellos, se habían resguardado debajo de un reborde de roca que los bañaba ahora con un incesante chorro de agua. Con el largo vello del cuerpo chorreado y aplastado, parecían en verdad muy mojados, mojados y asustados. Cuando Gren apareció, gimotearon de miedo, cubriéndose los genitales con, las manos.

—¡Salid de ahí! —gritó Gren, sin dejar de mirar alrededor en busca de algo que explicase la desaparición del monstruo marino.

Con la lluvia que les chorreaba por las caras, los guatapanzas estaban totalmente desanimados; Gren recordó el estúpido grito de terror que habían lanzado cuando divisaron al monstruo. Ahora, dando vueltas y vueltas en círculos cerrados, como ovejas, y balbuceando sonidos ininteligibles, parecían querer huir de Gren. Tanta estupidez le revolvió la sangre. Levantó una piedra pesada.

—¡Salid de ahí y venid conmigo, panzabebés llorones! —vociferó—. ¡Pronto, antes que el monstruo los descubra a todos!

—¡Oh terror! ¡Oh amo! ¡Todas las cosas odian a los infelices y amables guatapanzas! —gimieron; tropezaban unos con otros volviendo a Gren las espaldas carnosas.

Furioso, Gren tiró la piedra. Fue a dar en la nalga de uno de los hombres; un tiro certero pero de consecuencias nefastas. La víctima saltó chillando a la arena, dio vueltas alrededor, y huyendo de Gren echó a correr hacia la caverna. Como a una voz de mando, los otros también saltaron y se precipitaron detrás en tropel; imitándolo, se agarraban el trasero con las manos.

—¡Volved! —gritó Gren, lanzándose detrás de ellos por las huellas del monstruo—. ¡No os acerquéis a la cueva!

No le hicieron caso. Ladrando como cuzcos, se precipitaron en la caverna; los ruidos que hicieron al entrar retumbaron con ecos ásperos en las paredes. Gren los siguió.

El olor salobre del monstruo pesaba en el aire.

—Sal de aquí cuanto antes —acució la morilla en la mente de Gren, mientras le enviaba una punzada de dolor por todo el cuerpo.

De las paredes y el techo de la caverna sobresalían unos bastones de piedra que apuntaban hacia dentro; en los extremos se ahuecaban en órbitas oculares, como las cuencas de la cara exterior del risco. Aquellos ojos también acechaban; cuando los guatapanzas entraron en tropel, abrieron los párpados y se pusieron a mirar, uno por uno, cada vez más numerosos.

Viendo que estaban acorralados, los pescadores se revolcaron por la arena a los pies de Gren en una batahola de gritos lastimeros.

—¡Oh grande y poderoso señor, oh matador de piel fuerte, oh rey de la carrera y de la caza, mira cómo corrimos hacia ti en cuanto te vimos! ¡Qué contentos estamos de que honres con tu presencia nuestros pobres y viejos panzaojos! Corrimos hacia ti sin vacilar aunque nuestra carrera fue torpe y atolondrada, y de algún modo nuestras piernas nos llevaron por malos caminos y no por caminos buenos y felices, pues además la lluvia nos confundió.

Más y más ojos se abrían ahora en la caverna, todos con la mirada pétrea clavada en el grupo. Gren tomó por los cabellos a uno de los guatapanzas y lo obligó a levantarse. Los demás callaron, contentos tal vez de que por el momento no se ocupara de ellos.

—Ahora escuchadme —dijo Gren, con los dientes apretados. Había llegado a aborrecer con ferocidad a estas criaturas que despertaban en él instintos latentes, agresivos—. No os deseo ningún mal, como he dicho antes. Pero tenéis que salir de aquí inmediatamente. Aquí estáis en peligro. ¡Volved a la playa pronto, todos!

—Nos lapidarás…

—¡No importa lo que yo haga! Haced lo que digo. ¡Moveos!

Mientras hablaba dio un empujón al hombre y lo mandó rodando hacia la entrada de la caverna.

En aquel momento comenzó lo que más tarde Gren recordaría como el espejismo.

Un número crítico de ojos se había abierto en las paredes de la caverna.

El tiempo se detuvo. El mundo fue todo verde. A la entrada, el hombre panza se sostuvo en equilibrio sobre una pierna como si fuera a volar, se volvió verde y quedó petrificado en aquella absurda posición. Detrás, la lluvia era también verde. Todo verde, todo inmóvil.

Y todo empezó a encoger. A empequeñecerse. A retraerse y contraerse. A transformarse en una gota de lluvia que caía para siempre desde los pulmones del cielo. O en un grano de arena que bajaba eternamente en las clepsidras del tiempo infinito. En un protón que se precipitaba inagotable por su propia versión de bolsillo del espacio ilimitado. Para alcanzar por último la inmensidad infinita de la nada… la riqueza infinita de la no-existencia… y así transformarse en Dios… ser el principio y el fin de la propia creación…

… o conjurar un billón de mundos que zumbaban a lo largo de los verdes eslabones de cada segundo… o volar a través de los increados montones de sustancia verde que en una vasta antecámara del ser esperaban la hora o el eón apropiados…

Porque él estaba volando ¿no? Y en aquellas notas próximas y más felices (¿no lo eran?) volaban los seres que él o algún otro, alguien en otro plano de la memoria, había llamado alguna vez «los guatapanzas». Y si aquello era volar, entonces estaba aconteciendo en aquel imposible universo verde de delectación, en un elemento que no era el aire y en una corriente ajena al tiempo. Y volaban en la luz, irradiaban luz.

Y no estaban solos.

Todo estaba con ellos. La vida había reemplazado al tiempo, eso era; la muerte había desaparecido, porque allí los relojes sólo podían desgranar fertilidad. Pero de todas las cosas, había dos que le parecían familiares…

En aquella otra existencia vaga —oh, era tan difícil recordar, un sueño dentro de un sueño—, en aquella existencia en la que había una playa de arena y una lluvia gris (¿gris?) que no tenía nada de verde, porque no hay nada que se parezca al verde, en aquella existencia un ave enorme había bajado del cielo y una gran bestia había emergido del mar… y habían penetrado en el… espejismo, y todos estaban allí en un mismo deleite verde, sustancioso. El elemento en que flotaban les aseguraba que había allí sitio de sobra para que todas las cosas pudieran crecer y prosperar en paz, y desarrollarse eternamente, si fuera necesario: los guatapanzas, el ave, el monstruo.

Y sabía que los otros habían ido hacia el espejismo atraídos por algo que a él no lo había llamado. No porque eso importara, ya que allí encontraba la dulzura de ser, de dejarse estar simplemente en aquel eterno vuelo-danza-canción, sin tiempo ni medida ni zozobras.

Sin nada más que un sentimiento de plenitud: estar transformándose en algo verde y bueno.

… Sin embargo, por alguna razón, los otros lo iban dejando atrás. El primer impulso empezaba a decaer. Incluso allí había zozobras, y algo significaban, también allí, las dimensiones; de lo contrario, no se habría quedado atrás. Y ellos no estarían volviendo las cabezas, sonriéndole, saludándolo, el ave, la bestia, los guatapanzas. Ni las esporas y semillas, las afortunadas criaturas de savia que llenaban la distancia creciente que lo separaba de sus compañeros, estarían girando. Ni él los seguiría, gimiendo, perdiéndolo todo… Oh, perder todo ese mundo de naturaleza inimaginable, ese mundo brillante que de pronto le era tan querido…

Ya no reviviría el miedo, la última y desesperada tentativa de recobrar el paraíso, el verde que huía, el vértigo que lo poseía, y los ojos, un millón de ojos que decían todos «No» y lo escupían devolviéndolo al mundo…

Estaba otra vez en la caverna, despatarrado sobre la arena pisoteada, en una postura que era un burdo remedo de vuelo. Estaba solo. Alrededor de él, un millón de ojos de piedra se cerraban desdeñosos, y una música verde se apagaba. Estaba doblemente solo, pues la torre de piedra se había retirado de la caverna.

La lluvia seguía cayendo. Sabía que aquella eternidad inconmensurable en que había estado ausente había sido apenas un instante, una brizna de tiempo. El tiempo… cualquier cosa que fuera… acaso un fenómeno meramente subjetivo, un mecanismo del torrente sanguíneo humano, que los vegetales no padecían.

Gren se incorporó, sorprendido por sus propios pensamientos.

—¡Morilla! —murmuró.

—Estoy aquí…

Hubo un largo silencio.

Al cabo de un rato el hongo-cerebro se decidió a hablar.

—Tú tienes pensamientos, Gren —tañó—. Por eso la torre no te aceptó… no nos aceptó. Los guatapanzas eran casi tan necios como la criatura marina y el ave; ellos fueron aceptados. Lo que para nosotros es un espejismo, para ellos es ahora la realidad. Ellos fueron aceptados.

Otro silencio.

—¿Aceptados dónde? —preguntó Gren. Había sido tan hermoso…

La morilla no respondió directamente.

—Ésta es la larga era de lo vegetal —dijo—. Lo verde ha medrado en la faz de la tierra, ha echado raíces y ha proliferado; todo sin pensamiento. Ha adoptado muchas formas y se ha aclimatado a todos los medios; y así ocupa desde hace largo tiempo cualquier posible sitio ecológico.

»La tierra está hoy más peligrosamente superpoblada que en cualquier época. Hay plantas por doquier… plantas que con ingenio pero sin inteligencia, siembran y se propagan, multiplicando la confusión, aumentando el problema de cómo encontrará lugar para crecer una brizna más de hierba. Cuando tu remoto antepasado, el hombre, era dueño y señor del mundo, sabía cómo resolver el problema de un jardín o un huerto superpoblado. Trasplantaba, o quemaba las malezas. Ahora, de algún modo, la naturaleza ha inventado su propio jardinero. Las rocas se han convertido ellas mismas en transmisores. Es probable que haya estaciones como ésta en todas las costas… estaciones en las que cualquier criatura de poco seso pueda ser aceptada para una progresiva transmisión… estaciones donde las plantas puedan ser trasplantadas…

—¿Trasplantadas dónde? —preguntó Gren—. ¿Dónde estaba ese lugar?

Algo parecido a un suspiro flotó en los pasadizos de la mente de Gren.

—¿No te das cuenta de que son sólo conjeturas, Gren? Desde que me he unido a ti, me he vuelto en parte humana. ¿Quién conoce todos los mundos posibles para las distintas formas de vida? El sol significa una cosa para ti, y otra para una flor. Para nosotros el mar es terrible; para esa gran criatura que vimos… No hay palabras ni pensamientos que describan el lugar adonde fuimos; cómo puede haberlas si era tan claramente el producto de… procesos inactivos irracionales.

Gren se incorporó, tambaleándose.

—Tengo ganas de vomitar —dijo.

Salió zigzagueando de la caverna.

—Para concebir otras dimensiones, otras modalidades del ser —prosiguió la morilla.

—¡Por lo que más quieras, cállate! —gritó Gren—. ¿Qué me importa que haya lugares… estados… si no puedo… alcanzarlos? No puedo, y nada más. Todo aquello fue un maldito espejismo, así que déjame en paz ¿quieres? Tengo ganas de vomitar.

La lluvia había menguado un poco. Le golpeteó levemente la espalda cuando arqueó la columna y apoyó la cabeza contra un árbol. Las sienes le latían, los ojos le lagrimeaban, el estómago se le contraía en espasmos.

Tendrían que hacer velas con las hojas grandes y alejarse en la barca de aquel lugar, él y Yattmur y los cuatro guatapanzas sobrevivientes. Tenían que irse. Como estaba haciendo frío, tal vez necesitaran abrigarse con hojas. Este mundo no era un paraíso, pero algo podían aprovechar.

Estaba vaciando aún el estómago cuando oyó que Yattmur lo llamaba.

Alzó los ojos, sonriendo débilmente. A lo largo de la playa lluviosa, Yattmur volvía a él.