Ya la barca había empezado a girar a la deriva río abajo. Ahora estaban a salvo de las copas mortíferas de los árboles panza que seguían batiendo espuma sobre las aguas.
Al ver que se alejaban de la costa, los pescadores entonaron un coro de gemidos. Yattmur se plantó ante ellos cuchillo en mano, sin permitirse mostrar alguna compasión por las heridas que tenían.
—¡A ver, hombres panza! ¡A ver, hijos rabilargos de árboles hinchados! ¡Basta de alboroto! Alguien que era real acaba de morir y guardaréis duelo por ella o arrojaré a todos por la borda con mis propias manos.
Al oír esto los pescadores cayeron en un silencio abyecto. Amontonados en un grupo sumiso, se consolaban mutuamente y se lamían unos a otros las heridas. Yattmur corrió hacia Gren, lo abrazó y apoyó la mejilla en la de él. Gren trató de resistirse, sólo por un momento.
—No llores demasiado a Poyly. Era hermosa en vida… pero a todos nos llega la hora de caer en la espesura. Yo estoy aquí, y de ahora en adelante seré tu compañera.
—Querrás volver a tu tribu, con los pastores, —dijo Gren, desconsolado.
—¡Ja! Los hemos dejado lejos. ¿Cómo podré volver? Levántate y ven a ver qué rápido nos lleva el agua. Ya casi no alcanzo a ver la Boca Negra… ya no es más grande que uno de mis pezones. Estamos en peligro, Gren. ¡Despierta! Pregúntale a tu amigo mágico, la morilla, a dónde estamos yendo.
—No me importa lo que ahora pueda pasarnos.
—Mira, Gren…
Un clamor se alzó entre los pescadores. Con una especie de interés apático, señalaban hacia adelante y gritaban; bastó para que Yattmur y Gren se levantaran de prisa.
La barca a la deriva se precipitaba rápidamente hacia otra embarcación. Más de una colonia de pescadores vivía en las orillas del Agua Larga. Ya otra asomaba adelante, señalada por dos árboles panza abultados. La red estaba extendida a través de la corriente, y la barca permanecía aún en la orilla opuesta, cargada de pescadores. Las colas pendían sobre el río por encima de la red.
—¡Vamos a chocar contra esa barca! —exclamó Gren—. ¿Qué podemos hacer?
—No, no chocaremos con la barca. Tal vez la red nos detenga. Entonces podremos ganar la orilla sanos y salvos.
—Mira a esos imbéciles que trepan por los costados de la barca. Van a ser despedidos por encima de la borda. —Llamó a gritos a los pescadores—. ¡Eh, vosotros, rabones! ¡Bajad pronto de ahí si no queréis caer al agua!
La voz se ahogó entre los gritos de los pescadores y el rugido de las aguas. La corriente los precipitaba irresistiblemente hacia la otra embarcación. Un momento después chocaban contra la red que les interceptaba el camino.
La barca rechinó y se ladeó. La sacudida lanzó al agua a varios pescadores. Uno de ellos consiguió llegar de un salto a la otra barca, que estaba cada vez más cerca. Las dos embarcaciones chocaron y se separaron oblicuamente como en una carambola de billar y la cuerda que atravesaba el agua restalló y se rompió.
De nuevo empezaron a navegar a la deriva, en una precipitada carrera río abajo. La otra barca, que ya estaba en la ribera opuesta, siguió allí, sacudiéndose peligrosamente. Muchos de los tripulantes habían saltado a la orilla; otros habían sido arrojados al agua; a algunos el accidente les había seccionado la cola. Pero las desventuras de estos pescadores quedaron sin develar, pues la barca de Gren se precipitó enseguida por una amplia curva y la selva se cerró a uno y otro lado.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Yattmur, estremeciéndose.
Gren se encogió de hombros, perplejo. No se le ocurría nada. El mundo parecía decirle que era demasiado grande y terrible para él.
—¡Despierta, morilla! —dijo—. Tú nos metiste en este brete… sácanos ahora.
Como respuesta, la morilla empezó a sacudirle las ideas, a ponérselas patas arriba. Mareado, Gren se sentó pesadamente. Yattmur le estrechaba las manos mientras unos recuerdos y pensamientos fantasmales revoloteaban ante el ojo mental de Gren. La morilla estaba estudiando navegación.
Al cabo dijo:
—Necesitamos gobernar esta barca. Pero no tenemos con qué. Habrá que esperar y ver qué ocurre.
Era reconocer la derrota. Gren se sentó en la cubierta y rodeó a Yattmur con un brazo, indiferente a todo cuanto ocurría alrededor. Regresó con el pensamiento a los días en que él y Poyly eran niños despreocupados en la tribu de Lily-yo. La vida había sido tan fácil, tan placentera, y ellos casi ni se habían enterado. Si hasta hacía más calor entonces; en el cielo, casi verticalmente sobre ellos, siempre había brillado el sol.
Abrió un ojo. El sol estaba muy bajo, al borde del horizonte.
—Tengo frío —dijo.
—Acurrúcate contra mí —lo tentó Yattmur.
A un lado había un montón de hojas recién cortadas, destinadas quizá a envolver el pescado que los pescadores esperaban atrapar. Yattmur abrigó con las hojas a Gren y se tendió junto a él, abrazándolo.
Al calor del cuerpo de Yattmur, Gren se tranquilizó. Con un interés recién nacido, empezó a explorar instintivamente el cuerpo de ella. Era cálida y dulce como los sueños de la infancia, y se apretaba a él con ardor. También las manos de ella iniciaron un viaje exploratorio. Entregados a aquel mutuo deleite, se olvidaron del mundo. Cuando él la tomó, ella también estaba tomándolo.
Hasta la morilla se había apaciguado con el placer de lo que ellos hacían al abrigo de las hojas. La barca continuaba precipitándose río abajo; de tanto en tanto golpeaba contra la orilla, pero nunca dejaba de avanzar.
Al cabo de un tiempo se internó en un río mucho más ancho y caudaloso, y luego dio vueltas y vueltas arrastrada por un remolino; todos se marearon. Allí murió uno de los pescadores y tuvieron que arrojarlo por la borda. Esto pudo ser una señal pues en el acto la embarcación se liberó del remolino y navegó otra vez a la deriva sobre el amplio pecho de las aguas. Ahora el río era muy ancho y aumentaba cada vez más; pronto no vieron ninguna orilla.
Aquél era un mundo desconocido para los humanos; a Gren la sola idea de unas enormes extensiones vacías le parecía inconcebible. Contemplaban con asombro aquel espacio inmenso, y enseguida, temblando, apartaban la mirada y se cubrían los ojos con las manos. Todo en torno era movimiento; y no sólo las aguas inquietas del torrente. Se había levantado un viento frío, un viento que se hubiera extraviado en las distancias inconmensurables de la selva, pero que aquí era dueño y señor de todas las cosas. Agitaba las aguas con pasos invisibles, empujaba la barca y la hacía crujir, salpicaba de espuma las caras preocupadas de los pescadores, los despeinaba y les silbaba en los oídos. Arreció hasta helarles la piel, y tendió un velo de nubes en el cielo, oscureciendo los traveseros que se desplazaban allá arriba.
Quedaban en la barca dos docenas de pescadores; seis de ellos estaban muy malheridos a causa del ataque de los árboles panza. Al principio no intentaron acercarse a Gren y Yattmur; yacían allí, amontonados, como un monumento viviente a la desesperación. Primero murió uno y luego otro, y ambos fueron arrojados por la borda en medio de un duelo desordenado.
De este modo la corriente los fue llevando al mar.
La anchura del río impedía que fueran atacados por las algas marinas gigantes que festoneaban las costas. Nada, en verdad, les indicó que habían pasado del río al estuario, del estuario al mar; las anchas ondas parduscas de agua dulce se mezclaban con las olas saladas.
Poco a poco el pardo se diluyó en verde y en azul, el viento arreció, y los llevó en otra dirección, paralela a la orilla. La poderosa selva no parecía más grande que una hoja.
Uno de los pescadores, a instancias de los otros, se acercó a Gren y Yattmur que aún descansaban tendidos entre las hojas, y se inclinó humildemente ante ellos.
—Oh grandes pastores, oídnos hablar cuando hablamos, si me permitís que empiece a hablar —dijo.
—No queremos haceros ningún daño, gordinflón —respondió Gren con aspereza—. Como vosotros, estamos en una situación difícil. ¿No podéis entenderlo? Quisimos ayudaros, y lo haremos si el mundo vuelve a secarse. Pero trata de ordenar tus ideas para poder hablar con sensatez. ¿Qué deseas?
El hombre se inclinó de nuevo haciendo una reverencia. Detrás de él, sus compañeros se inclinaron también en una penosa imitación.
—Gran pastor, te vemos desde que llegaste. Nosotros, los hijos de los árboles panza, no somos tontos y hemos visto tu tamaño. Sabemos que pronto, cuando acabes de jugar a la lonja doble con tu dama entre las hojas, te gustará matarnos. No somos tontos, somos listos, y como somos listos no nos parece tonto morir por vosotros. Pero como estamos tristes, nos parece tonto morir sin comer. Todos nosotros, pobres hombres panza tristes y listos, no hemos comido y suplicamos comida pues ya no tenemos una mamá que nos llene la panza.
Gren gesticuló, impaciente.
—Tampoco nosotros tenemos comida —dijo—. Somos humanos como vosotros. También nosotros tenemos que mirar por nosotros mismos.
—Ay, no nos atrevíamos a esperar que quisieras compartir tu alimento, porque tu alimento es sagrado y lo que quieres es vernos morir de hambre. Eres muy listo al ocultarnos la comida de saltavilos que siempre llevas. Porque nos sentimos realmente felices, oh gran pastor, aunque nos dejes morir de hambre, si nuestra muerte te procura una buena carcajada y una canción alegre y otra partida de lonjas con la dama lonja. Pues como somos humildes, y no necesitamos comida para morir…
—En verdad, me gustaría matar a estas criaturas —dijo Gren con furia, soltando a Yattmur e incorporándose—. Morilla, ¿qué hacemos con ellos? Tú nos metiste en esto. Ayúdanos a salir.
—Que echen la red por encima de la borda y que atrapen unos peces —tañó la morilla.
—¡Bien! —dijo Gren.
Se levantó de un salto arrastrando con él a Yattmur, y se puso a vociferar órdenes a los pescadores.
Desolados, incompetentes pero serviles, los pescadores prepararon la red y la echaron por la borda. Aquí el mar pululaba de vida. Tan pronto como la red se hundió, algo grande empezó a tironear, a tironear y a trepar inexorablemente.
La barca se ladeó. Dando un grito, los pescadores se echaron atrás: un gran par de pinzas se encaramaba, matraqueando, sobre la borda. Gren estaba debajo. Sin pensarlo más, sacó el cuchillo y atacó.
Una cabeza de langosta más grande que la cabeza de Gren se levantó ante él. Uno de los globos oculares voló por el aire arrancado de raíz… y enseguida el otro, cuando Gren volvió a clavar el cuchillo.
Sin hacer ningún ruido el monstruo marino se soltó de la borda y cayó de nuevo en las profundidades, dejando a los pescadores aterrorizados y llorosos. Casi tan asustado como ellos —pues sentía en la mente el terror de la morilla—. Gren dio vueltas alrededor del grupo asestándoles puntapiés y vociferando.
—¡Arriba, guatapanzas cobardones! ¿Vais a dejaros morir? Y bien, yo no os dejaré. Levantaos y recoged esa red antes de que caigan sobre nosotros otros monstruos marinos. ¡A ver, moveos! ¡Recoged esa red! ¡A ella, pronto, bestias balbuceantes!
—Oh gran pastor, puedes arrojarnos a los misterios del mundo mojado que no nos quejaremos. ¡No podemos quejarnos! Ya ves que te alabamos hasta cuando sacas las bestias del mundo mojado y las arrojas sobre nosotros y somos demasiado miserables para quejarnos, así que pedimos misericordia…
—¡Misericordia! Os desollaré vivos si no recogéis esa red al instante. ¡Manos a la obra!
Los pescadores pusieron manos a la obra; el vello que les cubría los flancos flotaba en la brisa.
La red subió cargada de criaturas que les salpicaban y azotaban los tobillos.
—¡Magnífico! —exclamó Yattmur, apretándose a Gren—. Tengo tanta hambre, amor mío. ¡Ahora viviremos! Esta Agua Larga terminará muy pronto, estoy segura.
Pero la embarcación seguía navegando a merced de las corrientes. Durmieron otra vez y luego otra, y el frío continuaba; cuando despertaron descubrieron que la barca estaba totalmente inmóvil.
Gren abrió los ojos y vio una franja de costa cubierta de arena y de matorrales. Él y Yattmur estaban solos en la barca.
—¡Morilla! —gritó, levantándose de un salto—. Tú que nunca duermes, ¿por qué no me despertaste y dijiste que ya no había más agua? ¡Y los guatapanzas han escapado!
Miró alrededor el océano, que los había llevado hasta allí. Yattmur se levantó en silencio; se abrazaba los pechos y contemplaba con asombro un enorme pico escarpado que se elevaba entre los matorrales cercanos.
La morilla hizo un ruido que sonó como una risa fantasmal en la mente de Gren.
—Los pescadores no podrán ir muy lejos; dejemos que sean ellos quienes descubran si el paraje es peligroso o no. Os permití dormir, a ti y a Yattmur para que estéis bien descansados. Necesitaréis de todas vuestras fuerzas. ¡Este quizá sea el sitio en que habremos de erigir nuestro nuevo reino, amigo mío!
Gren puso cara de escéptico. No vio ningún travesero en las alturas, y lo consideró un augurio nefasto. Todo cuanto tenía a la vista, fuera de la isla hostil y el piélago del océano, era un avevege, una velosemilla que bajo el dosel de una nube alta se desplazaba por el cielo.
—Supongo que será mejor bajar a tierra —dijo.
—Yo preferiría quedarme en la barca —dijo Yattmur, echando una ojeada aprensiva a la pared de roca.
No obstante, cuando Gren le tendió la mano, la tomó y saltó por la borda sin protestar. Pero Gren notó que le castañeteaban los dientes.
Se detuvieron en la playa inhóspita, atentos a cualquier amenaza.
La velosemilla surcaba aún el aire, pero enseguida cambió un grado o dos de dirección. Se remontó por encima del océano; las alas leñosas trepidaban como las velas de un barco que navegara viento en popa.
Al oír aquel ruido los dos humanos alzaron los ojos. La velosemilla había avistado tierra. Poco a poco, volando en círculo, empezó a perder altura.
—¿Nos está persiguiendo? —preguntó Yattmur.
Tenían que optar entre esconderse debajo de la barca o internarse en la franja de selva que se encrespaba detrás del frontón bajo de la costa. La barca era un refugio frágil, si la enorme velosemilla se decidía a atacar; tomados de la mano, el hombre y la mujer se deslizaron entre el follaje.
Ahora la velosemilla descendía a plomo. No retraía las alas. Desplegadas y rígidas, crepitaban y vibraban en el aire con un ímpetu creciente.
Aunque formidable, la velosemilla era sólo una burda imitación de las verdaderas aves, que en otros tiempos habían poblado los cielos terrestres. Los últimos pájaros habían sucumbido muchos eones atrás, cuando el sol entró en la última etapa de su existencia y comenzó a irradiar más energía. Con una ineptitud soberbia y en consonancia con la supremacía del mundo vegetal, la velosemilla imitaba a una especie ornitológica extinguida, cruzando los cielos con alas fragorosas.
—¿Nos habrá visto, Gren? —preguntó Yattmur, espiando por entre el follaje.
Hacía frío a la sombra de aquel risco alto.
Gren respondió oprimiéndole el brazo con fuerza, mientras miraba arriba entornando los ojos. Atemorizado y furioso como estaba, prefería no hablar. La morilla, a la espera de los acontecimientos, no le daba ningún apoyo.
Ya no cabía duda de que el torpe pajarraco no alcanzaría a rectificar a tiempo la dirección y que al fin se estrellaría contra el suelo. La sombra negra y rápida siguió bajando por encima del matorral, y pasó como una exhalación por detrás de un árbol vecino estremeciendo el follaje… y luego silencio. Ningún sonido llegaba a oídos de los humanos, aunque el avevege no podía haber chocado contra el suelo a más de cincuenta metros de distancia.
—¡Sombras vivientes! —exclamó Gren—. ¿Algo se lo ha tragado?
No se atrevía a imaginar que pudiera haber una criatura bastante grande como para devorar a una velosemilla.