Mientras Poyly y Gren dormían, la morilla no dormía. No conocía el sueño.
Se sentía como un niño que descubre en una caverna un cofre repleto de joyas; había tropezado con un tesoro insospechado hasta para su propio dueño; y aquel tesoro era de una naturaleza tal que la morilla se precipitó a examinarlo. Las primeras y rapaces indagaciones se fundieron en un excitado asombro.
El sueño de Gren y Poyly fue turbado por una multitud de fantasías extrañas. Bloques enteros de experiencia pasada se levantaban como ciudades envueltas en bruma, ardían un instante en el ojo del sueño, y se desvanecían. Trabajando sin pensamientos, que quizá hubieran provocado reacciones antagónicas en aquellos niveles inconscientes, la morilla excavaba los oscuros corredores que almacenaban las respuestas intuitivas de Gren y Poyly.
El viaje era largo. Muchos de los signos, inutilizados durante incontables generaciones, parecían confusos y equívocos. La morilla descendió poco a poco desde las épocas que habían precedido al inusitado incremento de la radiación solar hasta los tiempos en que el hombre era un ser mucho más inteligente y agresivo que esa actual contraparte arborícola. Estudió maravillada y perpleja las grandes civilizaciones, y penetró luego mucho más profundamente, hacia atrás, a la época más larga y nebulosa de la prehistoria del hombre, antes de que tuvieran fuego para calentarse de noche, o un cerebro que les guiara la mano durante la caza.
Y allí la morilla, mientras escarbaba los rastros más remotos de la memoria humana, hizo aquel descubrimiento asombroso. Quedó inmovilizada durante varios latidos antes de que empezara a digerir la trascendencia de aquello con que había topado.
Tañendo en los cerebros de Gren y de Poyly, los despertó. Los dos se dieron vuelta, exhaustos, dispuestos a seguir durmiendo; pero no había manera de escapar de aquella voz interior.
—¡Gren! ¡Poyly! ¡Acabo de descubrirlo! ¡Somos parientes más cercanos de lo que pensáis!
Palpitando con una emoción que nunca les había mostrado, la morilla los obligó a ver las imágenes almacenadas en los limbos de la memoria.
Les mostró primero la era de la grandeza del hombre, una era de ciudades y caminos prodigiosos, una era de aventurados viajes a los planetas cercanos. Había sido una época organizada y de grandes aspiraciones, de comunidades, comunas, y comités. No obstante, la gente no parecía más feliz, y vivía soportando presiones y antagonismos. En cualquier momento eran aniquilados a millones por la guerra económica o la guerra total.
Luego, mostró la morilla, cuando el sol cambió, las temperaturas de la Tierra habían empezado a subir. Confiando en el poder de la tecnología, la humanidad se preparaba a enfrentar esa emergencia.
—No nos muestres más —gimió Poyly, pues las escenas eran vívidas y dolorosas. Pero la morilla, sin prestarle atención, continuó informando.
Mientras preparaban aún las defensas, la gente empezó a enfermar. El sol derramaba ahora una nueva banda de radiaciones y toda la humanidad sucumbió poco a poco a una enfermedad extraña. Les afectaba la piel, los ojos… y el cerebro.
Al cabo de muchos años de sufrimiento, se hicieron inmunes a las radiaciones. Pudieron dejar las camas, arrastrándose. Pero algo había cambiado. Ya no eran capaces de mandar, de pensar, de luchar.
¡Eran criaturas diferentes!
Siempre arrastrándose, abandonaron las grandes y hermosas ciudades, abandonaron las casas, como si ya no reconocieran lo que fuera un tiempo el hogar del hombre. La estructura social se derrumbó, y toda aquella organización se extinguió de un día para otro. A partir de entonces las malezas medraron en las calles, el polen voló sobre las cajas registradoras; el avance de la selva había comenzado.
La decadencia del hombre no fue un proceso paulatino sino una carrera atroz y precipitada, como el desmoronamiento de una torre gigantesca.
—Ya basta —le dijo Gren a la morilla, luchando contra ella—. El pasado ya no nos concierne. ¿Por qué pensar en algo tan remoto? ¡Ya nos has preocupado bastante! ¡Déjanos dormir!
Gren tenía una sensación curiosa, como si todo le cascabeleara por dentro, mientras que por fuera nada se movía. La morilla estaba sacudiéndolo metafóricamente por los hombros.
—Eres tan diferente —tañó la morilla, siempre excitada—. Tenéis que poner atención. ¡Mirad! Retrocederemos a días muy distantes, cuando el hombre no tenía ni historia ni tradiciones, cuando ni siquiera era el Hombre. En ese entonces era una criatura miserable parecida a lo que sois vosotros ahora…
Y Poyly y Gren no tuvieron más remedio que ver las imágenes. Aunque eran oscuras y borrosas, vieron gente de aspecto simiesco que bajaba resbalando de los árboles y corría descalza entre los helechos. Era gente pequeña, nerviosa, y sin lenguaje. Se sentaban en cuclillas, correteaban, y se escondían en los matorrales. Los detalles no eran claros, porque en ese entonces no había percepciones claras. Los olores y los ruidos eran penetrantes, y a la vez excitantes como un enigma. Los humanos sólo veían imágenes fugaces a una media luz: pequeñas criaturas de un mundo primigenio que corrían de un lado a otro, disfrutaban, y morían.
Por algún motivo inexplicable para ellos, los humanos sintieron nostalgia y Poyly lloró.
Apareció una imagen más clara. Un grupo de la gente pequeña chapoteaba en una ciénaga al pie de unos helechos gigantes. Desde los helechos caían cosas, les caían en las cabezas. Las cosas que caían eran reconocibles: hongos morilla.
—En el primitivo mundo oligocénico, mi especie fue la primera que desarrolló la inteligencia —tañó la morilla—. ¡Aquí tenéis la prueba! En condiciones ideales de humedad y tinieblas alcanzamos por primera vez la capacidad de pensar. Pero el pensamiento necesita piernas y brazos, miembros que él pueda mover. ¡Entonces nos hicimos parásitos de esas criaturas pequeñas, vuestros remotos antepasados!
Y de nuevo empujó a Poyly y Gren hacia adelante en el tiempo, mostrándoles la verdadera historia del desarrollo del hombre, que era también la historia de las morillas. Porque las morillas, que comenzaron como parásitas, se hicieron simbióticas.
Al principio se adherían al cráneo de los primates arbóreos. Más tarde, a medida que la conexión hacía prosperar a esa gente, a medida que aprendieron a organizarse y a cazar, fueron inducidas, generación tras generación, a que aumentaran la capacidad de los cráneos. Al fin las vulnerables morillas pudieron instalarse dentro, convertirse en un verdadero órgano, perfeccionar sus propias facultades bajo un techo curvo de huesos…
—Así se desarrolló la verdadera raza de los hombres —canturreó la morilla, lanzando una tormenta de imágenes—. Crecieron y conquistaron el mundo, olvidando el origen de estos triunfos, los cerebros de morillas que vivían y morían con ellos… Sin nosotras, estarían aún en los árboles, como vosotros vivís ahora, sin nuestra ayuda.
»Los hombres eran físicamente más fuertes que las morillas. De algún modo se adaptaban a la creciente radiación solar, pero los cerebros simbióticos no sobrevivían. Morían en silencio, hervidos vivos en los pequeños refugios óseos que se habían modelado. El hombre se vio precisado… a valerse por sí mismo, equipado tan solo con una inteligencia natural que no era superior a la de los animales más evolucionados… ¡No es raro que perdiera aquellas espléndidas ciudades y se adaptara otra vez a la vida arbórea!
—Todo eso no significa nada para nosotros… absolutamente nada —gimió Gren—. ¿Por qué nos atormentas ahora con ese desastre remoto, de hace innumerables millones de años?
La morilla emitió en la cabeza de Gren un ruido silencioso parecido a una carcajada.
—¡Porque quizá el drama no haya concluido todavía! Yo soy de una cepa más robusta que mis antepasados remotos; yo puedo tolerar la elevada radiación. También vuestra especie puede tolerarla. ¡Éste es el momento histórico para comenzar otra simbiosis, tan vasta y provechosa como la de antaño, la que enriqueció las mentes de aquellos micos que llegaron a viajar a las estrellas! Los relojes de la inteligencia empiezan a dar nuevas campanadas. Los relojes vuelven a tener manecillas…
—¡Gren, está loca y yo no entiendo! —gritó Poyly, aterrada por el torbellino de ruidos detrás de los ojos cerrados.
—¡Escuchad las campanadas de los relojes! —tañó la morilla—. ¡Tocan por nosotros, hijos!
—¡Oh, oh! ¡Puedo oírlas! —se lamentó Gren, revolviéndose inquieto en el camastro.
Y el ruido ahogó todo los demás: un repique de campanas que sonaba como una música diabólica.
—¡Gren, nos estamos volviendo locos! —gritó Poyly. ¡Esos ruidos terribles!
—¡Las campanas, las campanas! —tañía la morilla.
Y así se despertaron Poyly y Gren, y se incorporaron bañados en sudor, la morilla como un fuego en las cabezas y los cuellos… y ese ruido terrible que no cesaba, ¡ahora todavía más terrible!
En medio de aquella enloquecida carrera de pensamientos advirtieron de pronto que estaban solos en la caverna bajo el lecho de lava. Todos los pastores habían desaparecido.
Los ruidos aterradores que oían venían de afuera, ¿por qué les parecían tan aterradores?, no era fácil decirlo. El sonido predominante era casi una melodía, aunque nunca parecía resolverse. Cantaba no para el oído sino para la sangre, y la sangre respondía a aquella llamada de pronto helándose, de pronto acelerándose en las venas.
—¡Tenemos que ir! —dijo Poyly tratando de ponerse de pie—. ¡Nos llama!
—¿Qué he hecho? —gimió la morilla.
—¿Qué pasa? —preguntó Gren—. ¿Por qué tenemos que ir?
Se apretaron uno contra otro, asustados; pero con una urgencia en la sangre que no les permitía estarse quietos. Las piernas se les movían como si tuvieran voluntad propia. Fuera lo que fuese aquella terrible melodía, tenían que ir hacia ella.
Sin prestar atención a los golpes y caídas, treparon por la cascada de rocas que servía de escalera, salieron al aire libre, y se encontraron en medio de una pesadilla.
La terrible melodía soplaba ahora alrededor como un vendaval, aunque no se movía ni una sola hoja. Se les prendía a las piernas, y tironeaba, frenética. Pero no eran los únicos que acudían a la llamada de aquel canto de sirena. Criaturas aladas y corredoras y saltonas y rastreras se abrían paso impetuosamente a través del claro, todas en una dirección, hacia la Boca Negra.
—¡La Boca Negra! —gritaba la morilla—. ¡La Boca Negra canta para nosotros y tenemos que acudir!
Aquella melodía no sólo les tironeaba de los oídos; también les tironeaba de los ojos. Las retinas mismas, en parte insensibles, veían el mundo entero en blanco, negro y gris. Blanco era el cielo que espiaba allá arriba, y gris el follaje que moteaba el cielo; negras y grises las rocas deformadas bajo los pies que corrían sin detenerse. Tendiendo las manos hacia adelante, Gren y Poyly echaron a correr junto con todos los otros.
Entonces, en un remolino de pavor y compulsión, vieron a los pastores.
Como sombras, los pastores estaban apoyados en los últimos troncos del baniano. Se habían atado allí con cuerdas. En medio del grupo, también atado, estaba Iccall el cantor. ¡Ahora cantaba! Cantaba en una posición singularmente incómoda, como desfigurado, como si tuviera el cuello roto, la cabeza colgante, la mirada salvaje clavada en el suelo.
Cantaba con toda la voz y toda la sangre. El canto se alzaba con valentía, desafiando el canto retumbante de la Boca Negra, y tenía poder, el poder de contrarrestar aquel maleficio que hubiera podido arrastrar a todos los pastores hacia la boca que entonaba la otra melodía.
Los pastores escuchaban con sombría atención lo que Iccall cantaba. Más no estaban ociosos. Atados a los troncos de los árboles, lanzaban sus redes para atrapar en ellas a las otras criaturas que acudían ciegamente a la irresistible llamada.
Poyly y Gren no entendían las palabras del canto de Iccall. Nadie les había enseñado a entenderlas. El posible mensaje era eclipsado por las emanaciones de la Boca poderosa.
Luchaban con denuedo contra esa emanación, pero de nada les servía. A pesar de ellos mismos, seguían adelante, a los tropezones, pero avanzando. Los seres voladores les golpeaban las mejillas al pasar. ¡Todo aquel mundo blanco y negro se precipitaba como una marea en una única dirección! Sólo los pastores que escuchaban el canto de Iccall parecían inmunes.
Cada vez que Gren trastabillaba, criaturas vegetales saltaban galopando por encima de él.
De improviso, en tropel, desde la selva, empezaron a llegar los saltavilos. Sin dejar de escuchar desesperadamente el canto de Iccall, los pastores los apresaban en las redes, los retenían, y los sacrificaban allí mismo, en medio de la confusión.
Poyly y Gren corrían, dejando atrás a los últimos pastores, en una carrera cada vez más rápida a medida que la horrenda melodía crecía en poder. ¡Bajo un dosel de ramas se agigantaba la distante Boca Negra! Un grito ahogado —¿de qué?, ¿de admiración?, ¿de horror?— les brotó de los labios ante aquel espectáculo.
Ahora el terror, animado por el canto de la Boca Negra, tenía formas y piernas y sentimientos.
Hacia ella —lo vieron con los ojos vacíos— se volcaba un torrente de vida, acudiendo al llamado fatídico; atravesaba, veloz, el campo de lava, trepaba por las laderas volcánicas ¡y se arrojaba al fin triunfalmente a la gran abertura!
Otra visión escalofriante les golpeó los ojos. Por encima del borde de la Boca aparecieron tres dedos grandes, largos y quitinosos que ondulaban e incitaban al compás de la nefasta melodía.
Los dos humanos gritaron de horror al verlos… pero redoblaron la carrera pues los dedos grises los llamaban.
—¡Oh Poyly! ¡Oh Gren! ¡Gren!
Era un grito que atraía como un fuego fatuo. No se detuvieron. Gren consiguió echar una rápida mirada hacia atrás, a los negros y grises turbulentos de la selva.
Acababan de pasar junto a Yattmur; indiferente al canto de Iccall, la joven se desprendió de las correas que la sujetaban al árbol. Desmelenada, con los cabellos flotantes, se zambulló en la marea de vida, y corrió detrás de ellos. Como una amante en un sueño, tendía los brazos hacia Gren.
A la luz fantasmal, tenía el rostro gris, pero cantaba con coraje mientras corría, un canto como el de Iccall que se oponía a la melodía maléfica.
Gren miraba de nuevo hacia adelante, hacia la Boca Negra; ya se había olvidado de Yattmur. Los largos dedos incitantes le hacían señas a él, sólo a él.
Había tomado de la mano a Poyly, pero en el momento en que dejaban atrás una prominencia rocosa, Yattmur le alcanzó la otra mano.
Durante un momento afortunado miraron a Yattmur, durante un momento afortunado el canto valeroso de Yattmur fue más fuerte que todo. Con la celeridad de un relámpago, la morilla aprovechó la oportunidad para romper el hechizo.
—¡Desvíate a un lado! —tañó—. ¡Desvíate a un lado, si es que quieres vivir!
Justo a la orilla del camino crecía un matorral raro de brotes tiernos. Lentamente, tomados de la mano, fueron hacia ese incierto refugio. Un saltavilos se les adelantó y se internó en el matorral, buscando sin duda algún atajo. Se hundieron en una tiniebla gris.
Al instante la monstruosa tonada de la Boca Negra se debilitó. Yattmur se dejó caer sollozando contra el pecho de Gren; pero aún no habían escapado a todos los peligros.
Poyly tocó una de las cañas delgadas de alrededor y lanzó un grito. Una masa glutinosa resbaló por la caña y le cayó en la cabeza. Sin saber lo que hacía, se aferró a la caña y la sacudió.
Desolados, miraron en torno, y advirtieron que se encontraban en una especie de cámara pequeña. La visión empobrecida los había engañado: habían caído en una trampa. Ya el saltavilos que había entrado antes que ellos estaba irremisiblemente atrapado en aquella sustancia que exudaban las cañas.
Yattmur fue la primera en adivinar la verdad.
—¡Un tripaverde! —exclamó—. ¡Nos ha tragado un tripaverde!
—¡Abre una salida, pronto! —tañó la morilla—. ¡Tu espada, Gren… rápido, rápido! ¡Se cierra sobre nosotros!
Detrás de ellos el boquete había desaparecido. Estaban encerrados. El «techo» empezó a hundirse, a descender hacia ellos. La ilusión de que estaban en un matorral se desvaneció. Estaban en el estómago de un tripaverde.
Sacaron las espadas, listos para defenderse. A medida que las cañas de alrededor —unas cañas tan engañosas que parecían troncos tiernos— se enroscaban y se insertaban unas dentro de otras, el techo descendía, y los pliegues rezumaban una gelatina asfixiante. Dando un salto, Gren clavó con fuerza la espada. Una gran rajadura apareció en la cáscara del tripaverde.
Las dos muchachas lo ayudaron a agrandarla. Cuando la bolsa se derrumbó, lograron sacar las cabezas por la rajadura.
Pero ahora la vieja amenaza parecía haber cobrado fuerzas. Otra vez el lamento mortal de la Boca les tironeó de la sangre. Con una energía redoblada, hincaban los cuchillos en el tripaverde, para librarse y acudir a la espeluznante llamada.
Ahora estaban libres, excepto los pies y los tobillos, pegados aún a la gelatina. El tripaverde, firmemente adherido a la cara de una roca, no podía obedecer a la llamada de la Boca Negra. Ya se había desinflado por completo; sólo el ojo solitario, melancólico, impotente observaba ahora a los humanos que trataban de despedazarlo.
—¡Tenemos que ir! —gritó Poyly, y al fin consiguió liberarse. Con la ayuda de ella, también Gren y Yattmur se desprendieron de los despojos del tripaverde. Cuando al fin echaron a correr, el ojo se cerró.
Se habían demorado más de lo que pensaban. La sustancia gelatinosa les entorpecía los pies. Se abrían paso por la lava como mejor podían, siempre tropezando, siempre empujados por otras criaturas. Yattmur estaba demasiado exhausta para volver a cantar. La voz de la Boca Negra los dejaba sin fuerzas.
Rodeados por una galopante fantasmagoría de vida, empezaron a escalar las laderas del cono. Allá arriba los tres dedos se movían siniestros invitándolos. Un cuarto dedo apareció, y luego un quinto, como si lo que había dentro del volcán estuviera subiendo y preparando la culminación de sí mismo.
A medida que la melodía aumentaba hasta hacerse insoportable, y los corazones les latían con fuerza, todo cuanto veían se transformaba en una mancha gris. Los saltavilos mostraban la razón de aquellas largas patas traseras; les permitían saltar las cuestas más escarpadas, pasaban veloces junto a ellos, llegaban de un brinco a la boca del cráter, y dando un último salto se precipitaban al interior del misterio.
Dominados por el deseo de conocer al terrible cantor, con los pies entorpecidos por la masa pegajosa, los humanos treparon a gatas los últimos pocos metros que los separaban de la Boca Negra.
La horrible melodía cesó de pronto en la mitad de una nota. Fue algo tan inesperado que los tres cayeron de bruces. Extenuados, aliviados, cerraron los ojos y allí se quedaron, tendidos, sollozando juntos. La melodía ya no se oía, ya no se oía.
Luego de muchos latidos, Gren abrió un ojo.
El mundo recobraba los colores naturales. El rosa invadía otra vez el blanco, el gris se transformaba en azul y verde y amarillo, el negro se disolvía en las tonalidades sombrías de la selva. Al mismo tiempo, el impulso inexorable que lo había llevado hacia la Boca se convirtió en horror por lo que podía haber ocurrido.
Las criaturas que se encontraban en las cercanías, las que habían llegado demasiado tarde para obtener el doloroso privilegio de ser engullidas por la Boca Negra, sentían sin duda la misma repulsión que él. Daban media vuelta y regresaban cojeando a la selva, al principio lentamente, luego a paso vivo, hasta imitar la carrera desenfrenada de un momento antes, en dirección opuesta.
Pronto el paisaje quedó desierto.
Un poco más arriba los cinco dedos terribles y largos estaban en reposo muy juntos sobre los labios de la Boca Negra. Luego, uno por uno, se fueron retirando, dejando en Gren la idea inconcebible de un monstruo que se escarbara los dientes luego de una comilona abominable.
—Si no hubiera sido por el tripaverde ahora estaríamos muertos —dijo—. ¿Te sientes bien, Poyly?
—Déjame en paz —respondió Poyly, con la cara todavía hundida entre las manos.
—¿Tienes fuerzas para andar? Por los dioses, volvamos con los pastores —dijo.
—¡Esperad! —exclamó Yattmur—. Habéis engañado a Hutweer y los otros, haciéndoles creer que erais grandes espíritus. Os vieron correr hacia la Boca Negra, y ahora han de saber que no sois grandes espíritus. Por haberlos engañado, sin duda os matarán si regresáis.
Gren y Poyly se miraron descorazonados. Pese a las intrigas de la morilla, les había alegrado sentirse otra vez miembros de una tribu; la perspectiva de volver a una vida errante y solitaria no los seducía.
—No tengáis miedo —tañó la morilla, leyéndoles el pensamiento—. ¡Hay otras tribus! ¿Por qué no esos pescadores que ellos mencionaron? Parecen ser una tribu más dócil que los pastores. Pedidle a Yattmur que os conduzca a ellos.
—¿Están lejos de aquí los pescadores? —preguntó Gren a la joven pastora.
Ella le sonrió y le oprimió la mano.
—Con placer os llevaré hasta allí —dijo—. Desde aquí podéis ver dónde viven.
Yattmur señaló las laderas del volcán. En la dirección opuesta a aquella por la que habían venido, en la base misma de la Boca Negra, había una abertura. De la abertura brotaba una corriente de agua ancha y rápida.
—Por allí corre el Agua Larga —indicó Yattmur—. ¿Veis esos árboles raros y de troncos bulbosos, esos tres que crecen junto a la orilla? Allí es donde viven los pescadores.
Sonrió, mirando a Gren cara a cara.
La belleza de la joven le arrebató los sentidos como una cosa palpable.
—Alejémonos de este cráter, Poyly —dijo.
—Ese monstruo terrible que cantaba… —dijo ella, tendiéndole una mano. Gren la tomó y la ayudó a levantarse.
Yattmur los observaba sin hablar.
—En marcha, entonces —dijo con tono áspero.
Yattmur marchó adelante, y se deslizaron cuesta abajo, hacia el agua; a cada rato volvían la cabeza para cerciorarse de que nada había trepado fuera del volcán y venía tras ellos.