En el torturado lecho de lava había muchos agujeros. En algunos la tierra se había disgregado; otros habían sido cavados por los pastores como escondites subterráneos. Allí vivían en relativa seguridad y relativa oscuridad, en una caverna con orificios adecuados en el techo.
Más amablemente que Hutweer, invitaron a Poyly y Gren a que bajaran a la caverna, ayudados por Yattmur. Allí los viajeros se sentaron en camastros, y casi en el acto les sirvieron la comida.
Probaron el saltavilos, que los pastores habían preparado en una forma que los viajeros desconocían: con especias, para hacerlo sabroso, y con pimientos, para calentarlo. El saltavilos, les explicó Yattmur, era uno de los platos principales de la tribu; pero tenían otra especialidad, que ofrecieron a Gren y Poyly con cierta deferencia.
—Se llama pescado —dijo Yattmur, cuando ellos se mostraron satisfechos con el plato—. Lo atrapamos en Agua Larga al pie de la Boca Negra.
Al oír esto, la morilla prestó atención e hizo que Gren preguntase:
—¿Cómo atrapáis a este pez, si vive en el agua?
—No los atrapamos nosotros. Nosotros no vamos a Agua Larga, pues allí vive una tribu de hombres extraños llamada los pescadores. Algunas veces nos encontramos con ellos, y como vivimos en paz, les cambiamos el saltavilos por pescado.
La vida de los pastores parecía placentera. Tratando de averiguar qué ventajas tenían, Poyly preguntó a Hutweer:
—¿No hay muchos enemigos en los alrededores?
Hutweer sonrió.
—Hay muy pocos enemigos aquí. Nuestro gran enemigo, la Boca Negra, los devora a todos. Vivimos cerca de la Boca porque creemos que un solo enemigo grande es más fácil de manejar que muchos enemigos pequeños.
Al oír esto, la morilla le habló urgentemente a Gren. Gren había aprendido a comunicarse con la morilla sin necesidad de hablarle en voz alta, arte que Poyly nunca dominó.
—Tenemos que examinar esa Boca de la que hablan tanto —tañó la morilla—. Cuanto antes, mejor. Y ya que has perdido prestancia al comer con ellos como un humano común, tendrás que hacerles un discurso elocuente. Las dos cosas han de ir parejas. Iremos a averiguar que es esa Boca y les demostraremos el poco miedo que le tenemos.
—¡No, morilla! ¡Piensas con inteligencia pero sin sensatez! Si estos excelentes pastores temen a la Boca Negra, yo estoy dispuesto a imitarlos.
—Entonces no tenemos salvación.
—Poyly y yo estamos cansados. Tú no sabes lo que es estar cansado. Déjanos dormir, como prometiste.
—No hacéis más que dormir. Ante todo tenemos que mostrarles lo fuertes que somos.
—¿Cómo podremos hacerlo si nos caemos de cansancio? —terció Poyly.
—¿Queréis que os maten mientras dormís?
La morilla se salió con la suya, y Gren y Poyly pidieron que los llevasen a ver la Boca Negra.
Al oír este pedido, los pastores se alarmaron. Hutweer silenció los murmullos de temor.
—Se hará lo que pedís, oh espíritus. Adelántate, Iccall —exclamó, y en el acto un joven con un blanco hueso de pescado en el pelo, saltó hacia adelante. Tendió la mano con la palma hacia arriba, saludando a Poyly.
—El joven Iccall es nuestro mejor cantor —dijo Hutweer—. Yendo con él no habrá peligro. Él os mostrará la Boca Negra y os traerá de vuelta. Esperaremos aquí.
Salieron otra vez a la inmensa y eterna luz del día. Mientras parpadeaban, deslumbrados, sintiendo bajo los pies la ardiente piedra pómez, Iccall miró a Poyly con una sonrisa radiante y dijo:
—Sé que estás cansada, pero no queda lejos de aquí.
—Oh, no, no estoy cansada, gracias —dijo Poyly, sonriéndole también, pues Iccall tenía unos ojos negros y grandes y una piel tersa, y era a su modo tan hermoso como Yattmur—. Es bonito ese hueso que llevas en la cabeza, tallado como las nervaduras de una hoja.
—Son muy raros… tal vez pueda conseguirte uno.
—Pongámonos en marcha, si es que vamos a ir —le dijo Gren a Iccall con aspereza, mientras pensaba que nunca había visto a un hombre con una sonrisa tan estúpida—. ¿Cómo es posible que un simple cantor, si eso es lo que eres, sirva de algo ante un enemigo tan poderoso como Boca Negra?
—Porque cuando la Boca canta, yo también canto… y canto mejor —dijo Iccall sin inmutarse.
Encabezó la marcha entre las hojas y los pilares de roca resquebrajados, contoneándose un poco al andar.
Como Iccall había anticipado, no tuvieron que ir muy lejos. El camino seguía elevándose en pendiente, cada vez más cubierto de aquellas rocas ígneas negras y rojas; nada podía crecer allí. Hasta el baniano de zancadas tenaces, que atravesara en otro tiempo miles de kilómetros de continente, había tenido que retroceder. Los troncos más avanzados mostraban las cicatrices de la última erupción de lava. Aun así, echaban al suelo las raíces aéreas y exploraban las rocas con dedos ávidos en busca de alimento.
Iccall pasó rozando aquellas raíces y se agazapo detrás de un peñasco, indicando a los otros que se acercaran. Señaló hacia adelante.
—Ahí tenéis la Boca Negra —murmuró.
Para Poyly y Gren, habitantes de la selva, era una experiencia insólita. Ignoraban hasta la idea misma de campo abierto. Lo miraban con ojos grandes de asombro, como si no creyeran que pudiera existir un paisaje tan extraño.
Agrietado y revuelto, el campo de lava se extendía a la distancia. Subía al cielo en una cuesta empinada y se convertía en un cono resquebrajado, una prominencia lejana y melancólica, que dominaba el paisaje.
—Ésa es la Boca Negra —volvió a murmurar Iccall, mientras observaba el rostro de Poyly sobrecogido y asombrado.
Señaló con el dedo la voluta de humo que brotaba de los labios del cono y se perdía en el cielo.
—La Boca respira —dijo.
Gren apartó los ojos y volvió la mirada a la selva, más allá del cono. La selva eterna, voluntariosa. Al instante sus ojos fueron arrastrados otra vez hacia el cono; la morilla lo sondeaba tan a fondo que se pasó una mano por la frente, con una sensación de vértigo. La morilla se enojó y a Gren se le nubló la vista.
La morilla horadaba cada vez más abajo la ciénaga de la memoria inconsciente de Gren, como un ebrio que manoseara las borrosas fotografías de un legado. Gren estaba muy confundido. También él veía aquellas imágenes fugaces, algunas de ellas extraordinariamente vívidas, aunque no entendía qué significaban. Se desmayó, y cayó de bruces.
Poyly e Iccall lo levantaron. Pero el desmayo ya había pasado y la morilla tenía lo que necesitaba.
Triunfante, lanzó una imagen a la mente de Gren. Mientras Gren recordaba, la morilla explicó:
—Estos pastores temen a los fantasmas, Gren. Nosotros no tenemos nada que temer. La Boca poderosa no es más que un volcán, y pequeño por añadidura. Probablemente está casi extinguido.
Y utilizando los conocimientos que les había extraído de la memoria, explicó a Gren y Poyly qué era un volcán.
Tranquilizados, regresaron al hogar subterráneo, donde aguardaban Hutweer, Yattmur y los otros.
—Hemos visto vuestra Boca Negra y no la tememos —declaró Gren—. Podremos dormir en paz con sueños apacibles.
—Cuando la Boca Negra llama —le dijo Hutweer— todo el mundo ha de acudir. Sois poderosos, y os mofáis de ella porque sólo la habéis visto callada. ¡Cuando cante, oh espíritus, ya os veremos bailar!
Poyly preguntó dónde habitaban los pescadores, la tribu que Yattmur había mencionado.
—Desde donde estuvimos, hubiéramos podido ver los árboles en que viven —dijo Iccall—. Del vientre de la Boca Negra brota el Agua Larga, que tampoco vimos a causa de la elevación del terreno. Junto al Agua Larga están los árboles, y allí mismo viven los pescadores, una gente bastante rara que adora los árboles.
Al oír esto la morilla entró en los pensamientos de Poyly y la incitó a preguntar:
—Si los pescadores viven tan cerca de la Boca, oh Hutweer, ¿por qué arte de magia sobreviven cuando ella llama?
Los pastores se miraron y cuchichearon entre ellos, buscando una respuesta. No se les ocurrió ninguna. Al cabo de un rato, una mujer dijo:
—Los pescadores tienen largas colas verdes, oh espíritu.
Esta respuesta no satisfizo a nadie, ni a ella ni a los demás. Gren se echó a reír y la morilla le dictó un discurso.
—¡Oh vosotros, hijos de una boca vacía, que tan poco sabéis y tanto imagináis! ¿Cómo podéis creer que haya humanos de colas verdes? Sois gente simple y desamparada. Nos encargaremos de vosotros. Cuando haya dormido bajaré al Agua Larga y todos vosotros me seguiréis. Allí estableceremos una Gran Tribu, uniéndonos primero a los pescadores y luego a otros humanos de las selvas. Ya no tendremos que escapar atemorizados. Todos nos temerán.
En los retículos del cerebro de la morilla apareció la imagen de todo un campo de siembra humano. Allí podría propagarse en paz, al cuidado de los humanos. Ahora —y lamentaba profundamente esa desventaja— no tenía bastante volumen como para volver a dividirse y apoderarse de algunos otros pastores. Pero en cuanto pudiera… Llegaría el día en que podría vivir y crecer en paz en una plantación bien cuidada, y terminaría por reinar sobre toda la humanidad. Impaciente, obligó a Gren a que hablara:
—Ya no seremos las desdichadas criaturas de la maleza. Mataremos la maleza. Exterminaremos la selva y todos los seres malignos que la habitan. Sólo permitiremos que vivan las cosas buenas. Tendremos jardines y en ellos creceremos… fuertes, más fuertes, hasta que el mundo sea nuestro otra vez, como en tiempos remotos.
Se hizo un silencio. Los pastores se miraban, inquietos pero desafiantes.
Poyly pensó que lo que Gren decía era demasiado pomposo y fatuo. Tampoco Gren estaba satisfecho. Si bien consideraba a la morilla un amigo poderoso, aborrecía que lo obligase a hablar y actuar de un modo que a menudo él mismo no entendía.
Cansado, se echó en un rincón y casi en el acto se quedó dormido. Indiferente también a lo que los otros pensaran, Poyly se acostó a dormir.
Al principio los pastores estuvieron un rato mirándolos desconcertados. Luego Hutweer batió palmas para que se dispersasen.
—Por ahora los dejaremos dormir —dijo.
—¡Son gente tan rara! Me quedaré junto a ellos —dijo Yattmur.
—No es necesario; ya habrá tiempo de preocuparse cuando despierten —dijo Hutweer, empujando a Yattmur delante de ella.
—Ya veremos qué hacen estos espíritus cuando la Boca Negra cante —dijo Iccall, mientras trepaba hacia la entrada de la caverna.