12

La prisionera casi no les hablaba. Hacía muecas y sacudía la cabeza en respuesta a las preguntas de Poyly. Sólo consiguieron sacarle en limpio que se llamaba Yattmur. Era evidente que estaba asustada por la siniestra gola que los humanos tenían alrededor del cuello y las relucientes protuberancias de las cabezas.

—Morilla, está demasiado asustada para hablar —dijo Gren, conmovido por la belleza de la muchacha que yacía atada a sus pies—. No le gusta tu aspecto. ¿La dejamos y seguimos viaje? Ya encontraremos otros humanos.

—Pégale y entonces hablará —tañó la voz silenciosa de la morilla.

—Eso la asustará más.

—Tal vez le suelte la lengua. Pégale en la cara, en esa mejilla que pareces admirar…

—Ella no me hace ningún daño.

—Criatura estúpida. ¿Por qué nunca utilizas todo tu cerebro a la vez? Nos está haciendo daño a todos al retrasarnos.

—Me imagino que sí. No lo había pensado. Eres perspicaz, morilla, tengo que reconocerlo.

—Entonces haz lo que te digo y pégale.

Gren alzó una mano vacilante. La morilla le contrajo los músculos. La mano cayó con violencia sobre la mejilla de Yattmur, sacudiéndole la cabeza. Poyly parpadeó y miró perpleja a Gren.

—¡Criatura repulsiva! Mi tribu te matará —amenazó Yattmur, mostrando los dientes.

Gren alzó la mano otra vez. Los ojos le relampaguearon.

—¿Quieres otro golpe? Dinos dónde vives.

La joven se debatió en vano.

—No soy más que una pastora. Haces mal en lastimarme si eres de mi especie. ¿Qué daño te he causado? Sólo estaba recogiendo frutas.

Gren levantó nuevamente la mano, y esta vez la muchacha se rindió.

—Soy una pastora, cuido a los saltavilos. No es asunto mío pelear ni contestar preguntas. Puedo llevaros a mi tribu, si lo deseáis.

—Dinos dónde está tu tribu.

—Vive en la Falda de la Boca Negra, que queda cerca de aquí. Somos gente pacífica. No saltamos desde el cielo sobre otros humanos.

—¿La Falda de la Boca Negra? ¿Nos llevarás?

—¿No me haréis daño?

—No queremos hacer daño a nadie. Además, bien ves que somos sólo dos. ¿Por qué tienes miedo?

Yattmur hizo un gesto hosco, como si pusiera en duda las palabras de Gren.

—Entonces, dejarás que me levante y me soltarás los brazos. Mi gente no ha de verme con las manos atadas. No huiré de ti.

—Mi espada te traspasará el costado si lo intentas —le dijo Gren.

—Estás aprendiendo —aprobó la morilla.

Poyly quitó a Yattmur las ataduras. La muchacha se alisó los cabellos, se frotó las muñecas y empezó a bajar entre las hojas silenciosas, seguida de cerca por los dos captores. No hablaron más, pero en el corazón de Poyly asomaron algunas dudas, sobre todo cuando vio que la continuidad interminable del baniano estaba interrumpiéndose.

Siguiendo a Yattmur, descendieron por el árbol. Una gran masa de piedras quebradas, coronadas de musgortigas y bayescobos iban apareciendo a uno y otro lado del camino.

Sin embargo, aunque descendían, la claridad aumentaba. Lo que sólo podía significar que el baniano no tenía allí una dimensión normal. Las ramas se encorvaban y se adelgazaban. Un haz de luz solar atravesaba el follaje. Las Copas casi tocaban el Suelo. ¿Por qué?

Poyly murmuró la pregunta mentalmente y la morilla respondió.

—La selva tiene que debilitarse en algún sitio. Estamos llegando a un paraje accidentado donde no puede crecer. No te alarmes.

—Tenemos que estar llegando a la Falda de la Boca Negra. Hasta el nombre de ese lugar me da miedo, morilla. Regresemos, antes de tropezar con una adversidad fatal.

—No hay regreso posible para nosotros, Poyly. Somos vagabundos. Sólo podemos seguir. No tengas miedo. Te ayudaré y nunca te dejaré sola.

Ahora las ramas eran demasiado débiles y delgadas para sostenerlos. Saltando con agilidad, Yattmur se lanzó hacia una cresta rocosa. Poyly y Gren aterrizaron junto a ella. Estaban allí mirándose unos a otros, cuando Yattmur alzó de súbito una mano.

—¡Escuchad! ¡Aquí vienen algunos saltavilos! —exclamó, mientras un ruido como de lluvia llegaba desde la selva—. Son las presas de caza de mi tribu.

Por debajo de la isla de roca se extendía el Suelo. No era la inmunda ciénaga de putrefacción y muerte contra la que tantas veces los habían puesto en guardia en los tiempos de la vida tribal.

El terreno, curiosamente resquebrajado y con depresiones, como un mar helado, era rojo y negro. En él crecían pocas plantas. Parecía tener en cambio una vida propia, una vida petrificada, acribillado de agujeros que se habían contraído como ombligos atormentados, órbitas oculares, bocas gesticulantes.

—Las rocas tienen caras malignas —murmuró Poyly mirando abajo.

—¡Calla! Vienen hacia aquí —dijo Yattmur.

Mientras miraban y escuchaban, una horda de criaturas extrañas se volcó sobre el suelo accidentado; venían saltando, con un andar curioso, desde la espesura de la selva. Eran seres fibrosos, plantas que a lo largo de muchos eones habían aprendido a imitar torpemente a la familia de las liebres.

Comparadas con la carrera ágil y veloz de las liebres estas criaturas eran lentas y desmañadas. Los tendones fibrosos les crujían con cada movimiento; y corrían bamboleándose a uno y otro lado. La cabeza del saltavilo era una mandíbula hueca, con orejas enormes, y el cuerpo informe y de color irregular. Las patas delanteras, torpes y cortas, parecían muñones inútiles; las traseras en cambio eran mucho más largas y por lo menos había en ellas algo de gracia animal.

Poco de todo esto notaron Gren y Poyly. Para ellos los saltavilos no eran más que una especie extraña, con patas de una conformación inexplicable. Para Yattmur eran algo diferente.

Antes de que los saltavilos estuvieran a la vista, se desenroscó de la cintura una cuerda con pesas y la sostuvo balanceándola en las manos. Cuando la horda apareció pateando ruidosamente al pie de la roca, Yattmur lanzó diestramente la cuerda que se abrió en una especie de red, con los lastres oscilando en los puntos claves.

Atrapó a tres de aquellas criaturas de patas extrañas. Bajó enseguida gateando del promontorio, cayó sobre los saltavilos antes que pudieran recobrarse, y los sujetó con la cuerda.

El resto de la horda partió, siempre corriendo, y desapareció. Los tres que habían sido capturados seguían allí en una sumisa actitud de derrota vegetal. Yattmur miró con aire desafiante a Gren y Poyly, como contenta al haberles podido mostrar que era una mujer de temple. Pero Poyly ni siquiera la miró; apretándose contra Gren, le señalaba el claro delante de ellos.

—¡Gren! ¡Mira! ¡Un… un monstruo, Gren! —dijo con voz ahogada—. ¿No te dije ya que este lugar era maligno?

Contra una ancha estribación rocosa, y cerca del camino por donde huían los saltavilos, se estaba inflando una especie de cáscara plateada. Aumentó hasta convertirse en un globo mucho más alto que cualquier humano.

—¡Es un tripaverde! —dijo Yattmur—. ¡No lo miréis! ¡Es dañino para los humanos!

Pero ellos lo miraban, fascinados: la cáscara era ahora una esfera empapada, y en esa esfera crecía un ojo, un ojo enorme y gelatinoso con una pupila verde. El ojo giró y giró hasta que pareció posarse en los humanos.

En la parte inferior de la esfera apareció un ancho boquete. Los últimos saltavilos que se batían en retirada lo vieron, se detuvieron, y tambaleándose dieron media vuelta y tomaron otro rumbo. Seis saltaron dentro del boquete que se cerró sobre ellos como unas fauces, mientras el globo se desinflaba.

—¡Sombras vivientes! —jadeó Gren—. ¿Qué es eso?

—Un tripaverde —dijo Yattmur—. ¿Nunca los habías visto? Por aquí viven muchos, pegados a las rocas altas. Vamos, tengo que llevar estos saltavilos a la tribu.

El tripaverde se había desinflado por completo. Se contraía, adhiriéndose a la roca en empapadas laminas superpuestas. Había un bulto todavía móvil cerca del suelo: el buche que contenía los saltavilos. Mientras los humanos lo contemplaban con horror, el tripaverde clavaba en ellos el verde ojo estriado. De pronto el ojo se cerró, y no vieron más que la cara de la roca. El mimetismo era perfecto.

—No puede hacernos daño —tañó la morilla—. Es sólo un estómago.

Reanudaron la marcha, otra vez siguiendo a Yattmur, avanzando penosamente por aquel suelo escabroso, con las tres criaturas cautivas que saltaban junto a ellos como si fuera algo que hacían todos los días.

El suelo se empinaba ahora en una cuesta. La morilla les indicó mentalmente que por ese motivo el baniano menguaba en altura y en fronda, y esperó a ver qué le respondían.

Poyly dijo:

—Tal vez los saltavilos tienen esas patas para subir mejor las cuestas.

—Así ha de ser —dijo la morilla.

Pero eso es absurdo, pensó Gren, porque ¿qué pasa cuando tienen que correr cuesta abajo? La morilla no puede saberlo todo, de lo contrario no habría aprobado la tonta idea de Poyly.

—Es verdad que no lo sé todo —tañó la morilla, tomando a Gren por sorpresa—. Pero soy capaz de aprender con rapidez, y vosotros no. Porque a diferencia de algunos antepasados de vuestra misma raza, os guiáis principalmente por el instinto.

—¿Qué es el instinto?

—Pensamientos verdes —dijo la morilla, sin más explicaciones.

Al cabo Yattmur se detuvo. Había perdido la hosquedad del comienzo, como si el viaje los hubiera hecho amigos. Parecía casi alegre.

—Estáis en el centro de la zona en que vive mi tribu, donde queríais estar —dijo.

—Llámalos, entonces. Diles que venimos con buenas intenciones y que queremos hablar con ellos —dijo Gren, y añadió con ansiedad, sólo para la morilla—. Pero no sé qué decirles.

—Yo te lo diré —tañó la morilla.

Yattmur alzó hasta los labios una mano cerrada y silbó. Poniéndose en guardia, Poyly y su pareja miraron en torno… Las hojas susurraron, y de improviso se encontraron rodeados de guerreros que parecían haber brotado de las profundidades. Al alzar los ojos, Poyly vio unos rostros desconocidos que los miraban desde las ramas.

Los tres saltavilos triscaban inquietos.

Gren y Poyly, absolutamente inmóviles, esperaron a que los examinasen.

La tribu de Yattmur se fue acercando lentamente. La mayoría, como de costumbre, eran hembras, con adornos de flores en el bajo vientre. Todas estaban armadas, y muchas eran tan hermosas como Yattmur. Algunas llevaban en la cintura una cuerda con lastres.

—Pastores —dijo Yattmur—. He traído a dos extranjeros, Poyly y Gren, que desean unirse a nosotros.

Impulsado por la morilla, Gren dijo:

—Somos vagabundos y no queremos haceros daño. Recibidnos bien si deseáis Subir en paz. Ahora necesitamos albergue y descanso. Más tarde os mostraremos nuestras habilidades.

Uno de los del grupo, una mujer robusta, que llevaba en la trenza del pelo una concha brillante, se adelantó y extendió la palma de la mano.

—Salud, extranjeros. Me llamo Hutweer. Yo soy el jefe de estos pastores. Si deseáis uniros a nosotros, seguidme. ¿De acuerdo?

Si no aceptamos, podrán matarnos, pensó Gren.

Desde el primer momento tenemos que mostrarles que nosotros somos los jefes, replicó la morilla.

Nos están apuntando con los cuchillos, dijo Gren.

Tenemos que mandar desde el principio, o nunca, insistió la morilla.

Mientras Gren y la morilla seguían discutiendo, Hutweer batió palmas con impaciencia.

—¡Contestad, extranjeros! ¿Seguiréis a Hutweer?

Tenemos que aceptar, morilla.

No, Gren, no podemos permitirlo.

¡Pero nos matarán!

¡Entonces, tú tendrás que matarla primero, Poyly!

¡No!

Yo digo que sí.

No… No… No…

Los pensamientos cobraron fuerza cuando la tercera voz entró en discordia.

—¡Pastores, alertas!

Hutweer bajó la mano hasta el cinturón en que llevaba la espada, y avanzó un paso más; tenía el rostro grave. Parecía evidente que estos extranjeros no eran amigos.

A los extranjeros les ocurría algo raro. Empezaron a contorsionarse, como en una danza fantasmal. Las manos crispadas de Poyly subieron hasta la gola oscura y reluciente del cuello, y enseguida bajaron como empujadas por una fuerza misteriosa. Los dos se retorcían lentamente y pisoteaban con fuerza. Los rostros se les estiraban y contraían de dolor, un dolor desconocido. Echaron espuma por la boca y orinaron en el suelo.

Se movieron lentamente, giraron, se tambalearon, arqueando los cuerpos, mordiéndose los labios, con los ojos feroces mirando enloquecidos a la nada.

Los pastores retrocedieron, aterrorizados.

—¡Cayeron sobre mí desde el cielo! —gritó Yattmur tapándose la cara—. ¡Tienen que ser espíritus!

Hutweer soltó la espada que había sacado; tenía el rostro lívido. Era una señal para la tribu. Con una prisa desesperada todos dejaron caer las armas y se cubrieron los rostros con las manos.

Tan pronto como el hongo comprendió que había tenido éxito casi sin proponérselo, dejó de insistir, y cuando Poyly y Gren sintieron que aquella presión brutal se aflojaba, estuvieron a punto de caer desplomados, pero la morilla los sostuvo.

—Hemos conquistado la victoria que necesitábamos —dijo con su voz de arpa—. Hutweer se arrodilla ante nosotros. Ahora tenéis que hablarles.

—Te odio, morilla —murmuró Poyly sombríamente—. Haz que Gren cumpla tus órdenes, si quieres. Yo no lo haré.

Acicateado por el hongo, Gren se acercó a Hutweer y le tomó la mano.

—Ahora que nos has reconocido —dijo—, no tienes nada que temer. Pero no olvides nunca que somos espíritus habitados por espíritus. Trabajaremos con vosotros. Juntos fundaremos una tribu poderosa y podremos vivir en paz. Los seres humanos no serán nunca más los fugitivos de las frondas. Saldremos de aquí y seguiremos un camino de grandeza.

—El camino de salida está muy cerca de aquí —se aventuró a decir Hutweer.

Había dejado en manos de las otras mujeres los saltavilos cautivos, y se adelantó a escuchar lo que Gren estaba diciendo.

—Nosotros os conduciremos más allá de ese camino —dijo Gren.

—¿Nos liberaréis del espíritu de la Boca Negra? —inquirió Hutweer osadamente.

—Seréis gobernados como lo merecéis —declaró Gren—. Ante todo, mi espíritu compañero Poyly y yo necesitamos comer y dormir. Más tarde hablaremos con vosotros. Llevadnos ahora a vuestro refugio.

Hutweer hizo una reverencia… y desapareció en el suelo bajo sus propios pies.