Pequeños seres sin voz y sin mente iban y venían presurosos por la carretera, apareciendo y desapareciendo en el oscuro verdor.
Dos cáscaras frutales avanzaban por esa carretera. Desde detrás de las cáscaras, dos pares de ojos espiaban con recelo a los seres silenciosos, y cómo se deslizaban aquí y allá también atentos a los peligros.
Era una carretera vertical; los ojos ansiosos no alcanzaban a ver ni el principio ni el fin. De cuando en cuando alguna rama se bifurcaba horizontalmente; pero los viajeros seguían de largo, en un avance lento aunque paulatino. En la superficie rugosa de la carretera había buenos asideros para los ágiles dedos de las manos y los pies que asomaban de las cáscaras. Y era además una superficie cilíndrica, pues se trataba en verdad de uno de los troncos del poderoso baniano.
Las dos cáscaras iban de los niveles medios hacia el suelo de la selva. La luz se filtraba a través del follaje, y las cáscaras parecían avanzar en una niebla verde hacia un túnel de negrura.
Por fin la cáscara que iba adelante vaciló y tomó la senda lateral de una de las ramas horizontales, siguiendo un rastro apenas perceptible. La otra cáscara la siguió. Juntas se irguieron, casi apoyadas la una contra la otra, de espaldas a la carretera.
—Me asusta bajar al Suelo —dijo Poyly desde dentro de la cáscara.
—Hemos de ir a donde nos dice la morilla —dijo Gren con paciencia, explicando como había explicado antes—. Es más sabia que nosotros. Ahora que estamos sobre el rastro de otro grupo, sería una locura desobedecerle. ¿Cómo podríamos vivir solos en la selva?
Sabía que la morilla que Poyly tenía en la cabeza la estaba apaciguando con argumentos similares. No obstante, desde que los dos habían salido de la Tierra de Nadie, varios sueños atrás, Poyly había estado inquieta; este exilio voluntario era para ella una tensión demasiado dura, que no había esperado.
—Tendríamos que esforzarnos más por encontrar los rastros de Toy y los otros amigos —dijo Poyly—. Si hubiésemos esperado hasta que el fuego se apagara, los habríamos encontrado.
—Tuvimos que seguir porque temías que pudiera quemarnos —dijo Gren—. Además, sabes que Toy no nos querrá aceptar de nuevo. No tiene consideración ni piedad, ni siquiera contigo, que eras su amiga.
Al oír esto, Poyly se limitó a refunfuñar. Al cabo de un rato, comenzó otra vez.
—¿Es necesario que continuemos buscando? —preguntó con una voz casi inaudible, aferrándose a la muñeca de Gren.
Y esperaron con temerosa paciencia a que otra voz conocida les diera la respuesta.
—Sí, tenéis que continuar, Poyly y Gren, pues yo lo aconsejo, y soy más fuerte que vosotros.
Era una voz ya familiar. Una voz que no necesitaba labios para expresarse, que no se escuchaba con los oídos; una voz que nacía y moría dentro de la cabeza como el títere de una caja de sorpresas, metido eternamente en el pequeño ataúd. Sonaba como el rasguido de un arpa polvorienta.
—Hasta aquí os he traído sanos y salvos —continuó la morilla— y os llevaré sanos y salvos hasta el final. Os enseñé a mimetizaros con las cáscaras; metidos dentro habéis recorrido ya un largo camino. Continuad un poco más y habrá gloria para vosotros.
—Necesitamos descansar, morilla —dijo Gren.
—Descansad y más tarde seguiremos. Hemos descubierto las huellas de otra tribu humana; no es momento para desfallecer. Tenemos que encontrar a esa tribu.
Obedeciendo a la voz, los dos humanos se echaron a descansar. Aquellas cáscaras tan incómodas de dos frutos de la selva —les habían extraído la pulpa edematosa, y les habían perforado unos toscos orificios para las piernas y los brazos— impedían que se acostaran en una posición natural. Se acurrucaron como pudieron, los brazos y las piernas hacia arriba, como si hubieran muerto aplastados por el peso del follaje.
En algún lugar, como un incesante canturreo de fondo, los pensamientos de la morilla proseguían, sin que pudieran acallarlos. En aquella era de proliferación vegetal, las plantas habían desarrollado la capacidad de crecer pero no la inteligencia; el hongo morilla, sin embargo, había desarrollado la inteligencia —la sutil pero limitada inteligencia de la selva—. Para favorecer aún más la propagación de la especie, se convertía en parásito de otras criaturas, sumando así la movilidad a la capacidad deductiva. La morilla que se había fragmentado en dos para apoderarse a la vez de Poyly y de Gren, iba de sorpresa en sorpresa, a medida que descubría en los centros nerviosos de los huéspedes que la alojaban algo que no había en ninguna otra criatura: una memoria racial, oculta aun para los propios humanos.
Aunque la morilla desconocía la frase «En el país de los ciegos el tuerto es rey», estaba en esa misma situación. Los días de las criaturas que proliferaban en el gran invernáculo del mundo, transcurrían entre la ferocidad y la lucha, las persecuciones y la paz, hasta que les llegaba la hora de caer en la espesura y servir de abono a la generación siguiente. Para ellos no había pasado ni futuro; eran como las figuras de un tapiz, no tenían relieve. La morilla, al comunicarse con las mentes humanas, era distinta. Tenía una perspectiva.
Era la primera criatura en millones y millones de años que recorría hacia atrás las largas avenidas del tiempo. Descubría posibilidades que la aterrorizaban, le causaban vértigo, y casi le silenciaban las cadencias de arpa de la voz.
—¿Cómo puede la morilla protegernos de los terrores del Suelo? —preguntó Poyly al cabo de un rato—. ¿Cómo nos va a proteger de un ajabazo o de un babosero?
—Sabe muchas cosas —le respondió Gren simplemente—. Hizo que nos pusiéramos estas cáscaras para escondernos del enemigo. Hasta ahora nos han protegido bien. Cuando encontremos a esa otra tribu, estaremos todavía más seguros.
—A mí la cáscara me lastima los muslos —dijo Poyly, con esa predisposición femenina a la intrascendencia que eones y eones de historia no habían atenuado.
Mientras yacía allí, sintió que la mano de Gren le buscaba a tientas el muslo y se lo frotaba con ternura. Pero los ojos de Poyly seguían yendo y viniendo entre el ramaje, en guardia contra cualquier peligro.
Una criatura vegetal, de colores tan brillantes como un papagayo, bajó revoloteando y fue a posarse en una rama por encima de ellos. Casi al mismo tiempo un tiritrón saltó de su escondite en lo alto y cayó de golpe sobre el avevege. Hubo una lluvia dispersa de líquidos repulsivos. Un momento después, el avevege despedazado había desaparecido; sólo las manchas verdosas de un zumo viscoso indicaban el lugar en que había estado posado.
—¡Un tiritrón, Gren! —dijo Poyly—. Tenemos que irnos, antes que caiga sobre nosotros.
La morilla también había presenciado aquella lucha; en realidad la había presenciado con satisfacción, porque las sabrosas morillas eran uno de los manjares más codiciados por los aveveges.
—Seguiremos viaje, humanos, si estáis dispuestos —les dijo.
Un pretexto para seguir viaje era tan bueno como cualquier otro; la morilla, por ser parásita, no tenía necesidad de descanso.
Los humanos no estaban muy dispuestos a abandonar aquella tranquilidad temporaria, ni siquiera para evitar el ataque de un tiritrón. La morilla tuvo que acuciarlos. Hasta entonces, había sido bastante amable con ellos; no quería provocar una discordia, pues necesitaba la cooperación de los humanos. Tenía un objetivo último que era vago, petulante y ambicioso. Se veía reproduciéndose una y otra vez hasta ocupar toda la Tierra, cubriendo con sus circunvoluciones los valles y los montes.
Un fin que nunca podría alcanzar sin la ayuda de los humanos. Ellos serían el medio. Ahora —con esa fría deliberación que la caracterizaba— necesitaba dominar la mayor cantidad posible de humanos. Por eso los hostigó. Por eso Gren y Poyly obedecieron.
Descendiendo cabeza abajo por el tronco que era la carretera elegida, y aferrándose a las rugosidades de la superficie, reanudaron la marcha.
Otras criaturas utilizaban la misma ruta, algunas inofensivas como los foliofabios, en interminable caravana desde las profundidades hasta los pináculos de la selva; algunas nada inofensivas por cierto, de dientes y garras verdes. Una especie sin embargo había dejado marcas diminutas pero inconfundibles a lo largo del tronco; una cuchillada aquí, una mancha allá, señales para un ojo avezado de que había vida humana en las cercanías. Éste era el rastro que iban siguiendo los dos humanos.
El gran árbol y las criaturas que habitaban a su sombra iban y venían silenciosos, ocupados en sus quehaceres. Lo mismo hacían Gren y Poyly. Cuando los rastros que seguían doblaban por una rama lateral, también ellos doblaban, sin discutir.
Así continuaron, horizontal y verticalmente, hasta que Poyly atisbó un movimiento. Una forma humana se dejó ver apenas un instante y se zambulló precipitadamente en una mata de pelusetas. Una aparición misteriosa, y enseguida el silencio.
Apenas habían alcanzado a ver el destello de un hombro y un rostro alerta bajo una flotante cabellera; pero de algún modo la visión parecía haber electrizado a Poyly.
—Se nos escapará si no la capturamos —le dijo a Gren—. ¡Deja que vaya yo y trate de atraparla! Ten cuidado, por si los otros andan cerca.
—Deja que vaya yo.
—No, yo la atraparé. Haz algún ruido para distraerla cuando yo esté a punto de alcanzarla.
Saliendo de la cáscara, se arrastró sobre el vientre por la curva de la rama hasta quedar colgada cabeza abajo. Cuando empezó a deslizarse así por la rama, la morilla, temiendo por sí misma en aquella postura peligrosa, invadió la mente de Poyly. De pronto las percepciones de Poyly fueron extraordinariamente precisas y nítidas, la visión se le hizo más clara, la piel más sensible.
—Atácala desde atrás. Captúrala, pero no la mates; ella te conducirá al resto de la tribu —tañó la voz en la cabeza de Poyly.
—Calla, o te oirá —susurró Poyly.
—Sólo tú y Gren podéis oírme, Poyly. En vosotros he fundado mi reino.
Poyly se arrastró hasta más allá de la mata de peluseta antes de volver a trepar por la rama; no se oía ni el susurro de una hoja. Continuó deslizándose lentamente hacia adelante.
Por encima de los suaves capullos de la peluseta, Poyly espió a la criatura que estaba persiguiendo. Una mujer joven y bonita miraba recelosa alrededor, con unos ojos oscuros y límpidos, bajo una mano protectora y una corona de cabellos.
—No te reconoció como humana bajo la cáscara, por eso se esconde de ti —dijo la morilla.
Eso era una tontería, pensó Poyly. Que la hubiera reconocido o no, de todos modos se hubiera ocultado, como de cualquier desconocido. La morilla sorbió el pensamiento del cerebro de Poyly y comprendió por qué se había equivocado. A pesar de todo lo que ya había aprendido, la noción misma de ser humano le era todavía extraña.
Se apartó prudentemente de la mente de Poyly, dejando que ella se entendiera a su modo con la desconocida.
Poyly se acercó un paso más, y luego otro, doblada casi en dos. Cabeza abajo, esperó de Gren la señal convenida.
Del otro lado de la mata de pelusetas, Gren sacudió una rama. La desconocida miró el sitio del ruido, pasándose la lengua por los labios entreabiertos. Antes que la mujer sacara el cuchillo, Poyly saltó sobre ella desde atrás.
Lucharon entre las fibras blandas: la desconocida buscaba a tientas la garganta de la agresora; Poyly, en venganza, le mordió el hombro. Terciando de improviso en la lucha, Gren tomó a la desconocida por el cuello y tironeó hacia atrás hasta que los cabellos azafranados le cayeron sobre la cara. La muchacha había luchado con coraje, pero la habían capturado. Pronto estuvo atada y tendida sobre la rama, alzando los ojos hacia ellos.
—Buen trabajo —dijo la morilla—. Ahora ella nos llevará…
—¡Silencio! —aulló Gren.
El hongo obedeció instantáneamente.
Algo rápido se movía en los niveles superiores del árbol.
Gren conocía la selva. Sabía que los ruidos de lucha atraían enseguida a las criaturas rapaces. Apenas había acabado de hablar, cuando una larguja bajó girando en espiral como un resorte por el tronco más próximo y se lanzó sobre ellos. Gren la estaba esperando.
Las espadas de nada sirven contra las largujas. Gren la golpeó con un palo y la hizo volar zumbando por el aire. Cayó y se enderezó sobre la cola elástica para atacar de nuevo, pero un rayoplán se encorvó sobre ella desde las hojas de más arriba, la devoró de una dentellada, y continuó descendiendo.
Poyly y Gren se echaron de bruces al lado de la cautiva y esperaron. El terrible silencio de la selva los envolvió de nuevo como una marea, y una vez más estaban a salvo.