10

Al escapar precipitadamente del olmobuche, casi no habían reparado en el nuevo escenario. Era indudable que Gren tenía razón. Como había dicho, estaban en el linde de la Tierra de Nadie.

Detrás de ellos, los árboles contrahechos y achaparrados de la región crecían más apretados, como si cerraran filas. Había allí árboles erizados de púas, espinos y bambúes, y hierbas altas de bordes afilados, capaces de amputar limpiamente un brazo humano. Todos estaban entrelazados entre sí por una verdadera muralla de zarzas. Pretender meterse en esa espesura impenetrable era un suicidio. Todas las plantas montaban guardia como tropas que esperan a un enemigo común.

Y el aspecto del enemigo común no era tampoco tranquilizador.

El gran baniano, avanzando hasta donde los recursos alimenticios se lo permitían, asomaba alto y tenebroso por encima de los parias de la Tierra de Nadie. Las ramas más adelantadas sostenían una techumbre de hojas anormalmente espesa que pendía sobre el enemigo como una ola siempre a punto de romper, privándolo de tanta luz solar como era posible. Para auxiliar al baniano estaban las criaturas que vivían en los recovecos de la espesura, los trampones, los ajabazos (esos títeres de caja de sorpresas), los bayascones, los mortíferos baboseros y otros más. Patrullaban como cancerberos eternos los perímetros del árbol poderoso.

La selva, tan acogedora para los humanos en teoría, ahora, desde allí, sólo les mostraba las garras.

Gren observó las caras de los otros mientras contemplaban aquella doble muralla de vegetación hostil. Allí nada se movía; la levísima brisa que soplaba desde el mar agitaba a duras penas una hoja acorazada; pero a ellos el miedo les contraía las entrañas.

—Ya lo veis —dijo Gren—. ¡Dejadme aquí! ¡A ver cómo atravesáis esa barrera! ¡Quiero verlo!

Ahora él tenía la iniciativa y la aprovechaba.

El grupo lo miró, miró la barrera, volvió a mirar a Gren.

—Tú no sabes cómo atravesarla —le dijo Veggy, titubeando.

Gren hizo una mueca burlona.

—Conozco una forma —dijo.

—¿Piensas que los termitones querrían ayudarte? —preguntó Poyly.

—No.

—¿Entonces?

Gren los miró, desafiante. Luego miró a Toy cara a cara.

—Mostraré el camino, si queréis seguirme. Toy no tiene cabeza. Yo sí. No quiero ser un proscripto. Seré Vuestro guía, en lugar de Toy. Hacedme vuestro jefe y los salvaré a todos.

—¡Bah, tú, un niño hombre! —dijo Toy—. Hablas demasiado. Siempre te estás jactando.

Pero alrededor de ella los otros cuchicheaban.

—Las mujeres son jefes, no los hombres —dijo Shree, con una duda en la voz.

—Toy es un mal jefe —vociferó Gren.

—No, no es verdad —dijo Driff—, es más valiente que tú.

Los demás aprobaron en murmullos la opinión de Driff, incluso Poyly. Si bien confiaban en Toy sólo hasta cierto punto, no creían mucho en Gren. Poyly se acercó a él y le dijo en voz baja:

—Tú conoces la ley y sabes cómo son las cosas entre nosotros. Si no nos dices cómo podemos salvarnos, te expulsarán.

—¿Y si lo digo? —El tono truculento de Gren se debilitó, pues Poyly era una niña hermosa.

—En ese caso tú podrías quedarte con nosotros, como es justo. Pero no se te ocurra sustituir a Toy. Eso no es justo.

—Yo diré lo que es justo y lo que no es justo.

—Eso tampoco es justo.

—Tú eres justa, Poyly. No discutas conmigo.

—Yo no quiero que te expulsen. Estoy de tu parte.

—Entonces ¡mirad! —dijo Gren, y se volvió hacia los otros.

Sacó del cinturón aquel extraño trozo de vidrio que ya había exhibido antes. Lo mostró en la palma de la mano.

—Lo recogí del suelo cuando me cazó el árbol trampa —dijo—. Se llama mica o vidrio. Quizá proviene del mar. Quizá es lo que usan los termitones para hacer esas ventanas que dan al mar.

Toy se acercó a mirar, y Gren le apartó la mano.

—Si se lo pone al sol, hace un pequeño sol debajo. Cuando estaba en la jaula, me quemé la mano con él. Si no hubieseis llegado, hubiera podido salir de la jaula quemando los barrotes. Del mismo modo, quemando el camino, saldríamos de la Tierra de Nadie. Encendamos aquí algunas ramas secas y un poco de hierba y crecerá una llama. La brisa la llevará hacia la selva. A nada de todo esto le gusta el fuego… y por donde el fuego haya pasado, podremos pasar nosotros, y volver sanos y salvos a la selva.

Todos se miraron.

—Gren es muy inteligente —dijo Poyly—. Esa idea puede salvarnos.

—No dará resultado —dijo Toy tercamente.

En un arranque de cólera, Gren le arrojó la lente de vidrio.

—¡Mujer estúpida! ¡Tienes sapos en la cabeza! ¡Tendríamos que expulsarte! ¡Tendríamos que echarte por la fuerza!

Toy recogió la lente y dio un paso atrás.

—¡Gren, estás loco! —gritó—. No sabes lo que dices. Vete, antes que tengamos que matarte.

Gren se volvió enfurecido hacia Veggy.

—¡Ya ves cómo me trata, Veggy! No podemos tenerla como jefe. ¡O nos vamos los dos, o que ella se vaya!

—Toy nunca me hizo daño —dijo Veggy malhumorado, tratando de evitar una pelea—. A mí no me van a expulsar.

Toy entendió enseguida la situación y la aprovechó al vuelo.

—No puede haber discusiones en el grupo —gritó—, de lo contrario el grupo morirá. Así va el mundo. Gren o yo, uno de los dos tendrá que irse, y todos vosotros decidiréis quién. Que se vote. Quien quiera que me vaya yo y no Gren, que hable ahora.

—¡Eso es injusto! —gritó Poyly.

Durante un rato nadie habló. Todos esperaban, intranquilos.

—Gren tiene que irse —murmuró Driff.

Gren sacó un cuchillo. Veggy se levantó de un salto y sacó el suyo. May, detrás de él, hizo lo mismo. Pronto todos estuvieron armados contra Gren. La única que no se había movido era Poyly.

Gren tenía la cara larga de amargura.

—Devuélveme ese vidrio mío —dijo, extendiendo la mano hacia Toy.

—Es nuestro —dijo Toy—. Podremos hacer un pequeño sol sin tu ayuda. Vete antes que te matemos.

Gren observó por última vez los rostros de todos. Luego dio media vuelta y se alejó en silencio.

Estaba enceguecido por la derrota. No veía delante de él ningún futuro. Errar a solas por la selva era peligroso; aquí era doblemente peligroso. Si pudiera volver a los niveles medios de la selva, quizás encontrara allí otros grupos humanos; pero los humanos eran desconfiados y escaseaban, y aun suponiendo que lo aceptasen, la idea de entrar en un grupo desconocido no le atraía.

La Tierra de Nadie no era un lugar propicio para caminar abatido y a ciegas. A los cinco minutos de haber sido desterrado, ya había caído en las garras de una planta hostil.

El terreno escabroso descendía hasta el lecho seco de un arroyo. Por todas partes había peñascos más altos que Gren, y un manto de guijarros y cantos rodados cubría el suelo. Pocas plantas crecían allí, excepto unas hierbas filosas como navajas.

Mientras Gren erraba sin rumbo, algo le cayó en la cabeza, una cosa liviana e indolora.

Varias veces había visto Gren, horrorizado, aquel hongo oscuro parecido a un cerebro que se adhería a otras criaturas. Esta planta dicomiceta era una forma mutada de la morilla. A lo largo de los eones había ido aprendiendo nuevas formas de alimentarse y de propagarse.

Durante un rato Gren permaneció inmóvil, estremeciéndose a veces bajo aquel contacto. En una ocasión levantó la mano, y la bajó bruscamente. Tenía la cabeza fría, casi adormecida.

Al fin se sentó al pie del peñasco más próximo, con la espalda firmemente apoyada contra la piedra, y mirando el sitio por donde había venido. Estaba en un lugar sombrío y húmedo. Allá arriba, en la parte más alta y a orillas del agua, brillaba un rayo de sol, y detrás pendía el follaje, que parecía pintado en verdes y blancos indistintos. Gren lo miraba con aire ausente, tratando de encontrar algún significado en aquella trama.

Supo oscuramente que toda esa fronda seguiría allí cuando él estuviese muerto, y hasta un poco más abultada a causa de su muerte, cuando los fosfatos orgánicos fuesen absorbidos por otras criaturas. Porque le parecía improbable que pudiera Subir, en la forma aprobada y practicada por sus antepasados; no había nadie que pudiera ocuparse de su alma. La vida era breve, y al fin y al cabo ¿qué era él? ¡Nada!

—Eres humano —dijo una voz.

Era el espectro de una voz, una voz inarticulada, una voz que no tenía ninguna relación con cuerdas vocales. Como el rasguido de un arpa polvorienta, parecía resonar en la cabeza de Gren, en algún alejado desván.

En la situación en que se encontraba, Gren no se sorprendió. Tenía la espalda apoyada contra la piedra; la sombra de alrededor no lo cubría sólo a él; su propio cuerpo era materia común, parte de la materia de alrededor. No era imposible que unas voces silenciosas respondieran a los pensamientos.

—¿Quién está hablando? —preguntó, ociosamente.

—Llámame morilla. Nunca te abandonaré. Puedo ayudarte.

Gren tuvo la débil sospecha de que esa morilla nunca había hablado hasta entonces, con tanta lentitud le llegaban las palabras.

—Necesito ayuda —dijo—. Soy un paria.

—Ya veo. Me he fijado a ti para ayudarte. Siempre estaré contigo.

Gren se sentía muy amodorrado, pero consiguió preguntar:

—¿Cómo podrías ayudarme?

—Como he ayudado a otros —le dijo la morilla—. Una vez que estoy con ellos, ya no los abandono. Hay muchos seres que no tienen cerebro; yo soy un cerebro. Yo colecciono pensamientos. Yo y los de mi especie actuamos como cerebros, de modo que los seres a los que nos fijamos son más inteligentes y capaces que los demás.

—¿Seré entonces más inteligente que los otros humanos? —preguntó Gren.

La luz del sol en lo alto del arroyo no cambiaba nunca. Todo era confusión en la mente de Gren. Era como hablar con los dioses.

—Hasta ahora nunca habíamos capturado a un humano —dijo la voz; escogía más rápidamente las palabras—. Nosotras, las morillas, vivimos sólo en los lindes de la Tierra de Nadie. Vosotros sólo vivís en las selvas. Eres un buen hallazgo. Yo te haré poderoso. Irás a todas partes, y me llevarás contigo.

Sin responder, Gren continuó recostado contra la piedra fría. Se sentía exhausto y a gusto dejando pasar el tiempo. Al cabo, la voz rasgueó de nuevo en su cabeza.

—Sé muchas cosas a propósito de los humanos. El Tiempo ha sido terriblemente largo en este mundo y en los mundos del espacio. En otras épocas, en años muy remotos, antes de que el sol se calentara, tu especie bípeda gobernaba el mundo. En ese entonces los humanos eran grandes, cinco veces más altos que tú. Se encogieron para adaptarse a las nuevas condiciones, para sobrevivir como fuera posible. En aquellos tiempos, los de mi especie eran muy pequeños; pero el cambio es un proceso incesante, aunque tan lento que pasa inadvertido. Ahora tú eres una criatura pequeña perdida en la maleza y yo en cambio puedo aniquilarte.

Luego de escuchar y reflexionar, Gren le preguntó a la morilla:

—¿Cómo puedes saber todo eso, morilla, si nunca hasta ahora te habías encontrado con un humano?

—Explorando la estructura de tu mente. Muchos de tus recuerdos y pensamientos son herencias de un pasado remoto, y están sepultados tan profundamente en tu cerebro que no creo que puedas alcanzarlos. Pero yo puedo. Ahí leo la historia pasada de toda tu especie. Mi especie podría ser tan grande como lo fue la tuya…

—¿Entonces yo también seré grande?

—Eso es lo que tendría que ocurrir…

De pronto, una ola de sueño cayó sobre Gren. El sueño era insondable, pero poblado de peces extraños; sueños de colas aleteantes que él no llegaba a atrapar.

Se despertó de golpe. Algo se movía muy cerca.

En lo alto de la ribera, donde brillaba siempre el sol, estaba Poyly.

—¡Gren, mi adorado! —dijo ella, cuando advirtió aquel leve movimiento y descubrió que era Gren—. He dejado a los otros para estar contigo y ser siempre tu compañera.

Ahora tenía la mente clara, clara y viva como el agua de un manantial. Muchas cosas que antes habían sido misteriosas, ahora eran claras y llanas para él. Se levantó de un salto.

Poyly bajó los ojos y lo miró en la sombra. Vio con horror el hongo que le había crecido a Gren, un hongo negruzco como los del árbol trampa y los saucesinos. Le sobresalía por encima del pelo, le abultaba como una giba debajo de la nuca y le avanzaba por el cuello como una gola hasta casi cubrirle las clavículas. Brillaba sombríamente en intrincadas circunvoluciones.

—¡Gren! ¡El hongo! —gritó horrorizada, y dio un paso atrás—. ¡Te ha invadido!

Gren saltó rápidamente y le tomó la mano.

—Está bien, Poyly; no hay por qué alarmarse. El hongo se llama morilla. No nos hará daño. Puede ayudarnos.

En el primer momento Poyly no respondió. Sabía cómo eran las cosas en la selva, y en la Tierra de Nadie. Todos cuidaban de sí mismos, nadie se preocupaba por los demás. Sospechó vagamente que el verdadero propósito de la morilla era nutrirse a expensas de otros y propagarse; y que para lograr ese propósito sería capaz de matar al huésped tan lentamente como fuese posible.

—El hongo es malo, Gren —dijo—. No podría ser de otro modo.

Gren se dejó caer de rodillas, y la arrastró junto a él, mientras le murmuraba palabras tranquilizadoras. Le acarició los cabellos de color canela.

—Morilla puede enseñarnos muchas cosas —dijo—. Podemos llegar a ser mucho mejores. Ahora somos unas pobres criaturas. ¿Qué mal puede haber en que seamos mejores?

—¿Cómo es posible que un hongo pueda hacernos mejores?

En la cabeza de Gren, la morilla habló.

—Ella no va a morir. Dos cabezas valen más que una. Se os abrirán los ojos. Seréis… ¡seréis como dioses!

Casi palabra por palabra, Gren le repitió a Poyly lo que había dicho la morilla.

—Tal vez tú entiendas más, Gren —dijo Poyly, vacilando—. Siempre fuiste muy inteligente.

—Tú también puedes ser inteligente —le murmuró Gren.

Con reticencia, Poyly cedió al abrazo, hecha un ovillo contra él.

Una lonja del hongo se desprendió del cuello de Gren y cayó sobre la frente de Poyly. Ella se agitó y se debatió, farfulló una protesta, luego cerró los ojos. Cuando los volvió a abrir, veía todo muy claro.

Como una nueva Eva, llamó a Gren. A la cálida luz del sol hicieron el amor, dejando caer las almas al quitarse los cinturones.

Al fin se levantaron, sonriéndose.

Gren miró al suelo.

—Se nos han caído las almas —dijo.

Ella hizo un gesto de indiferencia.

—Déjalas, Gren. No son más que un estorbo. Ya no las necesitamos.

Se besaron y abrazaron y empezaron a pensar en otras cosas, ya completamente acostumbrados a la corona de hongos que les cubría las cabezas.

—No tenemos que preocuparnos de Toy y los otros —dijo Poyly—. Nos han abierto un camino de vuelta. ¡Mira!

Lo llevó al otro lado de un árbol alto. Un muro de humo flotaba levemente tierra adentro, allí donde la llama había mordido una senda hacia el baniano. Tomados de la mano, salieron juntos de la Tierra de Nadie, aquel Edén peligroso.