9

Aunque los ruidos horribles ya no se oían, los seis miembros del grupo siguieron allí tendidos durante largo rato. Al fin Toy se incorporó y les habló.

—Ya veis lo que ha sucedido por no permitir que yo mande —dijo—. Hemos perdido a Gren. Ahora Fay ha muerto. Pronto todos estaremos muertos y nuestras almas se pudrirán.

—Tenemos que escapar de la Tierra de Nadie —dijo Veggy sobriamente—. Todo esto es culpa del chuparraco.

Sabía que él, Veggy, era responsable del incidente con el pulpo de arena.

—No llegaremos a ninguna parte —dijo Toy secamente— hasta que hayáis aprendido a obedecerme. ¿Tendréis que morir para aprenderlo? De ahora en adelante sólo haréis lo que yo diga. ¿Has entendido, Veggy?

—Sí.

—¿May?

—Sí.

—¿Y vosotras, Driff y Shree?

—Sí —respondieron las dos, y Shree añadió—: Tengo hambre.

—Seguidme en silencio —dijo Toy, mientras se aseguraba el alma al cinturón.

A la cabeza del grupo, escudriñaba atentamente alrededor antes de dar un paso.

El fragor de la batalla marina había menguado. Algunos árboles habían sido arrastrados al agua. Y a la vez, muchas algas habían sido sacadas fuera del mar. Hambrientos como estaban en aquel suelo yermo, los árboles victoriosos lanzaban las algas como trofeos por el aire.

Mientras el grupo avanzaba cautelosamente un cuadrúpedo de pelo largo pasó junto a ellos y en un instante desapareció.

—Hubiéramos podido comerlo —dijo Shree, malhumorada—. Toy nos prometió que comeríamos el chuparraco y no pudimos atraparlo.

El animal acababa de desaparecer entre las hierbas, cuando se oyeron allí unos ruidos y movimientos rápidos, un quejido, un presuroso gorgoteo, y luego silencio.

—Parece que se lo comió algún otro —murmuro Toy—. Dispersémonos y lo emboscaremos. ¡Preparados los cuchillos!

Se abrieron en abanico y se escurrieron entre las hierbas altas, contentos de poder actuar con un propósito deliberado. Esta parte del trabajo de vivir la entendían bien.

Rastrear la causa de aquel gorgoteo rápido fue tarea fácil. La causa estaba presa y no podía moverse.

De un árbol extrañamente contrahecho pendía un palo; del extremo inferior del palo colgaba una jaula rudimentaria, con una docena de barrotes de madera. Los barrotes estaban hundidos en el suelo. Dentro de la jaula, asomando el morro de un lado y la cola por otro, había un cachorro de caimán. Algunos trozos de pellejo le colgaban de la mandíbula, los restos de la criatura peluda que el grupo había visto cinco minutos antes.

El caimán miró fijamente a los humanos cuando los vio salir de entre las hierbas altas; también ellos lo miraron.

—Podemos matarlo —dijo May—. No se mueve.

—Podemos comerlo —dijo Shree—. Hasta mi alma tiene hambre.

El caimán, protegido por la armadura del caparazón, no fue fácil de matar. Ya al comienzo, la cola lanzó a Driff dando vueltas por el aire hasta unos pedruscos que le lastimaron la cara. Pero atacándolo por todos los flancos, y encegueciéndolo, al fin consiguieron dejarlo sin fuerzas, y Toy se atrevió a meter la mano en la jaula y degollarlo.

Mientras el reptil se debatía en estertores agónicos, sucedió algo curioso. Los barrotes se levantaron y los extremos hundidos en la tierra salieron a la superficie, y todo el artefacto se cerró de golpe como un puño. El palo recto del que pendía se enroscó en espiral; la jaula desapareció arriba entre las ramas verdes del árbol.

Con gritos de asombro y terror, el grupo recogió el cuerpo del caimán y echó a correr.

Mientras zigzagueaban buscando un camino entre los troncos apiñados de los árboles, llegaron a una extensión de roca desnuda. Parecía un refugio seguro, sobre todo porque estaba rodeada por una variedad local del silbocardo espinoso.

Sentados en cuclillas en la roca, compartieron aquella comida poco tentadora. Hasta Driff participó, aunque aún le sangraban las heridas de la cara.

Apenas habían empezado a mover las mandíbulas, cuando oyeron la voz de Gren, pidiendo auxilio desde algún lugar cercano.

—Esperadme aquí y cuidad la comida —ordenó Toy—. Poyly irá conmigo. Encontraremos a Gren y lo traeremos de vuelta.

La orden parecía sensata. Salir a explorar llevando la comida siempre era imprudente; salir a explorar a solas era peligroso.

Mientras caminaban junto a los silbocardos, volvieron a oír la llamada de Gren. Guiadas por el grito, bordearon un matorral de cactos de color malva, y allí estaba Gren: despatarrado de cara al suelo, al pie de un árbol parecido a aquél en que habían encontrado y matado al caimán, y encerrado en una jaula también parecida a la del caimán.

—Oh, Gren —exclamó Poyly—. ¡Cuánto te hemos echado de menos!

Mientras aún corrían, una treparrastra se lanzó sobre el prisionero desde la rama de un árbol vecino: una treparrastra con una boca roja en el extremo, brillante como una flor, de aspecto tan ponzoñoso como un babosero. Se precipitó hacia la cabeza de Gren.

Poyly quería mucho a Gren. Sin detenerse a pensar, se lanzó sobre la trepadora, que en ese momento se balanceaba hacia adelante, tomándola lo más lejos posible de la punta para esquivar aquellos labios pulposos. Sacando un nuevo cuchillo, cortó el tallo que le latía en la mano. Luego se dejó caer de vuelta al suelo. Le fue fácil esquivar la boca que ahora se contraía, abriéndose y cerrándose.

—¡Cuidado arriba, Poyly! —gritó Toy para que se pusiera en guardia.

La planta parásita, alerta ahora ante el peligro, había desenrollado una docena de bocas rastreras. Animadas y mortíferas, se balanceaban alrededor de la cabeza de Poyly. Pero ya Toy estaba junto a ella. Entre ambas las descabezaron hábilmente, hasta que la savia les brotó a chorros de las heridas, y hasta que las bocas yacieron jadeantes. El tiempo de reacción de los vegetales no es el más rápido del universo, quizá porque rara vez sienten el estímulo del dolor.

Sin aliento, las dos niñas se volvieron a Gren, que aún seguía atrapado debajo de la jaula.

—¿Podréis sacarme? —preguntó Gren, mirándolas con desconsuelo.

—Yo soy el jefe. Claro que puedo sacarte —dijo Toy. Recordando lo que acababa de aprender, junto a la jaula del caimán, añadió—. Esta jaula es parte del árbol. Conseguiremos que se mueva y te deje salir.

Se arrodilló y empezó a aserrar los barrotes de la jaula con el cuchillo.

En las enormes extensiones de tierra donde dominaba el baniano, cubriéndolo todo con espesas capas de verdor, el problema principal para las especies menores era la propagación de la simiente. En el caso del silbocardo, que había desarrollado los curiosos torpones, y en el de la quemurna, que había convertido en armas las cápsulas semilleras, el problema había sido resuelto con ingenio.

No menos ingeniosas eran las soluciones de la flora de la Tierra de Nadie a otros problemas. Allí, la cuestión principal era la subsistencia, más que la propagación; este hecho explicaba la diferencia radical entre los parias de las playas y los parientes de tierra adentro.

Algunos árboles, entre ellos el mangle, vadeaban el mar y pescaban las mortíferas algas marinas para utilizarlas como abono. Otros, los saucesinos, habían desarrollado hábitos animales y cazaban a la manera de los carnívoros, alimentándose de carroña. Pero el roble, a medida que se sucedían y sucedían los millones de milenios de luz solar, fue transformando en jaulas algunas extremidades y cazaba animales vivos, para que los excrementos alimentaran las raíces hambrientas. Y si las criaturas atrapadas morían de hambre, también al descomponerse alimentaban al árbol.

Toy no sabía nada de todo esto. Sólo sabía que la jaula tenía que moverse, como se había movido la que encerraba al caimán.

Muy seria, con la ayuda de Poyly, acuchillaba los barrotes. Las dos niñas trabajaban por turno en cada uno de los doce barrotes. Acaso el roble tuvo miedo de que le hicieran verdadero daño: los barrotes fueron arrancados del suelo y todo el artefacto desapareció entre las ramas.

Sin preocuparse por el tabú, las niñas se prendieron a los brazos de Gren y corrieron con él de regreso a reunirse con el resto del grupo.

Cuando estuvieron todos juntos, devoraron la carne del caimán, manteniéndose siempre en guardia.

No sin cierta jactancia, Gren les contó lo que había visto dentro del nido de los termitones. Ellos no querían creerlo.

—Los termitones no son tan inteligentes como para eso que dices —comentó Veggy.

—Todos vimos el castillo que construyeron. Estuvimos allí sentados.

—En la selva los termitones no tienen tanta inteligencia —intervino May, respaldando a Veggy como de costumbre.

—Esto no es la selva —dijo Gren—. Aquí han ocurrido cosas insólitas. Cosas terribles.

—Sólo ocurren dentro de tu cabeza —lo hostigó May—. Nos cuentas todas esas cosas raras para que olvidemos que desobedeciste a Toy. ¿Cómo va a haber debajo de la tierra ventanas que dan al mar?

—Sólo cuento lo que vi —dijo Gren. Ahora estaba enfadado—. En la Tierra de Nadie, las cosas son diferentes. Así va todo. Además, muchos termitones tenían una horrible excrecencia fangosa; yo nunca había visto nada parecido. Luego he vuelto a ver ese hongo. Es muy desagradable.

—¿Dónde lo viste? —preguntó Shree.

Gren lanzó al aire un trocito de vidrio de una forma extraña y lo recogió, tal vez como una pausa para acicatear la curiosidad de los otros, tal vez porque no quería mencionar el miedo que había sentido poco antes.

—Cuando ese árbol trampa me capturó —dijo—, miré hacia arriba, hacia las ramas. Allí, entre las hojas, vi una cosa horrible. No me di cuenta de qué era hasta que las hojas se agitaron. Entonces vi uno de los hongos que les brotan a los termitones, brillante como un ojo y creciendo en el árbol.

Toy se puso de pie.

—Aquí hay demasiadas cosas que causan la muerte —dijo—. Ahora tenemos que volver a la selva, donde podremos vivir felices. Arriba, todos.

—Déjame terminar este hueso —pidió Shree.

—Deja que Gren termine su historia —dijo Veggy.

—Arriba todos, todos. Meted vuestras almas en los cinturones y haced lo que ordeno.

Gren se metió el vidrio raro en el cinturón y fue el primero en levantarse de un salto, deseando mostrarse obediente. Mientras los demás se ponían de pie, una sombra oscura pasó a poca altura por encima del grupo; dos rayoplanes trabados en combate, en pleno vuelo.

Por encima de la tan disputada franja llamada la Tierra de Nadie, pasaban muchas especies de chuparracos, tanto los que se alimentaban en el mar como los que se alimentaban en la tierra. Pasaban sin posarse, pues conocían muy bien los peligros que allí acechaban. Cruzaban rápidos, moteando sin cesar con sus sombras el follaje de las plantas proscriptas.

Los rayoplanes estaban trabados en una lucha tan encarnizada que no se daban cuenta de por dónde iban. Se estrellaron con estrépito contra las ramas superiores de un árbol próximo al grupo.

Al instante la Tierra de Nadie despertó a la vida.

Los árboles hambrientos y furiosos extendieron y sacudieron las ramas. Las zarzas dentadas desenroscaron los brazos. Las ortigas gigantescas menearon las cabezas barbudas. Los cactos ambulantes se arrastraron y lanzaron púas. Las trepadoras arrojaron bolas pegajosas al enemigo. Unas criaturas que parecían gatos, como las que Gren viera en el nido de termitones, pasaron como exhalaciones y se agruparon en las copas, listas para atacar. Todos los que podían moverse se movieron, acicateados por el hambre. En un instante, la Tierra de Nadie se transformó en una máquina de guerra.

Aquellas plantas que no tenían ninguna movilidad se pusieron en guardia, prontas para recoger el segundo botín. El matorral de silbocardos próximo al grupo, enderezaba expectante las espinas. Relativamente inofensivo en el hábitat natural, aquí la necesidad de alimentar las raíces había obligado al silbocardo a mostrarse más agresivo. Ahora estaba dispuesto a sitiar a cualquier criatura que pasara. Asimismo, otro centenar de plantas, pequeñas, estacionarias y armadas, se preparaban a privarse de los ya predestinados rayoplanes, para alimentarse de quienes erraran el camino de vuelta, luego del festín.

Un gran saucesino apareció agitando las raíces tentaculares. Forcejeaba para sacar de bajo tierra la desmochada cabeza, despidiendo alrededor nubes de arena y de escoria. Pronto también él luchaba a brazo partido con los desdichados rayoplanes, con los árboles trampa, y en verdad con cualquier criatura viviente que le pareciese irritante.

La escena era caótica. Los rayoplanes no tenían salvación.

—Mirad… ¡allí hay algunos de esos hongos! —exclamó Gren, señalando.

Entre las ramas cortas parecidas a víboras que formaban la cabeza del saucesino, asomaba la excrecencia de un hongo horripilante. No era la primera vez que Gren los veía desde que los rayoplanes se habían estrellado. Algunas de aquellas plantas que se desplazaban pesadamente, también lo tenían. Gren se estremeció a la vista del hongo, pero a los otros no les causó tanta impresión. La muerte, al fin y al cabo, tenía muchas formas; todos lo sabían; así iba el mundo.

Una lluvia de ramas cayó sobre ellos desde la zona crítica. Los rayoplanes ya habían sido despedazados. Ahora la lucha era por el botín.

—Estamos demasiado cerca de todo este alboroto —dijo Poyly. Alejémonos.

—Estaba a punto de dar esa orden —dijo Toy, en un tono muy seco.

Se levantaron y echaron a andar como mejor pudieron. Ahora todos llevaban unos palos largos con los que tanteaban el camino que tenían delante, antes de aventurarse a continuar avanzando. Horrorizados por la crueldad despiadada de los saucesinos tenían que ser prudentes.

Anduvieron durante largo rato, venciendo un obstáculo tras otro, y a menudo desafiando a la muerte. Al fin el sueño los venció.

Encontraron el tronco hueco de un árbol caído. Expulsaron a la criatura de hojas venenosas que vivía allí, y durmieron dentro juntos y acurrucados, sintiéndose seguros. Cuando despertaron, no podían salir. Los dos lados del árbol se habían cerrado.

Driff, que fue la primera en despertar y en descubrir lo que había ocurrido, lanzó un grito que puso a todos los demás en movimiento. No cabía duda: estaban encerrados y corrían el peligro de asfixiarse. Las paredes del árbol, antes secas y podridas al tacto, ahora eran viscosas y rezumaban una especie de jarabe dulzaino. ¡Y en verdad, estaban a punto de ser digeridos!

El tronco caído no era otra cosa que un abdomen en el que se habían metido sin darse cuenta.

Al cabo de muchos eones, el olmobuche había abandonado por completo los primitivos intentos de alimentarse en las playas inhóspitas de la Tierra de Nadie. Eliminando todas las formas de estructura radicular, había adoptado esta forma de vida horizontal. Se disfrazó de tronco muerto. El sistema de ramas y hojas se había separado del tronco, transformándose en aquella criatura simbiótica de hojas que los humanos habían expulsado; una criatura simbiótica que era un señuelo eficaz para atraer a otros al estómago abierto del compañero.

Aunque normalmente el olmobuche sólo devoraba plantas y arbustos, también aprovechaba la carne. Siete pequeños humanos eran muy bienvenidos.

Los siete pequeños humanos luchaban con denuedo, resbalando en la viscosa oscuridad mientras atacaban con los cuchillos a aquella planta extraña. Todo en vano. La lluvia pegajosa caía cada vez más de prisa, a medida que al olmobuche se le despertaba el apetito.

—Es inútil —jadeó Toy—. Descansemos un momento y tratemos de pensar en algún plan.

Se sentaron en cuclillas, muy juntos. Defraudados, asustados, atontados por la oscuridad, se quedaron quietos, sin saber qué hacer.

Gren trató de que le apareciera en la cabeza alguna imagen útil. Se concentró, sin prestar atención a la mucosidad que le chorreaba por la espalda.

Trató de recordar el aspecto del árbol visto desde fuera. Andaban en busca de algún lugar donde dormir cuando dieron con él. Habían trepado una loma, bordeando un terreno arenoso y desnudo que les había parecido sospechoso, y allí, en lo alto de la loma, entre unas hierbas cortas, habían encontrado al olmobuche. Por fuera era liso…

—¡Ja! —exclamó.

—¿Qué te pasa? —le preguntó Veggy—. ¿Por qué jajajeas?

Veggy estaba enojado con todos. ¿Acaso él no era un hombre? ¿Acaso no tenían ellas que haberle evitado este peligro y esta indignidad?

—Nos lanzaremos todos contra esa pared al mismo tiempo —dijo Gren—. Quizá consigamos que el árbol ruede.

Veggy se burló en la oscuridad.

—¿Y de qué nos servirá eso?

—¡Haz lo que él dice, tú, gusanito! —La voz de Toy era iracunda.

Todos saltaron ante aquel latigazo. Ella, lo mismo que Veggy, no se imaginaba lo que Gren tenía en la cabeza, pero necesitaba mostrar que conservaba aún alguna autoridad.

—… Empujad todos contra esa pared, pronto.

En la pegajosa inmundicia, se amontonaron confusamente, tocándose para saber si todos miraban al mismo lado.

—¿Listos? —preguntó Toy. ¡A empujar! ¡Otra vez! ¡Otra! ¡Empujad! ¡Empujad!

Los pies les resbalaban en la savia viscosa, pero empujaban. Toy gritaba animándolos.

El olmobuche rodó.

Todos se excitaron. Empujaron con alegría, gritando a coro. Y el olmobuche rodó otra vez. Y otra. Y luego rodó continuamente.

De pronto, ya no fue necesario empujar. Como Gren había supuesto, el tronco echó a rodar cuesta abajo. Los siete humanos se encontraron dando saltos mortales a una velocidad creciente.

—Estad prontos para echar a correr en cuanto tengáis una posibilidad —gritó Gren—. Si tenéis una posibilidad. El árbol puede partirse en dos al llegar al pie de la pendiente.

Al tocar la arena, el olmobuche aminoró la carrera, y cuando el declive se convirtió en terreno llano, se detuvo. El socio, la criatura de hojas que entretanto había estado persiguiéndolo, le dio alcance. Saltó sobre el árbol e insertó en el tronco los apéndices inferiores. Pero no tuvo tiempo de lucirlos.

Algo se movió bajo la arena.

Un tentáculo radicular blanco apareció en la superficie, y luego otro. Se agitaron ciegamente y abrazaron al olmobuche por la cintura. Mientras la criatura de hojas huía despavorida, un saucesino se elevó sobre el suelo. Todavía atrapados dentro del tronco, los humanos oyeron los quejidos del olmobuche.

—Preparaos para saltar —murmuró Gren.

Pocas criaturas resistían el abrazo constrictor de un saucesino. El olmobuche era una víctima indefensa. Comprimido por aquellos tentáculos que parecían cables de acero, crujió como la cuaderna de un barco que se parte en dos. Impotente, tironeado de aquí para allá, estalló en pedazos.

La luz del día se derramó sobre ellos, y el grupo saltó tratando de ponerse a salvo.

Sólo Driff no pudo saltar. Un extremo del tronco había caído sobre ella. Frenética, gritaba y forcejeaba, pero no conseguía soltarse. Los otros, que ya se precipitaban hacia las hierbas altas, se detuvieron a mirar atrás.

Toy y Poyly cambiaron una mirada y corrieron a rescatar a Driff.

—¡Volved, estúpidas! —gritó Gren—. ¡Os atrapará también a vosotras!

Pero Toy y Poyly siguieron corriendo a donde estaba Driff. Aterrorizado, Gren corrió detrás de ellas.

—¡Venid! —gritaba.

Ya estaban a tres metros de donde se erguía el gran cuerpo del saucesino. En la cabeza mocha le brillaba el hongo, el hongo oscuro y rugoso que habían visto antes. Era horripilante. Gren no comprendía cómo los otros se atrevían a mirarlo. Tironeaba del brazo de Toy, pegándole y gritándole que volviese, que salvara su alma.

Toy no le hizo caso. A pocos palmos de aquellas raíces blancas, constrictoras, ella y Poyly forcejeaban tratando de liberar a Driff. Tenía una pierna apretada entre dos planchas de madera. Al fin una de las planchas se movió y pudieron sacar a Driff a la rastra. Llevándola entre las dos, corrieron hacia las hierbas altas donde los otros estaban acurrucados. Gren corrió con ellas.

Durante algunos minutos todos permanecieron tendidos allí, jadeantes. Pegajosos, cubiertos de inmundicias, eran casi irreconocibles.

La primera en incorporarse fue Toy. Se volvió hacia Gren y con una voz fría de cólera dijo:

—Gren, te expulso del grupo. De ahora en adelante eres un proscripto.

Gren se levantó de un salto, los ojos lagrimeantes, consciente de las miradas de todos. La proscripción era el más terrible de los castigos. En raras ocasiones se lo imponían a alguna mujer; pero a un hombre, era un hecho casi inaudito.

—¡No puedes hacerlo! —gritó—. ¿Por qué razón? No tienes ninguna.

—Tú me pegaste —dijo Toy—. Yo soy el jefe y tú me pegaste. Trataste de impedir que rescatáramos a Driff, hubieras dejado que se muriera. Y siempre quieres salirte con la tuya. Yo no puedo mandarte, así que tendrás que irte.

Los otros, todos menos Driff, estaban ahora de pie, boquiabiertos y ansiosos.

—¡Son mentiras! ¡Mentiras!

—No, es la verdad.

De pronto Toy flaqueó y se volvió hacia los cinco rostros que la miraban ansiosos.

—¿No es la verdad?

Driff, abrazándose la pierna herida, aseguró con vehemencia que era la verdad. Shree, amiga de Driff, estuvo de acuerdo. Veggy y May se limitaron a asentir con un movimiento de cabeza; se sentían culpables por no haber acudido también a rescatar a Driff, como compensación, apoyaban a Toy. Inesperadamente, la única voz discrepante fue la de Poyly, la mejor amiga de Toy.

—No interesa si lo que dices es o no verdad —declaró Poyly—. Si no hubiera sido por Gren habríamos muerto dentro del olmobuche. Él nos salvó allí, y tendríamos que estarle agradecidas.

—No —dijo Toy—, nos salvó el saucesino.

—Si no hubiera sido por Gren…

—No te metas en esto, Poyly. Tú viste que me pegaba. Tiene que irse del grupo. He dicho que tiene que ser expulsado.

Las dos mujeres se enfrentaron con furia, las manos en los cuchillos, las mejillas encendidas.

—Gren es nuestro hombre. ¡No podemos dejarlo ir! —dijo Poyly—. Estás diciendo disparates, Toy.

—Todavía tenemos a Veggy. ¿O lo has olvidado?

—Veggy no es más que un niño hombre, ¡y tú lo sabes!

Veggy saltó, enfurecido.

—Tengo edad suficiente como para hacértelo a ti, Poyly, gordita —gritó, mientras brincaba alrededor exhibiéndose—. ¡Mira cómo estoy hecho, valgo tanto como Gren!

Pero ellas lo abofetearon y continuaron riñendo. Imitándolas, también los otros se pusieron a discutir. Sólo callaron cuando Gren estalló en lágrimas de cólera.

—¡Estáis todas locas! —gritó entre sollozos—. Yo sé cómo salir de la Tierra de Nadie, y vosotras no lo sabéis. ¿Cómo podríais ir sin mí?

—Podemos hacer cualquier cosa sin ti —dijo Toy, pero agregó—: ¿Cuál es tu plan?

Gren se rió con amargura.

—¡Valiente jefe eres, Toy! Ni siquiera sabes dónde estamos. Ni siquiera te has dado cuenta de que estamos en el linde de la Tierra de Nadie. Mira, puedes ver nuestra selva desde aquí.

Y señaló con el índice dramáticamente.