8

Gren yacía aún bajo el sol cegador, agachado detrás del muro del castillo.

El motivo principal, pero no el único, para haberse quedado atrás, era el miedo. Sabía, como le había dicho a Toy, que la obediencia era importante. Pero a él, por naturaleza, le costaba obedecer. Sobre todo en ese caso, cuando el plan propuesto por Toy parecía ser tan precario. Además, también él había tenido una idea, aunque le era imposible expresarla.

—¡Oh, si no se puede hablar! —se dijo—. ¡Hay tan pocas palabras! ¡Seguramente había muchas más en otros tiempos!

La idea de Gren estaba relacionada con el castillo.

El resto del grupo era menos reflexivo. En el mismo momento en que habían aterrizado allí, la atención de todos se había distraído en otras cosas. La de Gren no; Gren se había dado cuenta de que aquel castillo no era de roca. Que había sido construido con inteligencia. Sólo una especie podía haberlo construido, y esa especie tendría sin duda un camino seguro para ir del castillo hasta la costa.

Por lo tanto, un momento después de que viera como los otros se alejaban a la carrera por el sendero pedregoso, golpeó con el mango del cuchillo la pared más cercana.

Al principio, nadie respondió a la llamada.

De pronto, sin previo aviso, una sección de la torre a espaldas de Gren giró y se abrió. Al oír aquel ruido levísimo, Gren dio media vuelta y se encontró cara a cara con ocho termitones que emergían de la oscuridad.

Antaño enemigos declarados, ahora los termitones y los humanos se consideraban casi como parientes, como si los fecundos milenios de metamorfosis hubiesen desarrollado algún vínculo entre ellos. Ahora que los hombres eran más los parias que los herederos de la Tierra, se encontraban con los insectos como entre iguales.

Los termitones rodearon a Gren y lo inspeccionaron, siempre moviendo las mandíbulas. Gren se quedó muy quieto mientras los termitones iban y venían alrededor, rozándolo con los cuerpos blancos. Eran casi tan grandes como él. Despedían un olor acre, pero no desagradable.

Cuando llegaron a la conclusión de que Gren era inofensivo, los termitones se encaminaron hacia las murallas. Gren no sabía si podían ver o no a la deslumbrante luz del sol, pero en todo caso oían claramente el estruendo de la batalla marina.

Tentativamente, Gren se acercó a la abertura de la torre. Había allí un olor extraño.

Dos de los termitones corrieron hacia él y le interceptaron el paso, con las mandíbulas a la altura de la garganta de Gren.

—Quiero bajar —les dijo Gren—. No causaré ningún trastorno. Dejad que entre.

Uno de los termitones desapareció por el agujero. Un momento después reapareció acompañado por otro termitón. Gren dio un paso atrás. El termitón recién llegado tenía en la cabeza una protuberancia gigantesca.

La protuberancia, de un color pardo-leproso, era de consistencia esponjosa, y tenía unos orificios cóncavos, como los panales de los abejatroncos. Proliferaba sobre el cráneo del termitón y alrededor del cuello como una especie de gola. Pese a aquella carga horripilante, el termitón parecía muy activo. Se adelantó, y los otros termitones se apartaron para que pasara. Perecía mirar fijamente a Gren; luego dio media vuelta.

Arañando el cascajo menudo del suelo, se puso a dibujar. Dibujó en forma burda pero clara una torre y una línea, y unió las dos figuras con una franja estrecha de dos trazos paralelos. La línea representaba sin duda la costa, la orilla de la península.

Gren estaba muy sorprendido. Nunca había oído que los insectos tuvieran tales habilidades artísticas. Dio vueltas alrededor del dibujo, observándolo.

El termitón retrocedió y pareció mirar a Gren. Era evidente que esperaba algo. Decidiéndose al fin, Green se agachó y completó el dibujo con pulso vacilante. Trazó por el centro de la torre una línea que bajaba de la cúpula a la base, y la prolongó por la franja del camino hasta la línea de la costa. Luego se señaló él mismo con el índice.

Era difícil saber si los termitones habían comprendido o no. Dieron media vuelta y volvieron a entrar de prisa en la torre. Comprendiendo que no podía hacer otra cosa, Gren los siguió. Esta vez no lo detuvieron; era evidente que habían comprendido.

Aquel olor extraño, cavernoso, lo envolvió.

Cuando la entrada se cerró sobre ellos, el interior de la torre lo inquietó. Luego del sol cegador de allá afuera, todo era aquí oscuridad cerrada.

Descender de la torre no parecía difícil para alguien tan ágil como Gren, pues era como deslizarse por una chimenea natural, con rebordes en todas partes. Bajó rápidamente con más confianza.

Cuando los ojos se le acostumbraron a la oscuridad, Gren notó que una leve luminiscencia envolvía los cuerpos de los termitones, dándoles un aspecto fantasmal. Había muchos termitones en la torre, todos absolutamente silenciosos. Parecían moverse por todas partes como espectros, en filas sigilosas que iban y venían, subiendo y bajando en la oscuridad. No pudo imaginar la razón de todo ese ajetreo.

Por fin Gren y sus guías llegaron a la base del castillo. Gren pensó que estaban sin duda por debajo del nivel del mar. La atmósfera era húmeda y densa.

Ahora sólo lo acompañaba el termitón de la protuberancia craneana; los otros se habían retirado en orden militar sin volver la cabeza. Gren advirtió enseguida una curiosa luz verde, compuesta tanto de sombra como de claridad; al principio no se dio cuenta de dónde venía. Le costaba seguir al termitón; el corredor que atravesaban era de suelo desigual y estaba muy transitado. Por todas partes había termitones que iban de aquí para allá como con un propósito deliberado; había también otras criaturas pequeñas que se desplazaban guiadas por los termitones, a veces solas, a veces en enjambres.

—No tan rápido —gritó Gren, pero el guía siguió avanzando al mismo paso, sin prestarle atención.

La luz verde era ahora más intensa. Flotaba, brumosa, a uno y otro lado del camino. Gren vio que se filtraba a través de unas láminas de mica irregulares, obra obviamente del genio creador de los insectos cavadores. Las láminas de mica formaban ventanas que daban al mar, y a través de ellas alcanzaban a verse los movimientos de las amenazadoras algas marinas.

La actividad de este lugar subterráneo lo dejó asombrado. En todo caso, los habitantes estaban tan ocupados con sus propios asuntos que ninguno se detuvo a inspeccionar a Gren; pero una de las criaturas que vivían con los termitones se le acercó de pronto. Cuadrúpeda y peluda, tenía una cola y un par de luminosos ojos amarillos, y era casi tan alto como Gren. Lo miró con aquellas pupilas centelleantes y gritó ¡Miiaauu!, y trató de frotarse contra él, rozándole el brazo con los bigotes. Estremeciéndose, Gren la esquivó y apuró el paso.

La criatura peluda se volvió a mirarlo como con reproche. Luego dio media vuelta para seguir a algunos de los termitones, la especie que ahora los toleraba y los alimentaba. Poco después Gren vio a otras de esas criaturas maulladoras; algunas infectadas y casi cubiertas por la excrecencia fangosa.

Gren y su guía llegaron por fin a un lugar donde el túnel ancho se ramificaba en varios túneles menores. Sin vacilar, el guía tomó por un ramal que ascendía en la oscuridad. La luz irrumpió de pronto cuando el termitón empujó una piedra plana que cerraba la boca del túnel y se arrastró hacia afuera.

—Habéis sido muy amables —dijo Gren cuando salió, también arrastrándose.

El termitón se deslizó de nuevo por la abertura, y sin mirar atrás, volvió a poner la piedra en su sitio.

Nadie necesitó decirle a Gren que ahora se encontraba en la Tierra de Nadie.

Gren olía el mar. Oía el estruendo de la batalla entre las algas marinas y las plantas selváticas, si bien ahora los ruidos eran intermitentes, pues los dos bandos ya estaban fatigados. Había todo alrededor una atmósfera de tensión y antagonismo que nunca había conocido en los niveles medios de la selva donde el grupo humano había nacido. Por encima de todo, veía el sol; el sol que brillaba feroz sobre él, a través de la fronda.

El suelo que pisaba era acre y pastoso, una mezcla de arcilla y arena en la que afloraba a menudo una superficie de roca. Era un suelo infértil, y los árboles que crecían en él estaban enfermos. Los troncos eran contrahechos, el follaje ralo. Muchos de ellos se habían entrelazado tratando de sostenerse mutuamente; y cuando el intento había fracasado, yacían desparramados en el suelo en horribles contorsiones. Además, algunos habían desarrollado a lo largo de los siglos unos métodos de defensa tan curiosos que ya no parecían árboles.

Gren resolvió que lo mejor que podía hacer era arrastrarse hasta la lengua de tierra de la península y tratar de descubrir los rastros de Toy y los otros. Una vez que llegara a la orilla del mar, no le sería difícil distinguir la península: asomaría como un mojón prominente.

No tenía ninguna duda acerca de la dirección en que estaba el mar, ya que entre los árboles retorcidos podía ver claramente trazados los lindes de la Tierra de Nadie.

La larga línea que indicaba el final del suelo fértil era el perímetro exterior del gran baniano. Allí se alzaba, inconmovible, aunque las ramas mostraban las cicatrices de innumerables ataques, de zarzas y de garras. Y para auxiliarlo, para ayudarlo a repeler a las especies confinadas en la Tierra de Nadie, allí se habían congregado las criaturas que vivían al abrigo de la fronda: allí estaban los garratrampas, los ajabazos, los bayescobos, los alfombrones y otros, prontos a impedir cualquier movimiento a lo largo del perímetro del baniano.

Con aquella formidable barrera detrás de él, Gren se adelantó, cauteloso.

Avanzaba lentamente. Cualquier ruido lo sobresaltaba. En una ocasión se tiró al suelo de bruces cuando una nube de largas agujas mortíferas cayó sobre él desde un espeso matorral. Al levantar la cabeza, vio un cacto que se sacudía y reordenaba las puntiagudas defensas. Nunca había visto un cacto; sintió un hueco en el estómago al pensar en todos los peligros desconocidos que lo rodeaban.

Un poco más adelante, tropezó con algo más extraño aún.

En el momento en que pasaba a través de un árbol de tronco contrahecho, enroscado como un lazo, el lazo se cerró. Gren consiguió escapar apenas al abrazo constrictivo. Mientras jadeaba tendido, con las piernas desolladas, un animal se escurrió tan cerca de él que hubiera podido tocarlo.

Era un reptil, largo y acorazado, que mostraba hileras de dientes en una sonrisa sin alegría. Antaño (en los tiempos desvanecidos en que los humanos tenían un nombre para cada cosa) lo habían llamado caimán. Observó un momento a Gren con ojos caprinos y se escabulló debajo de un tronco.

Casi todos los animales habían perecido milenios atrás. El simple peso de la vegetación que crecía al sol los había aplastado y extinguido. Sin embargo, cuando el último de los viejos árboles fue derrotado y obligado a confinarse en las ciénagas y en las orillas del océano, unos pocos animales se habían retirado con él. Allí, en la Tierra de Nadie, continuaban existiendo, disfrutando del calor y el sabor de la vida, mientras durase.

Avanzando con más cuidado aún, Gren reanudó la marcha.

Ahora la barahúnda que venía del mar había cesado; Gren caminaba en medio de una calma mortal. Todo estaba en silencio, un silencio expectante, como bajo una maldición.

El suelo empezó a inclinarse hacia el agua. Los pedruscos le raspaban los pies. Los árboles más apartados se apiñaban de nuevo para resistir un posible ataque del mar.

Gren se detuvo. Tenía aún una angustia en el corazón. Anhelaba volver a reunirse con los otros. Sin embargo, no pensaba que se había quedado solo en el castillo de los termitones por terquedad. Sentía que los otros habían sido unos tontos y que tenían que haberle pedido que tomara el mando.

Miró alrededor y luego silbó. No hubo respuesta. De pronto, todo pareció calmarse, como si hasta las cosas que no tenían oídos estuviesen escuchando.

El pánico lo dominó.

—¡Toy! —gritó—. ¡Veggy! ¡Poyly! ¿Dónde estáis?

Mientras gritaba, una jaula descendió desde el follaje y lo encerró contra el suelo.

Cuando Toy condujo a sus seis compañeros a la costa, todos se echaron entre las hierbas altas y escondieron los ojos para recobrarse del miedo. Tenían los cuerpos empapados por la espuma de la batalla vegetal.

Al fin se sentaron y discutieron la ausencia de Gren. Era un niño hombre y por lo tanto valioso; aunque no podían volver a buscarlo, podían esperarlo allí. Sólo necesitaban encontrar un sitio relativamente seguro.

—No esperaremos mucho —dijo Veggy—. Gren no tenía necesidad de quedarse. Mejor que lo dejemos y lo olvidemos.

—Lo necesitamos para el apareamiento —dijo Toy simplemente.

—Yo me aparearé contigo —dijo Veggy—. Soy un niño hombre con un gran apareador para meter. ¡Mira, éste no puedes gastarlo! ¡Yo me aparearé con todas las mujeres antes que la higuera vuelva a dar frutos! ¡Yo estoy más maduro que los higos!

Y con la excitación se levantó y bailó, mostrando su cuerpo a las mujeres, que no lo miraban con malos ojos. Ahora él era el único niño hombre del grupo. ¿No lo encontraban deseable?

May se levantó de un salto y bailó con él. Veggy corrió hacia ella. May lo esquivó ágilmente y escapó. Veggy la persiguió haciendo cabriolas. Ella se reía y él gritaba.

—¡Volved! —gritaron Toy y Poyly, furiosas.

Sin detenerse, May y Veggy corrieron desde la hierba hasta la pendiente de arena y piedras. Casi enseguida un gran brazo salió de la arena y tomó a May por el tobillo. Mientras la niña gritaba, apareció otro brazo, y luego otro, que la sujetaron con fuerza. May cayó de bruces, pataleando de terror. Veggy sacó el cuchillo y se lanzó furiosamente al ataque. Otros brazos salieron de la arena y lo aferraron también a él.

Cuando la vida vegetal había conquistado la Tierra, los animales menos afectados habían sido los del mar. En el medio en que vivían había menos cambios que en tierra firme. No obstante, ciertas alteraciones en el tamaño y la distribución de las algas marinas habían obligado a muchos de ellos a cambiar de hábitos o de hábitat.

Las nuevas y monstruosas algas marinas demostraron ser expertas en la caza de cangrejos; los envolvían en una fronda glotona cuando se deslizaban por el lecho del mar, o los atrapaban bajo las piedras en esa época vulnerable en que los cangrejos pierden el caparazón. En unos pocos millones de años los braquiuros quedaron casi extinguidos.

Entretanto, los pulpos ya estaban en conflicto con las algas. Los cangrejos habían sido hasta entonces parte fundamental de la dieta de los pulpos. Estos y otros factores los empujaron a una nueva forma de vida. Obligados a esquivar las algas y buscar alimento, muchos de ellos abandonaron los mares. Se establecieron en las orillas… y evolucionaron hasta transformarse en pulpos de arena.

Toy y las otras niñas mujeres corrieron a rescatar a Veggy, aterradas por aquella amenaza al único niño hombre que les quedaba. La arena volaba por el aire en el fragor de la pelea. Pero el pulpo de arena tenía bastantes brazos como para dominar a los siete. Sin sacar el cuerpo fuera, los apresó a todos con sus tentáculos. Los humanos lucharon como pudieron, pero los cuchillos eran inútiles contra aquel abrazo gomoso. Una por una, las caras fueron desapareciendo en las arenas movedizas, y los gritos se apagaron.

En verdad, el triunfo de los vegetales era tanto resultado de la proliferación numérica como de la inventiva. A menudo triunfaban imitando simplemente algún artificio utilizado desde tiempos inmemoriales —quizá en menor escala— en el reino animal, como el travesero, el más poderoso de los vegetales, que había prosperado adoptando el modo de vida de la humilde araña allá en la era carbonífera.

En la Tierra de Nadie, donde la lucha por la supervivencia era más cruenta, este proceso de imitación estaba a la vista. Los sauces eran un ejemplo vivo: imitando al pulpo de arena habían llegado a convertirse en las criaturas invencibles de aquella costa terrorífica.

Los saucesinos vivían ahora debajo de la arena y el cascajo; sólo de vez en cuando mostraban el follaje. Las raíces flexibles como el acero se habían transformado en tentáculos. Fue uno de esos seres sanguinarios lo que salvó al grupo.

El pulpo de arena estaba obligado a asfixiar a sus presas lo antes posible. Una lucha demasiado larga atraería a los saucesinos que después de imitarlos se habían transformado en los enemigos más encarnizados de los pulpos. Allá iban, dos de ellos, asomando en la arena y mostrando sólo las hojas como arbustos inocentes, dejando detrás un agitado surco de tierra.

Atacaron por sorpresa y sin vacilaciones.

Las raíces de los sauces eran largas, recias y terriblemente resistentes. Uno de un lado, otro del otro, apresaron los tentáculos del pulpo. El pulpo conocía aquella constricción mortal, aquella fuerza obscena. Aflojando los tentáculos que sostenían a los humanos, dio media vuelta para enfrentar a los saucecinos en una lucha a muerte.

Con un impulso que lanzó por el aire a los humanos, salió del escondite en la arena, la boca abierta, los ojos pálidos redondos de pavor. Con un movimiento súbito, uno de los sauces lo volvió boca arriba. De un salto, el pulpo logró enderezarse otra vez, y desprender todos los tentáculos menos uno. Furioso, se arrancó de un mordisco el tentáculo molesto, como si su propia carne fuese el enemigo.

Allá cerca estaba el mar hostil, y se le ocurrió que podía servirle como refugio de emergencia. Pero no bien echó a correr, las raíces tentaculares de los sauces mortíferos golpearon a ciegas alrededor, tratando de encontrarlo. ¡Lo encontraron! Le cortaron la retirada, y el pulpo se sacudió furioso levantando una cortina de arena y piedras.

Pero ya los sauces lo habían capturado, y entre todos contaban con unas treinta y cinco patas nudosas.

Olvidándose de ellos mismos, los humanos contemplaban fascinados aquel duelo desigual. De pronto, los brazos que se agitaban ciegamente apuntaron a los humanos.

—¡Corred! —gritó Toy incorporándose con rapidez cuando la arena saltó junto a ella.

—¡Han atrapado a Fay! —gritó Driff.

La más pequeña del grupo había sido capturada. Mientras Fay buscaba algo en que apoyarse, uno de aquellos tentáculos delgados y blancos se le había enroscado en el pecho. La niña ni siquiera alcanzó a gritar. La cara y los brazos se le amorataron. Un segundo después era alzada en vilo y despedida brutalmente contra el tronco de un árbol próximo. El cuerpo destrozado y cubierto de sangre rodó por el tronco y se hundió en la arena.

—Así va el mundo —dijo Poyly con voz débil—. ¡Rápido! ¡Huyamos!

Corrieron a un matorral cercano y allí se escondieron, jadeantes. Mientras lloraban la pérdida de la más pequeña del grupo, oían los ruidos con que los sauces despedazaban al pulpo de arena.