En casi toda la selva dominaba el silencio.
El silencio parecía pesar tanto sobre la selva como el espeso manto de follaje que cubría los territorios de la faz diurna del planeta. Era un silencio acumulado a lo largo de millones y millones de años, y que se ahondaba a medida que el sol irradiaba cada vez más energía en las etapas primeras de su declinación. Aquel silencio no significaba, sin embargo, ausencia de vida. Por el contrario, había vida por doquier, en una escala formidable. Pero el aumento de las radiaciones solares, que había extinguido a casi todo el reino animal, había tenido como última consecuencia el triunfo de la vida vegetal. Por todas partes, en miles de formas y disfraces, imperaban las plantas. Y los vegetales no tenían voz.
El nuevo grupo se desplazaba, al mando de Toy, a lo largo de las ramas innumerables, sin turbar nunca el profundo silencio. Viajaban allá entre las Copas, con manchas de luz y de sombra que caían sobre la piel verde de los cuerpos. Alertas siempre a cualquier posible peligro, se deslizaban con el mayor sigilo posible. El miedo los guiaba con un propósito aparente, aunque en realidad no iban a ninguna parte. El movimiento les daba una necesaria ilusión de seguridad, por eso viajaban.
Una lengua blanca los detuvo.
La lengua bajó poco a poco a un lado de ellos. Silenciosa, pegada casi al tronco protector, descendía de las Copas al Suelo distante: una cosa fibrosa y cilíndrica que parecía una víbora, áspera y desnuda. El grupo la observó, vio la punta que se desplegaba y desaparecía zambulléndose entre el follaje hacia el suelo oscuro de la selva.
—¡Un chuparraco! —dijo Toy a los otros niños.
Pese a que aún no se sentía muy segura como jefe del grupo, casi todos los niños —todos excepto Gren— la rodearon, y la miraron con ansiedad, y luego se volvieron hacia la lengua.
—¿Puede hacernos daño? —preguntó Fay.
Fay era la más pequeña de las niñas, un año menor que la siguiente.
—Lo mataremos —dijo Veggy. Veggy era un niño hombre. Mientras saltaba por la rama de arriba abajo, el alma le resonaba como un cascabel—. Yo sé cómo matarlo. ¡Lo mataré!
—Yo lo mataré —dijo Toy, con firmeza.
Dio un paso adelante, mientras desenroscaba una cuerda de fibra que llevaba en la cintura.
Los otros la observaban, alarmados; no confiaban en la destreza de Toy. Casi todos eran ya adultos jóvenes, tenían los hombros anchos, los brazos recios, y los largos dedos característicos de los humanos. Tres de ellos —una proporción generosa— eran niños hombres: el inteligente Gren, el seguro Veggy, el tranquilo Poas. Gren era el mayor de los tres. Gren se adelantó.
—Yo también sé cómo cazar al chuparraco —le dijo a Toy, mientras observaba el largo tubo blanco que todavía bajaba hundiéndose en la espesura—. Te sujetaré para que no te caigas, Toy. Necesitas ayuda.
Toy se volvió hacia él. Le sonrió, porque Gren era hermoso y porque algún día Gren se emparejaría con ella. Enseguida frunció el ceño: ella era el jefe.
—Gren, tú ya eres un hombre. Es tabú tocarte, excepto en las épocas de acoplamiento. Yo capturaré al chuparraco. Luego iremos a las Copas para matarlo y comerlo. Haremos una gran fiesta, celebrando que yo mando ahora.
Las miradas de Gren y Toy se cruzaron, desafiantes. Así como ella no se había afirmado todavía en el papel de jefe, así Gren no había asumido —y le costaba hacerlo— el papel de rebelde. No aprobaba las ideas de Toy, pero aún no quería demostrarlo. Retrocedió, mientras jugueteaba con su alma, la pequeña imagen de madera de él mismo que llevaba colgada del cinturón, y que daba confianza.
—Haz lo que quieras —dijo.
Pero Toy ya se había marchado.
El chuparraco estaba posado en las ramas más altas de la selva. De origen vegetal, tenía muy poca inteligencia y un sistema nervioso rudimentario. Lo que le faltaba en este aspecto, le sobraba en volumen y longevidad.
Parecido a una semilla poderosa y alada, el chuparraco nunca plegaba las alas. Apenas se movían, pero las fibras flexibles y sensitivas de que estaban cubiertas, y una envergadura de cerca de doscientos metros, le permitían dominar las brisas que soplaban en ese mundo de invernáculo.
Posado así, en las ramas de más arriba, sacó aquella lengua increíble, y la hundió en las oscuras profundidades de la selva hacia el alimento que necesitaba. Al fin los botones tiernos de la punta tocaron el Suelo.
Cautelosos, lentamente, los sensitivos tentáculos de la lengua exploraron, listos para retraerse si tropezaban con alguno de los múltiples peligros de aquella región oscura. Esquivó hábilmente los musgos y los hongos gigantes hasta encontrar un trozo de tierra desnuda, pantanosa y espesa, repleta de alimento. La perforó y chupó.
—¡Bien! —dijo Toy cuando estuvo preparada. Sentía detrás de ella la excitación de los otros—. Que nadie haga ruido.
Había atado el cuchillo a la cuerda. Se inclinó hacia adelante y deslizó el cabo suelto alrededor del tubo blanco, encerrándolo en un nudo corredizo. Clavó el cuchillo en el árbol para asegurar la cuerda. Un momento después, la lengua se abultó y se desplegó todo a lo largo mientras el alimento que chupaba del suelo subía al «estómago» del chuparraco. El nudo se apretó. Aunque el chuparraco no lo sabía, estaba preso ahora; ya no podía volar.
—¡Lo has hecho muy bien! —dijo Poyly, admirada.
Poyly era la mejor amiga de Toy, la emulaba en todo.
—¡Pronto, a las Copas! —gritó Toy—. Ahora que está preso podremos matarlo.
Todos empezaron a trepar por el tronco más próximo, para llegar hasta el chuparraco. Todos menos Gren. Aunque no era desobediente por naturaleza, sabía que había modos más fáciles de llegar a las Copas. Como había aprendido de algunos adultos del viejo grupo, de Lily-yo y Haris el hombre, silbó por la comisura de los labios.
—¡Ven, Gren! —le gritó Poas, dándose vuelta.
Cuando vio que Gren meneaba la cabeza, Poas se encogió de hombros y siguió trepando por el árbol detrás de los otros.
Un torpón acudió al llamado de Gren, revoloteando lacónicamente a través del follaje. Las aspas giraban y en el extremo de cada varilla del quitasol volador crecían aquellas semillas de forma extraña.
Gren se encaramó en el torpón, se aferró con fuerza al mango de la sombrilla, y silbó sus instrucciones. Obedeciéndole perezosamente, el torpón lo llevó hacia arriba, y Gren llegó a las Copas justo detrás del resto del grupo, muy tranquilo, mientras los otros jadeaban.
—No tendrías que haberlo hecho —le dijo Toy con enfado—. Estuviste en peligro.
—Nadie me comió —replicó Gren.
Sin embargo tuvo de pronto un escalofrío, pues comprendió que Toy tenía razón. Subir por un árbol era trabajoso pero seguro. Flotar entre las hojas, donde en cualquier momento podían aparecer unas criaturas horribles y hundirlo a uno en la espesura, era fácil pero a la vez terriblemente peligroso. Sin embargo, ahora estaba a salvo. Los otros no tardarían en saber lo inteligente que era.
La lengua blanca y cilíndrica del chuparraco tanteaba aún los alrededores. El ave, posada justo arriba de donde estaba el grupo, giraba a uno y otro lado los ojos rudimentarios en busca de enemigos. No tenía cabeza. Colgado entre las alas tiesamente extendidas, estaba el cuerpo, una pesada bolsa cubierta por las protuberancias córneas de los ojos y unas excrecencias bulbosas; entre estas últimas pendía la vejiga del estómago, de la que salía la larguísima lengua. Desplegando toda la tropa, Toy les había ordenado que atacaran al monstruo desde varios puntos a la vez.
—¡Matadlo! —gritó—. ¡Ahora, saltad! ¡Pronto, niños míos!
Los niños saltaron sobre el chuparraco posado torpemente entre las ramas más altas, chillando con una excitación que hubiera enfurecido a Lily-yo.
El cuerpo del ave se hinchó, las alas se agitaron en una vegetal parodia de vuelo. Ocho humanos —todos menos Gren— se abalanzaron sobre el follaje plumoso de la espalda, y hundieron los cuchillos en el epicarpio buscando el rudimentario sistema nervioso. En aquel follaje se escondían otros peligros. Despertada de su letargo, una moscatigre salió arrastrándose de una capa inferior de la espesura para toparse casi cara a cara con Poas.
Al encontrarse frente a un enemigo negro y amarillo tan grande como él, el niño hombre retrocedió dando gritos. En esta tierra de los últimos días, adormecida en el ocaso de su existencia, sólo sobrevivían unas pocas familias de los antiguos órdenes de los himenópteros y los dípteros, transformadas por la mutación; la más temible de todas era la moscatigre.
Veggy corrió a socorrer a su amigo. ¡Demasiado tarde! Poas yacía de espaldas, despatarrado. La moscatigre ya estaba sobre él. Las placas circulares del cuerpo se arquearon, y el sable de un aguijón de punta roja salió disparado y se clavó en el vientre indefenso del niño. La moscatigre lo apretó entre las patas traseras y delanteras y con un presuroso batir de alas remontó vuelo llevándose al niño paralizado. Veggy le arrojó inútilmente la espada.
No había tiempo para lamentar aquella desgracia. Cuando algo que equivalía al dolor se le infiltró en el cuerpo, el chuparraco intentó volar. Sólo el nudo frágil de Toy lo retenía, y la cuerda podía soltarse.
Acurrucado debajo del vientre, Gren oyó el grito de Poas y supo que algo andaba mal. Vio que el cuerpo hirsuto se sacudía, oyó el crujido de las alas que batían el aire. Una lluvia de ramas cayó sobre él, ramas pequeñas que se quebraban, hojas que revoloteaban. La rama a la que estaba aferrado vibró.
El pánico lo ofuscó. Sólo sabía que el ave podía escapar, que había que matarla cuanto antes. Inexperto, apuñaló a ciegas la lengua, que ahora azotaba el tronco tratando de librarse.
Hundió el cuchillo una y otra vez hasta que en aquella manguera blanca y viva apareció una abertura. La tierra y el fango sorbidos del Suelo y destinados a alimentar al chuparraco, fueron expulsados sobre Gren como un vómito de inmundicias. El chuparraco se sacudía convulsivamente y la herida se le ensanchaba.
A pesar del miedo, Gren supo lo que iba a ocurrir. Se lanzó hacia arriba, con los largos brazos extendidos, alcanzó uno de los bulbos protuberantes del ave, y se colgó de él con una sacudida. Cualquier cosa era preferible a quedarse solo en los laberintos de la selva, donde podía errar durante media vida sin encontrar otro grupo de humanos.
El chuparraco se debatía, tratando de huir. Los forcejeos ensancharon el boquete que Gren le había abierto, y tironeando logró soltar la lengua. Libre al fin, remontó vuelo.
Despavorido, abrazándose a las fibras y al follaje, Gren trepó por el lomo enorme, donde estaban acurrucados otros siete humanos asustados. Se unió a ellos sin decir una palabra.
El chuparraco subía y subía hacia el cielo cegador. Allí arriba el sol abrasaba, avanzando lentamente hacia el día en que se convertiría en nova y se consumiría junto con sus planetas. Y debajo del chuparraco, que giraba como la semilla del sicómoro, a la que tanto se parecía, se mecía la vegetación interminable, se elevaba, se elevaba tan inexorablemente como una leche que sube hirviendo hacia la fuente de la vida.
Toy estaba gritando.
—¡Apuñalad al ave! —decía, poniéndose de rodillas y blandiendo la espada—. ¡Apuñaladla, pronto! Despedazadla. Matadla, o nunca más volveremos a la selva.
Con la piel verde al sol, como bronce bruñido, estaba muy hermosa. Por ella Gren lanzaba cuchilladas. Veggy y May tallaron juntos un gran boquete en el cuerpo del ave; los fragmentos de la dura corteza que arrojaban a lo lejos eran atrapados por los rapaces de la selva antes de que tocaran el Suelo.
Durante largo rato el chuparraco continuó volando, imperturbable. Los humanos se fatigaron antes que él. No obstante, hasta el organismo menos sensible al dolor tiene un límite de resistencia: el chuparraco empezó a perder savia por numerosos agujeros y el vuelo amplio se debilitó. Comenzó a descender.
—¡Toy! ¡Toy! ¡Sombras vivientes, mira a dónde llegamos! —gritó Driff. Señalaba la maraña brillante hacia la que estaban cayendo.
Ninguno de los humanos jóvenes había visto el mar; la intuición y un conocimiento instintivo de los azares del planeta les decían que estaban yendo hacia grandes peligros.
Una parte de la costa asomó de pronto y se acercó. Y allí, donde las cosas de la tierra se encontraban con las cosas del océano, la necesidad de sobrevivir libraba la más cruenta de las batallas.
Aferrándose al plumaje vegetal del ave, Gren consiguió llegar a donde yacían Toy y Poyly. Comprendía que él mismo era en gran parte culpable de que se encontraran allí, y quería ser útil.
—Podemos llamar a los torpones y volar a un lugar seguro —dijo—. Ellos nos llevaran a casa sanos y salvos.
—Es una buena idea —lo alentó Poyly.
Pero Toy lo miró con aire ausente.
—Prueba de llamar a un torpón, Gren —dijo.
Gren silbó, frunciendo la cara. El viento se llevó el silbido. De todos modos, estaban volando a demasiada altura; los silbocardos no podían llegar hasta allí. Gren se quedó callado, y se apartó de los otros para ver hacia dónde iban.
—Si la idea hubiera sido buena, ya se me habría ocurrido —le dijo Toy a Poyly.
Es una tonta, pensó Gren con desdén.
El chuparraco empezó a perder altura más lentamente; había llegado a una de las altas mareas de aire cálido y flotaba a la deriva. En sus torpes y postreros esfuerzos por volver a internarse tierra adentro, sólo conseguía navegar en una línea paralela a la costa, dando así a los humanos el incierto privilegio de ver lo que allí les esperaba.
Una destrucción muy organizada se extendía cada vez más, una batalla sin generales que se venía librando desde hacía milenios. O acaso había un general en uno de los bandos, pues la tierra estaba cubierta por ese árbol único e imperecedero que había crecido, que se había expandido y propagado hasta devorarlo todo, de una a otra orilla. Los otros vegetales habían muerto de hambre; el árbol había aniquilado a todos sus enemigos y había conquistado el continente entero, hasta el Terminador, que separaba el día terrestre de la noche; había casi sojuzgado al Tiempo, ya que las infinitas ramificaciones de los troncos le permitirían vivir durante interminables milenios; pero no podía conquistar el mar. A orillas del mar, el árbol poderoso se detenía y retrocedía.
Allí, en medio de las rocas, entre las arenas y los pantanos de la costa, las especies derrotadas por el baniano habían levantado un último baluarte. Era un hogar inhóspito para ellas. Marchitas, deformadas, desafiantes, crecían como podían. El lugar era llamado la Tierra de Nadie, pues estaba sitiado por enemigos a uno y otro lado.
Del lado de la tierra, se les oponía la fuerza silenciosa del baniano. Del otro, tenían que defenderse de las ponzoñosas algas marinas y del asedio continuo de otros enemigos.
Allá arriba, por encima de todas las cosas, progenitor de aquella carnicería, brillaba el sol.
Ahora el ave herida caía más rápidamente; ya los humanos podían oír el golpeteo de las algas contra la costa. Todos juntos, en un grupo indefenso, esperaban a ver que ocurriría.
La caída del ave era cada vez más vertiginosa, más empinada, sobre el mar. La vegetación crecía junto a la orilla en las aguas sin mareas. Trabajosamente, el chuparraco consiguió desviarse hacia una península estrecha y pedregosa que se adentraba en el agua.
—¡Mirad! —gritó Toy—. ¡Hay un castillo allá abajo!
El castillo se levantaba sobre la península, alto, delgado y gris; cuando el ave aleteó hacia él, el edificio pareció inclinarse de un modo raro. Ahora iban hacia él, chocarían con él. Era evidente que la criatura moribunda había avistado el claro al pie del castillo y lo había elegido para posarse, único lugar seguro en las inmediaciones.
Pero ahora las alas crujían como viejos velámenes en una tempestad, y ya no le obedecían. El gran cuerpo se desplomaba, y la Tierra de Nadie y el mar se encrespaban para recibirlo, y el castillo y la península se sacudían acercándose.
—¡Sujetaos bien! —gritó Veggy.
Un momento después se estrellaban contra la torre del castillo; el choque los despidió a todos hacia adelante. Una de las alas se quebró y se desgarró cuando el ave se aferró a un contrafuerte lateral.
Toy adivinó lo que podía pasar: si el ave caía, e iba a caer, arrastraría consigo a los humanos. Ágil como un gato, saltó de lado a una depresión entre los remates irregulares de dos contrafuertes y el cuerpo principal del castillo. Enseguida llamó a los otros para que la imitaran.
Uno por uno fueron saltando a la angosta plataforma, y otros los sostenían al caer. May fue la última. Sujetando su alma de madera, saltó para ponerse a salvo.
El ave, desesperada e impotente, volvió hacia ellos un ojo estriado. Toy alcanzó a ver que la violencia del golpe le había partido en dos el cuerpo bulboso. De pronto, el ave empezó a resbalar.
El ala inválida se deslizó por el muro del castillo. La garra soltó el reborde de piedra, y el chuparraco cayó.
Los humanos se inclinaron a mirar por encima de la muralla natural. El ave cayó en el claro, al pie del castillo, y rodó por él. Con la vitalidad tenaz de los de su especie, se incorporó, se tambaleó un momento, y se alejó del gran edificio gris, arrastrando las alas y zigzagueando.
La punta de una de las alas, que iba rozando la orilla rocosa de la península, se reflejaba en el agua inmóvil.
La superficie del agua se arrugó, y las cintas anchas y correosas de las algas marinas emergieron de pronto. Las cintas estaban punteadas a todo lo largo por unas excrecencias semejantes a vejigas. Titubeando casi, empezaron a azotar el ala del chuparraco.
Los latigazos, al principio letárgicos, pronto fueron más acelerados. Una superficie creciente del mar se fue cubriendo, por espacio de un cuarto de milla, de aquellas furiosas algas marinas dominadas por un odio idiota hacia cualquier vida que no fuera la de ellas y que golpeaban y castigaban reiteradamente las aguas.
Al sentirse atacado, el chuparraco intentó alejarse de los latigazos. Pero la longitud de las cintas en actividad era sorprendente y los esfuerzos del ave no sirvieron de nada, aunque luchó con fuerza bajo la andanada de golpes.
Algunas de las vejigas protuberantes que azotaban a la infeliz criatura, golpeaban con tanta fuerza que estallaban. Un líquido parecido al yodo saltaba en espumarajos por el aire.
Cuando el líquido ponzoñoso caía sobre el cuerpo del ave, se elevaba en un vapor oscuro y fétido.
Ni gritar podía la desdichada, para aliviar las dolorosas convulsiones. Corría a medias cojeando, a medias volando a lo largo de la península, encaminándose resueltamente hacia la costa; a ratos saltaba por el aire para esquivar los azotes de las algas. Las alas echaban un humo espeso.
Más de una especie de algas marinas festoneaba aquella costa macabra. El frenético aporreo cesó y estas algas vejigosas —seres autotróficos temporalmente exhaustos— se zambulleron bajo las olas.
Al instante saltó de las aguas un alga de dientes largos y córneos que barrieron la orilla. Bajo los azotes, varios fragmentos se habían desprendido de la corteza del ave, pero ya casi había conseguido llegar a la costa.
Los dientes la atraparon. Las algas marinas cada vez más numerosas sacaban del agua unos brazos ondulantes y tironeaban del ala. El chuparraco se debatía ahora débilmente. Rodó y fue a golpear las aguas confusas. El mar entero se abrió en bocas para recibirlo.
Ocho humanos aterrorizados contemplaban el espectáculo desde la torre más alta del castillo.
—Nunca más podremos volver a la seguridad de los árboles —gimió Fay. Era la más pequeña; se echó a llorar.
Las algas habían triunfado, pero aún no tenían el botín, pues las plantas de la Tierra de Nadie habían olfateado la presa. Apretujadas como estaban entre la selva y el mar, algunas de ellas, parecidas a mangles, habían tenido hacía tiempo la audacia de meterse en el agua. Otras, más parasitarias por naturaleza, crecían en las cercanías, extendiendo unas zarzas largas y tiesas que pendían sobre el agua como cañas de pescar.
Estas dos especies, con otras que llegaron muy pronto, reclamaban la víctima, y trataban de arrebatarla a sus enemigos marinos. Sacaron del agua unas raíces retorcidas y nudosas como las barbas de un calamar antediluviano, se prendieron al chuparraco, y la batalla comenzó.
Instantáneamente, toda la línea de la costa pareció animarse. Una terrible hueste de látigos y púas entró de pronto en acción. Todo se retorcía en un delirio convulso. El mar azotado saltaba en una lluvia de espuma que en parte lo ocultaba, acrecentando el horror del combate. Bandadas de criaturas voladoras, plumacueros y rayoplanes, se remontaron desde la selva a reclamar una parte del botín.
Durante esta insensata carnicería, el chuparraco quedó pulverizado y olvidado; la carne rodó, convertida en espuma.
Toy se puso de pie resueltamente.
—Ahora nos iremos —dijo—. Tenemos que aprovechar el momento para llegar a la orilla.
Siete rostros angustiados la miraron como si estuviera loca.
—Allí nos moriremos —dijo Poyly.
—No —dijo Toy con fiereza—. Ahora no moriremos. Esas criaturas luchan entre ellas, y están demasiado ocupadas para atacarnos. Más tarde puede ser demasiado tarde.
La autoridad de Toy no era absoluta. El grupo no se sentía seguro. Al ver que se ponían a discutir, Toy se encolerizó y abofeteó a Fay y Shree. Pero los más rebeldes eran Veggy y May.
—Allí podrán matarnos en cualquier momento —dijo Veggy—. ¿No acabamos de ver qué le pasó al chuparraco, que era tan fuerte?
—No vamos a quedamos aquí y morir —dijo Toy, con furia.
—Podemos quedarnos y esperar, a ver qué pasa —dijo Mar. Quedémonos aquí, por favor.
—No pasará nada —dijo Poyly, tomando partido por su amiga Toy—. Sólo cosas malas. Así va todo. Tenemos que cuidamos.
—Nos matarán —repitió Veggy tercamente.
Desesperada, Toy se volvió hacia Gren, el mayor de los niños hombres.
Gren había observado toda la destrucción con el semblante endurecido. La expresión no se le dulcificó cuando miró a Toy.
—¿Qué opinas tú? —preguntó Toy.
—Tú diriges el grupo, Toy. Quienes puedan obedecerte, que lo hagan. Es la ley.
Toy se irguió.
—Poyly, Veggy, May, todos vosotros… ¡seguidme! Vayamos ahora, mientras esas cosas están demasiado ocupadas para vernos. Tenemos que volver a la selva.
Sin titubear, pasó una pierna por encima del contrafuerte y empezó a deslizarse a lo largo del muro empinado. Un pánico repentino invadió a los demás; tenían miedo de quedarse solos. Siguieron a Toy. Se amontonaron en lo alto del contrafuerte, y se lanzaron tras ella.
Al llegar al pie, diminutos junto a la elevada torre gris del castillo, permanecieron un rato inmóviles y en silencio, amedrentados.
El mundo tenía un aspecto totalmente irreal. Bajo el gran sol que ardía allá arriba, las sombras que proyectaban parecían unas manchas de suciedad en el suelo. Y en todas partes la misma ausencia de sombras, la misma monotonía en el paisaje. Era un paisaje tan muerto como un mal cuadro.
En la costa, la batalla se extendía cada vez más encarnizada. Todo era Naturaleza en esa época (como en un sentido lo había sido siempre). La Naturaleza, dueña y señora de todas las cosas, parecía haber echado una maldición sobre lo que ella misma había creado.
Sobreponiéndose al miedo, Toy inició la marcha.
Mientras corrían detrás de Toy alejándose del castillo misterioso, sentían el suelo que crujía bajo los pies; el veneno pardusco había salpicado las piedras que pisaban; el calor lo había resecado, y ya no era dañino.
El fragor de la batalla los ensordecía. La espuma los empapaba; pero los combatientes, empeñados en un odio insensato, no reparaban en ellos. Unas frecuentes explosiones cavaban surcos profundos en la superficie del mar. Algunos de los árboles de la Tierra de Nadie, sitiados durante siglos y siglos en la angosta franja de tierra, habían hundido las raíces en las arenas magras en procura no sólo de alimento sino también de algún medio que les permitiera defenderse de los enemigos. Habían descubierto carbón vegetal, habían extraído sulfuros y nitrato de potasio. Los nudosos organismos habían refinado y mezclado estas sustancias.
La savia que les corría por las venas había llevado la pólvora resultante hasta las nueces huecas de las ramas más altas. Y esas ramas las lanzaban ahora como granadas contra las algas marinas. El mar aletargado se convulsionaba bajo aquellos bombardeos.
El plan de Toy no era bueno: si tuvo algún éxito, fue más gracias a la suerte que a la cordura. A un costado de la lengua de tierra de la península, una gran masa de algas marinas se había alejado del agua a latigazos y había cubierto uno de aquellos árboles de pólvora. El simple peso de la masa de algas había empezado a derribarlo, y la contienda que ahora rugía era una lucha a muerte. Los pequeños humanos se alejaron rápidos del lugar, buscando refugio entre las hierbas altas.
Sólo entonces se dieron cuenta de que Gren no estaba con ellos.