El viaje de regreso al grupo apenas tuvo incidentes. Lily-yo y Flor bajaron sin prisa a los niveles medios del árbol. Lily-yo no corrió tanto como de costumbre. Le costaba afrontar la desintegración del grupo.
No sabía cómo expresarse. En esta selva milenaria, los pensamientos eran raros, y las palabras aún más escasas.
—Pronto tendremos que Subir, como el alma de Clat —dijo a Flor, mientras descendían.
—Así es —contestó Flor.
Y Lily-yo supo que no le sacaría una sola palabra más, algo más pertinente, sobre el tema. Tampoco ella era capaz de encontrar esas palabras. La comprensión humana nunca llegaba a aguas profundas en esos tiempos. Así andaba el mundo.
El grupo las saludó sobriamente. Como estaba cansada, Lily-yo respondió con un gesto y se retiró a la nuez-vivienda. Jury e Ivin pronto le llevaron comida, sin meter más que un dedo en la habitación, porque era tabú. Una vez que hubo comido y dormido, Lily-yo trepó de nuevo al sector hogareño de la rama y llamó a los demás.
—¡De prisa! —gritó, mirando fijamente a Haris, que no se apresuraba. ¿Por qué la exasperaba de ese modo, si sabía que ella lo favorecía más que a ninguno? ¿Por qué lo difícil tenía que ser tan precioso, o por qué lo precioso tenía que ser tan difícil?
En aquel momento, mientras la atención de Lily-yo estaba distraída, una larga lengua verde asomó detrás del tronco. Se desenrolló y se mantuvo en el aire un segundo. Enseguida tomó a Lily-yo, por la cintura, apretándole los brazos contra el cuerpo, y la levantó de la rama. Lily-yo pataleó y gritó con furia por haberse descuidado tanto.
Haris sacó un cuchillo del cinturón, saltó, entornando los ojos, y lanzó la hoja. Zumbando, la hoja atravesó la lengua y la clavó al tronco rugoso.
Haris no se detuvo entonces. Corrió hacia la lengua, seguido por Daphe y Jury, mientras Flor llevaba a los niños a lugar seguro. La lengua agónica aflojó los anillos que envolvían a Lily-yo.
En el otro lado del árbol había unas terribles sacudidas: la selva entera parecía vibrar. Lily-yo silbó a dos torpones, se desprendió de los anillos verdes, y sintió que pisaba de nuevo el suelo firme de la rama. La lengua, retorciéndose de dolor, azotaba ciegamente las inmediaciones. Los cuatro humanos se adelantaron con las armas preparadas.
El árbol mismo se estremecía por la furia de la criatura atrapada. Acercándose cautelosamente alrededor del tronco, los humanos lo vieron. El ajabazo contraía la boca vegetal y los miraba con la espantosa pupila palmeada del ojo único. Rabiosamente, se golpeaba contra el árbol, echando espumarajos, rugiendo. Aunque ya habían tenido que afrontar a esas criaturas, los humanos se estremecieron.
En aquel momento el ajabazo era mucho más grueso que el tronco, pero si le parecía necesario, podía extenderse casi hasta las Copas, estirándose y adelgazándose. Como un obsceno títere de una caja de sorpresas, saltaba de improviso desde el Suelo en busca de alimento; sin brazos, sin cerebro, se desplazaba lentamente por el piso de la selva sobre anchas patas radicosas.
—¡Clavadlo! —gritó Lily-yo.
Ocultas a todo lo largo de la rama, había estacas aguzadas, que el grupo reservaba para esas emergencias. Los humanos fueron clavando la lengua que se retorcía y restallaba como un látigo. Por último, tuvieron clavado al árbol un largo trozo. Aunque el ajabazo seguía retorciéndose, ya no podía librarse.
—Ahora —dijo entonces Lily-yo—, tenemos que despedirnos y Subir.
Ningún humano podía matar a un ajabazo, pues las partes vitales eran inaccesibles. Pero las convulsiones de la bestia atraían ya a los rapaces, a las largujas —los estúpidos tiburones de los niveles medios—, los rayoplanes, los trampones, las gárgolas y las sabandijas. Desgarrarían al ajabazo en trozos vivos y continuarían la tarea hasta que no quedara nada de él; de paso, tal vez cazaran a algún humano… Bueno, así eran las cosas. De modo que el grupo se disolvió rápidamente en la cortina de verdor.
Lily-yo, estaba enfadada. Era ella quien había provocado aquel conflicto. No había estado atenta. De otro modo nunca hubiera permitido que el ajabazo la atrapase. Había estado pensando en los errores que cometía dirigiendo a los otros. ¿Por qué hacer dos peligrosos viajes a las Copas, cuando uno habría bastado? Si hubiese llevado a todo el grupo cuando ella y Flor fueron a dejar en las Copas el alma de Clat, no habría sido necesaria la segunda ascensión, que les esperaba ahora. ¿Cómo no lo había previsto?
Dio unas palmadas. De pie bajo el refugio de una hoja gigante, llamó al grupo. Dieciséis pares de ojos la miraron confiadamente, esperando. La enfurecía ver cuánto confiaban en ella.
—Los adultos nos estamos haciendo viejos —dijo—. Nos estamos volviendo estúpidos. Yo misma soy una estúpida. Dejé que un lento ajabazo me atrapara. Ya no soy apta como cabeza de grupo. Ha llegado el momento de que los adultos subamos y volvamos a los dioses que nos crearon. Los niños se gobernarán solos. Serán el grupo. Toy los dirigirá. Luego Gren y pronto Veggy podrán tener hijos. Cuidado con los hijos varones. Que no caigan en la espesura, pues el grupo moriría. Es preferible que mueras tú, Toy, a que muera el grupo.
Lily-yo no había pronunciado nunca, ni los otros habían escuchado nunca, un discurso tan largo. Algunos no lo entendieron. ¿Qué era toda esa charla de caer en la espesura? Se caía o no se caía: nadie hablaba de eso. Así andaba el mundo y las palabras no podían cambiarlo.
May, una niña, dijo descaradamente:
—Cuando estemos solas, podremos hacer muchas cosas.
Flor le dio una cachetada.
—Antes —le dijo—, tendrás que penar subiendo a las Copas.
—Sí, en marcha —dijo Lily-yo, disponiendo quiénes irían delante y quiénes detrás.
Alrededor del grupo, la selva palpitaba. Los seres verdes se agitaban y lanzaban dentelladas, devorando al ajabazo.
—La ascensión es dura. Comencemos enseguida —dijo Lily-yo, observando con inquietud alrededor, y echando luego a Gren una mirada particularmente severa.
—¿Por qué hay que trepar? —preguntó Gren rebelándose—. Con los torpones podríamos subir fácilmente hasta las Copas sin cansarnos.
Lily-yo no trató de explicarle que un humano que se desplazaba por el aire era mucho más vulnerable que cuando ascendía por los troncos rugosos, donde podría deslizarse entre los nudos de la corteza, en caso de ataque.
—Mientras yo sea la mujer jefe, tú treparás —dijo Lily-yo.
No podía golpearlo; Gren era un niño hombre tabú.
Retiraron las almas de las respectivas nueces-vivienda, y no hubo ceremonias de despedida. Llevaron las almas en los cinturones, y en las manos las espadas, espinas punzantes, afiladas y duras. Corrieron a lo largo de la rama detrás de Lily-yo, alejándose del ajabazo que ya se desintegraba, dejando atrás el pasado.
Retardado por los niños más pequeños, el viaje a las Copas fue largo. Los humanos superaban los azares usuales, pero no había modo de vencer la fatiga de los niños. A mitad de camino decidieron descansar en una rama lateral; allí crecía una peluseta que podía servirles de refugio.
La peluseta era un hermoso hongo desorganizado. Aunque tenía el aspecto de un musgortiga en escala mayor, no hacía daño a los humanos, y cuando el grupo se le acercó, escondió, como disgustada, los pistilos venenosos. A caballo sobre las ramas eternas del árbol, las pelusetas sólo deseaban alimento vegetal. Los humanos treparon hasta el centro de la peluseta y durmieron. Protegidos por aquellos entretejidos tallos verdes y amarillos, estaban a salvo de casi todos los peligros.
Flor y Lily-yo fueron quienes durmieron más profundamente entre los adultos. El viaje anterior las había cansado. Haris, el hombre, fue el primero en despertarse; comprendió que algo andaba mal. Al levantarse, despertó a Jury pinchándola con el palo. Era perezoso; además, tenía que mantenerse lejos de cualquier peligro. Jury se sentó; enseguida dio un grito de alarma y corrió a defender a los niños.
La peluseta había sido invadida por cuatro seres alados. Se habían apoderado de Veggy, el niño hombre, y de Bain, una de las niñas menores; los habían amordazado y atado antes que pudieran despertarse.
Al oír a Jury, los seres alados miraron alrededor.
¡Eran hombres volantes!
En algunas cosas parecían humanos. Tenían una cabeza, dos largos y poderosos brazos, piernas macizas, y dedos fuertes en manos y pies. Pero en lugar de la suave piel verde, estaban cubiertos por una sustancia córnea brillante, en unos lados negra y en otros rosada. Y les crecían unas grandes alas escamosas, parecidas a las de un avevege, desde las muñecas hasta los tobillos. Tenían rostros astutos, de expresión inteligente, y ojos brillantes.
Cuando vieron que los humanos despertaban, los hombres volantes alzaron en vilo a los dos niños cautivos. Se abrieron paso a través de la peluseta, y corrieron hacia el extremo de la rama.
Los hombres volantes eran enemigos muy mañosos, y aunque escasos en número, el grupo los evitaba. Aunque sólo mataban cuando no tenían otro remedio, se dedicaban al robo de niños, un crimen que era considerado más grave. Cazarlos no resultaba fácil. Los volantes no volaban en realidad, pero planeaban en el aire hasta muy lejos a través del bosque y escapaban así a cualquier represalia humana. Jury se lanzó hacia adelante, seguida de Ivin. Alcanzó un tobillo, y se colgó al correoso tendón de ala que se juntaba al pie. Tironeado por el peso de Jury, uno de los volantes que sostenían a Veggy vaciló y se volvió. El compañero, que soportaba ahora todo el peso del niño, se detuvo y extrajo un cuchillo.
Ivin se abalanzó sobre el hombre volante enfurecida. Había criado a Veggy; no estaba dispuesta a que se lo quitaran. La hoja del volante se movió en el aire. Ivin se echó sobre ella. El arma le abrió el vientre descubriendo las entrañas morenas; la desdichada cayó de la rama sin lanzar un solo grito. Hubo una conmoción en el follaje inferior: los trampones se disputaban el bocado.
El hombre volante, despedido hacia atrás por la embestida de Ivin, soltó a Veggy y abandonó al compañero que aún luchaba con Jury. Extendió las alas y saltó, siguiendo a los dos que ya se habían llevado a Bain.
Todo el grupo estaba ahora despierto. Lily-yo desató en silencio a Veggy, quien no lloró, pues era un niño hombre. Entretanto, Haris se arrodilló junto a Jury y el adversario alado, quien luchaba sin hablar, tratando de huir. Haris echó mano a un cuchillo.
—¡No me mates! —le gritó el hombre volante—. ¡Me iré!
La voz del hombre volante era áspera y apenas se entendían las palabras. La rareza de la criatura bastó para despertar la ferocidad de Haris; abrió los labios y mostró la lengua entre los dientes.
Hundió el cuchillo entre las costillas del hombre volante, cuatro veces sucesivas, hasta que la sangre le cubrió el puño apretado.
Jury se levantó jadeante y se apoyó en Flor.
—Me estoy haciendo vieja —dijo—. Antes no había nada tan fácil como matar a un hombre volante.
Miró a Haris con gratitud. Era útil para algo más que una cosa.
Con un pie, empujó el cuerpo inerte hacia el borde de la rama. El cuerpo rodó sobre sí mismo y luego cayó. Con las alas mustias, recogidas inútilmente a ambos lados de la cabeza, el hombre volante se hundió en la espesura.