Lily-yo y Flor treparon fácilmente por la corteza rugosa, como si escalaran una serie de rocas casi simétricas. De cuando en cuando tropezaban con algún enemigo vegetal, una larguja o un alfombrón, pero eran adversarios insignificantes, a los que arrojaban enseguida a la umbría espesura de abajo. Los enemigos de los humanos eran los enemigos de los termitones, y la columna en marcha había eliminado ya los obstáculos del camino. Lily-yo y Flor subían inmediatamente detrás de la columna, animadas por aquella compañía.
Treparon durante largo tiempo. En una ocasión, descansaron sobre una rama vacía. Apoderándose de dos rondanas que pasaban por allí, las partieron y comieron la carne blanca y aceitosa. Mientras subían, habían visto, en diferentes ramas, algunos grupos humanos; a veces, estos grupos saludaban tímidamente. Pero a esa altura no había humanos.
Nuevos peligros amenazaban cerca de las Copas. Los humanos vivían en las zonas medias de la selva, más seguras, lejos de los riesgos de las Copas o del Suelo.
—Bien, movámonos —dijo Lily-yo a Flor levantándose después del descanso—. Pronto estaremos en las Copas.
Una conmoción hizo callar a las mujeres. Alzaron los ojos, mientras se acurrucaban pegadas al tronco, protegiéndose. Arriba, las hojas crujían, la muerte imponía su ley.
Una bricatrepa azotaba la corteza rugosa, frenética, codiciosa, atacando a la columna de termitones. Las raíces y tallos de la bricatrepa eran como lenguas y látigos. La planta azotaba el tronco y lanzaba una lengua pegajosa a los termitones.
Frente a esta planta, flexible y espantosa, los insectos tenían pocas defensas. Se dispersaron pero insistieron tercamente en trepar, confiando tal vez en que la ciega ley de los promedios les permitiría sobrevivir.
Para los humanos, la planta no era una amenaza seria, por lo menos cuando los sorprendía en una rama. Si daba con ellos en un tronco, podía arrojarlos fácilmente al fondo de la espesura.
—Treparemos por otro tronco —dijo Lily-yo.
Las dos mujeres corrieron ágilmente por la rama, saltando por encima de una floración parasitaria de colores vivos. Alrededor de aquella floración, un anticipo del mundo colorido que las aguardaba allá arriba, zumbaban los abejatroncos.
En un agujero de la rama, de aspecto inocente, acechaba un obstáculo peor, una moscatigre que salió zumbando y se precipitó sobre ellas. Era grande como un humano, de ojos enormes; una criatura horrible y malévola, que tenía armas e inteligencia. Las atacaba por pura maldad batiendo las mandíbulas y las alas transparentes. La cabeza consistía en una masa de pelo hirsuto y unas placas de armadura. Detrás de la cintura delgada, el cuerpo amarillo y negro era enorme y redondo, y segmentado, y blindado con corazas giratorias. En la cola escondía un aguijón mortífero.
Se lanzó entre las dos mujeres, tratando de golpearlas con las alas. Lily-yo y Flor se echaron boca abajo en la rama y la moscatigre pasó velozmente entre ellas. Volvió enseguida a la carga, enfurecida, sacando y escondiendo el aguijón dorado.
—¡La mataré! —dijo Flor. Una moscatigre había matado a uno de sus bebés.
La criatura se acercaba en un vuelo veloz y rastrero. Flor se echó a un lado, alzó el brazo y se agarró del pelo hirsuto. La moscatigre perdió el equilibrio. Rápidamente la mujer levantó la espada, la dejó caer en círculo y cortó la cintura quitinosa y estrecha.
La moscatigre, partida en dos, se hundió en la espesura. Las dos mujeres reanudaron la carrera.
La rama, una principal, no se adelgazaba. Al contrario, se extendía con el mismo grosor veinte metros más y se transformaba en otro tronco. El árbol, viejísimo, uno de los organismos más añosos de los que habían prosperado en este pequeño mundo, tenía innumerables troncos. Hacía mucho tiempo —dos mil millones de años— se habían desarrollado árboles de muchas clases, según el suelo, el clima y otras condiciones. Al aumentar la temperatura, proliferaron y compitieron entre sí. El baniano, que medraba con el calor, aprovechando un complicado sistema de ramas que echaban raíces propias, predominó gradualmente sobre las otras especies. Presionado, evolucionó y se adaptó. Cada baniano se extendió más y más, a veces volviéndose sobre sí mismo, y duplicándose. Se hizo cada vez más ancho y más alto, protegiendo el tronco principal a medida que los rivales se multiplicaban, enviando hacia el suelo tronco tras tronco, extendiendo rama tras rama, hasta que al fin aprendió a desarrollarse en el baniano vecino, formando así un seto contra el que ningún otro árbol podía luchar. Esta complejidad incomparable aseguró la inmortalidad del baniano.
En este vasto continente en que vivían los humanos había ya un solo baniano. Se había convertido primero en el Rey de la Selva, y por último había llegado a ser la selva misma. Había conquistado los desiertos, los montes y los pantanos. Cubría el continente en un entrecruzado andamiaje. Sólo se detenía ante los ríos más anchos o en la orilla del mar donde podía ser atacado por las feroces algas marinas.
Tampoco penetraba en el Terminador, allí donde todas las cosas se detenían y comenzaba la noche.
Las mujeres trepaban lentamente, listas para defenderse de la pareja de la moscatigre muerta que ahora zumbaba hacia ellas. Había manchas de colores vivos en todas partes, adheridas al árbol, colgadas de las ramas o a la deriva. Medraban los bejucos y los hongos. Los torpones se desplazaban melancólicamente a través de la maraña. A medida que se ganaba altura, el aire se hacía más fresco y los colores se multiplicaban, en un tumulto de azules y rojos, de amarillos y malvas, todos los ardides matizados de la naturaleza.
Un babosero envió tronco abajo unas gotas de goma color carmesí. Varias largujas, con destreza vegetal, detuvieron las gotas, las pincharon y murieron. Lily-yo y Flor pasaron al otro lado.
Se toparon con unas latigonas. Devolvieron los latigazos y continuaron el escalamiento.
Había allí muchas plantas de formas fantásticas, algunas parecidas a pájaros, otras a mariposas. A menudo aparecían látigos y manos, amenazantes.
—¡Mira! —murmuró Flor.
Señaló un lugar, allá arriba.
En la corteza del árbol había una grieta apenas visible. Una parte de la grieta se movía, también apenas visible. Flor alargó el brazo hasta que el palo que llevaba en la mano tocó la grieta. Enseguida, hurgó con el palo.
Una sección de la corteza se abrió, revelando una pálida boca voraz. Un ostrabuche, muy mimetizado, se había abierto un hueco en el árbol. Moviéndose diestra y rápidamente, Flor metió el palo en la trampa. Cuando las mandíbulas se cerraron, tiró del palo ayudada por Lily-yo. El ostrabuche, sorprendido, fue arrancado de su guarida.
Abrió la boca y se desplazó por el aire. Un rayoplán se lo llevó al pasar.
Lily-yo y Flor siguieron trepando.
Las Copas eran un mundo extraño de características propias; el reino vegetal en sus aspectos más imperiales y exóticos.
Si el baniano reinaba en la selva y en realidad era la selva, los traveseros reinaban en las Copas. Eran los traveseros quienes habían levantado en las Copas ese paisaje típico. Suyas eran las grandes redes que se arrastraban por todas partes; suyos eran los nidos que se alzaban en los lugares más altos del árbol.
Cuando los traveseros abandonaban sus nidos, otros seres construían allí, y otras plantas crecían, extendiendo unos colores brillantes hacia el cielo. Los residuos y destilaciones transformaban estos nidos en plataformas sólidas. Allí crecía la quemurna, la planta que Lily-yo buscaba para el alma de Clat.
Apartando obstáculos, siempre escalando, las dos mujeres llegaron por fin a una de esas plataformas. Se refugiaron de los peligros del cielo debajo de una hoja, y descansaron. Incluso a la sombra, incluso para ellas, el calor de las Copas era terrible. Encima, paralizando medio cielo, brillaba un sol enorme. Brillaba sin pausa, siempre fijo e inmóvil en un punto del cielo, y así brillaría hasta el día —ya no demasiado distante— en que ardería y se consumiría.
Allí, en las Copas, recurriendo al sol para poner en práctica sus extraños métodos de defensa, la quemurna reinaba entre las plantas estacionarias. Las raíces sensitivas le habían dicho ya que había intrusos en las proximidades. Sobre la hoja protectora, Lily-yo y Flor vieron un círculo móvil de luz. Se desplazó por la superficie, se detuvo, se contrajo. La hoja empezó a humear y de pronto estalló en llamas. Enfocando una de las urnas, la planta atacaba a las dos mujeres con un arma terrible: el fuego.
—¡Corre! —ordenó Lily-yo.
Se refugiaron rápidamente detrás de la copa de un silbocardo, debajo de las espinas, sin dejar de mirar a la quemurna. El espectáculo era maravilloso.
Encabritada, la planta desplegaba tal vez media docena de flores de color cereza, cada una de ellas más grande que un humano. Otras flores, ya fecundadas, se cerraban formando urnas polifacéticas. Se las podía ver también en otras etapas, cuando las urnas perdían el color a medida que las semillas se agrandaban. Finalmente, maduras ya las semillas, la urna —entonces hueca y de enorme solidez— se volvía transparente como el vidrio y se convertía en un arma de calor que la planta podía utilizar aun después de esparcidas las semillas.
Todos los vegetales y demás seres huían del fuego, con excepción de los humanos. Sólo ellos podían enfrentar a la quemurna y utilizarla de algún modo.
Lily-yo se desplazó cautelosamente y cortó una enorme hoja que se extendía sobre la plataforma. Alzando la hoja, mucho más grande que ella, corrió hacia la quemurna, se zambulló en el follaje y trepó hacia la copa sin detenerse, antes que la planta pudiera enfocarla con una lente urna.
—¡Ahora! —le gritó a Flor.
Flor ya se había lanzado hacia adelante.
Lily-yo levantó la hoja encima de la quemurna, manteniéndola entre la planta y el sol, para que las urnas amenazadoras quedaran en la sombra. Como si comprendiera que ahora ya no podía defenderse, la planta se dejó caer, desalentada, en la penumbra, viva imagen de la frustración vegetal, con las flores y las urnas colgantes e inertes.
Flor gruñó satisfecha, se lanzó hacia adelante y cortó una de las grandes urnas transparentes. Llevándola entre las dos, Flor y Lily-yo corrieron de nuevo a refugiarse detrás del silbocardo, en tanto la planta volvía a una vida frenética, agitando la urna que el sol ya alimentaba otra vez.
Llegaron al refugio justo a tiempo. Un avevege se lanzó sobre ellas desde lo alto… y quedó empalmado en una espina.
Inmediatamente, una docena de carroñeros comenzaron a disputarse el cadáver. Al amparo de la confusión, Lily-yo y Flor se pusieron a trabajar en la urna que habían conquistado. Con los cuchillos, y esforzándose juntas, abrieron una de las caras, lo suficiente para introducir en la urna el alma de Clat. La hendedura se cerró otra vez enseguida, con un pliegue hermético. Los ojos de madera del alma miraron a las dos mujeres a través de las caras transparentes.
—Ojalá subas y llegues al cielo —dijo Lily-yo.
La misión de Lily-yo era procurar que el alma tuviera por lo menos cierta probabilidad de subir. Con la ayuda de Flor, llevó la urna hasta un cable de la red travesera. El extremo superior de la urna, el sitio donde había estado la semilla: era extraordinariamente pegajoso. La urna se adhirió fácilmente al cable y quedó allí, colgando al sol.
La próxima vez que un travesero trepara por el cable, la urna muy probablemente se le pegaría a una pata, como una rondana. De este modo podría ser llevada al cielo.
Estaban terminando el trabajo, cuando una sombra las envolvió. Un cuerpo de kilómetros de largo descendía hacia ellas: un travesero, el enorme equivalente vegetal de una araña.
De prisa, las mujeres se abrieron paso a través de la plataforma. Se habían cumplido los últimos ritos en honor de Clat; era hora de volver.
Antes de iniciar el descenso hacia los niveles medios del mundo verde, Lily-yo miró hacia atrás.
El travesero bajaba lentamente; era una enorme vejiga con patas y mandíbulas, y un pelo fibroso cubría casi toda la masa. Para Lily-yo era un dios, poderoso como un dios. Bajaba por el cable, flotando en aquel filamento que se perdía en el cielo.
Hasta donde alcanzaba la vista, los cables se elevaban oblicuamente desde la selva, señalando el cielo como dedos largos, desfallecientes, resplandeciendo al sol. Todos se inclinaban en la misma dirección, hacia una flotante semiesfera de plata, remota y fría, y visible hasta en el resplandor de la eterna luz solar.
Inmóvil, firme, la media luna se mantenía siempre en un mismo sector del cielo.
En el transcurso de los eones, la atracción de esta luna había retardado gradualmente la revolución axial del planeta madre hasta detenerla, hasta que el día y la noche, cada vez más lentos, quedaron fijos para siempre: el día en un lado del planeta y la noche en el otro. A la vez, un recíproco efecto de frenamiento había contenido la fuga aparente de la luna. Al alejarse de la Tierra, la luna había abandonado el papel de satélite terrestre y se remontó intrépidamente, como un planeta independiente por derecho propio, rozando el ángulo de un vasto triángulo equilátero que sostenía en los otros ángulos a la Tierra y al sol. Los dos cuerpos celestes, mientras durase la tarde de la eternidad, se mantendrían uno frente a otro, en la misma posición relativa. Estaban sujetos cara a cara y así seguirían, hasta que las arenas del tiempo dejaran de correr o hasta que el sol dejara de brillar.
Y aquellos innumerables filamentos flotaban a través de la separación, uniendo los mundos. Arriba y abajo, los traveseros podían desplazarse a voluntad, como enormes e insensibles astronautas vegetales, entre la Tierra y la luna, envueltas en una red indiferente.
De un modo sorprendentemente adecuado, la vejez de la Tierra estaba envuelta en telarañas.