Obedeciendo a una ley inalienable, las cosas crecían, proliferaban, tumultuosas y extrañas.
El calor, la luz y la humedad eran constantes y lo habían sido desde… Pero ya nadie sabía desde cuándo. A nadie le interesaban las preguntas que comienzan «¿Desde cuándo…?» o «¿Por qué…?». El mundo ya no era un lugar para el pensamiento. Era un lugar para la vegetación, para lo vegetal. Era un invernáculo.
A la luz verdosa, algunos de los niños habían salido a jugar. Preparados para afrontar a cualquier enemigo, corrían por las ramas, llamándose con voces quedas. Por un costado subía, en rápido crecimiento, un bayescobo; una brillante masa escarlata de bayas pegajosas. Estaba concentrado evidentemente en propagar su propia semilla y no era un peligro. Los niños se deslizaron junto a él. Un poco más allá había brotado un musgortiga, mientras ellos dormían. La planta se movió sintiendo la presencia cercana de los niños.
—Matadlo —ordenó Toy simplemente.
Toy era la niña que estaba al frente del grupo. Tenía diez años, había vivido durante diez fructificaciones de la higuera. Los otros obedecieron, incluso Gren. Desenvainaron los palos que todos los niños llevaban, imitando a los adultos, y rasparon al musgortiga. Lo rasparon y lo golpearon. A medida que lo abatían y lo aplastaban las agujas venenosas se iban excitando.
De pronto, Clat cayó hacia adelante. Tenía apenas cinco años; era la más joven del grupo de niños. Las manos se le hundieron en la masa venenosa. Lanzó un grito y rodó a un costado. Los otros niños también gritaron, pero no se atrevieron a acercarse al musgortiga.
Mientras se debatía tratando de escapar, la pequeña Clat gritó de nuevo. Se aferró con los dedos a la corteza áspera, pero perdió el equilibrio y cayó.
Los niños la vieron precipitarse sobre una hoja grande que se extendía más abajo, a varios largos de donde ellos estaban. La chiquilla se prendió a la hoja y allí quedó tendida, temblando en el trémulo verde. Alzó hacia ellos una mirada lastimosa; tenía miedo de llamarlos.
—Busca a Lily-yo —ordenó Toy a Gren.
El niño volvió rápidamente sobre sus pasos a lo largo de la rama en busca de Lily-yo. Una moscatigre salió del aire y se abalanzó sobre él, zumbando, furiosa. Gren la apartó de un manotazo, sin detenerse. Tenía nueve años y era un raro niño hombre, muy valiente ya, ligero y altivo. Corrió ágilmente hasta la cabaña de la mujer jefe.
Bajo la rama, adheridas a la cara inferior, colgaban dieciocho nueces-viviendas. Habían sido vaciadas y pegadas a la corteza con la cola que destilaba la planta acetoila. Allí vivían los dieciocho miembros del grupo, cada uno en una cabaña: la mujer jefe, las cinco mujeres, el hombre y los once niños sobrevivientes.
Al oír el grito de Gren, Lily-yo salió de la nuez-vivienda, trepó por una cuerda y llegó a la rama, junto al niño.
—¡Clat se ha caído! —gritó Gren.
Lily-yo golpeó fuertemente la rama con el palo antes de echar a correr seguida por el chico.
La señal alertó a los otros seis adultos, las mujeres Flor, Daphe, Hy, Ivin y Jury y el hombre Haris. Se apresuraron a salir de las nueces-viviendas con las armas preparadas, listos para el ataque o la huida.
Sin dejar de correr, Lily-yo lanzó un silbido agudo. Inmediatamente, un torpón salió del espeso follaje vecino, y voló hasta el hombro de Lily-yo. El torpón voló en círculos; era una especie de quitasol algodonoso; las varillas regulaban la dirección del vuelo. Seguía los movimientos de la mujer jefe.
Cuando Lily-yo se detuvo para observar a Clat, todavía despatarrada sobre su hoja, allí abajo, los niños y los adultos se congregaron alrededor.
—¡Quieta, Clat! ¡No te muevas! —gritó Lily-yo—. Bajaré a recogerte.
Aunque sentía dolor y miedo, la niña obedeció, mirando esperanzada a Lily-yo. La mujer jefe montó a horcajadas sobre la ganchuda base del torpón, al que silbó suavemente. Era la única del grupo que había dominado el arte de gobernar a los torpones. Estos torpones eran las esporas semisensibles del silbocardo. Los extremos de las varillas plumosas llevaban las simientes, unas semillas de una forma rara, a las que una leve brisa convertía en oídos atentos a cualquier movimiento del aire que favoreciera la propagación. Los humanos, después de largos años de práctica, habían aprendido a aprovechar estos toscos oídos para sus propios fines y decisiones, como Lily-yo en ese momento.
El torpón descendió, llevándola hacia la niña indefensa. Clat, tendida de espaldas, los observaba, secretamente esperanzada. Estaba aún mirando hacia arriba cuando unos dientes verdes asomaron en la hoja y la cercaron.
—¡Salta, Clat! —gritó Lily-yo.
La niña apenas tuvo tiempo de arrodillarse. Los vegetales rapaces no son tan rápidos como los humanos. Los dientes verdes se cerraron y apretaron a la niña por la cintura.
Bajo la hoja, un garratrampa estaba en acecho, sintiendo la presencia de la víctima a través de la capa delgada del follaje. Era una especie de caja cornea, un simple par de mandíbulas engoznadas, con muchos dientes largos. De uno de los ángulos salía un tallo robusto, más grueso que un ser humano, parecido a un cuello. De pronto, se dobló, llevándose a Clat hacia la boca verdadera, que estaba allá abajo como el resto de la planta, en el Suelo invisible de la selva, baboseando en la oscuridad, la humedad y la podredumbre.
Lily-yo silbó y regresó en el torpón a la rama hogareña. Ya nada podía hacerse por Clat. Así iba el mundo.
El resto del grupo ya se dispersaba. Quedarse juntos era una invitación, una provocación a los innumerables enemigos de la selva. Además, la de Clat no era la primera muerte que presenciaban.
El grupo de Lily-yo había albergado en un tiempo a siete mujeres subordinadas y dos hombres. Dos mujeres y un hombre habían caído en la espesura. Entre todas, las ocho mujeres habían dado al grupo veintidós niños, cuatro de ellos varones. Siempre morían muchos niños. Con la desaparición de Clat, la espesura había devorado ya a más de la mitad de los niños. Lily-yo comprendía que era un índice de mortalidad terriblemente elevado, y como jefe del grupo se sentía culpable. Los peligros de las ramas podían ser muchos, pero no eran desconocidos ni imprevisibles. Y se recriminaba más aún por el hecho de que sólo quedaban tres varones entre los niños sobrevivientes: Gren, Poas y Veggy. De los tres, Lily-yo presentía oscuramente que Gren había nacido para tener problemas.
Lily-yo caminó de regreso a lo largo de la rama, a la luz verde. El torpón se alejó, sigiloso, obedeciendo las silenciosas instrucciones del aire de la selva, atento a la voz que le indicaba dónde tenía que dejar las semillas. Nunca el mundo había estado tan atestado. No había lugares vacíos. Los torpones flotaban a veces durante siglos a través de los bosques, y mientras esperaban el momento propicio para posarse eran el paradigma de la soledad vegetal.
Cuando llegó al sitio de las nueces, Lily-yo se descolgó por la enredadera hasta una de las cabañas, la que había sido de Clat. La mujer jefe apenas podía entrar, tan pequeña era la puerta. Los humanos hacían las puertas lo más estrechas posibles; las ensanchaban a medida que ellos crecían. Esto ayudaba a que no entrasen visitantes indeseables.
Todo era pulcro en la nuez-vivienda de Clat. La cama había sido tallada en la fibra blanda del interior; allí había dormido la chiquilla de cinco años, en el verdor inmutable de la selva. Sobre la cama, estaba el alma de Clat. Lily-yo la recogió y se la guardó en el cinturón.
Salió, se tomó de la enredadera, sacó el cuchillo y se puso a cortar en la madera viva, descortezada, donde habían pegado la nuez-vivienda. Luego de varias cuchilladas, la argamasa vegetal cedió. La nuez vivienda de Clat se inclinó, quedó suspendida un momento y cayó al fin.
Cuando desapareció entre las hojas ásperas y enormes, hubo una agitación en el follaje. Algo estaba luchando por el privilegio de devorar el enorme bocado.
Lily-yo trepó de vuelta a la rama. Se detuvo un instante para tomar aliento. Ya no respiraba con la soltura de antes. Había salido demasiadas veces de caza, había tenido demasiados hijos, había librado demasiados combates. Con un raro y fugaz conocimiento de sí misma, se miró los desnudos pechos verdes. Eran menos firmes que cuando había tomado por primera vez al hombre Haris; y menos hermosos.
Supo por instinto que su juventud había terminado. Supo por instinto que era tiempo de Subir.
El grupo estaba cerca del Hueco, esperándola. Corrió hacia ellos. El Hueco era como una axila vuelta hacia arriba; el lugar donde la rama se juntaba al tronco. Allí recogían el agua.
Los del grupo observaban una fila de termitones que subía por el tronco. De cuando en cuando, un termitón saludaba a los humanos. Los humanos contestaban al saludo. Si los humanos tenían aliados en la selva, éstos eran los termitones. Sólo cinco grandes familias habían sobrevivido allí, en ese mundo vegetal que todo lo conquistaba; las moscatigres, los abejatroncos, los plantantes y los termitones eran insectos gregarios, poderosos e invencibles. La quinta familia era el hombre, al que se mataba rastrera y fácilmente. No estaba organizado como los insectos, pero aún subsistía. Era la última especie vertebrada que había sobrevivido en todo el avasallante mundo vegetal.
Lily-yo se acercó al grupo y también miró la fila de termitones que desaparecía en las capas altas del follaje. Los termitones podían vivir en todos los niveles de la selva, lo mismo en las Copas que en el Suelo. Eran los primeros y los últimos de los insectos; mientras algo viviera, los termitones y las moscatigres estarían allí.
Lily-yo bajó la vista y llamó al grupo.
Cuando todos la miraron, mostró el alma de Clat, levantándola por encima de la cabeza.
—Clat ha caído en la espesura —dijo—. El alma de Clat ha de subir a las Copas, según la costumbre. Flor y yo la llevaremos ahora, siguiendo a los termitones. Entretanto vosotras, Daphe, Hy, Ivin y Jury, cuidad bien al hombre Haris y a los niños.
Las mujeres asintieron con aire solemne. Luego, una a una, se acercaron para tocar el alma de Clat.
El alma había sido tallada toscamente en madera, y tenía forma de mujer. Cuando nacía una criatura, así eran los ritos: el padre le tallaba un alma, una muñeca, un alma tótem, porque cuando alguien caía a la espesura de la selva, apenas quedaba un hueso. El alma sobrevivía en cambio, y era sepultada en las Copas.
Mientras tocaban el alma, Gren se apartó atrevidamente del grupo. Tenía casi tanta edad como Toy y era tan activo y fuerte como ella. No sólo sabía correr rápidamente. También podía trepar. Y nadar. Y era voluntarioso, además. Sin hacer caso del grito de su amigo Veggy, corrió al Hueco y se zambulló en el estanque.
Debajo de la superficie, al abrir los ojos, vio un mundo de desabrigada claridad. Unas pocas cosas verdes, parecidas a hojas de trébol, se extendieron al sentir la proximidad del chico, listas para envolverle las piernas. Gren las apartó de un manotón, mientras buceaba hacia el fondo. De pronto vio a la ollacalza, antes que ella lo viese.
La ollacalza era una planta acuática, de naturaleza semiparasitaria. Vivía en los huecos y hundía las ventosas de bordes serrados en la savia de los árboles. Se alimentaba también, sin embargo, por la parte superior, áspera, provista de una lengua parecida a una calza. Las fibras de la planta se desplegaron, rodearon el brazo izquierdo de Gren y se cerraron instantáneamente.
Gren estaba preparado. Una sola cuchillada partió a la ollacalza en dos. La parte inferior batió inútilmente el agua tratando de atrapar al niño. Antes que Gren pudiera alcanzar la superficie, Daphe, la hábil cazadora, ya estaba allí, colérica; de la boca le salían unas burbujas plateadas, como de la boca de un pez. Tenía preparado el cuchillo para proteger al niño.
Gren le sonrió mientras subía a la superficie y trepaba a la orilla seca. Se sacudió despreocupadamente, mientras Daphe salía también del agua.
—Nadie debe correr, nadar o trepar solo —le gritó Daphe, citando una de las leyes—. ¿No tienes miedo, Gren? ¡Qué cabeza hueca!
También las otras mujeres estaban enojadas. Pero ninguna tocó a Gren. Era un niño hombre. Era tabú. Tenía poderes mágicos: tallaba almas y daba hijos… o los daría cuando creciera de veras, y ya le faltaba poco.
—Soy Gren, el niño hombre —se jactó Gren. Buscó la aprobación de Haris. Pero Haris se limitó a apartar los ojos. Gren había crecido tanto que ya Haris no lo aplaudía como antes, aunque las proezas del niño eran cada vez más atrevidas.
Un tanto humillado, Gren corrió de un lado a otro, exhibiendo la lengua de la ollacalza, que aún tenía en el brazo. Increpó jactancioso a las mujeres, mostrándoles qué poco le importaban.
—No eres más que un niñito —se burló Toy.
Toy tenía diez años, uno más que Gren. Gren calló. Ya llegaría el momento de demostrar a todos que él era alguien muy particular. Lily-yo dijo, frunciendo el ceño:
—Los niños han crecido mucho, ya no podemos manejarlos. Cuando Flor y yo hayamos ido a las Copas a sepultar el alma de Clat, volveremos y disolveremos el grupo. El momento de la separación ha llegado al fin. ¡Estad atentos!
Saludó a todos antes de alejarse, con Flor al lado.
Fue un grupo sobrecogido el que contempló la partida de Lily-yo. Todos sabían que tenían que dividirse; nadie quería pensarlo. El tiempo de la felicidad y la seguridad —así les parecía a todos— llegaba a su fin, tal vez para siempre. Los niños entrarían en un período de vida dura, solitaria, tendrían que valerse por sí mismos antes de unirse a otros grupos. Los adultos se encaminaban hacia la vejez, las pruebas y la muerte, cuando subían a lo desconocido.