Capítulo 50

Aquella mañana no sonó el despertador. Al despertarse, Larry encontró a Jean dormida junto a él. Se incorporó y su mirada pasó por encima de la mujer, hacia el reloj. Las ocho y cuarto.

“Lane llegará tarde al instituto”, pensó.

Después comprendió que lo más probable era que, aquel día, la chica no fuera a clase. Después de todo lo que había ocurrido, no.

Todo lo que había ocurrido. Kramer la violó. ¡Oh, Jesús!

¡Oh, Dios! ¡Mi niña!

Maté al podrido hijo de puta.

Bueno. Bueno, bueno, bueno, bueno.

Larry rompió a llorar y saltó rápidamente de la cama, antes de que sus sollozos despertasen a Jean. Ante el armario, descolgó la bata. La utilizó para secarse las lágrimas, pero afluyeron más. Se puso la bata y fue al dormitorio de Lane.

Estaba vacío.

Una oleada de pánico le oprimió el corazón. “Lane está bien. Kramer ha muerto”.

¿Y si la chica ha cometido alguna estupidez?

Se precipitó a través de la casa, mientras intentaba sofocar sus sollozos, convencerse de que Lane era una muchacha fuerte, una chica valerosa, a la que le había sucedido algo terrible, algo tan espantoso que las palabras no podían describirlo, pero, a pesar de todo, ella lo superó y había sobrevivido.

La encontró en la habitación de delante.

En el sofá.

Dormida, con su manta cubriéndola hasta el cuello.

—Gracias a Dios —susurró.

Se inclinó sobre el sofá y le acarició la mejilla. Estaba cálida, como siempre que dormía.

Se encaminó a la cocina para preparar café.

Y se quedó sin aliento, como si le hubieran asestado un puntapié. Cayó de rodillas.

Pensó: Es estupendo no poder respirar. Como no puedo respirar, no puedo chillar. No quiero despertar a Lane. No quiero que vea esto.

Uriah Radley yacía boca abajo en el suelo de la cocina, con el macuto de lona junto a su cuerpo. Llevaba su chaleco y su falda de piel de coyote, pero el mango del martillo que sobresalía de entre sus nalgas elevaba en punta la falda.

El hombre tenía la cabeza retorcida de modo que la cara quedaba sobre la espalda.

Le habían arrancado a mordiscos buena parte del cuello.

El extremo romo de una estaca le llenaba toda la boca y tenía también una estaca clavada en cada ojo. No le habían quitado previamente el parche que cubría el ojo tuerto. La propia estaca debió de empujarlo hacia abajo. Una parte lateral de la cinta negra estaba caída sobre la frente del hombre, pero el lado contrario aparecía en el rabillo de la cuenca ocular como un gusano de sangre que pretendiera salir arrastrándose entre la estaca y el hueso.

Larry volvió dando tumbos a la sala de estar.

¿Fue ella quien…?

No, eso resultaba imposible.

Alguien había retorcido la cabeza de Uriah, poniéndola del revés.

Al acercarse a Lane, la punta del pie de Larry tropezó con una pata de la mesita de café. Se le escapó un quejido ante el súbito dolor, y Lane abrió los párpados.

La chica enarcó las cejas.

—¿Qué ha pasado? —preguntó, ronca la voz.

—Tropecé con la mesa —dijo su padre.

—Tienes un aspecto horrible.

—Lane, alguien… Déjame la manta.

—¿Qué ocurre?

—No estoy seguro.

Al incorporarse Lane, la manta le cayó sobre el regazo. La muchacha bajó los brazos y jadeó. Larry pudo ver sus pechos y su vientre desnudos. Lane volvió a levantar rápidamente la manta. Miró a su padre, desorbitados los ojos, muy abierta la boca.

—¡Paaaapá!

—Oh, Dios mío —murmuró Larry.

—¿Qué está pasando?

—Uriah entró anoche en casa, cielo.

—¿Uriah?

—Sí, todo va bien. Está muerto. En la cocina.

—¿El individuo que mató a Bonnie?

—Alguien se lo cargó. Alguien le… Está realmente hecho una lástima. Ve a tu cuarto, cariño. Quédate con tu madre y no salgáis de allí ninguna de las dos hasta que yo os avise.

Con la manta bien sostenida alrededor del cuerpo, Lane se levantó del sofá. Miró a Larry. Estaba macilenta, parecía aterrorizada.

—¿Quién lo mató, papá?

—No lo sé. No tengo idea. Pero creo que ninguno de nosotros corre peligro.

La chica se le quedó mirando, con el labio inferior prendido entre los dientes. Luego dio media vuelta y se dirigió al dormitorio.

Larry volvió a la cocina. Se agachó junto al cadáver, con toda la cautela del mundo para no mirarlo, y sacó una estaca del macuto de Uriah. Dejó el martillo donde estaba.

En el exterior, la mañana era soleada y tranquila. Larry rompió el sello de la policía, abrió el garaje y avanzó entre las sombras interiores. Sus pies descalzos notaron la frialdad del suelo de cemento. Lanzó una ojeada a la escalera de mano que daba acceso al desván y notó que hasta en la espalda se le ponía la carne de gallina. Se apresuró. Encontró su martillo en el banco de trabajo.

—Eres tú, ¿verdad?

Larry se quedó de una pieza. El martillo se le escapó de la mano y fue a chocar contra la superficie del banco. Lo empuñó de nuevo. Giró en redondo.

Frente a él se encontraba Bonnie.

Larry comprendió que estaba contemplando a un monstruo. Sólo un monstruo podía haber hecho a Uriah tales barbaridades. Sólo un monstruo podía estar allí ahora de pie ante él, con una figura hermosa y radiante, aunque llevaba muerta veinte años, aunque la noche anterior no fuese más que una bruja espantosa, reseca, consumida.

Pero se trataba de Bonnie, la muchacha de las fotografías del anuario, corista y “Reina del Ánimo”. Bonnie, la chica que se le aparecía y le cautivaba en sueños.

La mirada de Bonnie fue de la mano derecha a la mano izquierda de Larry, del martillo a la estaca. Una sonrisa mariposeó por la comisura de sus labios.

—Eso no lo necesitarás, ¿verdad?

A Larry le costaba trabajo respirar.

—Eh, tranquilo. Vas a sufrir una trombosis coronaria.

Una de las manos de Bonnie se tendió hacia él. No había sangre en aquella mano. Que Larry viera, no había sangre en ninguna parte de la vampira.

La mano de Bonnie le acarició la mejilla. Era una mano cálida y tersa.

—Esto no es posible. No puede ser.

—Eh, venga. —Le dio un tirón en la oreja. Tal como lo hizo, parecía una zalema afectuosa y juguetona—. ¿Estás bien?

—No. —Y musitó “¡Jesús!”.

—Mira. Lo lamento. —Bonnie frunció el entrecejo y puso ambas manos en los costados de Larry. Le frotaron suavemente por encima de la ropa—. Pensé que te alegrarías de verme. No he pretendido asustarte, ni desconcertarte ni nada.

—¿Fuiste…, fuiste tú quien le hizo eso a Uriah?

La muchacha vampiro bajó los ojos.

—Sí —murmuró—. Bastante desagradable, ¿verdad? Sin duda crees que soy una criatura horrible.

—¿Cómo pudiste hacer una cosa así?

Bonnie le miró a la cara.

—Vamos, soy una vampira, ¿recuerdas? Además, se lo había buscado.

—Pero lo que le hiciste…

—Ya lo sé, ya lo sé. Mira, no es que pretenda echártelo en cara. Pero tenía todo un numerito preparado para la chica.

—¿A qué te refieres?

—Iba a matar a la muchacha. A la chica que dormía en el sofá.

—Dios —murmuró Larry—. ¿Salvaste a Lane?

—¿Es tu hija?

—Sí.

—Pues, en ese caso, todavía me alegro más de haberla salvado.

Con un gemido, Larry se acercó a Bonnie y se apretó contra ella. Le rodearon los brazos de la vampira. Larry dejó caer al suelo el martillo y la estaca y abrazó también a Bonnie.

—¿Cómo te llamas? —preguntó ella.

—Larry. Larry Dunbar.

—Yo soy Bonnie.

—Sí, lo sé.

La cara de Bonnie se le apoyó en el cuello.

Por la mente de Larry pasó la idea de que podía clavarle los dientes. Pero no estaba asustado. Ni excitado.

No era como en los sueños, en absoluto. Acarició la piel de la espalda de Bonnie. Sintió los senos de Bonnie contra su pecho. Sabía que sólo la tela de la bata, que llevaba suelta, se interponía entre sus cuerpos. Pero no notó calor alguno en la entrepierna, sólo una suave tibieza en el pecho y en el vientre.

—Salvaste a mi hija —susurró.

Bonnie le apretó contra sí. Luego le besó en un lado del cuello.

—Es lo menos que podía hacer por ti. Me alegro de haber podido llegar a tiempo.

—¿Cómo…?

—No te preocupes. —Echó la cabeza hacia atrás y le miró—. Sólo he venido a darte las gracias. Supuse… Rayos, eres el hombre que me arrancó la estaca. Y también quería que supieses la verdad. Creo que, de todas formas, la habrías averiguado. Quiero decir que no tardarías en enterarte de la desaparición de mi cuerpo del depósito de cadáveres. Pero deseaba darte las gracias personalmente. Significas mucho para mí, Larry. Una barbaridad. De cualquier modo, llegué casualmente a tiempo de darle su merecido a ese bastardo. Es el mismo fulano que me asesinó. Un verdadero lunático.

—Sabía que eras una vampira.

—Bah, no sabía una mierda.

—Pero lo eres.

—Sí, pero no tuve contacto ninguno con su esposa ni con su hija. Esa fue Linda Latham, no yo. Rayos, una no va por ahí desgarrando gente. No, si quieres perdurar. Una, lo único que hace es dar un besito a alguien, mientras duerme. Una pequeña libación. Ni siquiera medio litro, quizás. Al día siguiente, esa persona se despierta y en la mitad de las ocasiones no se entera de lo que pasó. Una no va por ahí malbaratando, despilfarrando personas. Si Linda lo hizo fue porque su novio la dejó por Martha Ridley.

—¿Una vampira celosa?

Con el ceño indignadamente fruncido, Bonnie le clavó los dedos en los costados.

Larry se retorció.

—¡Eh! ¡No!

—¿Qué crees? ¿Que no tenemos sentimientos?

—No sé qué pensar. Ni siquiera puedo creer que estés aquí ahora.

Bonnie volvió a abrazarle.

—Pues aquí estoy, Larry. Y todo marcha bien. Todo va estupendamente. Ese sucio mal nacido ha muerto y Lane está viva.

—Gracias a ti —murmuró Larry.

—Tú me devolviste la vida. Si no, me hubiera sido imposible salvar a Lane. Arrancaste la maldita estaca de mí. Me siento tan… —Le tembló la voz. Alzó la cara y Larry vio en sus ojos el brillo de las lágrimas—. ¡Me alegro tanto de haber vuelto! Te querré siempre, Larry, por lo que hiciste. Soy tan feliz, que podría… cometer cualquier buena acción por ti.

Larry bajó la cabeza y besó los ojos de Bonnie, primero uno y luego el otro. Estaban húmedos. Las lágrimas tenían un sabor salado.

Bonnie se sorbió.

—Mira, vale más que me vaya.

—No puedes irte —dijo Larry—. Es de día.

Bonnie frotó el rostro contra la parte delantera de la bata, volvió a sorberse y suspiró.

—Me gustaría quedarme, pero… han pasado aquí demasiadas cosas. Iré a cualquier otro sitio, a empezar de nuevo.

Bonnie se apartó de él, pero Larry la cogió por los hombros.

—Te abrasarás —dijo.

—Has visto demasiadas, películas, Larry. Adoro el sol. —Extendió los brazos, echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos—. Sus rayos son como manos cálidas. Manos cálidas que me acarician. —Suspiró otra vez—. Creo que me iré al océano y me convertiré en vagabunda de las playas.

—No quiero que me dejes.

Los ojos de Bonnie se hundieron en los de Larry. Le sonrió con cierta tristeza.

—¿Quieres conservarme en tu garaje?

—No podíamos imaginar que…

Ella le tocó los labios con la yema de un dedo, imponiéndole silencio.

—No puedo quedarme. Lo sabes. Pero te querré siempre. Curvó las manos sobre los hombros de Larry, le atrajo hacia sí y le besó suavemente en la boca. Después en la mejilla. Y, por fin, en la parte lateral del cuello.

Allí, los labios se entreabrieron y los dientes de Bonnie penetraron en la carne.

La cuchillada de pánico desapareció casi automáticamente. Larry notó la succión de la boca, los tenues sonidos de los labios que absorbían. Una agradable y cálida languidez se extendió por su organismo. Cerró los ojos y vio a Bonnie de pie, erguida, desnuda en una playa, extendidos los brazos, levantado el rostro hacia el sol, con la dorada cabellera aleteando a impulsos de una suave brisa.

Bonnie dejó de libar. Sus dientes abandonaron la carne de Larry y él experimentó el áspero dolor de la pérdida. La lengua de Bonnie lamió aquel punto del cuello. Los labios le besaron las heridas.

La vampira echó la cabeza hacia atrás y contempló a Larry con tal ternura y amor, que el hombre pensó que podía destrozársele el corazón. En la boca de Bonnie rutiló la sangre.

—Ahora estarás siempre conmigo —dijo, ronca la voz.

—¿Quieres decir… que me has convertido en vampiro?

Una sonrisa onduló en los rojos labios de Bonnie.

—Noooo. —Se retiró un paso y se colocó la mano, abierta, entre los pechos—. A partir de ahora, te llevaré siempre aquí. —Levantó la mano. Se tamborileó la cabeza con los dedos—. Y aquí. Si alguna vez me necesitas, lo sabré.

—Te necesito ahora.

—No, ahora no. Pero quizás algún día… Y si eso llega a ocurrir, volveré.

—Pero…

Ya se había ido. No dio media vuelta y se alejó. No se desvaneció en el aire como una nubecilla de humo. No se disolvió. De pronto, dejó sencillamente de estar allí. Larry se quedó con la vista clavada en la resplandeciente claridad del día que entraba por la puerta del garaje.

—Oh, Bonnie… —susurró.

Cuando las lágrimas llenaron sus ojos, bajó la cabeza.

Allí, en el suelo del garaje, entre el martillo y la estaca, una gaviota de inmaculado color blanco le estaba mirando.

Larry se agachó.

Con raudo batir de alas, la gaviota se le subió a la rodilla.

Ladeó la cabeza.

—Tienes que estar bromeando —murmuró él.

El ave le picoteó en la rodilla. No muy fuerte. Después se levantó en el aire. Trazó un círculo por encima de la cabeza de Larry, acariciándole con la tenue brisa de su aleteo, y, a continuación, franqueó la puerta del garaje y remontó el vuelo para adentrarse en la luminosidad del Sol.

Fin