Capítulo 49

Con las primeras claridades del alba, Uriah abandonó su escondite. El silencio reinaba en el barrio. Cruzó la desierta calle y, al pasar junto a él, lanzó una mirada al Mustang rojo de los vampiros.

Echarle mano al permiso de circulación de aquel vehículo le había facilitado enormemente las cosas. La primera vez que fue a por Bonnie, no contó con aquella ventaja. El único detalle que conocía entonces era la clase de automóvil que conducía la vampira.

Uno de aquellos “escarabajos” Volkswagen se había cruzado con él en la carretera, cuando volvía a pie rumbo a Llano de la Artemisa, después de que se le averiase la camioneta. A la luz de la luna, el color de la carrocería era claro y vislumbró al conductor el espacio de tiempo suficiente para ver que se trataba de una chica.

No era gran cosa. Ni siquiera podía tener la certeza de que el escarabajo fuese de regreso a Recodo de la Cabeza de Mula, aunque esta era la primera ciudad por el este, la dirección que llevaba el automóvil. De modo que allí fue a investigar, a Recodo de la Cabeza de Mula.

Le llevó bastante tiempo, pero acabó por dar con la muchacha vampiro dueña del Volkswagen amarillo. La envió a descansar. Pero luego apareció otra, y después, otra más. Todas eran chicas, tenían aproximadamente la misma edad y poseían su correspondiente Volkswagen de color claro. Y, también, todas eran vampiras.

Durante su indagación descubrió que no se comportaban como debían comportarse los vampiros. No dormían en ataúdes. Los rayos del sol no las abrasaban. Podían moverse a la luz diurna, como muchachas corrientes. Todo lo que hacía el sol era debilitarlas.

El sol permitiría acabar con ellas con más facilidad, pero él estaba por aquel entonces tan obcecado, que continuó acosándolas de noche. Con posterioridad, al pensar en ello, se figuró que debía de ser una especie de obsesión fatal por su parte. Deseaba vengarse, desde luego, pero tampoco se preocupaba mucho de si debía o no conservar la vida.

Fue una manera estúpida de actuar. Pero el Señor estaba con él y le protegió de todo mal.

El Señor había asignado a Uriah una misión. Decidió enviar a su guerrero por todo el país, para que persiguiera a la legión de vampiros que realizaban la tarea de Satanás en todos los rincones de la tierra. De modo que Él permitió que Uriah se encargase de aquella labor, incluso a pesar del modo tan chapucero en que acabó con las tres primeras vampiras.

Uriah confiaba en que el Señor le permitiría retirarse después de la jornada de hoy. Si sobrevivía.

No iba a resultar sencillo liquidar a aquellos cinco hijos de Belcebú. Supuso que contaba con pocas posibilidades de triunfo, en especial porque no disponía de su arco y sus flechas.

Pero si el Señor continuaba respaldándole, hundiría una estaca en el pecho de cada uno de ellos y los transportaría a Llano de la Artemisa en la furgoneta propiedad del vampiro al que casi envió a descansar el sábado anterior. El vehículo estaba aparcado en el camino de acceso de la casa de la derecha; iría a aquel edificio en cuanto acabara aquí.

Uriah probó la puerta delantera. Al comprobar que estaba cerrada con llave, se dispuso a dar la vuelta a la casa. Atravesó un portillo. Allí delante estaba el garaje. Tenía la puerta cruzada por una cinta de plástico amarillo… una de esa clase de cintas que coloca la policía en los lugares donde se ha cometido un crimen.

Allí era donde los vampiros habían matado la noche anterior a aquellas dos personas. ¿Qué historia habrían contado a las autoridades, para salir tan bien librados de su doble homicidio?

Fuera cual fuese, la policía no los retuvo mucho tiempo. Sólo hay una forma de tratar a esas criaturas: la que yo practico con ellas.

En la parte posterior de la casa, Uriah encontró una ventana con una hendidura en el fondo. Dejó su macuto encima del suelo de hormigón, sacó el cuchillo e hizo una abertura en la persiana. Intentó sostener el cuchillo entre los dientes, pero apretar las mandíbulas le producía un dolor tan intenso, que en seguida envainó el cuchillo y lo puso a un lado. Luego amplió la abertura de la persiana y levantó el cristal de la ventana.

Se pasó por el hombro una correa del macuto y saltó al interior de la casa.

Un cuarto de baño. Un agradable olor a flores.

La puerta estaba abierta. Al otro lado del umbral, un pasillo apenas iluminado por la claridad de la mañana.

Antes de abandonar el cuarto de baño, Uriah se bajó la bolsa que llevaba colgando del hombro. Sacó el martillo y una estaca, después se cargó de nuevo el macuto y salió al pasillo.

Se detuvo ante una puerta que estaba de par en par. Un dormitorio. Pero no había nadie en él.

Reanudó la marcha y llegó a otra alcoba. Encontró allí al vampiro que le había disparado. Uriah introdujo la lengua en el orificio de su mejilla derecha. Le provocó una mueca de dolor y los ojos se le llenaron de lágrimas.

El pecho de este se encontraba expuesto. El vampiro estaba tendido de espaldas, desnudo hasta la cintura, donde se arremolinaba la ropa de la cama.

Una mujer vampiro dormía a su lado. Tapada hasta los hombros, yacía de costado, con la cara vuelta hacia el otro. No era Bonnie.

Con todo lo que anhelaba Uriah matar al que le producía tanto dolor físico, había decidido previamente encargarse primero de Bonnie. Había sido Bonnie la que convirtió en vampiros a aquellas dos personas, después de que la trasladaran allí. De modo que eran nuevos. No resultarían tan peligrosos como Bonnie.

Además, Bonnie era el demonio que asesinó a Elizabeth y a Martha.

Las dos muchachas a las que clavó estacas antes de acabar con Bonnie también eran vampiras, pero Bonnie fue la que mató a su familia. A Uriah se lo había dicho el Señor. Así que era preciso que Bonnie fuese la primera en recibir la estaca.

Silenciosamente, dejó atrás el dormitorio. Cuando avanzaba pasillo adelante, oyó un sosegado rumor de voces. El corazón casi le dejó de latir. Pero en seguida oyó también música y comprendió que aquellos sonidos procedían de una radio o de un televisor.

Hizo un breve alto para recobrar el aliento. Luego continuó.

Encontró el televisor en el cuarto de delante. Transmitían un informativo y el volumen del aparato estaba bastante bajo.

En el sofá, encontró a Bonnie.

Era tal como Uriah la recordaba. Una sabandija de Satanás, disfrazada de preciosa jovencita. Estaba echada boca arriba, con su áurea cabellera desplegada sobre el almohadón y una manta alrededor del cuello.

Uriah la contempló. La muchacha presentaba un aspecto tan apacible, tan inocente, tan encantador y adorable…

Dejó el macuto en el suelo y se colocó entre la mesita de café y el sofá. Se puso la estaca bajo el brazo derecho. Sosteniéndola contra el costado, se inclinó y, muy despacio, fue retirando la manta. Bonnie no se agitó lo más mínimo. Aunque al verla se quedó tembloroso y sin aliento, Uriah no se precipitó. Fue hacia un lado, llevándose la manta consigo. Finalmente, la muchacha quedó completamente destapada. Uriah dejó la manta en un extremo del sofá.

Satanás conservaba para sí aquellas bellezas.

La pierna próxima a Uriah se estiraba, recta. La otra aparecía ligeramente doblada, con el talón apoyado en el cojín y la rodilla descansando contra el respaldo del sofá. Piernas esbeltas, bien torneadas, de tono suavemente bronceado, pero con magulladuras en los muslos.

En su sueño de inmortal, la roja camisa de dormir se le había subido hasta las caderas. Uriah se quedó mirando la zona donde se unían los muslos. Se pasó la lengua por los resecos labios. El corazón le latía con tal fuerza, que temió que el ruido de su palpitar pudiera despertarla. Notó la dureza de una erección contra la piel de coyote de su faldón.

Es una vampira, se recordó. Una vil hija de Lucifer, un demonio sediento de sangre.

“¡Cumple tu misión!”, se dijo.

Se desvió hacia un lado, pero no pudo evitar volver la cabeza. Desde allí podía ver los preciosos rizos dorados, pero no la tentación que era la zona inferior de la muchacha.

Se pasó el dorso de la mano por los labios. Luego cogió la estaca que se había puesto debajo del brazo.

Miró el pecho de Bonnie.

“Tengo que mirar se dijo. Tengo que ver dónde planto la estaca”.

Contempló los senos de la chica, lisas protuberancias bajo la camisa de dormir, pezones que se oprimían contra la tela.

La prenda era tan fina, que Uriah comprendió que la estaca la atravesaría con suma facilidad…, casi como si no estuviese allí. Sin embargo, sería mejor apartarla.

La muchacha se despertaría, seguro.

Pero a Uriah no le quedaba más remedio que hacerlo.

Dejó el martillo y la estaca en el suelo, a sus pies. Sacó el cuchillo. Despacio, muy despacio, a partir del cuello, procedió a cortar la camisa de dormir. Bonnie se removió una o dos veces, pero sin llegar a despertarse.

Por fin, Uriah pudo envainar el cuchillo. Con exquisito cuidado, fue separando los dos cortes de tela.

El cuerpo de la chica presentaba bastantes contusiones.

Alguien se había ensañado con ella. A Uriah le sorprendió, ver aquellas lesiones. Siempre tuvo la idea de que, salvo la estaca, nada podía lastimar a aquellos diablos.

Tenues sombras parecían manchar los pechos. Lo mismo ocurría con gran parte de la piel que los circundaba. Vio una magulladura del tamaño de un puño en la parte inferior de la caja torácica y una forma, semejante a una cruz, en el vientre. Una cruz, no cabía duda. Aquella señal era muy parecida a la que quedó en el pecho de Uriah después de que la cruz le salvara del balazo. Los brazos de la cruz habían dejado allí un cardenal, y los bordes se hundieron en la piel. Las zonas desgarradas relucían, rojas y enconadas.

La herida de una cruz en el vientre de la vampira. Uriah se preguntó qué podría significar.

¿La había atacado alguien? ¿Alguien armado con un crucifijo?

Aquellos cadáveres que la policía se llevó de allí anoche…

¿Es que hay otros, además de mí? ¿Habría enviado el Señor un par de guerreros más, temiéndose que yo pudiera fracasar?

Bueno, ellos eran los que habían fracasado.

Uriah recogió el martillo y la estaca.

Bonnie no tenía ninguna magulladura en el punto donde él plantó la estaca la última vez. Allí, la piel presentaba una tersura perfecta, sedosa crema bajo la escasa claridad del amanecer.

Dejó que su mirada vagase de nuevo por aquel cuerpo estilizado. Luego adelantó la estaca. Rozó con la punta el pezón izquierdo y deseó poder aplicar allí los labios, besar, chupar…, pero eso la despertaría con toda certeza y entonces le mataría a él. Además, su boca no estaba para chupar nada.

Llevó la estaca hacia el punto donde había apoyado la otra. Se agitó levemente y la punta tembló a cosa de un centímetro por encima de la piel.

Luego alzó el martillo.