—De ninguna manera voy a permitir que cargues con el muerto —dijo Pete desde el asiento trasero del automóvil, donde estaba tendido, con una toalla apretada contra el pecho.
—No te preocupes —repuso Larry, a través de la ventanilla del asiento del conductor.
—Volvemos en seguida —aseguró Bárbara—. Esto no debe llevamos más de una hora o así…
—Si no tienen que enviar en busca de más trapitos —dijo Pete.
—La policía seguramente estará aún aquí.
—No me extrañaría ni tanto así. —Bárbara levantó una mano del volante, palmeó suavemente a Larry en la mejilla y dijo—: No te preocupes, nadie va a meterte en la cárcel por matar a ese gusano.
—Si lo hacen —añadió Pete—, puedes escribir un libro sobre eso.
—Un millón de gracias, socio.
—Vamos, nena. Pongámonos en marcha. Aquí detrás me estoy convirtiendo en postre de vampiro.
—Ve con cuidado —recomendó Larry.
Se retiró un paso del automóvil. Jean le cogió de la mano y ambos permanecieron uno al lado del otro, mientras Bárbara conducía el coche paseo abajo.
Sentada en la cama de sus padres, con el listín telefónico en el regazo, Lane cogió el microteléfono y marcó el número de Kramer. Oyó la primera llamada y se imaginó el súbito timbrazo que retumbaría en la casa a oscuras, probablemente sobresaltando a Riley, a quien le daría un vuelco el corazón.
Dos timbrazos más y luego la línea quedó abierta. La voz de Kramer manifestó: “En este momento me encuentro ausente y no puedo atender su llamada. Por favor, cuando suene la última señal, deje su nombre, número y recado. Me pondré en contacto con usted lo antes posible”.
—Y un cuerno vas a ponerte en contacto conmigo —murmuró Lane, por encima de la palabra “Gracias” con que concluía el contestador automático.
Oyó una especie de siseo vacío, como el del viento soplando por la noche en el desierto.
“¿Y si Riley no está allí y los agentes encuentran esto?” Llegó por fin el hipo
—Eh, cógelo. Aquí, joven inocente. ¿Te enteras? Joven inocente con el salivazo en la cara. Descuelga el auricular. Es urgente.
Oyó un click.
—¿Lane?
Era la voz de Riley.
—Sí, la misma. Retira la cinta del contestador automático y guárdatela en el bolsillo.
—Claro. ¿Qué ocurre?
—Hazlo ahora mismo, ¿vale?
Al cabo de unos segundos, Riley dijo:
—Muy bien. Ya la tengo. ¿Qué ocurre? ¿Sale ya de tu casa?
—Ha muerto.
—¿Cómo?
—Mi padre le mató hace cosa de diez minutos. Ahora no tengo tiempo de contártelo. La cuestión es que ya puedes irte a casa.
—¡Maldita sea!
—Deberías alegrarte.
—Yo quería…
—Ya lo sé, ya lo sé.
—Quizá prenda fuego a la casa de ese cabrón.
—No, no lo hagas. Puede ser que haya alguna clase de pruebas.
—Ah, claro que sí, cantidad de pruebas, desde luego.
—¿En serio?
—¡Vaya!, el hijo de puta tiene todo un museo en un armario… fotos en las paredes y todo. Tú, Jessica, media docena de…
—¿Yo? —preguntó Lane, con la sensación de haberse quedado sin oxígeno en los pulmones.
—No te quepa duda. Debe de haber treinta o cuarenta. Tiene cuarto oscuro, toda clase de cámaras, teleobjetivos, lo que pidas.
—Dios mío.
—Y una barbaridad de cosas, recuerdos y eso. Bragas, sostenes, camisones. Es un pervertido de cojones. Parece que se ponía esas prendas y…
—Déjalo todo tal como está. Por el amor de Dios, no incendies la casa. La policía ha de encontrar todo eso. Evitará a mi padre un montón de disgustos y problemas.
Durante unos segundos, silencio. Después, Riley dijo:
—No sé. Algunas de las fotos que tiene de Jessica… No me gusta la idea de que un puñado de polizontes la vea así.
—Tienen que enterarse de lo que hacía Kramer.
—¿Sí? Apuesto a que no dirías lo mismo si vieses las instantáneas que te tiró a ti.
—No pudo…
—Te seguía a todas partes, Lane. Y también se pasaba bastante tiempo delante de tu casa, según parece. Vale más que aprendas a cerrar mejor las persianas y cortinas.
—Jesús —murmuró Lane.
—¿Aún quieres que lo deje todo tal como está?
Con los párpados apretados, Lane dejó escapar un gruñido.
Fotos mías en las paredes. ¿Tomadas a través de las ventanas? Notó un calor hormigueante en la piel.
—Sí, déjalo todo —decidió—. Por favor. Tienes que hacerlo.
Más silencio. Por último, Riley dijo:
—Dejaré algunas. Las suficientes como para que los polizontes se hagan una idea. ¿Conforme? Me llevaré las peores de ti y de Jessica y las quemaremos.
—Muy bien. Gracias. —Lane oyó cerrarse la puerta de la calle—. Mira, tengo que colgar. Acaban de entrar mis padres. Me pondré en contacto contigo. Márchate de ahí en seguida.
Colgó el teléfono y salió presurosa al pasillo.
Desde su escondite detrás de un grupo de cactos, al otro lado de la calle, Uriah espió la guarida de los vampiros, mientras se preguntaba qué estaría ocurriendo allí.
Todo el vecindario debía de estar también preguntándoselo. Contó más de veinte curiosos que rondaban por la calzada y las aceras, todos ellos extraños a la centelleante luz de los coches de la policía y la furgoneta del juez de primera instancia.
Después de bastante tiempo, un par de camillas descendieron por el camino del garaje. Cuando las cargaban en la furgoneta de la autoridad judicial, Uriah vio en ellas sendas voluminosas bolsas de color oscuro.
Una vez se alejó de allí aquel vehículo, la calle quedó casi totalmente despejada de mirones.
Uno tras otro, los automóviles de la policía fueron desfilando. El último se demoró bastante. Sólo remoloneaban por los aledaños unos pocos vecindones cuando un par de agentes aparecieron en la puerta delantera de la casa, anduvieron hasta el coche patrulla que quedaba allí y emprendieron la marcha.
Uriah se sentó en la gravilla, detrás de los cactos, se envolvió en la manta para hacer frente al fresco de la temperatura y aguardó.
Ocurriera lo que hubiese ocurrido al otro lado de la calle, él aún tenía una misión que cumplir. La policía no cogió a ninguno de los vampiros, de eso estaba seguro. Los agentes podían ser eficientes en algunas cosas, pero no tenían ni idea en lo referente a hijos de Satanás sedientos de sangre.
“Ahí es donde yo tomo cartas en el asunto”, pensó.
—Supongo que eso es —dijo Pete, y bostezó. Estaba arrellanado en su butaca y se había puesto una de las camisas de Larry sobre el vendaje que le aplicaron en urgencias—. Un tanto por los buenos chicos.
—Sólo que hubiese preferido que nos lo dijeses —manifestó Jean, y miró a Lane con ojos cansados y tristes.
—Déjalo, cielo.
—Estaba asustadísima —musitó Lane.
—Vale, vale —la animó Larry, mientras le acariciaba el pelo—. Ahora ya acabó todo.
La chica asintió, con la mejilla sobre el hombro de su padre.
—¿Puedo irme ya a la cama?
—Desde luego, hala.
Lane se levantó del sofá. Dio las buenas noches a Pete y Bárbara, besó a Jean, regresó junto a Larry y murmuró:
—Buenas noches, papá.
Le dio un beso. A continuación, abandonó la sala de estar, con lentitud, inclinada la cabeza.
Cuando se hubo retirado, Bárbara comentó:
—Pobre niña. Menudo infierno debe de haber sufrido…
—Acabaste con el bastardo, Lar.
—Gracias a la ayuda de mis amigos.
—Hombre, lo cierto es que le ensartaste bien.
—No hablemos más de ello —propuso Jean. Se inclinó hacia adelante, apoyó los codos en las rodillas y pareció quedarse hechizada por la alfombra.
—Vamos, Pete —sugirió Bárbara, al tiempo que se ponía en pie—. Marchémonos antes de que te desmayes. —Se dirigió a Larry—: En urgencias le administraron una buena ración de calmantes.
—Me encuentro bien.
Bárbara le cogió del brazo y le ayudó a levantarse.
—Estoy bien, estoy bien.
Pete se liberó y se apartó de Bárbara, anduvo tambaleante hasta el sofá y tendió la mano a Larry.
Larry alargó el brazo para estrechársela.
Pete le dio un apretón.
—Tengo la impresión de que nos portamos de maravilla, ¿eh, socio?
Larry se encogió de hombros. No consideraba que hubiese actuado bien. Se sentía aturdido, mareado, cansado y triste.
—Mala suerte que Bonnie no respondiese a nuestras esperanzas —se lamentó Pete.
—Da igual —repuso Larry.
—Pero aún tenemos un buen libro, ¿no?
—No hay libro —dijo Larry—. Sobre este asunto, no.
—Pero, hombre…
—De todas formas, nos falló la vampira. Nunca la hubo. Pero, incluso aunque hubiera resultado que sí, no me sería posible contar la verdad. No podría escribir sobre Kramer. Ni explicar lo que vivió Lane. De ninguna manera.
Pete le contempló, con los ojos aún a la funerala como consecuencia de su encuentro con la piedra de Uriah. Le siguió mirando durante largos segundos. Luego, suspiró. Apretó con más fuerza la mano de Larry.
—Eres un buen hombre —dijo.
—Tú también. Escribiremos juntos otra clase de libro. Se alzó una comisura de la boca de Pete.
—Muy bien. Estoy lleno de ideas. Prepararemos…
—De lo que estás lleno es de estupefacientes —terció Bárbara, y le rodeó con un brazo—. Vámonos ya. Volvamos a casa y pásate un buen rato con los ojos cerrados.
Cuando se marcharon, Larry apagó las luces y se retiró con Jean hacia su habitación. Vio en el extremo del pasillo una tira de claridad que asomaba por debajo de la puerta del cuarto de baño. Oyó el ruido del agua corriente.
Lane colgó la toalla en su barra y se puso la camisa de dormir. La suave tela se quedó pegada a la piel en la parte baja de la espalda, donde la toalla no había secado el agua.
Dejó las prendas colgadas en el cuarto de baño y salió al pasillo.
La casa estaba a oscuras, salvo por la claridad que se escapaba por el hueco de la puerta del dormitorio de sus padres, que estaba de par en par.
Lane fue a su cuarto, encendió la luz y contempló la cama. Con todo el cansancio que llevaba encima, sabía que el sueño no iba a acudir ni fácil ni rápidamente.
Permanecería tendida allí, desvelada, completamente despierta, recordando…
“No, no estoy dispuesta a eso”, pensó.
Permaneció en su dormitorio el tiempo suficiente para recoger la almohada y la manta. Sosteniéndolas contra el pecho, apagó la luz y, en silencio, salió de nuevo al pasillo.
Lanzó una ojeada al interior de la alcoba de sus padres.
No se encontraban allí, pero oyó el rumoroso sonido del agua que corría en el cuarto de baño.
A través de la oscuridad, Lane se encaminó al sofá del salón. Dejó encima de él la almohada y la manta, se acercó al televisor y lo encendió.
Una película de Christopher Lee. Cambió de canal, reconoció a Jimmy Stewart en una especie de historia de las Fuerzas Aéreas y regresó al sofá.
Se tendió allí y allí continuó, cubierta con la manta. Ovillada de costado, miró la película. Cuando Kramer intentaba colarse en su mente, Lane recurría al recuerdo de la imagen en que los funcionarios cerraban la cremallera de la bolsa de caucho en cuyo interior le habían metido y lo trasladaban a la furgoneta, junto con Bonnie.
Ambos han desaparecido ya. Kramer no volverá a tocarme jamás. Y ni siquiera tengo que preocuparme de Bonnie. Tanto uno como otro han salido de mi vida. Estoy a salvo. Papá y mamá están a salvo. Todo está bien.
Se preguntó si iría a clase al día siguiente.
Habrán nombrado un sustituto para la asignatura de inglés.
Sería estupendo ver de nuevo a Henry, Betty y George. Pero mañana, no. Es muy tarde. Sería un caso especial.
Terminó la película de Jimmy Stewart. Lane se preguntó qué pasaría a continuación. Pero no llegó a enterarse, una cálida neblina pareció envolver su mente y cerró los ojos.
—También yo he de tomar una ducha —murmuró.
—No tardes mucho —dijo Jean—. No quiero estar sola.
—Me daré prisa —dijo Larry.
Entraron en el dormitorio. Larry pasó al baño contiguo a la alcoba, encendió la luz y dejó abierta la puerta.
Se desnudó. Al levantar la tapa del cesto de la ropa sucia, vio la arrugada camisa, llena de manchas de sangre, que llevaba cuando mató a Kramer. El chándal la cubrió. Cerró la tapa de la cesta, se llegó a la bañera y abrió el grifo del agua.
Bajo el caliente rocío de la ducha, pensó en Lane, que estaba en la otra habitación. Lo mismo que él, trataba de quitarse de encima la suciedad del contacto con Kramer.
Estaba llorando cuando se descorrió la cortina de la ducha. Jean se metió en la bañera. Volvió a correr la cortina y le abrazó. La cara de Jean se apoyó en el cuello de Larry.
No pronunciaron palabra. Se mantuvieron apretados con fuerza uno contra el otro.