Capítulo 46

—¡A zampar! —convocó Jean desde el comedor.

—Salvada por la campana, reina mía —comentó Pete. Hal se echó a reír.

—¡Vaya, aquí la tenemos! —anunció Pete, y alzó su combinado como si brindara por Lane, en el momento en que la muchacha entraba en el salón.

—Buena chica, no quiere quedarse al margen —dijo Hal. Larry experimentó un ramalazo de alivio, pero mezclado con cierta aprensión.

—¿Te encuentras mejor, tesoro? —preguntó.

—Mucho mejor.

—¡Fantástico!

—La partida al completo —observó Bárbara.

“Ya puedo relajarme”, se dijo Larry. Mientras todos los demás bebían, masticaban tapas de aperitivo y daban la impresión de pasárselo la mar de bien, él no había dejado de beber y preocuparse por Lane.

Pero la muchacha debía de haberse recuperado. Gracias a Dios.

Aunque, en cierto modo, a Larry le había reconfortado la idea de que su hija estaría en su cuarto, apartada de la escena donde iba a desarrollarse la acción cuando llegase el momento de arrancar la estaca.

Tal como iba ahora vestida, era evidente que albergaba la intención de salir con ellos. Llevaba incluso la misma camisa de la otra noche: la que aprovechó para ocultar el enorme crucifijo de su habitación.

Bárbara también pareció reparar en ello. Sonrió a Lane, le dio unas palmaditas en el estómago y preguntó:

—¿Lo llevas?

Durante unos segundos, Lane se quedó perpleja.

—Ya sabes.

Bárbara volvió a palmearla.

—¡Ah, eso!

Lane miró en derredor.

—Jean está en la cocina —le informó Bárbara.

—Cuelga de la pared de mi cuarto. Lo cogeré cuando llegue el momento.

—¿De qué se trata? —le preguntó Hal.

Lane le lanzó un vistazo, desvió la mirada y enrojeció como si le avergonzara reconocer una cosa como aquella ante su profesor.

Bárbara se inclinó de lado y apoyó una mano en la rodilla de Hal.

—Hablábamos sobre nuestras medidas de protección. —Con la otra mano, se sacó de debajo del jersey la cadena de oro y mostró a Kramer la cruz de Lane—. Me la prestó para el gran acontecimiento. Tiene para sí una de tamaño gigante. Ha de esconderla debajo de la camisa para que su madre no se entere. Jean es supersticiosa en lo que se refiere a ser supersticiosa.

—Será mejor que no bebas más, Bar —aconsejó Pete.

—Estoy muy bien —protestó la mujer.

—Debe de estarlo —intervino Larry—. Cualquiera capaz de pronunciar dos veces en una misma frase la palabra “supersticiosa”, sin que se le trabe la lengua…

—Tú eres el que tiene que andarse con ojo, chaval —le dijo Bárbara a Pete—. Otra bromita como la que me gastaste la última vez y verás lo que se te viene encima…

—“Y la cerdita volvió a casita pis, pis, pis, pis todo el camino”.

El rostro de Bárbara adoptó un color grana subido.

—Cierra el pico.

—¿Ella es la reina?

—Sí, la reina del baile.

Bárbara enseñó los dientes a Pete.

—Una reina que no bailará hasta que se congele el infierno.

—Oooooh, la dama se ha ofendido. No había mala intención, señora.

—Vamos —dijo Larry, y se puso en pie rápidamente—. Pongámonos el morral.

—Tú, el bozal, Pete.

Cuando todos estuvieron sentados a la mesa del comedor, Pete levantó su copa de vino y brindó:

—Por Bonnie. ¿Será o no será?

—Sólo su peluquero lo sabe a ciencia cierta —comentó Bárbara.

Larry tomó un sorbo de vino. Se sentía un poco más que mareado. Pensó que todos se estaban pasando con la bebida y con las bromas. ¿Es que ninguno se daba cuenta de que…?

Iban a salir a juguetear con una persona muerta.

—Permitidme unas palabras —dijo. Todos le miraron, excepto Lane. La muchacha estaba sentada junto a Hal, mirando con el ceño fruncido el plato vacío—. Bonnie Saxon fue una joven dulce y preciosa que murió asesinada. Era un poco mayor que Lane y tenía por delante toda una vida potencialmente feliz que, de no ser porque un maldito demente… —A Larry empezó a temblarle la voz y sus ojos se llenaron de lágrimas—. Fue algo que nunca debió ocurrir. Una crueldad que… —Sollozó. Sacudió la cabeza—. Lo siento —murmuró.

—Sería mejor que lo dejases —advirtió Jean.

—No sigas empinando el codo —dijo Bárbara.

—Creo que papá tiene razón. —La voz de Lane sonó alterada. La chica parecía un tanto enfurecida—. Esto no es ninguna película, ¿sabéis? El cadáver que está en el garaje no es obra de ningún departamento de efectos especiales. Era una muchacha de carne y hueso. Algún maldito hijo de zorra…

—¡Lane!

—Lo siento, mamá, pero es así. Todos estáis aquí tomando el asunto a broma, haciendo chistes malos y divirtiéndoos a costa de ella. ¿Se levantará y dirá “¡Buuuuu!”? Bueno, pues es real y está realmente muerta. Sólo porque tiene una estaca clavada en el pecho no es motivo para que organicéis una fiesta de víspera de Todos los Santos. ¿Qué creéis que pensarían sus padres si oyesen toda esta mierda?

—Cuida tu lenguaje, jovencita.

—¿Y si fuera yo quien estuviese allí? ¿Organizaríais todo este jolgorio y saldríais con una cámara de vídeo…?

—¡Ya está bien! —saltó Jean.

Lane bajó la cabeza.

—Yo sólo creo que debéis dejar en paz a esa pobre chica. No está bien lo que hacéis.

—Nada bueno puede resultar de esto —musitó Larry.

—Bien, estoy de acuerdo —dijo Jean—. Lo único que quiero es que desaparezca de aquí ese cadáver.

—Bueno, bueno, un momento —dijo Pete—. No somos espíritus necrófilos. A Larry y a mí nos consta que este es un asunto muy serio. Bien sabe Dios que el sábado nos enfrentamos al asesino de esa chica y faltó muy poco para que nos transfirieran al otro barrio. Así que quizás estemos un tanto nerviosos por esta cuestión y quizá también nos hayamos pasado un poco. Pero eso no es motivo para abandonar. Alguien tiene que arrancar esa estaca. Si no lo hacemos nosotros, lo hará algún miembro de la policía, el juez de primera instancia o cualquier otro. Pero, desde luego, nosotros podemos hacerlo. Nuestro libro depende de ello, ¿verdad, Lar?

—Sí —musitó Larry.

—Hemos llegado hasta aquí. Y hemos de terminar la tarea. —Pete miró a Lane y añadió—: No es como si profanásemos su cuerpo. A la chica ya la profanó el lunático de Uriah. Al arrancarle la estaca, lo que haremos es desprofanarla. Le haremos un favor.

—Especialmente si es una vampira —dijo Bárbara. Jean dejó escapar un gruñido y elevó los ojos al cielo.

—¿Qué opinas, Hal? —preguntó Bárbara.

El profesor sacudió solemnemente la cabeza.

—Estoy aquí como observador imparcial. Pero debo decir que Larry y Pete no tendrán un verdadero libro si no siguen adelante y arrancan la estaca.

—Esa es buena —dijo Pete.

—Vale más que empecemos a comer, antes de que se enfríe el asado —manifestó Jean.

Nadie habló mucho durante la cena. Larry estaba hambriento. Mientras se llenaba la boca de carne y puré de patatas, observó que todos imitaban su ejemplo con entusiasmo de verdaderos famélicos. Todos, excepto Lane. Los otros habían acabado ya y el plato de la muchacha parecía seguir poco menos que intacto.

—¿Preparado, socio? —preguntó Pete.

—Tan preparado como el que más —dijo Larry, y el corazón empezó a latirle con tal violencia, que se sintió mareado.

—Un momento, iré en busca de la cámara.

—Una servidora rendirá visita al señor Mingitorio —dijo Bárbara.

Ambos salieron del comedor.

—Una cena deliciosa, Jean —encomió Hal.

—Muchas gracias. Hice de postre un pastel Bosque Negro, pero creo que será mejor dejarlo para luego. Permitamos que los chicos acaben primero con esa tontería que se llevan entre manos.

Pete volvió con la video cámara, que había dejado en el salón.

—Esperemos que sobreviva a esta noche —dijo.

—Con que te abstengas de estupideces como las de la última vez, habrá muchas posibilidades de ello —le dijo Jean.

—No cometeré ninguna tontería.

—Todo a punto —dijo Bárbara, al entrar de nuevo en el comedor.

Se dirigieron a la puerta de la cocina. Cuando Larry la abría, Lane dijo:

—Me parece que yo también haré cierta visita. Id delante. En seguida estaré con vosotros.

—Muy bien —dijo Pete—. Extrememos las precauciones para que no se produzcan más accidentes.

Los demás siguieron a Larry, que salió afuera y empezó a estremecerse mientras avanzaba hacia el garaje. Se dobló sobre sí mismo y se apretó el estómago. Rechinó los dientes.

“Oh, Bonnie —pensó—. Allá vamos, preparados o no”.

Se detuvo ante la puerta del garaje y hundió una mano en el bolsillo de los pantalones. Sacó las llaves. El candado le pareció de hielo puro mientras intentaba sostenerlo con firmeza. La llave osciló, pero, al final, logró introducirla en la bocallave. Al girar, la cerradura se abrió. Retiró el candado, empujó la hoja de madera y la puerta se abrió unos palmos. Se guardó el candado en el bolsillo, donde se oprimió, frío y pesado, contra el muslo.

Jean entró por delante de ellos. Al cabo de unos segundos, se encendió la bombilla colgada del techo y los demás entraron en el garaje.

Larry se sorprendió al ver bajada la escalera de mano.

¿Había estado alguien allí?

Después se acordó de que no la habían subido la última vez.

Contempló la oscura abertura de la trampilla del desván.

—¿Qué es eso?

Hal empujó el arco de Pete, que estaba en el suelo de cemento, junto a la aljaba de flechas.

—Nuestra póliza de seguro —afirmó Pete—. Por si acaso cobra vida una vez le arranquemos la estaca. Eh, quizá querrías apuntada con el arco y una flecha. Yo estaré bastante ocupado filmando. ¿Eres buen arquero?

—Hubo un tiempo en que se me daba bastante bien —repuso Hal, y cogió el arco—. No soy Guillermo Tell, pero…

—Será a quemarropa.

—No va a hacer falta —dijo Jean a Hal—. Dejémonos ya de memeces.

—Bueno, me encantará colaborar.

Hal dejó el carcaj en el suelo, pero cogió una flecha y la puso en el arco.

—Buen chico —dijo Pete—. Apunta al corazón si la moza resulta ser hija de Drácula.

Hal rio en tono bajo y asintió con la cabeza.

Pete dio un paso hacia su esposa y le tendió la cámara.

—De eso, nada, monada.

—¡Eh, venga!

—¿Quieres que también te la destroce?

—No seas tan cobardica.

—Que te zurzan.

—¡Vamos Bárbara! No es momento para…

—Yo lo haré —se ofreció Jean—. Explícame cómo funciona.

—Formidable. Cógenos mientras bajemos con el ataúd. Luego me encargaré de ella y tomaré la escena de Larry cuando arranque la estaca del pecho de la nena. —Pasó la cámara a Jean, le indicó el modo de sostenerla y le señaló el visor. Dijo—: Todo está a punto. Enfoque automático y toda la pesca. No tienes más que apretar este botón de aquí y ya estás rodando.

Se apartó de Jean. Sonrió a Larry y ambos unieron las manos y se las frotaron.

—¿Unas palabras para nuestros espectadores domésticos?

—Vamos con la tarea —dijo Larry. Su voz era temblona.

Pete le dio una palmada en el brazo, pasó por su lado y se dirigió a la escala. Con el pie en el primer peldaño, volvió la cabeza para mirar a Jean.

—¿Has cogido esto?

—Sí.

Larry aguardó a que Pete se escurriera por el piso del desván. Luego empezó a subir. Aunque no sentía ningún frío especial, tiritaba sin poder evitarlo. Le dolían los intestinos. Notaba tan débiles las piernas, que temía que le fallaran.

En cuestión de unos minutos, se dijo, todo habrá ya concluido.

“Seré tuya para siempre”, parecía susurrarle Bonnie en el cerebro.

¿Y si fuese verdad?, pensó.

No puede ser. Está muerta. Su “voz” no es más que mi maldita imaginación que trata de confundirme jugándome malas pasadas.

¿Y si vuelve a la vida?

Mientras Larry alzaba la cabeza hacia la penumbra del sotabanco, se vio a sí mismo en la cama, con Bonnie a horcajadas sobre él, desnuda y más hermosa que cualquier otra mujer que hubiese visto en toda su vida.

¿Y si fuera así?

Hizo un alto, con el cerebro lleno de Bonnie. Sentía el tacto de las manos de la muchacha deslizándose sobre su piel, la suave humedad de los labios de la chica, el roce de los senos contra su pecho y, luego, la tersa estrechez por la que se colaba el miembro cuando Bonnie se empalaba por sí misma.

—¿A qué esperas? —le apremió Pete—. ¿Estás perdiendo tus proverbiales agallas?

—Estoy bien —murmuró Larry.

Una vez en el desván, comprendió que sí estaba bien. El calor de sus fantasías había fundido sus temores.

No puede acabar así, se dijo. Pero ¿no sería estupendo?

¡No! No tendría nada de estupendo. ¿Qué diablos me ocurre?

A la tenue claridad que llegaba de abajo, vio a Pete arrodillado a la cabecera del ataúd. Larry se trasladó hacia el otro extremo. Su mano cayó sobre la linterna fluorescente que había llevado allí la noche en que Lane le sorprendió.

Lane.

Al desear a Bonnie, traicionaba a Lane. Peor aún, también traicionaba a Jean.

Apartó la apagada linterna, se deslizó sobre las tablas hasta los pies del ataúd y apoyó las manos en la caja.

Una densa negrura llenaba el interior del ataúd.

Le era imposible de todo punto ver a Bonnie allí dentro. Pete dijo, en un susurro:

—¿No sería alucinante que la moza resucitara?

—Sí —musitó Larry.

—Fue una nena de fábula, ¿verdad?

—Estás casado con una nena de fábula.

—Sí, pero Bonnie… Me he hecho una imagen mental de la chavala, ¿sabes?

—Ningún parecido con su estado actual —dijo Larry, y se alegró de no poder ver el cadáver en el tenebroso fondo del ataúd.

—En las películas, los vampiros siempre reviven como nuevos.

—Esto no es ninguna película, Pete.

—Qué pena, ¿verdad?

—Sí.

—¿Qué estáis haciendo ahí arriba? —preguntó Bárbara desde la planta del garaje.

—Ya bajamos —respondió Pete. Preguntó a Larry, bisbiseando—: ¿Listo?

—Sí.

Larry agarró las esquinas de madera y empezó a arrastrarse lateralmente, mientras miraba por encima del hombro y llevaba los pies del ataúd hacia el hueco iluminado del suelo. Puso pie en la escala. Después, agarrado al peldaño superior, dirigió el extremo del féretro hacia su derecha.

—Esperemos que esta vez la chica no se nos caiga —dijo Pete.

El panel se inclinó contra la mano de Larry y el ataúd resbaló hacia adelante.

—¿Lo tienes? —preguntó Pete.

—Sí.

Larry descendió despacio, aunque mantenía alto el extremo de la caja. No parecía pesar gran cosa.

Empezaba a preguntarse si no estaría vacío, cuando Pete dijo:

—¡Vaya engendro!

Estaba allí, desde luego. Si le parecía que el ataúd pesaba poco, sin duda era porque Pete aguantaba casi todo el peso.

Cuando empezó a inclinarse, Larry se soltó de la escala y soportó el féretro con las dos manos.

—Ten cuidado —recomendó Bárbara.

—Creo que…

—Te aguanto —dijo Bárbara, y le agarró las piernas por los lados, encima de las rodillas. Le sostuvo con firmeza y las manos fueron ascendiendo por los muslos a medida que Larry bajaba. Luego se posaron en las caderas. Después, en la espalda.

—Vale, uno que ha llegado abajo —manifestó Bárbara. Puso pie en la plataforma y las manos de Bárbara abandonaron su cuerpo. Larry se apartó de la escala, retrocediendo de espaldas.

—Cuidado —advirtió Bárbara, al acercarse Larry al borde de la plataforma.

—Gracias.

Larry descendió al piso de cemento y bajó lentamente el ataúd, al mismo tiempo que Pete, que bajó los últimos peldaños de la escalera de mano.

El borde quedó a la altura de la parte inferior de su barbilla.

Larry echó una ojeada a las piernas resecas y pardas del cadáver, y apartó la vista rápidamente. La caja le golpeó en el pecho. Fue retrocediendo hasta que Pete acabó de bajar la escalera, se apartó y se apeó de la plataforma.

Depositaron el ataúd en el suelo del garaje.

Hal se adelantó con presteza.

—¡Santo Dios! —exclamó—. No bromeabais.

Con el arco y la flecha al costado, se inclinó para echar un vistazo de cerca.

Bárbara se colocó junto a él.

—¡Puafff! —dijo—. Se me había olvidado lo desagradable que…

—Es como si estuviera momificada —observó Hal.

—Cecina —dijo Bárbara.

—Bueno, que todo el mundo deje de admirarla —apremió Jean— y acabemos de una vez.

Hal alargó la mano. Las yemas de sus dedos tantearon los muslos de Bonnie.

—Consistente —murmuró. Luego frotó la pierna con la mano abierta.

—Déjalo ya —dijo Larry.

—Lo siento.

—Vamos, todo el mundo a sus puestos —conminó Jean.

—Sí —dijo Pete—. Que empiece el espectáculo. Larry, ponte al otro lado del ataúd.

Larry pasó al lado contrario. Pete tomó de Jean la cámara de vídeo, se la apoyó en el hombro y aplicó el ojo al visor.

—Que todo el mundo se aparte —ordenó—. Hal, listo con el arco y la flecha.

Larry se puso en cuclillas junto al ataúd. Los demás permanecieron de pie, todos juntos, a unos metros de distancia, pendientes de Larry. Hal levantó el arco y montó la flecha.

—Muy bien —dijo Pete.

—Un momento —dijo Bárbara—. ¿No deberíamos esperar a Lane?

Hazlo ahora, mientras ella no esté aquí, pensó Larry.

Bajó la vista sobre el cadáver del ataúd. Miró la cabellera de color pajizo, los deprimidos párpados, las hundidas mejillas y la horrible mueca. Luego contempló el astil de madera que sobresalía del agujero del pecho.

“Arráncala y seré tuya”.

Curvó la mano derecha alrededor de la estaca.

Al cerrar los ojos, vio a Bonnie viva. La vio acercarse a la cama, con la cabellera enmarcándole el rostro, inocentes y tiernos los ojos y la punta de la lengua asomando húmeda por una comisura de su boca. Relucía su inmaculada y tersa piel. Los pechos se agitaban ligeramente. Los pezones, erectos. Los rizos del vello púbico rutilaban como filamentos de oro iluminados por el sol. La muchacha se ponía de rodillas encima del colchón y pasaba una pierna por encima de Larry. A gatas, sobre las manos y las rodillas, se cernía sobre él.

“Tira de la estaca le susurraba. Seremos dos amantes eternos”.

La mano de Larry agarró con fuerza la madera de la estaca.

Abrió los ojos y miró a Jean. La mujer tenía los puños apoyados en las caderas. Le observaba, fruncido el ceño.

—Venga, adelante —apremió.

Larry dirigió la vista a Pete y luego la fijó en el objetivo de la cámara.

—Olvídalo —dijo—. No voy a hacerlo. No vamos a hacerlo. Ninguno de nosotros. Ya está. Se acabó.

Lane avanzó desde la oscuridad reinante al otro lado de la puerta del garaje. Se detuvo. Miró a Larry. Después a Hal.

—¡No! —gritó, y se precipitó sobre el profesor.