Capítulo 45

Tras colgar el teléfono de la cocina, Larry fue al salón y encontró a Hal delante de la biblioteca, dedicado a examinar el conjunto de sus obras.

—Tienes toda una bibliografía.

—Diecisiete novelas, hasta el momento.

—Es fantástico.

—Bueno, las cosas me han ido bien. No tengo tanto éxito como quisiera, pero ¿quién lo tiene?

—¿En qué trabajas ahora? ¿O es un secreto?

—No es ningún gran secreto, supongo. ¿Te apetece una copa?

—Oh, no quisiera molestar. Sólo vine a interesarme por Lane y…

—No hay motivo para tanta prisa. Me iba a preparar una tónica con vodka. ¿Qué puedo ofrecerte?

—Pues otra para mí —aceptó Hal, y le siguió a la cocina.

—El que me llamó era un amigo —explicó Larry, mientras mezclaba las bebidas—. Otro escritor. Una verdadera coincidencia. Está preparando una antología de relatos de vampiros y me ha pedido una colaboración.

—Vaya, enhorabuena.

—Gracias. Resulta estupendo haber llegado a un punto en que te solicitan relatos. Yo ni siquiera escribo historias cortas, a menos que me las pidan. Esto si que es un buen salto respecto a la vieja época en que solía enviarlas a la revistas y me hartaba de coleccionar cartas de rechazo.

—Sí, tiene que ser muy gratificante. ¿Mencionaste algo respecto a una coincidencia?

—Ah, sí. Bastante singular. Quiere una historia de vampiros y da la casualidad de que llevo varias semanas metido hasta el cuello en ese tema.

—¿Estás trabajando, pues, en una novela de vampiros?

—No exactamente.

Tendió el combinado a Hal, cogió el suyo y encabezó la marcha de regreso a la sala de estar. Se acomodó en su sillón.

Hal tomó asiento en el extremo del sofá, frente a él.

—Salud —brindó Larry.

Bebieron. Hal sonrió y dijo:

—Al grano.

—Estoy preparando un libro de vampiros, pero no es una novela. No es literatura de imaginación.

—¿Una especie de estudio?

—A decir verdad, trata de experiencias personales.

Hal meneó la cabeza y sonrió como si creyera que Larry pretendía tomarle el pelo.

—¿Tuviste experiencias personales con vampiros?

—Sí.

“Vale más que deje de hablar del tema”, pensó. Y en seguida cambió de opinión.

¿Por qué? El hombre no está en situación de birlarme la historia. Y es posible que merezca la pena observar la reacción de alguien ajeno a todo esto.

Y, de todas formas, todo el mundo lo sabrá a partir de esta noche y, por otra parte, vamos a entregar a Bonnie a la policía.

—¿Quieres escucharlas?

—¡Claro!

Hal tomó un sorbo de su bebida y se inclinó hacia adelante como si ardiera en deseos de oír una historia tétrica.

—Bueno, todo empezó hace unas semanas, cuando Jean y yo fuimos al desierto a explorar una ciudad fantasma, en compañía de unos amigos. Pete y Bárbara. Vendrán a cenar dentro de un rato, así que tendrás ocasión de conocerlos.

—Estupendo.

—Verdaderamente —dijo Larry—, ¿por qué no te quedas a cenar con nosotros?

Confió en que Jean no pusiera ningún inconveniente. Lo más probable era que no. Tenía un asado en el horno. Seguro que había de sobra para alimentar a un invitado extra.

Le diremos que se quede para presenciar el gran acontecimiento, si quiere. Dispondremos de un observador objetivo.

—No me gusta imponer mi presencia.

—Nos encantará contar contigo. Es una ocasión tirando a especial. Comprenderás por qué en cuanto conozcas toda la historia.

—Bueno, quedarme será un placer. Siempre y cuando Jean no…

—Le alegrará que te quedes.

Hal se encogió de hombros.

—Si ella no se opone…

—Formidable. Muy bien. —Larry tomó otro trago—. Como iba diciendo, los cuatro fuimos a esa ciudad fantasma, que está a una hora de aquí, en coche. Se llama Llano de la Artemisa.

Mientras relataba los hechos, Halle miraba y bebía. A veces, el profesor meneaba la cabeza como si no pudiese dar crédito a sus oídos. En varias ocasiones dejó escapar murmullos de asombro. Al rematar la parte relativa al traslado del cadáver a la casa, Larry salio brevemente de la estancia para ir en busca de nuevas bebidas. Después se sentó de nuevo y reanudó la historia. Tuvo buen cuidado en eludir todos los detalles de su coladura por Bonnie. Se concentró en los hechos. Disfrutó de las reacciones de Hal. El hombre estaba evidentemente fascinado.

—De modo —concluyó Larry— que esta es la noche en que, por fin, arrancaremos la estaca. Inmediatamente después de cenar.

—¡Alucinante! —murmuró Hal.

—Nos alegraremos de tenerte con nosotros. Puedes desempeñar el papel de espectador desinteresado.

—¿Y provocar mi muerte? —rio el profesor. Una risa algo nerviosa.

—No imagino que pueda ocurrir semejante cosa.

—No, yo tampoco. Puede que sea supersticioso, pero no creo llegar al extremo de creer en la existencia de vampiras.

Larry asintió, sonriente.

—Si Bonnie resucita, me parece que todos nos llevaremos un susto de muerte.

—Sí, pero, desde luego, lamentaría perdérmelo.

—No hay razón para ello.

Tras excusarse, Larry recorrió el pasillo y entró en su dormitorio. Encontró a Jean maquillándose. Llevaba su mono, botas y pañuelo al cuello.

—¿Ya están aquí?

—Todavía no. Pero Hal Kramer sí. Vino a ver a Lane y a traerle unos deberes.

—Eso ciertamente rebasa lo que yo llamaría sus obligaciones.

—Me parece que se siente un poco culpable. Temía que la ausencia de Lane tuviese algo que ver con la velada del sábado por la noche.

—La entretuvo por ahí fuera hasta bastante tarde.

—Tal vez pensó que le hizo daño la pizza. De todas formas, ha sido muy amable. Le he invitado a cenar.

Frente al espejo, Lane frunció el ceño.

—¿No has pensado que eso puede aguarnos la fiesta?

—Se lo conté todo.

—¿Le hablaste de la vampira?

—Claro. ¿Por qué no? Tampoco es ningún gran secreto. O dejará de serlo en cuanto avisemos a la policía.

—A pesar de todo, no debiste… Siempre estás hablando más de la cuenta, Larry. ¡Dios!

—¿Por qué le das tanta importancia?

—No se la doy, sólo que me gustaría que fueras más cuidadoso acerca de lo que le cuentas a la gente. Nadie tiene por qué estar enterado de nuestras cosas.

—Sólo quería observar sus reacciones.

—Seguramente creerá que todos nosotros estamos locos de atar.

—Difícilmente. Estaba entusiasmado.

Jean suspiró. Consultó su reloj de pulsera.

—Bueno, a lo hecho, pecho. Sólo desearía que tú…

—Ya lo sé, ya lo sé.

—Bien, ya lo sabes, sí. De cualquier modo, Pete y Bárbara llegarán de un momento a otro. ¿Quieres asegurarte de que Lane se está arreglando ya?

—No debemos dejar abandonado a nuestro huésped… —Será cuestión de unos segundos.

Con el deseo de que Jean no fuese tan negativa respecto a todo, salió de la alcoba y se acercó a la puerta del cuarto de Lane. Llamó.

—¿Sí? —dijo la chica.

—¿Estás visible?

—Sí.

Abrió la puerta. Lane seguía en la cama tapada, salvo la parte posterior de la cabeza. No le miró.

—Pensé que ya estarías vestida.

—Recaí.

—¿Te sientes lo bastante recuperada como para cenar con nosotros?

—No lo sé.

Preocupado, Larry se acercó a la cama. Se sentó en el borde y acarició el pelo a Lane. Ella le miró con ojos solemnes.

Tenía el semblante adormilado y pálido.

—¿Te encuentras bien?

—Si me encontrase bien, ¿crees que estaría acostada?

—Quiero decir que si crees que puede tratarse de algo grave. Quizá sería conveniente llamar a un médico.

—No necesito ningún médico. Estoy bien.

—Realmente me inquieta mucho verte así, cariño.

—Lo siento.

—Mira, si no te ves capaz de levantarte y cenar con nosotros, te traeremos la cena aquí.

—¿Ya han llegado Pete y Bárbara?

—Aún no. Pero Hal sí está. Le hemos pedido que nos acompañe. A cenar y a asistir al gran acontecimiento.

Lane cerró los ojos y murmuró:

—Maravilloso.

—¿Qué ocurre?

—Nada, que me siento fatal, nada más.

Larry le acarició amorosamente la mejilla y luego se levantó.

—Sería estupendo que te sentases con nosotros. Aunque eres tú quien debe decidirlo. No me haría ninguna gracia que vomitases en la mesa.

Lane no se molestó en sonreír.

“Está enferma”, pensó Larry.

—Como he dicho, te traeremos algo.

—Gracias.

Larry salió al pasillo y cerró la puerta. Se sentía deprimido. Probablemente no es nada serio, se dijo. Pero pensó: ¿Y si se trata de meningitis espinal? ¿O cáncer de huesos? ¿O…? ¡Bueno, vale ya!

Jean no se encontraba en la alcoba de matrimonio.

La encontró en el salón, sentada en el sofá, junto a Hal.

—Ya sé que todo esto suena a locura —decía—, pero…

Alzó la cabeza para mirar a Larry.

—Lane se encuentra peor. Puede que no se levante para cenar con nosotros.

Jean frunció el entrecejo.

—Iré a verla. Larry, ¿por qué no le sirves a Hal otra copa?

Su madre cerró la puerta al salir. Al cabo de unos minutos, Lane oyó el timbre de la puerta. Serían Pete y Bárbara, que llegaban.

Llegó a sus oídos el apagado rumor de voces alegres. Y de algunas risas.

Todo parecía demasiado inconcebible para ser real: el grupo allí, comiendo, bebiendo y pasándoselo en grande mientras se disponían a concluir su lance con la “vampira”, sin sospechar que entre ellos había un monstruo auténtico. “El Diablo tiene el poder de asumir formas agradables”. Kramer tenía forma agradable, desde luego.

Dios, si supieran cómo era realmente aquel hombre.

Lane se imaginó a sí misma levantándose de la cama y apareciendo en la sala de estar. “Eh, a ver si adivináis lo que Kramer me hizo”. El profesor sacaría entonces su “afilado amigo” y acabaría con todos. Tal vez papá y mamá pudieran detenerlo, pero seguro que pincharía a alguien.

Vio mentalmente la navaja seccionando con rápido tajo la garganta de su padre.

“No voy a poner en peligro a mamá y papá —pensó Lane—. Vale más que se ensañe conmigo que…”.

Lane se dio cuenta repentinamente de lo vulnerable que era, tendida allí en la cama, sin nada más que la camisa de dormir, y con Kramer en la casa.

Probablemente todos están bebiendo. Kramer va y dice: “¿Puedo utilizar el lavabo?”. Alguien le informa de que está al final del pasillo. Naturalmente, nadie le acompaña. Se excusa ante el grupo y se viene derecho a mi cuarto para disfrutar de otra ronda de amenazas y sobos.

Lane saltó de la cama. Encendió la luz. Ante la cómoda, sacó de uno de los cajones un par de bragas y se las puso. Aunque fina, la tela le pareció una especie de escudo. Se quitó la camisa de dormir y la metió en un cajón. Tiritó mientras se ponía el sostén. Cuando se abrochaba los corchetes, recordó las ocasiones en que se fue al instituto sin ponerse sujetador, con la esperanza de atraer la atención de Kramer.

La atrajiste, desde luego.

No tuvo nada que ver con eso, se recordó. Kramer ya me había elegido antes de que yo iniciase nada.

Como protección adicional, Lane se puso una camiseta de manga corta. Sacó de una percha del armario un par de gruesos pantalones de pana. Se estiró la camiseta hasta los muslos, pasó el pantalón por encima de los faldones, abrochó el botón de la cintura y subió la cremallera. Ahora, para llegar a la piel, Kramer tendría que tirar de la camiseta y sacarla de debajo de los pantalones. Pasó una correa por las trabillas y se abrochó la hebilla. Después se puso su holgada camisa de cuadros. Abotonó la parte delantera, pero no se metió los faldones bajo el pantalón.

Se miró en el espejo.

No era precisamente una armadura, pero sí mucho mejor que la simple camisa de dormir. Si Kramer le hacía otra visita, iba a tenerlo bastante crudo para llegar a cualquier punto de la piel situado debajo del cuello.

Lane se acostó. Tiró de la sábana y de la manta y se tapó hasta la barbilla. Se sentía extraña completamente vestida bajo la ropa de la cama.

No sólo extraña, sino también poco menos que achicharrada.

Mejor un poco de incomodidad, pensó, que permitir que aquel asqueroso bastardo vuelva a ponerme las manos encima.

Escuchó, a la espera de oír sus pasos. Sabía que iba a ir allí.

Supongamos que viene y yo tengo bajo la ropa el revólver de papá y le dejo seco. Le encontrarían la navaja barbera encima.

El corazón de Lane empezó a martillearle en el pecho mientras meditaba en ello.

“Iré a buscarlo”.

Saltó de la cama. Cuando abrió cautelosamente la puerta, risas y voces irrumpieron en el cuarto. Se lo están pasando a base de bien, pensó Lane.

El pasillo estaba despejado.

Corrió a la habitación de sus padres. Sin encender la luz, se encaminó al armario donde papá guardaba el revólver.

Al tenue resplandor que llegaba del pasillo vio el teléfono sobre la mesilla de noche y una riada de alivio la anegó.

Encendió la lamparita de al lado de la cama, llamó a Información y obtuvo el número de Melanie Benson. Lo marcó.

Mientras escuchaba la señal del tintineo en el otro extremo de la línea, sus ojos no se apartaban de la puerta.

—Venga, venga… —murmuró.

Al cuarto timbrazo, alguien descolgó.

—¿Sí? —era Riley, con tono de voz que indicaba fastidio por la interrupción.

—Soy yo, Lane.

—¡Muy bien! ¿Qué pasa?

—Kramer está aquí. En mi casa.

—¡No jodas!

—Cena con nosotros, por Dios.

—¿Qué diablos…?

—No importa. Mira, seguramente permanecerá aquí un par de horas más. Yo no puedo salir, pero…, no sé, se me ocurrió que debía decírtelo. Lo más probable es que luego se vaya directamente a su casa, ¿sabes? Tal vez quieras estar allí esperándole.

—¡De puta madre!

—¿Qué opinas?

—Ese cabrón se va a llevar la sorpresa de su vida. La última sorpresa de su vida.

—Ten cuidado, ¿vale? Lleva consigo la navaja.

—Cuando le hagan la autopsia a ese hijo de puta, se la encontrarán metida en el culo.

—Buena suerte, Riley.

—Sí, claro. Ya nos veremos, Lane.

Colgó.

Lane también dejó el auricular en la horquilla. Se frotó las sudorosas manos en la pernera de los pantalones de pana, apagó la lámpara y se trasladó rápidamente al cuarto de baño. Cerró por dentro.

Sentada en la taza del retrete, se apretó el vientre, encorvó el cuerpo e intentó dejar de temblar.