Capítulo 44

Una mano despertó a Lane, zarandeándola suavemente.

—Es hora de levantarse y asearse, tesoro —dijo su madre. Lunes por la mañana.

Se le comprimió el estómago.

—Vale —musitó.

Cuando se quedó sola, se puso de costado, se apretó el vientre y levantó las rodillas.

“No puedo ir al instituto —pensó—. Sencillamente, no puedo”.

Tengo que ir.

El día anterior le había dicho a Riley que hablaría con Kramer después de clase y concertaría la cita con él.

Pero eso fue el día anterior. Resulta fácil fraguar planes audaces cuando una está a salvo con otra persona y se habla del día siguiente. Ahora estaba sola y acababa de empezar el día en que iba a poner en práctica el plan. No era del todo lo mismo. No era lo mismo, en absoluto.

Mientras se ovillaba debajo de la ropa de la cama, Lane se imaginó a sí misma en la clase sexta. Sentada en su sitio. Con el vacío pupitre de Jessica a su derecha. Frente a la mesa en cuyo borde Kramer solía sentarse cuando hablaba a los alumnos. El profesor estaría allí, apuesto y pagado de sí mismo, comportándose como si nada hubiera ocurrido. Pero lanzándole miradas subrepticias. Haciéndole de vez en cuando alguna pregunta sobre la asignatura. Y, durante toda la clase, se regodearía pensando en el aspecto que ella presentaba desnuda, rememorando las cerdadas que le había hecho, soñando en lo que le haría la próxima vez que la pillase sola.

“No puedo ir pensó Lane. No puedo estar allí sentada, delante de él. No durante una hora, ni durante un segundo. Me volvería loca”.

Así que no.

Automáticamente, se sintió mejor.

Se desenroscó, se dio media vuelta y se puso boca abajo.

El colchón se oprimió contra su cuerpo maltrecho, pero no le causaba mucho daño.

La presión sobre los pechos le recordó a Lane la escena cuando, el día anterior, se abrió la blusa ante Riley. Notó que el calor del sonrojo se le extendía por la piel. Cuando lo hizo no experimentó ninguna vergüenza, pero ahora le costaba trabajo creer que hubiese sido capaz de aquella exhibición. En mitad de la calle y a plena luz del día. Le pareció que había sido otra persona quien hizo aquello. Una Lane distinta.

La misma Lane distinta que se llegó hasta la puerta de Kramer con un revólver bajo la cintura de la falda.

Debía de estar loca.

¿Y si Kramer se hubiese encontrado en casa? ¿Y si le hubiera asesinado de verdad?

“No sucedió”, se dijo.

Los pechos empezaban ahora a dolerle, de modo que se puso de costado, apartó la ropa y se sentó en el borde de la cama. En vez de camisón se había puesto una camisa de dormir, por si acaso su padre o su madre la vieran sin bata. Los camisones eran escotados o transparentes, o las dos cosas, y no podían ocultar bien las magulladuras. La camisa, de cuello cerrado, lo ocultaba todo. Aunque no en aquel preciso momento. Las nalgas estaban al aire, ya que, al arrastrarse por encima del colchón, los faldones de la camisa de dormir habían quedado arrugados sobre el regazo de Lane.

Miró a la cerrada puerta y luego se contempló a sí misma. Tenía los muslos contusionados, pero algunas zonas anteriormente escoriadas y rojas ahora parecían normales. Apretó la tela contra el vientre y se inclinó hacia adelante. Los bordes de la vulva ya no estaban en carne viva. Se levantó la camisa por encima de los pechos. También parecían haber mejorado bastante. Las magulladuras no tenían un tono tan oscuro como antes. Habían cambiado del púrpura profundo a un color amarillo verdoso.

“Unos días más pensó Lane, y ya estaré completamente nueva”.

Por fuera.

La próxima vez, quizá no me lastime.

¡No habrá próxima vez!

Dejó caer la camisa de dormir hasta la cintura, se levantó de la cama un momento para llevar los faldones hasta las nalgas y luego volvió a sentarse y extendió la tela ajustada contra los muslos.

Tiene que haber un modo de salir de esto, se dijo a sí misma.

Sí, matarle.

Ayer pudo haberlo hecho. O contribuir a ello, al menos.

Ahora, sin embargo, la idea de asesinar a Kramer parecía una tarea muy superior. Enorme. Tuvo la sensación de que aquel asunto pondría sobre su cabeza un inmenso nubarrón negro que nunca se le quitaría de encima.

No puedo matarlo. No puedo contar lo que ha hecho. No puedo dejarle que me viole otra vez.

“Podría suicidarme”.

La idea sobresaltó a Lane y precipitó una angustiosa riada de calor por todo su cuerpo.

Si me mato, no tendrá motivo alguno para meterse con papá y mamá. Pero los destrozaré y seguro que me quemaría eternamente en el infierno. Y todo…

¡Al diablo!

Se puso en pie rápidamente, se acercó al armario y se puso la bata.

Tiene que haber una salida.

Sí, quedarse en casa y no aparecer por el instituto. Esa es la salida. Preocuparse mañana de mañana.

Quizá Riley se encargue del asunto sin mí. Si me quedo al margen el tiempo suficiente. Si entretanto no viene Kramer a por mí.

Lane se puso las zapatillas. Salió del dormitorio, hizo una rápida visita al lavabo para aliviarse y luego se encaminó a la cocina. Su madre, que en aquel momento sacaba los cacharros del lavavajillas, volvió la cabeza.

—Aún no te has vestido.

—Hoy me encuentro fatal —dijo Lane, aplicando a su voz un tono bajo y quejumbroso.

—¿Qué te pasa?

—Pregunta mejor qué no me pasa. Retortijones, jaqueca, diarrea. Tengo de todo.

—Oh, lo siento, cielo.

Lane se encogió de hombros y frunció el entrecejo.

—Sobreviviré, supongo. Pero no creo estar en condiciones de ir hoy a clase.

—¿Qué pasará con Henry y Betty?

Lane hizo una mueca. Se había olvidado de ellos. Y también de George. Había telefoneado a George el día anterior, después de volver del centro comercial, y el chico parecía encantado y deseoso de ir con ellos.

—Creo que podría adelantarme, llevarlos y luego regresar a casa.

—No, si no te encuentras lo bastante bien como para ir al instituto… Supongo que puedo llevarlos yo. Sólo por esta vez. Dado que te esperan.

—Sería formidable.

—Contarán con algún otro medio para volver luego a su casa, ¿no?

—Ah, sí. Siempre pueden buscarse la vida. También hay un chico llamado George. Nos conocimos la otra noche en la función. Iba a llevarle hoy.

La madre asintió.

—Está bien. En fin, dame sus señas y me encargaré de llevarlos.

—Maravilloso. Un montón de gracias, mamá.

—¿Quieres que te prepare algo antes de marcharme?

—No tengo mucho apetito. Vendré aquí cuando el hambre me acucie, ¿vale?

—Bueno, como quieras. Aunque te sentirás mejor en cuanto te metas algo de alimento en el cuerpo.

Lane se sirvió una taza de café y luego fue a la sala de estar. Su padre estaba en el sillón de costumbre, con el chándal que solía ponerse al saltar de la cama, una taza en una mano y un libro en rústica en la otra.

—Buenos días, cariño —saludó—. ¿Cómo te encuentras?

—No muy católica. Estoy un poco indispuesta y me quedaré en casa. Mamá ha dado el visto bueno.

—¿Un amago de gripe?

—Algo así, supongo. De todas formas, me siento hecha polvo. En seguida me volveré a meter en la cama. —Tomó un sorbo de café—. ¿Estás excitado por lo de esta noche?

Larry arrugó la nariz.

—No sé si estoy excitado o simplemente asustado.

—Si no las tienes todas contigo, ¿por qué no te lo saltas?

—No es tan sencillo —dijo el hombre—. ¿Cómo me las arreglaría para acabar el libro?

—Puedes acabarlo así. Planteas una disyuntiva ética, o algo por el estilo, para no inmiscuirte en la cuestión. Dejas la cosa en el aire, que los perros sigan durmiendo. Ese podría ser el tema o la moraleja del libro.

Larry asintió, a la vez que emitía una suave risita.

—No es mala idea. ¿Opinas que no deberíamos arrancar la estaca?

—Diablos, para empezar, ni por lo más remoto habría traído yo un cadáver a casa.

—Bien sabe Dios lo arrepentido que estoy. —Larry se encogió de hombros—. Pero ya que la tenemos aquí…

—No sé, papá. Siempre me has aconsejado que no haga caso, que no me complique la vida con tablas de signos y buenaventuras…

—Sí.

—¿Te acuerdas de cuando compré aquel muñeco de vudú en Nueva Orleáns?

—Aún anda por ahí —dijo Larry.

—“No debes tontear con lo sobrenatural”, eso fue lo que me dijiste. ¿Y ahora eres tú el que piensa arrancar la estaca de una persona muerta para poder comprobar si es una vampira?

—Nada bueno puede salir de eso —silabeó Larry, con el tono de voz más o menos cauteloso de un científico loco de película.

—Entonces, ¿por qué hacerlo?

Larry le sonrió.

—¿Porque está ahí?

—Prueba otra vez, papá.

—No me parece que estés tan malita.

—Quizá deberías olvidarlo. Lo digo en serio. Toma la decisión de no arrancar la estaca y te sorprenderás de lo mucho mejor que te sientes de pronto.

—¿Tú te sentirías mejor?

—Puede. La verdad es que me tiene sin cuidado. Siempre puedo quedarme en mi cuarto mientras tú lo haces, y serás tú el que esté allá fuera. ¿Sabes? Esto no es asunto mío, sino tuyo: yo tengo mis propios problemas.

—¿Qué clase de…?

—Sólo te digo —continuó Lane precipitadamente— que no debes permitir que Pete o cualquier otra persona te impulse a hacer algo en contra de tu voluntad. Tú eres el único que tendrá que afrontar las consecuencias.

—¿Crees que arrancar la estaca sería un error desde el punto de vista moral?

—Si es una chica vampiro.

—Naturalmente, sabemos que no lo es.

—“¡Hay algo más en el Cielo y en la Tierra, Horacio, de lo que ha soñado tu filosofía!”

—¡Vaya, precioso!

Lane sonrió.

—Me voy a la cama.

—“Buenas noches, dulce princesa. Y que el aleteo de los ángeles sea la música que amenice tu descanso”.

—Ah, gracias. Pero no me estoy muriendo. Sólo voy a echar una cabezadita. Espero.

Abandonó el salón, anotó las direcciones de sus amigos, entregó el papel a su madre en la cocina, le repitió las gracias por hacerle aquel favor y regresó a su dormitorio.

Recostada en las almohadas, trató de leer. Pero, aunque sus ojos recorrían las frases, el cerebro seguía a la deriva, atormentándola con el recuerdo de Kramer. Al cabo de un rato, apartó el libro. Se acurrucó entre las sábanas.

Deseó tener los problemas que tenía su padre. No sabe lo afortunado que es, pensó. Sería estupendo que la mayor preocupación de mi vida consistiese en si debo o no debo sacar el trozo de madera que tiene clavado en el pecho un cadáver.

Papá dijo que la chica, ¿Bonnie?, había sido reina de las fiestas de Vuelta a Casa. Debió de ser una belleza. Tal vez justo el tipo que le encanta a Kramer.

Mientras vagaba rumbo al sueño, Lane se imaginó que reunía a todos sus amigos: Betty y Henry, George y Riley. “Necesito vuestra ayuda”, les dijo. Explicó su plan y todos se mostraron deseosos de colaborar. De modo que se colaron en el garaje y se llevaron a escondidas el cadáver. Ataron el ataúd al techo del Mustang. Cruzaron la ciudad, en plena noche, hasta el domicilio de Kramer. La ranchera no estaba allí. El profesor debía de seguir aún en su barca. Mientras sus amigos permanecían ante la fachada del edificio, Lane rompía una ventana de la parte de atrás y entraba en la casa. Abrió la puerta frontal y entraron el féretro. Lo llevaron al dormitorio de Kramer. Tendieron el cadáver en la cama y ocultaron el ataúd en un armario.

Lane se ofreció voluntaria para arrancar la estaca. “No estoy asustada”, dijo. Y no lo estaba. Al menos, de Bonnie. Bonnie no era enemiga suya. Bonnie era su aliada, su arma. Retiró la estaca del pecho de la muchacha. El agujero se fundió, se cerró solo. El cadáver empezó a dilatarse como una muñeca hinchable a la que introducen aire. Su piel reseca y apergaminada se puso tersa y adquirió un saludable lustre de vida. Salvo en las zonas magulladas.

Lane se sobresaltó el comprender que Bonnie parecía su hermana gemela. No, pensó, no es mi hermana gemela. Soy yo. Esto es aún mejor de lo que había esperado. Kramer creerá que acudo a él.

La Lane acostada en la cama de Kramer abrió los ojos.

“No te preocupes —dijo—. Me encargaré de él”

Lane se despertó con la sensación de que le habían quitado de encima una carga terrible. Ignoraba el motivo, pero se sentía estupendamente. Luego recordó el fabuloso plan de su ensueño. Sólo fue pura fantasía. Nada había cambiado. Su moral decayó y la aprensión volvió a albergarse en su nido de la boca del estómago.

Consultó el reloj situado junto a la cama. Casi la una. Había dormido bastante tiempo y estaba contenta. Si pudiera seguir durmiendo…

Pero tenía hambre. Así que saltó de la cama, se puso las zapatillas y la bata y salió de la alcoba.

La casa parecía desierta.

Pero la puerta del estudio de su padre estaba cerrada llamó con los nudillos. Al abrirla, vislumbró fugazmente una página ilustrada con fotografías en blanco y negro que su padre guardaba en una carpeta. Larry le sonrió, pero su expresión era de susto y su cara se había sonrojado.

Lane se preguntó qué estaría mirando. Fuera lo que fuese, parecía avergonzado de ello. La muchacha decidió no hacer preguntas.

—Siento haberte molestado —se excusó.

—No tienes por qué. ¿Te encuentras mejor?

—Un poco. Pero tengo hambre. ¿Has comido ya?

—Sí. Almorzamos hace una hora. ¿Quieres que te prepare algo?

—No, está bien. Puedo arreglármelas sola. ¿Dónde está mamá?

—Fue a la tienda. Decidimos pedir a Pete y Bárbara que vengan a cenar con nosotros, por lo que ha tenido que salir a comprar algunas cosas.

—¿Bárbara se ha recuperado ya?

—Aparentemente. Tu madre fue a verla. Daba la impresión de sentirse un poco violenta por el accidente, pero está deseando continuar con la aventura. Pete se ha agenciado ya una nueva cámara de vídeo.

—Esperemos que Bárbara no se la rompa también.

—Lo más probable es que no le ponga las manos encima.

—Si Pete es lo bastante listo. ¿A qué hora vendrán?

—Hacia las seis.

—Si no ando por aquí, no dejes de avisarme para que me levante. No me perdería eso por nada del mundo.

—¿Estás segura?

—Absolutamente. Hasta luego.

Cerró la puerta y pasó a la cocina.

Mientras se tostaba en la parrilla eléctrica un emparedado de queso, pensó en la carpeta que su padre había cerrado con tanta rapidez. Trató de recordar la hoja de papel que había metido allí. Glaseada, con dos o tres fotografías.

Como una página de la Memoria de Buford.

—Oh, chico —murmuró. Debió de arrancarla del anuario de 1968. Y parecía haber más en la carpeta.

Fotografías de Bonnie. Había estado examinando fotografías de Bonnie.

Santo Dios, si la vieja dama Swanson se enterase algún día… Me iba a ver hundida en mierda hasta el cuello… ¿Cómo ha podido hacerme una cosa así?

Pete le había llamado “obseso”, allí, en la cocina, cuando hablaban de sus extraños sueños.

Obseso, exacto.

Lane trasladó el emparedado a un plato de papel. Lo llevó a la mesa y se sentó.

Papá sólo quería las fotos para su libro, se dijo Lane, al tiempo que empezaba a comerse el emparedado. No tiene nada de raro. Si su expresión parecía tan culpable, es sólo porque las escamoteó del anuario y no deseaba que yo lo supiese. Eso es todo.

Pero tal vez eso no sea todo. Ha estado soñando con ella.

Ha caminado sonámbulo. Fue a hacerle una visita.

Lane rememoró la forma en que contemplaba el cadáver desnudo, cuando le encontró en el desván. ¿Y si está obsesionado con ella? Quizá desee que Bonnie sea una vampira, acaso quiera verla convertirse de nuevo en una preciosa muchacha, tal vez anhele…

Vamos. Es papá, no Kramer. Papá no hubiera…

Las cosas que le decía a Bonnie… Pero estaba dormido.

Hablaba en sueños. Despierto no habría…

Despierto, hacía diez minutos, estaba contemplando las fotografías de Bonnie. ¿En qué pensaba? ¿Se preguntaba cómo podrían ser las cosas si Bonnie resucitara aquella noche?

Sólo es un hombre.

No, no es sólo un hombre. Es papá. Hace todo esto por el libro, no porque le haya calentado las pajaritas una estudiante de bachillerato.

Lane no pudo acabarse el emparedado. Tiró los restos, tomó un trago de agua y regresó apresuradamente al dormitorio. Cerró la puerta. Arrojó la bata encima de la silla. Se descalzó. Se echó en la cama y se cubrió con la ropa hasta el cuello, se acurrucó de costado y se abrazó el vientre.

Papá no es así, se dijo. No es un pervertido. Nos quiere a mí y a mamá.

Incluso le dijo a Bonnie que nos quiere.

Como cualquiera podría decírselo a su amante. Asegura que nos quiere, pero fue allí y se disponía ya a arrancar la estaca.

¡Estaba dormido, por el amor de Dios!

Pero ¿y si yo no hubiera subido al desván?

La chica está muerta, se dijo Lane. Está muerta. No es ninguna vampira. No hubiese vuelto a la vida. Eso son chorradas y papá lo sabe y punto.

Pero quizá…

Lane empezó a rezar un padrenuestro, musitando las palabras. Eso interrumpió sus pensamientos. La tranquilizó. Rezó otro, esa vez sin pronunciar las palabras, mentalmente. Y luego, otro.

La despertaron unos suaves golpecitos dados a la puerta.

Se dio la vuelta, para colocarse boca arriba, en tanto se abría la puerta. Su padre asomó la cabeza.

—¿Han llegado ya Pete y Bárbara? —preguntó Lane.

—Todavía no, pero tienes visita.

—¿Estaba dormida? —llegó una voz desde el pasillo, detrás de su padre.

Lane se quedó sin aliento.

—Ahora está despierta —dijo Larry.

—Desde luego —dijo Kramer—, no era preciso molestarla.

—Todo está bien —dijo el padre, por encima del hombro, al tiempo que entraba en la estancia—. De todas formas, ya era hora de que se levantase. No tardarán en llegar unos invitados.

Indicó a Kramer que entrase.

—¡Paaaapá!

—¿Qué pasa?

—Estoy en la cama.

“Esto es un sueño”.

—Si ella prefiere…

—No ocurre nada. Simplemente es su acostumbrada actitud pudorosa.

Kramer entró en la habitación.

“Está aquí. El hijo de perra está en mi dormitorio”. Lane se esforzó en sonreír.

La sonrisa de Kramer, por otra parte, parecía irresoluta e inquieta.

—Me he dejado caer por aquí para ver qué te había ocurrido. Confío en que no te haya atacado ningún virus o algo así el sábado por la noche, cuando asistimos a la representación teatral.

“No fue precisamente un virus lo que me atacó”, pensó Lane.

Kramer pasó junto a Larry y se acercó a la cama. Llevaba en la mano una carpeta como la que utilizaba Larry para guardar las fotos de Bonnie.

—Por si acaso tardaras un poco en ir a clase —manifestó—, pensé que podía traerte estos deberes de la semana.

—Gracias —murmuró Lane.

—Muy amable de tu parte, Hal —dijo Larry.

Kramer le dirigió una sonrisa.

—No voy a permitir que mi alumna estrella se quede rezagada. —Dejó la carpeta sobre la mesita de noche. Preguntó—: ¿Cómo te encuentras?

—No muy bien.

—Lo siento. ¿Crees que podrás levantarte y…?

A lo lejos, sonó el timbre del teléfono.

—Iré a descolgarlo —dijo Larry—. Jean está tomando un baño.

Salió del cuarto.

“No puedo creerlo pensó Lane. Esto es una pesadilla”.

Kramer se sentó en el borde de la cama y le sonrió.

—Evidentemente, has ocultado nuestro pequeño secreto. La chica asintió. No se creía capaz de pronunciar una sola palabra.

—Eso está muy bien, querida. Pero no me ha gustado el que te quedases hoy en casa. Te eché de menos. —Introdujo una mano por debajo de la ropa. La miró a los ojos mientras le daba un suave achuchón al seno derecho—. Tú también me echaste de menos, ¿verdad?

Lane abrió la boca para poder respirar. Se estremeció. Kramer dejó escapar una suave risita. Lanzó una ojeada al hueco de la puerta, clavó luego los ojos en el rostro de la muchacha y fue bajando la mano por la pechera de la camisa de dormir.

Lane se atragantó.

—No.

—Chisst. Llevo en el bolsillo un amigo de corte muy afilado.

La mano llegó a la piel, por debajo la arrugada tela de la camisa. Lane apretó las piernas. Pero la mano de Kramer, hábil, se metió a la fuerza entre los muslos. Lane empezó a lloriquear.

—Podría degollarte fácilmente en un segundo. Y luego hacerle lo mismo a tu padre. Y a tu madre. Está tomando un baño. Resultaría divertido.

Kramer apartó la mano.

—Hasta luego —dijo. Salió al pasillo y cerró la puerta.