Capítulo 42

Cuando Lane se despertó, el sol inundaba su dormitorio. Durante un rato, se sintió estupendamente. Luego, el recuerdo de lo ocurrido la noche anterior con Kramer se abatió demoledoramente sobre ella. Enferma de vergüenza y terror, tiró hacia atrás la ropa de la cama, se incorporó y se apretó el vientre.

No lograba poner en orden sus ideas. Su cerebro era un torrente de horribles imágenes que mantenían desbocado su corazón, ardiente la piel y contraído el estómago.

Trató de expulsar aquellas imágenes. Era como pretender empujar al fondo de una caja docenas de serpientes que no cesaran de retorcerse. Las cabezas emergían una y otra vez, la atacaban, le clavaban los colmillos. Pero, por fin, consiguió meterlas a todas allí y cerrar la tapa. Aunque ya no las veía, continuaba oyéndolas silbar y golpear, deseosas de salir de la caja y lastimarla.

Lane se sentó en la cama, jadeante, con el sudor deslizándosele por la cara y el camisón pegado a la piel.

“Mataré a ese mal nacido”, pensó.

Ah, claro que lo mataré.

¿Qué voy a hacer?

Con lo de la noche anterior, Kramer no había tenido suficiente. Lo dejó bien claro y si Lane le procuraba algún problema a causa de ello, la liquidaría con la navaja y también a sus padres. Los mataría a todos.

Lo mismo que había asesinado a Jessica y a su familia.

Dios mío, pensó Lane. ¿De dónde ha salido esa idea? Desde luego, Kramer no dijo tal cosa.

Pero los había matado. De súbito, Lane tuvo la certeza de ello. Jessica asistía a la sexta clase de Kramer. Sin duda estuvo saliendo con él, hasta que empezó a ponerle en dificultades. Kramer fue quien le propinó aquella paliza, quien le rompió el brazo. No había sido Benson, después de todo. Kramer le dio una lección para que cooperase, pero eso no bastó. Quizá la chica no quería tener más tratos con él. Acaso Kramer temió que Jessica pudiera irse de la lengua. Entró subrepticiamente en su casa, mató a toda la familia y luego prendió fuego al edificio.

“Nos hará lo mismo a nosotros”.

Cuando Lane entró en la sala de estar, su padre le dirigió una sonrisa turbada. El hombre estaba en su sillón, con un libro en rústica en la mano y una taza de café en la mesa de la lámpara, a su lado.

—Buenas tardes —saludó Larry.

Lane le dio un beso en la mejilla. Le rascó la barba.

—¿Dónde está mamá?

—Fue a misa de doce.

—Me alegro de que no me despertara para que fuera yo también.

—Supuso que necesitabas dormir. ¿Descansaste bien?

—Muy bien, supongo.

—Espero que no hayas tenido pesadillas con vampiros.

—No creo —dijo Lane. De tener pesadillas, pensó, no las protagonizarían vampiros—. ¿Y tú?

—Tu madre y yo estuvimos levantados hasta después de la salida del sol.

Lane consiguió sonreír.

—¿Manteniendo una pequeña discusión?

—La cosa acabó bien. Mejor de lo que merezco, creo. Cuando la veas, no se te ocurra sacar a colación el tema de la invitada que tenemos en el garaje.

—Me pregunto qué suerte habrá corrido Pete.

—No oímos detonaciones.

—Buena señal.

—No creo que tu madre se hubiera manifestado tan clemente en el caso de ser ella quien se mojara los pantalones.

—Paaaapá.

Larry emitió una risita en tono bajo y sacudió la cabeza.

—De todas formas, hay bollos en la cocina.

—¡Puafff! Quizá tome un bocado por ahí. Vaya comprar unas cuantas cosas a la galería comercial. Y es posible que luego me dé un garbeo por el centro. ¿Necesitas algo?

—Mis existencias de limpiapipas están un poco bajas.

—Muy bien. —Lane se dirigió a la puerta—. Hasta luego.

—Que te diviertas.

En la calle, la muchacha sacó las llaves de la bolsa de tela de mahón que llevaba al hombro. Cerró la puerta frontal y se llegó con paso rápido al Mustang. Se puso al volante y echó la pesada bolsa en el asiento contiguo.

Cuando se alejaba de la casa, el estómago empezó a alborotársele. Hacía calor dentro del coche, pero mantuvo subidos los cristales de las ventanillas y no puso en marcha el aire acondicionado. Aunque el calor no ponía coto a sus escalofríos, le pareció reconfortante.

A una manzana de su casa, Lane detuvo el Mustang. Metió la mano en un bolsillo de la blusa. Sacó una hoja de papel doblada y la desplegó. Mientras estudiaba la primera de las direcciones que había copiado del listín telefónico, introdujo la mano entre los botones de la blusa y se frotó suavemente el pecho izquierdo. Tenía resentidos los dos senos, pero el izquierdo le dolía más que el derecho. Antes de vestirse le había echado un vistazo y comprobó que las magulladuras lo sembraban de manchas purpúreas.

Se aprendió de memoria la dirección, sacó la mano de debajo de la blusa, volvió a doblar el papel y se lo guardó con cuidado en el bolsillo.

Condujo rumbo a aquellas señas.

Aparcó junto al bordillo y, por la ventanilla del asiento contiguo, miró la casa móvil. Se encontraba sobre unos cimientos, a cierta distancia de la calle; junto a una de sus esquinas había una camioneta bastante desvencijada y, delante de esta, una motocicleta. No tenía calzada de acceso, ni césped. Sólo la casa y los vehículos estacionados en una parcela de desierto.

Parecía la clase de sitio donde uno esperaría encontrar inadaptados.

Parecía exactamente la clase de lugar donde Lane esperaría encontrar a Riley Benson.

“Debo de estar loca”.

Cogió la bandolera del bolso y tiró de este al apearse del coche. Se lo echó al hombro. Con piernas vacilantes, rodeó el Mustang por delante, subió a la acera, hizo rechinar la gravilla y subió los contados escalones que llevaban a la puerta frontal.

Pulsó el timbre, pero no sonó dentro tintineo alguno. Así que llamó con los nudillos.

—¿Sí? —era una voz de mujer—. ¿Quién es?

—Una amiga de Riley —contestó Lane.

Se abrió la puerta. La mujer que apareció al otro lado del umbral parecía demasiado joven para ser la madre de Riley. Tendría veintiocho o veintinueve años. Sus ojos azules daban la impresión de ser excesivamente claros para la bronceada morenez del rostro. La rubia cabellera, cuidadosamente peinada, le caía sobre los hombros, mientras el flequillo le llegaba hasta las cejas. Su polo, teñido de rosa pálido, tenía un corte en el escote que dejaba el diafragma al descubierto. Lane distinguió los pezones a través del tejido. La mujer llevaba vaqueros ajustados, bastante caídos sobre las caderas. Iba descalza.

“No parece la madre de nadie pensó Lane. Quizá sea hermana de Benson. O tal vez el muchacho ha encontrado ya una sustituta para Jessica”.

—No te quedes ahí como una papanatas —dijo la mujer—. Entra.

—¿Vive aquí Riley? —preguntó Lane, al tiempo que acababa de subir los peldaños.

—¿No dijiste que eres amiga suya? Seguro que no lo pareces.

—Bueno, conocía a Jessica.

—Poco es.

Dentro, la casa móvil olía bien: aroma de café mezclado con efluvios de perfume y posiblemente de cera para pisos.

—Siéntate, querida. Le diré que estás aquí.

Lane se sentó a la mesa situada en la zona de la cocina y miró a la mujer, que se alejó por un pasillo estrecho. Los vaqueros estaban deshilachados por los cortes de las perneras y harapientas hebras de mahón colgaban sobre la parte posterior de los muslos. El derecho estaba señalado por una contusión que le recordó a Lane las que aquella misma mañana había visto en su propio cuerpo.

Casi en el otro extremo del pasillo, la mujer llamó suavemente a una puerta. Luego la abrió, plegándola a un lado, entró en el cuarto, y Lane dejó de verla.

—Tienes visita, cariño.

Aunque habló en voz baja, Lane lo oyó perfectamente.

—¿Eh?

—Bueno, quítate esos benditos auriculares.

—¿Qué?

—Que tienes visita.

—¿Los polizontes?

—No, no son los polizontes. Es una guapa jovencita que dice que es amiga de Jessica.

—Oh, por Jesucristo.

—Cuida tu lenguaje.

—No quiero ver a nadie, mamá.

“¿Es su madre?”

—Anda, ponte la camisa, sal y habla con ella. Y procura meterte en la cabeza que has de expresarte civilizadamente.

Cuando la madre de Riley salía del cuarto, Lane miró hacia otro lado. El salero de encima de la mesa era un perro de plástico, el pimentero, una boca de incendios de color rojo.

—Ahora mismo viene —anunció la mujer—. Sin embargo, debo advertirte de que últimamente está de muy mal humor. Primero fue el asesinato de Jessica, después la policía le estuvo molestando y luego tuvo ciertas discordias con una alumna del instituto y le han expulsado. Ha sido una semana fatal para él, pobre chico.

—Lo siento de verdad —dijo Lane—. Tengo parte de culpa, creo. Yo soy quien le ha echado del instituto.

La madre de Riley enarcó las cejas.

—Espero que no te lastimara. Me he enterado de lo que hizo y…

—¡Tú!

La madre de Riley volvió la cabeza.

—Sé amable, cariño.

Riley pasó por su lado.

—¿Qué estás haciendo aquí, Dunbar?

—Sólo quiero hablar un momento contigo.

—Sea lo que fuere lo que quieras decir, me niego a escucharlo.

La madre le miró, fruncido el ceño, y apoyó los puños en las caderas.

—¿No oíste lo que dije acerca de ser amable?

—¡Mamá, por el amor de Dios!

—Sólo quiero hablar contigo un momento —repitió Lane—. Es realmente importante.

—Tal vez sea mejor que salgáis ahí delante. En esta casa no hay mucha intimidad —propuso la mujer. Clavó los ojos en Riley—. Pórtate como un caballero o lo lamentarás.

Riley arrugó la nariz. Lanzó una mirada furibunda a Lane.

—Vale. Salgamos. Pero acaba en seguida.

Lane se puso en pie.

—Encantada de conocerla, señora Benson.

—Para mí ha sido un placer, bonita. —Tendió la mano—. Mi nombre es Melanie. Puedes llamarme Mel.

Lane estrechó la mano de la mujer.

—Yo me llamo Lane Durban.

—Espero verte por aquí a menudo.

—No contengas la respiración —le dijo Riley.

Salió primero. Lane le siguió a la calle. Riley se sentó en la capota del Mustang.

—Está bien, ¿cuál es la jodida idea?

—Tienes una madre muy simpática.

—Sí, seguro, es en todo un encanto. Agradece el que probablemente nos esté observando, porque, de no ser así, te haría papilla, putón de mierda.

—He venido a decirte quién mató a Jessica.

Riley puso en sus labios una sonrisa burlona.

—Sí, claro.

—Fue Kramer.

La sonrisa burlona se volatilizó. Riley contempló a Lane con fijeza. No pronunció palabra.

—Kramer me cogió anoche por su cuenta. Me dio una paliza y me violó.

Se entornaron los párpados de Riley.

—No parece que te hayan pegado mucho —su voz sonó más tranquila, como insegura.

—No me hizo nada en la cara.

—¿Cómo me consta que te hizo algo?

Lane examinó el terreno por delante de sí. Al otro lado de la calle todo era campo vacío, la yerma ladera de una colina. De espaldas a la casa de Riley, se desabrochó tres botones de la pechera. Se abrió el escote de la blusa lo suficiente para que Riley pudiera verle los senos.

—Esto sólo es parte de lo que me hizo —murmuró Lane, y se abrochó de nuevo la blusa.

—¿Kramer te hizo eso?

—Y mucho más. Y lleva encima una navaja barbera. Dijo que la utilizaría conmigo si lo contaba. Dijo que nos mataría a mí y a mi familia. Creo que eso es lo que les ocurrió a Jessica y a sus padres.

Riley se encorvó hacia adelante y se agarró las rodillas. Agachó la cabeza. Permaneció así un rato, sentado en la capota del automóvil, hundida la mirada en el suelo. Por último, alzó la cabeza y sus ojos se encontraron con los de Lane.

—Jessica también estaba así. Después de que le dieran aquella paliza. Explicó que una panda de gamberros la sacudió detrás del minicentro comercial.

—Fue Kramer.

—Le mataré —decidió Riley.

—Y yo te ayudaré.

Lane volteó hacia adelante el bolso de mahón. Sosteniéndoselo contra el vientre, introdujo la mano y sacó un revólver.

—Es de mi padre —dijo—. Sólo es un veintidós, pero…

—Servirá estupendamente —aseguró Riley.

Lane aguardó en el coche mientras Riley volvía a entrar en su casa. Transcurrieron varios minutos. Luego, el muchacho salió de nuevo y fue a ocupar el otro asiento delantero, junto a Lane.

—Le he dicho a la vieja que vamos al cine, a la primera sesión.

Lane sacó el papel del bolsillo de la blusa. Miró la segunda dirección.

—¿Qué es eso?

—Aquí es donde vive Kramer.

—Muy bien.

Lane guardó el papel y emprendió la marcha.

Riley tiró de la vuelta de sus vaqueros azules, bajó la mano y la subió armada con un cuchillo. Lane le echó un vistazo. Parecía un arma realmente dañina. La hoja debía de tener veinte centímetros de longitud.

—El plan es el siguiente —dijo Riley—. Tú te encargarás de mantener encañonado al hijo de puta. Yo lo liquidaré. No dispares a menos que intente lanzarse sobre ti.

—Cada uno será la coartada del otro —manifestó Lane, con voz temblorosa.

—A la mierda las coartadas. No me importa que se me carguen por esto.

—A mí sí que me importa. Ya tu madre seguro que también. Si nos cogen, puede que no nos acusen de nada o que todo acabe en sentencia suspendida. Quiero decir que no creo que un jurado nos vaya a quitar de la circulación por esto. Pero, de todas formas, procuremos hacer el trabajo de manera que la policía no venga luego a husmear.

—¿Ah, sí? ¿Cómo supones tú que podemos llevar a cabo la operación?

—¿Por qué no lo hacemos de modo y manera que parezca un suicidio? ¡Una mierda! Voy a cortarle la polla. Voy a cortarle la cabeza.

—Podríamos obligarle a redactar una nota de suicida. Obligarle a confesar lo que le hizo a Jessica. Por escrito. Después le colgamos. Allí mismo, en su casa.

—Lees demasiados jodidos libros.

—Merece la pena intentarlo.

En la calle donde residía Kramer, a dos manzanas de donde debería de estar su domicilio, Lane acercó el coche a la acera. Se volvió de cara a Riley. El muchacho tenía el cuchillo en la mano derecha y pasaba la hoja a lo largo de la pernera de sus descoloridos vaqueros.

—¿Por qué no nos acercamos a pie desde aquí? —propuso Lane—. Así, no será probable que alguien relacione el Mustang con lo que le suceda a Kramer. —Hizo una pausa y trató de recuperar el aliento. No había hecho nada, pero se sentía como si acabara de subir corriendo un tramo de escalera—. Yo iré delante. Dame un par de minutos de ventaja.

—Estarás allí sola con él.

—No sé —murmuró Lane.

Se puso el bolso en la falda y echó dentro las llaves. Tras lanzar una rápida mirada en torno, para cerciorarse de que no había nadie a la vista, sacó el revólver. Dejó el bolso en el suelo del coche. Se echó hacia atrás en el asiento, tiró de los faldones de la blusa, alzó la parte delantera y deslizó el cañón del revólver por debajo del cinturón de la falda. La boca del arma sólo descendió dos centímetros y medio antes de tocar el monte de Venus. Se bajó el vuelo de la blusa y mantuvo el revólver contra el vientre. Abrió la portezuela y se apeó.

—Buena suerte —le deseó Riley.

—Gracias.

Cerró la portezuela. De cara al vehículo, empujó el revólver hacia abajo hasta que quedó bien sujeto entre la falda y el cuerpo. Bajó la vista sobre sí. Los faldones sueltos de la blusa disimulaban los bultos.

La espalda de la blusa se le pegaba a la piel. La separó, pero en cuanto apartó la mano de allí, la tela volvió a ceñirse a la piel.

En aquella vecindad no había aceras, de modo que Lane caminó por la calzada. El cañón del arma se le clavaba en la ingle. El punto de mira a veces le rasgaba la cara interior del muslo izquierdo, por lo que, al cabo de un momento, empujó lateralmente la culata. Entonces, la boca del revólver le golpeaba el muslo derecho a cada paso. Pero la superficie del cañón era lisa y no le arañaba la piel como el punto de mira.

Le recordó la noche anterior, cuando introdujo la base del crucifijo por debajo de la cintura de los vaqueros. Anoche, una cruz. Hoy, un revólver.

“Este es un mundo condenadamente extraño”, pensó. Continuó andando.

“Un pecado mortal —pensó—. Al asesinar a Kramer, me arriesgo a ir al infierno. Incluso aunque sea Riley el que haga el trabajo sucio. A los ojos de Dios, seré tan culpable como él”

¿Qué se supone que debo hacer, dejar que Kramer me siga violando? ¿Dejarle que mate a papá ya mamá?

Esto es defensa propia. Lane no sabía gran cosa acerca de la política eclesiástica, pero, al parecer, las tolerancias e indulgencias estaban hechas para las personas que mataban en defensa propia, la guerra y esa clase de cosas. Desde luego, así lo esperaba.

Al llegar a la siguiente esquina, sacó el papel del bolsillo. Lo desdobló. Entornó los párpados ante el reflejo de la luz del sol sobre la blancura del papel y leyó de nuevo la dirección.

Ochocientos treinta y ocho.

Volvió la cabeza. Riley se había apeado del coche.

Lane guardó el papel. Se secó el sudor de la cara pasándose la manga. Siguió adelante. El sol se abatía sobre su espalda como un manto de calor. Hubiera querido llevarse la mano a la espalda y separarse de la piel el fondillo de las bragas, pero Riley la vería hacerlo.

La casa que tenía a la derecha era la número ochocientos treinta y seis.

La siguiente era la de Kramer. Una casita de adobe, con ventanal. El camino de acceso estaba vacío.

Jadeando, con el corazón latiendo desacompasadamente y los músculos de las piernas como jalea, Lane avanzó por el camino de entrada.

No había garaje. Sólo un cobertizo para automóviles. La ranchera no estaba en el cobertizo.

No se veía por ninguna parte.

¡Kramer no está en su casa!

“Después de todo esto pensó Lane, tiene que estar”. Subió al pórtico de entrada. Pulsó el timbre y oyó suaves campanilleos dentro de la casa.

Esperó.

Deseó recobrar el aliento y poder respirar normalmente.

Deslizó la mano por dentro de la blusa y curvó los sudorosos dedos alrededor de la culata del revólver de su padre. El cañón se movió, golpeándole la entrepierna. Pensó en la boca de Kramer aplicada allí abajo.

—Vamos, hijo de puta —murmuró.

Encontraron la ranchera un cuarto de hora después, estacionada en el rebosante aparcamiento del puerto deportivo.

El portillo de tela metálica, cerrado la noche anterior, aparecía ahora abierto del todo. Lane no lo cruzó. De pie ante la entrada, sola, miró el vacío embarcadero de Kramer.

Luego regresó al coche. Abrió la portezuela, subió el revólver para que el cañón no se le clavara en la carne y se deslizó en el asiento del conductor.

—Ha zarpado en su barca —informó.

—¡Mierda!

—Dios, no sé. Quizá no sea tan malo.

Lane sacó el revólver de debajo de la blusa y lo guardó en el bolso de mahón.

—Sí, un cuerno.

—Hubiera resultado bastante difícil salir bien librados aquí. Hay un montón de gente.

—Sí, pero podríamos haberlo dejado hundido en el río a varios metros de profundidad.

—Ya lo sé.

—¡Mierda! —repitió Riley.

—No podemos hacer nada. Tendremos que idear alguna otra cosa.

—¿Como qué?

Lane meneó la cabeza y puso la marcha atrás. Condujo hacia la salida del aparcamiento.

—Querrá violarme otra vez. Dijo que el lunes o el miércoles. Seguramente me indicará algún sitio donde encontrarnos. Un lugar donde estemos más o menos a solas. Tal vez pueda decirte por anticipado qué sitio es ese. Puedes estar esperándonos allí.

—Suena bien.

Lane desembocó en el paseo de la Ribera.

—¿Quieres que te lleve al centro?

—Por mí, vale. —Le dirigió una extraña mirada—. ¿A ti te va bien?

—Sí, creo que sí. Dispondré de tiempo para tranquilizarme.

—¿Olvidas con quién estás?

Lane le miró.

—Con Riley Benson. Un tipo duro. Lo único que tienes que hacer es no ejercer de tipo duro conmigo, ¿conforme?

—Contigo, no, Lane.