Pete fue a su casa en busca de la cámara de vídeo. Jean y Lane abandonaron la cocina para ir a vestirse. Bárbara, aún sentada en la silla que Jean llevó del comedor, tenía los brazos cruzados por debajo de los pechos y no cesaba de menear la cabeza.
Tembloroso y temiéndose que de un momento a otro empezaran a castañetearle los dientes, Larry tomó un sorbo de café. Estaba tibio. Se dio cuenta entonces de que se había olvidado de ofrecer una taza a sus invitados.
—¿Quieres un poco de café? —subsanó el lapsus.
—Gracias, pero me parece que no. Probablemente acabaría derramándomelo encima. Dios, es emocionante.
—Sí —murmuró Larry.
—Es como algo salido de un libro. De uno de tus libros.
—Confío en que no acabe como uno de ellos.
—Tú y yo, muchacho. —Emitió una risita nerviosa—. Saldré en el libro, ¿verdad?
—Desde luego. Ya figuras en él. —Se las arregló para sonreír—. Tú eres la que encontró el cadáver.
—Lo encontró Pete. Pero yo fui quien rompió el suelo del rellano de la escalera, ¿no?
—Sí.
—Espero que no me describas como una patosa gorda, ¿eh?
—De eso, nada. Te encantará tu personaje.
Bárbara asintió, movió la cabeza despacio varias veces en sentido vertical; luego cambió de dirección y la meneó a Un lado y a otro.
—No puedo creer que vosotros dos hayáis hecho de verdad todo esto.
—A mí también me cuesta trabajo creerlo.
—Pero Jean sí puede.
Larry gimió:
—No me lo recuerdes.
—Se le pasará —dijo Bárbara—. Cuando se haya acabado todo y se dé cuenta de lo que representa. Ya sabes, el hecho de que sea verdad. Será estupendo.
—Eso espero.
—Me juego algo a que hasta harán una película. De Niro sería perfecto para personificar a Pete. Necesitarán alguien grande para mí. Aunque no hace falta que sea una estrella famosa. Grande, grande.
—¿Qué te parece Susan Anton?
La satisfacción la inundó.
—Eh, eso sería imponente. Ahora, ¿qué me dices de Jean y de ti? Alguien menudita y mona para Jean. ¿Te parece bien esa moza de la voz ronca que hizo Oficial y caballero?
—Debra Winger.
—Sería perfecta para Jean. En cuanto a ti, tenemos un par donde elegir.
—¿En serio?
—Nick Nolte o Gary Busey.
Larry rio entre dientes al tiempo que sentía el rubor subiéndosele a la cara.
—Un montón de gracias.
—De nada, sería estupendo. Cualquiera de los dos.
—Al menos no has propuesto a George Kennedy.
Larry oyó aproximarse unos pasos lentos. Lane entró en la cocina, con zapatillas deportivas, vaqueros y gruesa camisa de cuadros escoceses. Una camisa de faldones muy largos. La llevaba embutida debajo de los pantalones.
Empuñaba un crucifijo en la mano derecha. El de la pared de su habitación.
Parecía idéntico al que Larry había visto colgando alrededor del cuello de Uriah. El que detuvo la bala.
—Que tu madre no vea eso —le advirtió Larry.
—Probablemente tienes razón.
La muchacha lo introdujo por debajo de la pechera de la camisa y el extremo inferior de la cruz quedaba sujeto por la cintura de los vaqueros. Cuando Lane acabó la operación, la holgada camisa no permitía observar el menor rastro del crucifijo.
—No tendrás, por casualidad, uno de sobra —le pidió Bárbara.
Lane se desabrochó el cuello de la camisa y sacó una pequeña cruz dorada. La cruz, con su cadena, procedía de los padres de Larry. Se la regalaron a la chica el día de su primera comunión. Larry no sabía que la hubiese llevado encima tanto tiempo.
—Acerca un vampiro —dijo— y la gente empezará a descubrir la religión.
—Desde luego, ibas preparada —dijo Bárbara a Lane.
—Anda, toma.
Lane empezó a bregar con el cierre de la cadena, con las manos detrás del cuello.
—No, no. Eh, no me preocupan los vampiros.
—Tómala, de todas maneras. —Y le tendió la cruz y la cadena.
—Bueno… —Bárbara miró a Larry.
—¿Por qué no?
—Bien. ¿Por qué no? —Bárbara se pasó la cadena alrededor del cuello y cerró el broche. Luego dispuso la cruz de forma que quedase en mitad de la pechera del chándal—. Gracias, cielo. Si algo empieza a indicar que la niña esa se apresta a darme un mordisco, la sacudiré con esto y la enviaré a hacer puñetas.
—Esa es la idea —dijo Lane—. Mamá siempre lleva la suya, de modo que siempre está protegida.
“Todos están protegidos”, pensó Larry. Se dijo que él no creía en vampiros. Se dijo que las cruces no le impedirían cagarse de miedo patas abajo. Pero, a pesar de todo, se alegraba de que los demás las llevaran.
Bárbara acarició el pelo a Lane. Curvó el labio superior.
—¿No deberías darle una mano de cepillo a la pelambrera? Puesto que Pete va a grabar esto para la posteridad…
—Claro. —Lane se mostró de acuerdo—. Iré por el cepillo.
Bárbara se puso en pie al tiempo que decía:
—Necesito un espejo.
Salió de la cocina, en pos de Lane.
Larry se quedó solo a la mesa.
“Oh, cielos —pensó—. Ya estamos metidos en harina”. Por lo menos, acabaremos de una vez. Dejaré de estar sobre ascuas. Dios, Bonnie. ¿Qué va a ocurrir?
“Seré tuya”, pareció decirle la muchacha.
Desde luego. Bueno. Seguirás tendida ahí, muerta. “No cuentes con ello”.
¿Y si los mata a todos, menos a mí?
Se imaginó a sí mismo tirando de la estaca. Y a Bonnie transformándose repentinamente. Muy repentinamente. En un segundo determinado, es una bruja reseca cuya sonrisa parece una mueca y al segundo siguiente se ha convertido en una preciosa jovencita que, un segundo después, salta fuera del ataúd y, con un aullido escalofriante, se lanza al ataque. Se precipita sobre los cuerpos de las personas, rompe cuellos, desgarra gargantas con los dientes y Larry permanece de pie allí, impotente, sin poder hacer otra cosa que presenciar la carnicería, demasiado aturdido para sentir dolor por la pérdida de Jean y Lane, de Pete y Bárbara.
Cuando todos están muertos sobre el piso del garaje, Bonnie se le acerca, cubierto su cuerpo desnudo por una capa de sangre. Levanta hacia él las manos, de las que gotea el líquido rojo. “Ahora estaremos juntos toda la eternidad”.
Vamos, déjalo, se conminó Larry. Mi maldita imaginación. No va a suceder así. Ni por lo más remoto.
Pero había empezado a fantasear de nuevo, a verse en la escena, de modo que se levantó y se alejó de la mesa. Se dirigió con paso rápido a la sala de estar. Bárbara estaba de pie ante la chimenea; se contemplaba en el espejo de encima de la repisa, mientras se cepillaba el pelo. A su lado, Lane parecía contemplar el vacío. Larry puso un brazo en torno a la chica.
Esta dio un respingo, le miró y se apretó contra él.
En el momento en que se oía el distante rumor del agua, al tirar alguien de la cadena, la puerta de la calle se abría y entraba Pete. Calzaba botas y vestía vaqueros y jersey de cuello de cisne. Una correa de cuero le cruzaba el pecho al estilo bandolera de Sam Browne. Llevaba sobre el hombro la cámara de vídeo. La mano derecha empuñaba un arco.
—¿Todos a punto y ávidos de emprender la marcha? —preguntó.
—Estamos esperando a Jean —dijo Larry, con la vista clavada en el arco.
—Hombre, casi no puedo creer que por fin vayamos a hacerlo.
—Yo tampoco —confesó Larry.
—Y de noche, nada menos.
Bárbara se apartó del espejo y miró a su esposo.
—¿Qué haces con eso?
—¿Con esto? —Pete levantó el arco—. Uriah me dio la idea. —Se dirigió a Larry—. Con esta criaturita, yo solía cazar Ciervos.
—Oh, por favor, ya está bien —dijo Jean, que entraba desde el pasillo—. No eres una persona seria.
—Flechas de madera, querida. Tan buenas como una estaca cuando es cuestión de despachar vampiros. Mejor, incluso. Uno no tiene que acercarse tanto, hasta la intimidad personal, como si dijéramos.
—Creí que todos estábamos de acuerdo en que no creíamos en vampiros.
—Las precauciones tampoco hacen daño —le dijo Larry.
—Dios, sois de lo que no hay.
—Si esto te molesta —dijo Pete—, considéralo un accesorio teatral. Habrá un vídeo de la acción, ya sabes.
Evidentemente, Jean lo sabía muy bien. No sólo se había cepillado el pelo, sino que también se había pintado los labios. Iba vestida con un mono de velludillo azul y botas blancas. Incluso se había puesto al cuello su pañuelo Anne Klein.
Larry comprendió que tanto una como otro Jean con su pañuelo y Pete con su jersey de cuello de cisne eligieron aquellas prendas para cubrir la región corporal preferida tradicionalmente por los vampiros sedientos. No le extrañaba que lo hubiesen hecho a propósito.
Pete se llevó el visor al ojo y la videocámara empezó a emitir su zumbido. Giró despacio para tomarlos a todos. Después mantuvo el objetivo enfocado sobre Jean mientras la mujer cruzaba la estancia para reunirse con Larry y Lane. Jean le dirigió una sonrisa afectada y meneó la cabeza. Se detuvo junto a Larry y le rodeó con un brazo. Bárbara entró en campo, aproximándose a Lane.
—Aquí estamos —dijo Pete, al tiempo que filmaba al grupo—. El animoso e intrépido equipo se prepara para emprender la peligrosa misión de arrancar la estaca del pecho del cadáver.
—¿Ese cacharro graba el sonido? —preguntó Jean.
—Faltaría más —respondió Pete—. ¿Alguna última frase lapidaria antes de embarcamos en nuestra aventura?
Larry denegó con la cabeza.
—Di algo —le instó Bárbara.
—Bien… Lo cierto es que ninguno de nosotros cree en vampiros. Quiero que eso quede claro. Pero el cuerpo que encontramos… es el de una muchacha llamada Bonnie Saxon, a la que asesinó un hombre que sí creía de verdad en los vampiros. Creía que ella era una vampira, y la mató clavándole una estaca en el corazón. Vamos a arrancar esa estaca dentro de unos momentos. A ver qué sucede.
—Impresionante —dijo Pete—. ¿Alguien más?
Nadie se brindó.
—De acuerdo —dijo Pete—. Vamos a cumplir la tarea.
Salieron por la puerta de atrás de la cocina. Jean fue la primera en llegar al garaje y encendió la luz de arriba antes de que los demás llegasen.
Cuando todos se encontraban dentro, Pete sugirió:
—¿Por qué no cerramos la puerta?
—Mejor no —se opuso Larry.
—Sí —dijo Bárbara—. Nunca se sabe, igual tenemos que salir zumbando para salvar la piel.
—Ya está bien —murmuró Jean.
Larry dejó abierta la puerta del garaje. Subió a la plataforma y alzó la mano para coger la cuerda suspendida del techo.
—Un momento —pidió Pete—. Cógela, Barb.
Tendió la cámara a su mujer.
—¿Qué se supone que he de hacer con ella?
—Nos filmas mientras bajamos el ataúd. —Le indicó cómo funcionaba la cámara—. Tienes que mirar por aquí. Lo que ves es lo que graba el aparato. No tienes más que apretar este botón y eso es todo. ¿Vale?
—Creo que sí.
Pete dejó la aljaba y el arco en el suelo de cemento. Se reunió con Larry encima de la plataforma y volvió la cabeza para mirar a Bárbara.
—Muy bien, empieza a rodar y sigue hasta que te diga que pares.
—Sí, amo.
Larry cogió el extremo de la soga. Bajó la trampilla y Pete le ayudó a desplegar la escala.
—Como si estuvieras en tu casa —le dijo Larry.
Pete empezó a subir. A mitad de la escalera de mano, miró por encima del hombro y agitó el brazo.
—El famoso último saludo —dijo.
—Déjate ya de pamplinas —le conminó Bárbara.
Larry sonrió a la mujer. Jean y Lane estaban junto a ella. Jean tenía las manos hundidas en los bolsillos del mono. Encorvados los hombros, daba la impresión de estar rechinando los dientes. Lane, por su parte, enseñaba la dentadura. Se rodeaba el pecho con los brazos. Sus ojos tropezaron con los de Larry.
—Ten cuidado, papá —recomendó—. No vayas a caerte o algo así.
Larry murmuró un “Gracias” y se volvió hacia la escalera en el instante en que las botas de Pete desaparecían por el hueco de la trampilla.
—¡No! —exclamó Pete—. ¡EN EL NOMBRE DE DIOS, NO! A Larry se le puso el corazón en la boca.
Oyó el jadeo de las mujeres.
—¡Cuidado! —era la voz de Jean.
Desde las alturas les llegó la risa de Pete.
Detrás de Larry, algo restalló. Oyó ruido de cristales rotos.
El sonriente rostro de Pete apareció en lo alto de la escala.
—Sólo era una broma —dijo.
—¡Cabrón! —gritó Larry.
Dio media vuelta y vio a Bárbara caída en el suelo, boca arriba. En la entrepierna de sus pantalones rojos aparecía una mancha oscura que iba ensanchándose. La orina se filtraba y goteaba sobre el cemento, entre las piernas de la mujer. La cámara se encontraba también en el suelo, a cosa de un metro por detrás de la cabeza de Bárbara.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Pete.
Larry le fulminó con los ojos.
—¡Idiota! Le has dado a Bárbara tal susto, que se ha caído de espaldas. Creo que tu cámara se cascó.
—¡No!
Esa vez, el grito fue auténtico.
—Sí —confirmó Larry.
Mientras Pete bajaba apresuradamente por la escalera de mano, Jean y Lane ayudaron a su esposa a levantarse. Bárbara se puso en pie, sin dejar de hacer muecas ni de frotarse los glúteos, y con los ojos bajados sobre su propia persona. Su voz sonó aguda, discordante y temblorosa.
—No puedo creerlo.
Estalló en sollozos.
Pete se puso delante de ella.
—No me pegues —dijo.
La mujer se le quedó mirando y rompió a llorar. Después salió corriendo del garaje, sembró un reguero de gotas sobre el hormigón del piso y se alejó cojeando paseo abajo, con las piernas separadas.
—Esta vez sí que la he cagado —murmuró Pete.
—Puedes asegurarlo —manifestó Jean.
—Vaya, hombre. —Durante unos segundos pareció estar a punto de ir en pos de Bárbara. Luego negó con la cabeza. Miró el charquito del suelo del garaje, volvió a menear la cabeza, dio unos pasos hacia la videocámara y se agachó junto ella. La recogió. Hizo lo propio con los trozos de plástico y cristal rotos—. Vaya, hombre —repitió.
—Te está bien empleado —dijo Jean.
—Lo siento. Hombre, lo siento mucho.
—Ahórrate tus excusas para Bárbara —le aconsejó Jean.
—Sí. He metido la pata hasta el fondo, ¿eh?
—¿Y ahora, qué? —preguntó Lane.
Pete miró a Larry con el entrecejo fruncido.
—¿No podemos aplazarlo? Quiero decir, tenemos que grabarlo todo en vídeo. Compré esta cámara especialmente para… Dios, ¿por qué tenía que andar haciendo el payaso?
—¿Crees que puedes repararla? —preguntó Larry.
—No lo sé. Tendré que mirar a ver. Pero, aunque pudiera arreglarla, hasta mañana no me será factible comprar las piezas rotas.
—¿Hoy, quieres decir? —preguntó Lane.
—Sí, claro. Es domingo. ¿No podemos dejarlo hasta el lunes? Para entonces, habré arreglado esta o comprado una nueva. ¿Vale?
—Jean tiene la palabra —dijo Larry—. ¿Puedes esperar hasta el lunes?
Jean suspiró.
—No quiero ser yo quien estropee… Sí, supongo que está bien. Esperaremos hasta entonces. —Sacudió la cabeza con disgusto—. Con una condición. Cerraremos el garaje con llave hasta el lunes. Pondremos un cerrojo. —Miró a Larry—. No quiero que vuelvas a venir aquí, ni sonámbulo ni de ninguna otra manera.
—Tampoco yo quiero —dijo Larry.
—Eso es formidable —dijo Pete—. Gracias.
—Vale más que vuelvas a tu casa —aconsejó Jean— y cuides a Bárbara.
—Si es que me deja entrar. Santo Dios, seguramente estará telefoneando a algún abogado para que tramite el divorcio. O quizás está entretenida cargando mi revólver.
Complacido en cierto modo por las tribulaciones de Pete, Larry le palmeó en el hombro.
—Si oímos disparos, llamaremos a una ambulancia.
—Una tonelada de gracias, socio.