Capítulo 40

—Supongo que tú y yo tenemos que charlar un poco —dijo Larry.

—¿Qué es eso que tienes en el garaje?

—Es una larga historia. ¿Por qué no preparas un poco de café? Iré a llamar a tu madre.

—¿Vas a decírselo a mamá?

—Sí. Creo que sería mejor contárselo.

—Si temes que me chive…

—No, no es eso. Tengo que explicarle lo que pasa.

Salió de la cocina. Larry tiró el filtro usado, puso uno nuevo en el depósito de plástico de la cafetera, añadió café molido y encajó el depósito en su sitio. Vertió agua por la boca del recipiente. Apretó el interruptor de ENCENDIDO. Brilló la lucecita roja. La muchacha se quedó mirándola.

“Todo se desquicia en estos tiempos”.

Un eufemismo para describir este jodido año, pensó Lane.

Se sentó en el borde de la cama y sacudió a Jean suavemente por el hombro. La mujer exhaló un gruñido al tiempo que daba media vuelta. Miró a Larry, entornados los párpados.

—¿Eh? ¿Qué pa…?

—Tienes que levantarte —dijo Larry.

De súbito, la mujer pareció alarmada y completamente despierta.

—¿Ocurre algo malo?

—No hay fuego ni nada de eso. Nadie está enfermo ni herido. Sólo ocurre que es preciso que hablemos.

—¡Oh, Dios mío! ¿Qué? ¡Vamos, dime!

—Lane espera en la cocina.

—¿Está bien?

—Estupendamente. Se trata de mí. Te lo explicaré todo en cuestión de minutos.

Jean se incorporó. Sus ojos tenían una mirada extraña. Una expresión de miedo y dolor. Se oprimió entre los dientes el labio inferior.

—Tampoco tienes que inquietarte de ese modo.

—¿Nos abandonas?

—No, no. Santo Dios, no.

Se había caído un tirante del camisón y el hombro y el seno derecho de Jean estaban a la vista. Larry ahuecó la mano sobre aquel pecho y besó a su mujer en los labios.

Cuando retiraba la cabeza, Jean le miró a los ojos.

—¿Tienes un lío?

—No, te quiero, Jean. —Levantó el tirante hasta dejar de nuevo en el hombro y volvió a besar a su esposa. Le rodearon los brazos de Jean. Le apretó contra ella frenéticamente—. Vamos, ya. Lane nos está esperando —insistió Larry.

Jean le soltó.

Larry se puso en pie. Aguardó mientras Jean saltaba de la cama y se ponía la bata. Luego la cogió de la mano y la condujo fuera de la alcoba. Al entrar en la cocina, los envolvió el aroma agradable del café.

—Estará listo dentro de un par de minutos —dijo Lane.

Intercambió con Jean una sonrisa en la que se apreciaba cierta angustia.

—¿Sabes a qué viene todo esto? —le preguntó Jean.

—La verdad es que no.

Ambas miraron a Larry.

—Venga, sentaos —dijo él.

Se sentaron a la mesa. Larry permaneció de pie, detrás de su silla, cuyo respaldo cogía con las manos.

—¿Te acuerdas del cadáver que encontramos? —preguntó a Jean.

—¿Qué hay de eso?

Larry volvió la cara hacia Lane.

—Cuando tu madre y yo explorábamos en el desierto, con Pete y Bárbara, encontramos un cadáver en un hotel abandonado de Llano de la Artemisa. Es una ciudad fantasma de cosa de cincuenta…

—¿Allí es donde la encontraste?

—Sí.

Jean enarcó las cejas.

—Creí que habíamos convenido no decírselo a Lane…

—No se lo he dicho. —Notó que una mueca le contraía el rostro. Ahora viene el jaleo, pensó. Respiró hondo—. Lane ha visto el cadáver. Esta noche. Está en el desván del garaje.

Jean se le quedó mirando boquiabierta. El color desapareció de su semblante. Silabeó, en voz baja:

—Me tomas el pelo.

—Pete y yo volvimos allí y nos lo trajimos. Mientras vosotras dos estabais en Los Ángeles.

—Estás de guasa —insistió la mujer.

—No está de guasa —intervino Lane.

Larry se apartó de la mesa. El café había dejado de humear en la cafetera automática. Larry abrió el aparador.

—Estamos escribiendo un libro sobre eso. Estoy escribiendo el libro.

—Un libro —musitó Jean.

—Un libro de vampiros —añadió Larry, al tiempo que cogía tres tazas—. No es una obra de imaginación.

Procedió a llenar las tazas. Le temblaba la mano y derramó café en el mostrador.

—¿Me estás diciendo… que Pete y tú sacasteis esa cosa horrible de debajo de la escalera, que os la habéis traído a casa y que está en nuestro garaje?

—Eso mismo. Y estoy escribiendo un libro sobre ello.

—Un libro de vampiros —murmuró Lane. Parecía hablar consigo misma.

Larry les sirvió las tazas. Lane tenía los ojos clavados en el centro de la mesa. Jean alzó la cabeza y le observó mientras colocaba la taza delante de ella.

—Has perdido la razón —dictaminó.

—Lo sé. —Larry se sentó—. Ya imaginaba que te ibas a sulfurar…

—¿Sulfurarme? ¿Yo? ¿Por qué iba a sulfurarme? Mi marido se trae a casa un maldito fiambre y lo esconde en nuestro garaje…

—Hombre, papá…

—Lo siento. Ya sé que fue una estupidez. Pero Pete y yo nos figuramos que…

—Pete —se entrecerraron los ojos de Jean—. Me apuesto algo a que fue idea suya.

—Bueno, sí. Pero yo la secundé. Estamos hablando de un libro importante. Puede enriquecemos.

—Asaltar un banco también —dijo Jean. Apoyó las manos en la mesa. Echó la silla hacia atrás. Se puso en pie y fue hacia el teléfono—. ¿Lo sabe Bárbara?

—No. ¿Qué haces? —preguntó Larry.

Jean no contestó. Marcó unos números en el teclado del teléfono.

—Oh, chico —bisbiseó Lane.

Larry gruñó. Se arrepentía de haber mencionado a Pete.

Pero había sido idea de Pete.

Ahora tendremos a dos esposas subiéndose por las paredes.

“Sería estupendo —pensó— que Pete estuviera aquí para prestarme un poco de apoyo moral”.

—Soy Jean. —Su voz sonaba tranquila—. Quisiera hablar con Bárbara… No, no es ninguna broma… Sí, de verdad, ajá… Hola, Bárbara, aquí, Jean… Sí, yo diría que no. Algo anda mal. Me gustaría que tú y Pete os dejarais caer por aquí ahora mismo… Digamos que nuestros queridos esposos han hecho una de campeonato. Tráete algo bien afilado. Puede que no podamos resistir las ganas de asesinarlos.

“Al menos, no ha perdido el sentido del humor”, pensó Larry.

Jean colgó.

—Estarán aquí en seguida —informó.

—Maravilloso.

Jean se sentó, tomó un sorbo de café, dejó la taza, miró con el ceño fruncido a Larry y dijo:

—¿Qué estabas haciendo esta noche en el garaje con el fiambre?

La pregunta le sobresaltó. Notó que se le subían los colores a la cara.

—Nada.

—¿Qué significa “nada”? Tú estabas allí con eso, ¿no? —miró a Lane—. ¿Estaba allí o no?

—Andaba dormido —respondió Lane—. No sabía lo que estaba haciendo.

—¿Y qué estaba haciendo?

Lane miró a su padre. Apretó los labios.

—Anda, díselo —animó Larry—. Así lo sabremos todos.

—Papá hablaba con… el cadáver. Supongo que estaba soñando o algo así y ambos mantenían una conversación. —Volvió los ojos hacia el hombre—. Creo que ella trataba de convencerte para que le arrancases la estaca.

—¡Oh, por el amor de Dios! —jadeó Jean. Lane giró bruscamente la cabeza hacia su madre.

—Él no hizo nada —se le atropellaron las palabras—. Quiero decir que no se daba cuenta de que aquella criatura fuese un supuesto vampiro, pero… le desperté antes de que pudiera arrancarle la estaca.

—¿Y qué estabas haciendo tú allí, jovencita?

—Me preocupaba de papá. No creí que tuviera que pasarse toda la noche en el sofá sólo porque se hubiese tomado un par de copas de más. —Dedicó a Jean un fruncimiento de ceño—. De modo que, después de tomar mi baño, fui a despertarle para que se metiera en la cama. Pero no estaba en el salón. Entonces vi que se dirigía al garaje. Le seguí. Tenía miedo de que se hiciera daño. Una adivina cuando algo no va bien. Papá andaba en sueños. No sabía qué diablos estaba haciendo.

—Seguiste a tu padre al desván y le viste de charla con un cadáver. —Jean miró a Larry—. Supongo que te sientes muy orgulloso de ti mismo.

—No pude evitarlo, Jean. Estaba dormido.

—Estaba verdaderamente dormido, mamá. Deberías haber escuchado el grito ululante que soltó cuando le desperté.

Sonó el timbre de la puerta. Sin pronunciar palabra, Jean se levantó de la mesa. Se acercó a Lane. Le sacudió la cabeza y luego pasó la mano con suavidad por la cabellera de la chica. Después salió apresuradamente de la cocina.

—No sabes cómo lo lamento —dijo Larry.

—Vale. Mamá está realmente mosqueada, ¿verdad?

—Me temo que sí. Ha sido una buena conmoción. Para las dos.

—Me alegro de que no arrancases la estaca.

—También yo. Iba a hacerlo, ¿eh?

—Sí. Ya la tenías en la mano cuando te desperté.

—¡Jesús!

—No creerás realmente que… —Lane meneó la cabeza.

—¿Que resucitaría? No lo sé. Probablemente no. Pero con todo, me alegro de que me lo impidieras. —Logró esbozar una sonrisa—. Y también te agradezco que me hayas defendido.

—Está bien.

—Eres una buena chica, digan lo que puedan decir los demás.

Lane soltó una carcajada e hizo una mueca. Desorbitó los ojos como si la hubiese sorprendido un dolor repentino. El color desapareció de su rostro.

—¿Qué te pasa?

La muchacha dirigió a su padre una mirada extraña. Durante un momento, Larry pensó que estaba a punto de confesarle algo terrible. Pero la chica dijo:

—Nada. Sólo que no estoy en plena forma. Retortijones. Ya sabes.

—¿Seguro que no es más que eso?

—¿No te parece suficiente?

—Puedes irte a la cama. No estás obligada a seguir aquí mientras estallan los fuegos artificiales.

—Por nada del mundo me los perdería.

Pete fue el primero en entrar en la cocina. Llevaba un batín azul sobre el pijama blanco e iba calzado con unos mocasines. La nariz, vendada. A juzgar por su rostro, muy bien podía ser un alumno de cuarto grado al que hubieran sorprendido in fraganti en el momento de poner una tachuela en el asiento de la silla del profesor. Al tropezar con la mirada de Larry, sus labios se movieron como si pronunciaran un “¿Qué ha pasado?”, pero de su boca no salió sonido alguno. Larry notó que se le curvaban los labios. Sacudió la cabeza.

—No sé qué es lo que habéis hecho, muchachos —dijo Bárbara mientras seguía a su marido a través de la puerta—, pero tengo la impresión de que os habéis cubierto de mierda.

Se recostó en el mostrador. Tenía el cabello revuelto y enlacado en los puntos más extraños. Aunque saltaba a la vista que no se lo había cepillado, sí era evidente que se tomó tiempo para vestirse. Llevaba zapatillas deportivas blancas y chándal de pantalones ajustados, de color rojo, y sudadera con la inscripción “Club de Natación de Alcatraz”.

“En otras circunstancias pensó Larry, me estaría preguntando si llevaba algo debajo de esas prendas”.

Comprendió que precisamente se lo estaba preguntando.

“Supongo que no estoy totalmente fuera de la cuestión”, pensó.

En tanto Pete tomaba asiento, Jean fue al comedor en busca de otra silla. La colocó cerca de la esquina de la mesa donde solían desayunar.

—Será mejor que te sientes para escuchar esto —aconsejó a Bárbara.

—¿Tan mala es la cosa?

Bárbara se apartó del mostrador y anduvo hacia la silla.

Larry observó la turgencia de los senos topando con la pechera del chándal. Evidentemente, no lleva sostén, decidió.

Se imaginó a Bonnie en su uniforme de animadora, con el jersey agitándose a impulsos de los movimientos. Vio cómo subía, dejando a la vista el vientre, cuando la muchacha saltaba. Cuando la chica descendía, la falda plisada se abombaba al elevarse.

—Larry —era la voz de Jean—. ¿Estás con nosotros?

—¿Eh? Claro.

Le asaltó un ramalazo de culpabilidad.

Jean ya estaba sentándose. Se dirigió a Bárbara:

—Parece que, aquí, nuestros dos genios han decidido escribir un libro sobre el cadáver que encontramos en Llano de la Artemisa. De modo que volvieron allí y se lo trajeron a casa. Está en nuestro garaje.

—¡Arrea! —exclamó Bárbara.

Pete esbozó una sonrisa torcida que alzó un extremo de su bigote.

Bárbara le dio un mamporro en el brazo y Larry observó las sacudidas que experimentó el logo tipo del equipo de Alcatraz.

—¡Eh! No hace falta que recurras a la violencia física. Es una idea brillante, amor mío. Tengo una participación del veinte por ciento de los beneficios.

Bárbara le arreó otro manotazo.

—Cierra el pico, ¿vale? Tienes rota la nariz, por el amor de Cristo.

—Debería partirte la cara. ¡Mierda! ¿Es que se te ha agujereado la calabaza?

—Sabíamos que esto os iba a disgustar —dijo Larry—. Por eso intentamos mantenerlo en secreto hasta que el libro estuviese acabado y pudiéramos desembarazamos del cadáver.

—Lane le ha sorprendido esta madrugada con él en el garaje.

Ahora fue Pete el que miró a Larry rabiosamente.

—¡Jesús, hombre!

—Pero no fue culpa suya —intervino Lane—. Andaba en sueños.

—¡Ah, claro! ¡Por Dios, hombre!

—¿Eres sonámbulo? —preguntó Bárbara—. ¡Esa sí que es buena!

Presintiendo que en ella tenía una aliada, Larry dijo:

—Sí, era algo así como paranormal y eso. Desde que trajimos ese cuerpo, no he parado de tener toda clase de sueños extraño. —Decidió no aludir al otro incidente de sonambulismo—. Es casi como si Bonnie tratara de comunicarse conmigo. Como telepatía o cosa por el estilo.

—Chorradas —dijo Pete—. Lo que ocurre es que estás obsesionado, ni más ni menos.

—¿Bonnie? —inquirió Jean.

—Así se llama —explicó Larry—. Bonnie Saxon.

—¿Sabes quién es? —Bárbara parecía excitada.

—Llevaba un anillo escolar. Estudió en el instituto Buford. Se graduó en 1968.

—El anuario —murmuró Lane.

—Sí. Encontré fotografías suyas. Fue animadora y “Reina del Ánimo” en las fiestas de Vuelta a Casa.

—¡Toma ya! —exclamó Bárbara—. ¿Ese asqueroso fiambre…?

—Y la asesinaron el verano siguiente a su graduación —continuó Larry—. Alguien pensó que era una vampira.

—Uriah Radley —añadió Pete—. El tipo que me rompió la nariz.

—¿Cómo? —estalló Bárbara.

Pete le sonrió, se arrellanó en la silla y cruzó los brazos sobre el pecho.

—Os mentimos en lo de ir a hacer prácticas de tiro.

Bárbara no le pegó. Se quedó mirándole fijamente. Parecía asombrada.

—Fuimos allí pensando que podríamos capturarle y traerlo para que respondiese de los asesinatos —explicó Pete—. Se cargó también a otras dos chicas del instituto. ¿Verdad, Lar?

—Eso parece. —Larry se volvió hacia Jean—. ¿Te acuerdas de que me pasaba horas y horas en la biblioteca? Investigaba lo relacionado con la chica.

—Dios, has estado mintiendo acerca de todo.

Larry hizo una mueca.

—Acerca de todo, no. Sólo en lo referente al caso de esta vampira.

—¿Fuisteis armados a detener a ese individuo? —inquirió Lane. Parecía tan intrigada como Bárbara.

Larry asintió.

—Sí. Estuvimos en un tris de cogerle —contestó Pete—. Deberías haber visto a ese hijo de Belcebú disparándonos flechas. Nos tomó por vampiros.

—¿Disparó contra vosotros? —preguntó Bárbara.

—Esto es demencial —musitó Jean.

—Y le faltó muy poco para que le clavara a Pete un estaca en el pecho, pero, por suerte, pude impedírselo.

—Me salvó el cuello. O, al menos, el corazón.

Se movieron los labios de Bárbara, pero ninguna palabra salió de ellos. Pete le dirigió una mirada de mártir. La mujer estiró el brazo hacia él y le acarició el hombro.

—¡Oh, cariño!

—¡Es increíble! —calificó Lane.

Larry le sonrió.

—Va a ser un buen libro, ¿eh?

—Sí.

—Se venderán millones de ejemplares —se animó Pete—. Lo mismo que El horror de Amityville. Seremos ricos y famosos.

—Infames —corrigió Jean—. La gente que lea algo como eso opinará que sois una pareja de mentecatos. Como ese fulano al que “catequizaron” unos monstruos del espacio. —Fulminó a Larry con la mirada—. ¿Quieres ser el hazmerreír de todo el mundo? —Con simulada voz de cateto pueblerino se burló—: “Mira, ahí va Larry Dunbar. Es el muchacho que cree en vampiros, sí, señor”.

—No será así —repuso Larry—. Se trata sólo del relato de lo que ha pasado. Tengo ya escrito una barbaridad y…

—¡Santo Dios, tengo que leerlo! —se entusiasmó Bárbara y su mano se inmovilizó sobre el hombro de Pete.

—Cuando esté terminado —dijo Larry—. Faltan sólo unos quince días más. Pero la cuestión es que, en el libro, dejo bien claro que yo no creo en vampiros. Cuento exactamente lo que sucedió… ya que Pete y yo pensamos que sería una idea estupenda para un libro. Ninguno de nosotros cree de verdad que el cadáver sea una vampira.

—Yo no —dijo Pete.

—Pero tampoco es ahora realmente una historia de vampiros. Se ha convertido en mucho más que eso. Ahora es un misterio criminal. Esas tres muchachas desaparecieron en 1968, y nadie sabe qué fue de ellas. Nadie, salvo nosotros.

—Y Uriah —adujo Pete.

—Sabemos quién las asesinó y por qué, e incluso tenemos uno de los cadáveres.

—En nuestro garaje —murmuró Jean.

—Y casi lograsteis que os mataran —dijo Bárbara.

—Pero tenemos la historia —declaró Larry—. La hemos conseguido. No creo que tuviésemos nada al empezar. Es como tú dices, Jean. No teníamos nada salvo un par de chalados que se llevan a casa un cadáver por si da la casualidad de que se trata de una muchacha vampiro y, para averiguarlo, no tienen que hacer más que arrancarle la estaca, a ver si resucita. Y entonces lo hacen y la muchacha muerta sigue tendida allí. Y sanseacabó. Menudo éxito. Todo se viene abajo. Pero la cuestión es que no importa el que sea o no una vampira. La chica representa un homicidio, y podemos citar el nombre del asesino.

—Que la mató porque creía que era una muchacha vampiro —subrayó Pete.

—La esposa y la hija de Uriah murieron asesinadas —dijo Larry—. Y a Uriah, vaya uno a saber por qué, se le metió en la cabeza la idea de que fueron víctimas de un vampiro. Incineró los cadáveres para que no pudiesen revivir. Luego salió de caza. Se cargó a Bonnie y a las otras dos chicas.

Jean le miró con el ceño fruncido y dijo:

—¿No os habréis montado toda esta historia a base de pura imaginación?

Larry comprendió que su mujer había estado escuchando con atención. Aunque no parecía tan fascinada como Lane y Bárbara, su enfado se había disuelto. Estaba interesada.

—En parte, son hipótesis —reconoció.

—En gran parte, debo suponer.

—No tanto —dijo Pete—. Lar ha reunido una gran cantidad de material periodístico: noticias, artículos, reportajes…

—Eso es grande —dijo Bárbara en voz baja.

—¿Grande? —añadió Pete—. Inmenso. Ahora bien, si arrancamos la estaca y resulta que es una vampira…

—Nos chupará la sangre y no habrá libro —remató Lane. Todos se la quedaron mirando.

—Sólo era una broma —musitó la chica, encendido el rubor en su rostro.

—Los vampiros no existen —le aseguró Jean.

—Ya lo sé. Eso ya lo sé.

—Eso lo sabemos todos, ¿no? —perseveró Jean. Su mirada vagó por los integrantes del grupo. Todos asintieron inclinando la cabeza. La mirada de la mujer se demoró sobre Larry—. ¿Trajiste ese ser aquí sólo para poder arrancarle la estaca?

—Sí. Supongo que sí.

—¿Eso es cuanto necesitas? Una vez le hayas retirado la estaca y compruebes que no es ninguna vampira, ¿asunto concluido? ¿Te darás por satisfecho? ¿Podremos desembarazamos del cadáver?

—Sí.

Pete arrugó el entrecejo. Al parecer recordaba sus proyectos de llevar aquel cuerpo de gira por los programas televisivos de entrevistas y variedades.

—Tendremos que entregárselo a la policía —le dijo Larry. Luego miró a Jean—. Las autoridades pueden continuar las investigaciones a partir de ahí y proceder a la busca y captura de Uriah.

Jean asintió con la cabeza.

—De acuerdo. Vamos al garaje y arrancas la estaca. Larry la miró fijamente.

Jean enarcó las cejas.

—Hablo en serio. Quiero ver esa estaca fuera del cadáver, la sacaremos ahora mismo. Quiero ver a esa criatura fuera de mi propiedad. Esta misma noche.

—Podría ser conveniente aguardar a que salga el sol —propuso Pete.

Jean le obsequió con una sonrisa burlona.

—Tienes que ser realista.

—Sólo por si acaso —sugirió Larry.

La sonrisa burlona se volvió sobre él.

—Por si acaso ¿qué?

—¡Sí! —contribuyó Bárbara, en voz alta y animada. Sonreía de oreja a oreja—. ¿Qué sois vosotros, un par de gallinas? Vamos a tirar de esa dichosa estaca, a ver si la nena se sienta y nos dice “Hola”.

—¡Qué diablos…!

—Está bien —accedió Larry.

—¡Oh, chico! —exclamó Lane. Parecía asustada.