Capítulo 39

Lane se pasó la toalla con toda la precaución posible, para secarse sin despertar la furia de las heridas. Luego dejó la toalla en su barra y se puso la bata. La suave tela se le pegó a la piel en las zonas a las que no llegó la toalla y aún estaban húmedas.

El cepillo de dientes seguía en la pileta del lavabo, con las cerdas y el mango cubiertos de pasta blanca. Lo enjuagó. Al comprender que no sería capaz de utilizarlo nunca más, lo tiró al cubo de los desperdicios.

“Diré que se me cayó al suelo y se ensució, o algo así”, se dijo.

En un armarito situado debajo de la ventana encontró su neceser de viaje. Sacó un cepillo de repuesto que llevaba en él. Se limpió los dientes otra vez. Cuando la pasta dentífrica se le espesó en la boca, volvió a atragantarse y los ojos se le llenaron de lágrimas. En esa ocasión, sin embargo, no devolvió. Escupió la pasta, se enjuagó la boca y dejó el cepillo en su sitio.

Luego se tomó tres cápsulas de aspirina, tragándolas con agua fría.

Tras revisar el inodoro y cerciorarse de que no había allí rastros de vómito, recogió sus ropas y abandonó el cuarto de baño.

Notó frío el pasillo. Aún había luz en el otro extremo. Se preguntó si su padre continuaría roncando en el sofá.

Su madre siempre se daba a todos los diablos cuando él bebía demasiado.

Tampoco es un crimen tan grave, pensó Lane.

Mamá debía sentirse contenta de estar casada con un hombre como él, y no armar tales tremolinas por una cuestión tan insignificante como aquella.

Lane entró en su dormitorio. Encendió la luz accionando el interruptor con el codo. Trasladó sus botas al armario y las puso dentro.

Se quedó mirándolas.

Su regalo, su premio por haber procurado el anuario a su padre.

“Dios mío —pensó—. Si Kramer no me hubiera ayudado a conseguir ese anuario, yo no habría empezado a quedarme después de clase. Y nada de esto hubiese ocurrido”.

“Me han violado por ti, papá”.

Mierda. Fue culpa mía.

“Ella pecó lastimosamente, y lastimosamente lo expió”.

¿De quién es eso? ¿De Shakespeare?

Kramer fue el que echó al aire la moneda para ver a quién le tocaba asistir a la representación de Hamlet, recordó Lane súbitamente. Lo tenía todo planeado.

Se acercó a la cama, con las prendas en la mano. Echó la falda y la blusa encima del lecho y alzó el sostén para observarlo a la luz. No parecía estar sucio.

Pero sí estaba lo bastante sucio, pensó. El hijo de mala madre lo había tocado.

Mientras examinaba la blusa y la falda, su mente volvió al lanzamiento de la moneda. ¿Cuándo fue? Antes de que mamá y yo fuéramos a ver a la abuela, la semana pasada. El viernes. Él lo hizo el viernes y hasta el lunes pasado no me consiguió el anuario.

Si él lanzó la moneda, entonces aquel viernes debía de tenerlo todo planeado para acostarse conmigo esta noche. Antes de lo del anuario. Antes de que yo empezara a quedarme hasta tarde, me cayera del taburete, me comportase como una idiota, me dejara el sostén en casa y todo eso. No ha tenido nada que ver con lo demás.

El mal nacido me eligió como víctima.

Lane proyectó de nuevo su atención sobre su tarea del momento. La blusa y la falda estaban bien. No podría ponérselas de nuevo, pero las manchas no las habían estropeado.

Las echó en el cesto. Contempló la cama. No deseaba acostarse, le resultaría imposible dormir. Permanecería echada allí, pensando. Y los peores pensamientos siempre le afluían cuando trataba de conciliar el sueño, y no quería afrontar los que le esperaban aquella noche.

¿Me habrá dejado embarazada? ¿Me habrá contagiado el sida? ¿Entrará subrepticiamente en casa alguna noche, con su navaja barbera, y nos asesinará a todos?

Mierda.

¿Quién necesita meterse en la cama para pensar en toda esa porquería?

Es muy poco probable que me haya dejado embarazada, teniendo tan cerca la menstruación. Pero ¿y el sida? Claro que, aunque él lo tenga, las posibilidades de…

Ya estamos, dale que te pego.

Y será peor cuando esté tendida ahí, con la luz apagada. Lo bonito es pasarse la noche sentada, mirando la televisión.

El televisor encendido, recordó. Y el pobre papá como un proscrito tendido en el sofá.

Lane salió del cuarto, sin saber a ciencia cierta qué iba a hacer. Quizá sentarse y contemplar la caja tonta. O acaso apagada y zarandear a su padre para despertarlo y que pudiera descansar a gusto durmiendo en su cama, que era donde debía estar.

De cualquier modo, ni el televisor ni la lámpara de la sala de estar tenían por qué permanecer encendidos toda la noche.

Lane se encaminó al salón, despacio. Aunque todo el cuerpo continuaba resentido, los dolores parecían haberse aplacado bastante. Tal vez las aspirinas contribuyeron a ello. Desde luego, la ducha sí. Y el largo baño caliente que tomó después de lavarse a fondo bajo el rocío de la ducha.

“El virus pudo haber entrado cuando él rompió el viejo himen. ¿No sería irónico? Morí porque era virgen. Nunca debí ser tan puñeteramente casta”.

“No me pasará nada se dijo. Me recobraré”.

El televisor continuaba funcionando, pero en la pantalla sólo se veía nieve. La lámpara del extremo del sofá también estaba encendida. Pero el padre de Lane se había ido.

Lane oyó el suave rumor y el golpe de una puerta corredera que se cerraba.

—¿Qué hace? ¿Ha vuelto a salir?

La muchacha pasó a la cocina y ahuecó las manos con los cantos apoyados en el cristal de la ventana para echar un vistazo. Su padre estaba allí fuera, sí. Caminaba de un modo extraño, como si no se hubiera espabilado del todo, como si le durase la intoxicación etílica. Anduvo hacia el garaje, dando bandazos, vacilando, bamboleándose un poco.

Lane abrió la puerta de la cocina. Estuvo a punto de llamarle, pero comprendió que un grito despertaría a su madre. Fuera lo que fuese lo que su padre se llevara entre manos, seguro que su madre se entrometería y le amargaría un poco la vida a causa de ello.

En el momento en que el padre abría la puerta del garaje, Lane salía de la casa y cerraba silenciosamente la de la cocina.

—¿Papá? —llamó, sin levantar mucho la voz.

El hombre no pareció oírla. Se desvaneció en la oscuridad interior.

Lane frunció el entrecejo. “Quizá deba volver a entrar en casa”, pensó. Pero ¿y si le ocurre algo? De todas formas, ¿qué está haciendo en el garaje?

El viento agitó el vuelo de la bata, separando la falda a ambos lados de las piernas y dejando estas al descubierto. Le gustó el modo en que el aire la acariciaba y dio por sentado que su frescura no la iba a molestar porque aún conservaba el calor del baño.

¿Y si papá me ve?

De mala gana, se recogió la bata en torno a las piernas. Hundió el agradable tejido entre los muslos.

Un resplandor blanco brilló de pronto en las tinieblas interiores del garaje. La luz parecía moverse. Lane pensó que debía de tratarse de la linterna de pilas que le regaló ella el Día del Padre. Tenía un tubo fluorescente, en vez de la bombilla que llevaban las linternas corrientes.

¿Buscará algo?, se preguntó Lane.

Al ir descalza, la muchacha se mantuvo fuera del césped.

Caminó por la terraza de cemento. Llegaba a la puerta del garaje cuando le vio.

Empuñaba la linterna con una mano. Se encontraba de pie encima de la plataforma colocada debajo de la trampilla del desván. Miraba hacia arriba, de espaldas a Lane. Movía la mano por encima de la cabeza, tratando de coger la cuerda suspendida de lo alto.

El aire lanzó un mechón de pelo sobre los ojos de Lane.

Dejó al descubierto todo el lado derecho de la joven y le acarició suavemente la piel. Mientras se detenía para cubrirse de nuevo con la bata, Lane observó que su padre atrapaba la soga y tiraba de la trampilla hacia abajo. El hombre posó la linterna a sus pies, encima de la plataforma. Desplegó la escala.

—¿Papá?

Como si no la hubiese oído, Larry recogió la linterna y empezó a subir por la escala.

¿Está sordo?

Lane corrió hacia él, temerosa que pudiera caerse.

No hacerle caso era impropio de su padre. Decididamente, le pasaba algo. O estaba borracho perdido o… sonámbulo.

Se detuvo al pie de la escala. Su padre casi había llegado arriba.

“Tal vez sea mejor que avise a mamá pensó Lane. Si anda en sueños, la cosa es seria. ¿Y si acaba lo que está haciendo, no sabe que está en el desván y se cae por el hueco de la trampilla?”

“Eso también puede ocurrirle mientras voy a avisar a mamá”, comprendió Lane.

El padre subió los últimos peldaños de la escala y se perdió de vista al arrastrarse por el suelo del desván.

Lane, decidida a no dejar a su padre, subió tras él. “¿Qué vaya hacer?”

Había oído en alguna parte que, a menudo, los sonámbulos se quedan muertos en el sitio si uno los despierta. Probablemente sea un estúpido cuento chino. Pero ¿y si es verdad?

Será mejor que no le quite ojo y procure evitar que se haga daño.

Por la abertura de encima de su cabeza, Lane vio la parte interior del tejado del garaje, con las vigas proyectando líneas de sombra sobre las planchas del techo. La linterna tenía que estar cerca, pero la muchacha no podía localizar a su padre.

Subió un poco más. Los travesaños se le clavaban en las plantas de los pies. Se percató de que le temblaban las piernas.

Cuando hizo un alto en el peldaño siguiente, la cabeza asomó ya por el piso del desván. Se detuvo. A menos de un metro, frente a su cara, había una caja de madera.

¿Un ataúd?

Ni hablar. Eso es ridículo.

Pero los escalofríos le treparon por la espalda. El corazón empezó a acelerar sus latidos y a remitir punzadas de dolor a través de su cuerpo. Tuvo la sensación de que sus músculos, doloridos y temblorosos ya, se fundían convirtiéndose en una especie de pastosas gachas calientes. Se aferró al escalón superior, por si acaso le fallaban las piernas y miró a su padre.

Se encontraba de pie en uno de los extremos de la caja. ¡No podía ser un ataúd!

Estaba allí, con la vista clavada en el interior de la caja. La linterna, que sostenía a la altura del pecho, dejaba en su rostro manchas de negrura.

—Lo sé —dijo el hombre.

Las palabras parecieron cortar el resuello a Lane. Comprendía que no le hablaba a ella.

—También yo te he echado de menos —dijo el hombre—. ¡Tanto!

Asintió como si oyese una voz dentro de su cabeza. Después abrió las piernas, encima de la caja, y se sentó en su extremo. Apoyó la linterna en la rodilla izquierda.

—¿Toda la eternidad? —preguntó. Al cabo de unos segundos, dijo—: Eso sería maravilloso, Bonnie.

Le costó un buen esfuerzo, pero Lane subió más. Larry no pareció darse cuenta de su presencia.

Lane se puso de rodillas en el piso del desván.

Su vista pasó por encima del borde de la caja.

Se quedó petrificada.

Era un ataúd, no estaba vacío y en su interior yacía algo muy semejante a una momia egipcia que alguien hubiera desenvuelto: la momia de una muchacha con una mueca horrible en la cara y un astil de madera sobresaliendo de su pecho entre unos pechos que parecían dos pequeñas láminas oblongas de cuero. Estaba completamente desnuda y papá estaba sentado a sus pies, desde donde podía verla entera, y no sólo la miraba, sino que también ¡le hablaba!

“No es posible que esto esté ocurriendo pensó Lane. Debo de haberme dormido y…

Él es el único que duerme.

—Lo sé —dijo el hombre, aunque no se dirigía a Lane—. Pero tengo miedo.

Asintió con la cabeza.

Se lanzó hacia adelante; sobre los bordes del ataúd. Se detuvo a la altura de la pelvis de la momia. De alargar Lane la mano, podría haberle tocado la pierna izquierda.

—También yo te quiero —dijo su padre. La angustia matizaba la voz—. Pero amo a mi mujer y a mi hija. No las abandonaré, ni siquiera por ti.

Aquellas palabras parecieron disipar la niebla que envolvía el cerebro de Lane.

—¿Lo prometes? —preguntó Larry.

“¡Está hablando con un cadáver! ¡De mí y de mamá!”

—Si les causas algún daño…

Volvió a asentir con la cabeza.

—Está bien. Lo haré.

Se inclinó hacia adelante y alargó la diestra hasta el pecho de la momia. Sus dedos se cerraron en seguida alrededor de la estaca.

—¡PAPÁ!

Lane descargó un puñetazo en la parte lateral de la rodilla de su padre. El impacto despidió la pierna de Larry hacia dentro. Se le cayó la linterna. La pierna del hombre chocó contra el ataúd. La linterna se estrelló contra el piso del altillo. Se apagó.

Las tinieblas se abatieron sobre los ojos de Lane. La muchacha se desplazó al frente.

—¿Eh? —Era la voz de su padre. Desconcertada. Luego rugió—: ¡Yiiiiiiiieeeeé!

Lane encontró la pierna de Larry. El hombre se quedó rígido y su grito se tornó aullido. Los brazos de la muchacha se cerraron en torno a su cintura.

—Papá —jadeó Lane, mientras él intentaba soltarse—. Papá, soy yo, Lane. Estás bien.

Larry dejó de chillar, suspendió los esfuerzos para liberarse. Emitió una serie de sonidos ahogados, quejumbrosos.

—Todo va bien —susurró Lane—. Todo va bien.

Notó que una mano se posaba en su espalda. Otra le tocó un lado de la cabeza, para trasladarse luego al rostro y rozárselo, con los dedos aleteando contra la mejilla. Mientras la acariciaba, entre sollozos, el hombre fue tranquilizándose.

Empezó a musitar: “¡Oh, Dios mío!”, una y otra vez.

—Todo va bien —continuó susurrando Lane.

Al cabo de un rato, su padre dijo:

—No sé qué estoy haciendo aquí.

—Creo que viniste sonámbulo.

—Ella me indujo. Ella me ha traído aquí. ¡Oh, Dios mío!

¿Le arranqué la estaca?

—No lo sé.

—¡Oh, Dios santo!

La mano se apartó del rostro de Lane. La muchacha notó que su padre se inclinaba hacia adelante.

—¿Qué haces?

Percibió el estremecimiento que sacudió todo el cuerpo de Larry.

—¿Papá?

—Aún está ahí. Gracias a Dios.

—Ea, vámonos.

—¿Cómo has llegado hasta aquí arriba? —cayó Larry en la cuenta de pronto.

—No te preocupes, papá. Bajemos de aquí procurando no rompernos el cuello.

Le soltó y se dio media vuelta. El padre mantuvo la mano sobre la espalda de Lane.

—Ten cuidado, cariño.

—Tú también.

El hueco de la trampilla era un rectángulo gris. Larry apartó la mano. Mientras ella se sentaba en el suelo y dirigía las piernas hacia la brecha, Lane le oyó moverse y salir de encima del ataúd.

—¿Por qué no aguardas quieto aquí mientras bajo y enciendo la luz del garaje?

—Bromeas, ¿no? —dijo Larry.

Ya volvía a hablar casi como su padre.

Lane adelantó el cuerpo. Bajó los pies hasta que tropezaron con el travesaño de un escalón.

—¿Estás bien? —le preguntó Larry.

—Sí.

Lane se agarró a los montantes de la escalera de mano y abandonó el piso del sotabanco. Empezó a bajar despacio, de espaldas a la escala, con los peldaños frotándole las nalgas y los faldones de la bata totalmente abiertos, de forma que, hasta el cinturón anudado al talle, nada le cubría el cuerpo por delante.

Confiaba en que su padre no la viera así.

Durante unos segundos se imaginó a sí misma tendida completamente desnuda en el ataúd del desván y su padre sentado sobre ella, contemplándola al resplandor de aquella linterna.

¿Quién es la momia?

Los pies de Lane llegaron a la plataforma de madera. Se bajó de la escala, se irguió y se ciñó la bata alrededor del cuerpo, cubriéndolo antes de darse media vuelta.

Su padre bajaba de cara a la escalera de mano. Cuando llegó a la plataforma, plegó la escala, cogió la cuerda y tiró para levantar la trampilla. Se cerró con un suave golpe.

Larry se apeó de la plataforma. Lane fue a él y le pasó un brazo por la espalda. El hombre la apretó fuerte contra su costado.

Caminaron juntos de regreso a la casa.