—¿Le importa si paro un momento en el puerto deportivo? —preguntó el señor Kramer, una vez dejaron a los otros alumnos. Se encontraban de regreso en el paseo de la Ribera, todavía a kilómetro y medio de la bocacalle que conducía a casa de Lane—. Me ahorraré el paseo hasta aquí mañana por la mañana.
—Ningún inconveniente, por lo que a mí respecta.
—Magnífico. No tardaré nada. Sólo necesito coger un par de cosas que dejé en la barca.
—¿Tiene una barca?
—No es gran cosa, pero es mía.
—Vaya, eso es guay.
“Guay pensó Lane. Mema. Deja ya de expresarte como una cría”.
El señor Kramer condujo la ranchera por una zona de aparcamiento hasta la fachada de la ferretería, allí dio media vuelta y regresó por el camino que acababan de recorrer. Antes, a la ida, cuando pasaron por delante del colegio de la comunidad, Lane se dio cuenta de que habían dejado atrás el puerto deportivo. Ahora pensó que o el señor Kramer no deseaba que los otros alumnos supiesen que tenía una barca o se había acordado repentinamente de que debía recoger aquellas cosas. De cualquier modo, Lane se alegraba. Le permitiría estar con el profesor un poco más de tiempo. Y le hacía sentirse especial el que el señor Kramer la llevara consigo, le permitiera echar un vistazo a su auténtico mundo.
“Para él soy más que una simple alumna —pensó—. Quiere que compruebe que él no es sólo un profesor”.
—Vaya —comentó el señor Kramer—, me parece que esta noche ha hecho un nuevo amigo.
—¿George? Sí. Es un chico muy agradable.
—Y un buen estudiante. Parece todo un joven caballero. ¿Le ha pedido que salga con él?
—No, difícilmente lo haría.
—Bueno, en tal caso, la velada le ha salido mal: dejó escapar una gran ocasión. Y no pretendo hacer un juego de palabras.
—George es más bien apocado. Pero es posible que le lleve al instituto en el coche. Él va a consultado con sus padres.
—No deja de ser una buena idea. Hablando de padres, casi es medianoche. No quiero que se vea en dificultades.
—Bueno, mis padres saben que la obra es muy larga. No creo que les importe que vuelva a casa un poco tarde. Sobre todo, sabiendo como saben que estoy con usted. Como es mi profesor y todo eso…
—Bueno. Está bien. No me llevará mucho tiempo. —No tardó en desviar el automóvil hacia el aparcamiento del puerto deportivo. Había allí unos cuantos coches y camionetas más, pero Lane no vio a ninguna persona. El señor Kramer dijo—: Apéese y venga conmigo. Le enseñaré el orgullo de mi flota.
—¡Formidable!
Lane se bajó de la ranchera. Se reunió con el señor Kramer delante del vehículo. Caminaron uno al lado del otro hacia el embarcadero. Un viento bastante gélido, que soplaba desde el río, le lanzó el pelo hacia atrás y ciñó contra su cuerpo la blusa y la falda. Se encogió sobre sí misma. Cruzó los brazos por delante del pecho.
—¿Frío?
—Un poco.
—Tenga.
El señor Kramer empezó a quitarse la chaqueta.
—No, no. De ninguna manera puedo aceptarlo. Estoy bien. De verdad.
—Insisto.
Se volvió hacia Lane, y mientras la blanca camisa deportiva se abombaba y la corbata se agitaba despedida hacia atrás por el viento, puso la chaqueta sobre los hombros de Lane. La chica agarró la solapa para evitar que el aire se llevase la prenda.
—Se va a quedar helado —advirtió Lane, temblorosa la voz.
—No. Pertenezco a una raza de vigorosos marinos.
—Si usted lo dice…
Descorrió el cerrojo de un portillo de tela metálica y lo mantuvo abierto para que Lane entrase en el muelle. Cuando avanzaba hacia la chica, el profesor llevaba los hombros encogidos.
—Se está congelando.
—¿Yo?
El señor Kramer arqueó la espalda, sacó pecho y se lo golpeó con los puños.
Lane soltó una carcajada. Una risa extraña, al tener los pulmones tensos y estremecidos. Se quedó sin aliento.
—Puede servirme de escudo —dijo el señor Kramer. Le dio media vuelta. Sosteniéndola por los hombros, se apretó contra su espalda y la condujo hacia adelante. Lane retorció el cuello para mirarle. Sus caras casi chocaron—. ¡Cuidado! —avisó el hombre—. ¡No querrá que tengamos otro accidente!
El embarcadero vibró bajo sus pies. Las barcas atracadas a ambos lados se bamboleaban e inclinaban sobre la inquieta superficie del río. La mayoría de las embarcaciones estaban a oscuras, pero en las cabinas de algunas brillaban luces. Lane se preguntó si habría gente en aquellas barcas iluminadas. No veía a nadie. Y confió en que nadie la viera a ella.
¿Y si mis padres se enteraran de que ando por aquí, tonteando de esta manera con el señor Kramer?
—Todo a babor —le dijo el hombre al oído. La hizo torcer a la izquierda, y la empujó a lo largo de un muelle. Pasaron por delante de un oscuro y balanceante velero y de un catamarán. El señor Kramer detuvo a Lane frente a la proa de una barca de motor que tendría por lo menos seis metros de eslora. Los rayos lunares relucían sobre la cubierta de proa y el parabrisas de la cabina.
El profesor se adelantó a Lane, con paso rápido, y la muchacha le siguió por una estrecha franja de muelle que corría a lo largo del costado de la embarcación. Cerca de la popa, el hombre apoyó el pie en la regala y saltó a la barca.
—Tenga cuidado al pasar —dijo.
Le tendió la mano. Lane la tomó, se sujetó la chaqueta con la que le quedaba libre y puso el pie en la baranda. Al tiempo que se impulsaba, el profesor dio un tirón. La muchacha se dejó ir, cayó en la oscilante cubierta y se tambaleó contra él.
El señor Kramer la acogió en sus brazos. La apretó contra sí.
—Brrrrr —hizo el hombre.
Su rostro estaba helado contra la mejilla de Lane. El pecho, firme contra los senos de la muchacha. Las manos subieron y bajaron al frotarle la espalda a Lane. Ella percibió los escalofríos del profesor.
—¿Por qué no bajamos un momento? —jadeó el señor Kramer—. Para entrar un poco en calor.
Lane asintió con la cabeza.
El profesor dio media vuelta, hizo girar la llave de la puerta de la cabina y la abrió.
—Usted primero. Y mire dónde pisa.
Lane se aventuró por la oscuridad. El viento se quedó fuera. Al pie de la escalerilla, se encontró en un cuarto estrecho y acogedor. La claridad de la luna entraba por los ojos de buey y proyectaba un resplandor grisáceo sobre los cojines que había frente a ella, a ambos lados.
Oyó cerrarse la puerta corredera. El flujo del ruido que producía el viento se interrumpió casi del todo.
—Pueden dormir tres personas —dijo Kramer—. Si son liliputienses.
—Estupendo —susurró Lane.
Se volvió, con cuidado para no perder el equilibrio, y observó que la borrosa figura del profesor se le acercaba.
—Un refugio en el que protegerse de la tempestad —dijo el hombre.
—Seguro. Tenga, se la devuelvo.
Lane se quitó la chaqueta de encima de los hombros.
—Échela por ahí, en cualquier sitio.
La muchacha dobló la chaqueta. Cuando se inclinaba para dejarla sobre un cojín, una mano le acarició la nuca y Lane dio un respingo.
—Lo siento. ¿La asusté?
—Un poco.
Lane se puso derecha. La mano descendió hasta su hombro. Luego, fueron las dos manos del señor Kramer las que estuvieron en sus hombros, frotándolos por encima del grueso tejido de mahón. Lane tenía la boca seca. El corazón empezó a latirle desacompasadamente.
—¿No te alivia? —preguntó el hombre.
—Sí. Pero… No puedo quedarme, de verdad.
—Lo sé. Nos iremos en cuestión de un minuto. Pero a ti te gusta, ¿verdad? Me consta que el otro día, después de clase, te gustaba. Realmente calma la tensión.
Continuó dándole masaje, presionándola en los hombros, moviendo los lados del cuello.
“No deberíamos estar haciendo esto pensó la chica. Aquí, no”. La cabeza le pesaba horrores. Apenas podía mantenerla erguida.
Las manos del señor Kramer se deslizaron cuello abajo. Se introdujeron dentro del escote. El broche superior de la blusa se abrió con un chasquido. Y las manos siguieron debajo de la tela, aplicando masaje a los hombros.
—Señor Kramer —musitó Lane.
—Hal. Llámame Hal.
—Hal. Es mejor que me vaya. De verdad.
—No pasa nada —dijo él—. No estamos haciendo nada inconfesable.
La sensación era mala. Pero también era una sensación buena. Increíblemente buena.
Aquellas manos grandes y cálidas se curvaron sobre los hombros y descendieron por los brazos. Lane se dio cuenta de que se llevaron con ellas los tirantes del sostén. En la parte inferior de su vientre, algo helado pareció saltar.
—Ahora estás tranquila… —susurró Kramer, sin dejar su masaje en los hombros.
—No deberíamos… Esto no es…
La boca de Kramer se posó suavemente sobre la de la muchacha y las palabras se perdieron.
—Oh, Lane.
Su aliento acarició los labios de la chica. Sus manos rozaron las mejillas de la joven con la misma delicadeza de la brisa. Se apartaron. Kramer la volvió a besar, abierta, cálida y tierna la boca.
Lane había soñado con aquello. Y, al convertirse en realidad, aquello era casi igual a como lo había soñado. Pero más excitante. Y más aterrador. Y, en cierto modo, más vergonzoso. No había esperado sentir miedo ni culpabilidad.
Esto ha ido ya demasiado lejos.
Pero se sintió impotente, apresada por la atracción de aquellos labios húmedos y cálidos.
Al tiempo que la besaba, Kramer soltó el siguiente broche de la blusa. Y luego otro…
“¡Jesús!”, pensó Lane.
Cuando saltó el último broche, Hal introdujo la lengua en la boca de Lane y abrió del todo la blusa.
La chica apartó la cara. La lengua del hombre salió de la boca y trazó una línea húmeda por la mejilla de Lane.
—He de volver a casa —jadeó ella—. Ahora mismo.
—Esto es lo que has estado esperando —dijo Hal, y le quitó la blusa de encima de los hombros. Ella intentó levantar los brazos, pero Hal tiró hacia abajo con más fuerza y logró sacar las mangas—. Es lo que ambos hemos estado esperando. Lo sabes muy bien.
—No.
La abrazó, inmovilizándole los brazos, la besó en la humedecida mejilla y le soltó los corchetes del sostén.
—¡No! ¡He dicho que no!
Lane se retorció, pero Kramer la oprimió contra sí.
—¿Qué es lo que te ocurre? —preguntó.
La muchacha no percibió enojo alguno en su voz. El hombre parecía desconcertado, incluso dolido.
—No está bien. Usted es un profesor.
—Hiciste todo lo que pudiste para seducirme. Bueno, soy humano. Has ganado. Ya me tienes.
Lane forcejeó para librarse del abrazo, pero el hombre la sujetó con firmeza.
—No hay motivo para que te asustes. Tranquilízate. Lane dejó de bregar.
—Eso está mejor. Mucho mejor. —Kramer aflojó la presión del abrazo. Sus manos vagaron por la espalda desnuda de Lane—. ¿No te alivia?
—Creo que sí.
—Eres una jovencita afortunada —dijo Kramer—. Todas me deseáis. Lo sabes, ¿verdad? —Las manos descendieron. Le acariciaron las nalgas—. Todas las hembras del instituto están locas por mí. Pero sólo unas cuantas me consiguen.
—Quiero irme a casa —articuló Lane, esforzándose en evitar que le temblase la voz—. Por favor.
—Te llevaré a tu casa.
Encontró el botón de la cadera de la falda. Lo desabrochó. Abrió el corte y bajó la cremallera.
—¡No!
—Te llevaré a casa en cuanto hayamos terminado.
La falda cayó en torno a los pies de Lane. Kramer deslizó la mano debajo de la tela de las bragas, por detrás. Los dedos apretaron los glúteos de Lane.
—Señor Kramer, no…
—Soy Hal. ¿Recuerdas?
Deslizó las bragas muslos abajo.
—¡Maldita sea!
Lane le propinó un empujón. Kramer dio un traspié hacia atrás y cayó encima de un cojín. Allí tendido, dijo:
—Eres una verdadera desilusión para mí, Lane.
La muchacha se dobló sobre sí misma. Las copas del sujetador habían abandonado los pechos y los tirantes se deslizaban por sus brazos. Tiró hacia arriba de las bragas. Se inclinó un poco más y el sostén descendió hasta las muñecas mientras la chica intentaba coger la falda. Antes de que pudiera levantarla, Hal estiró una pierna y sujetó la falda contra el suelo.
—¡Levante el pie de ahí!
Hal retiró la pierna con brusco movimiento. La falda, enganchada en el talón de Kramer, dio un violento tirón a las botas de Lane. Resbalaron los pies de la muchacha. Dejó escapar un grito entrecortado, dio un tumbo y movió los brazos para recobrar el equilibrio. El sujetador se agitó en las tinieblas. En el preciso instante en que recuperaba la verticalidad, Kramer se lanzó hacia adelante, agarró la falda con las dos manos y tiró de ella.
Lane perdió pie.
—¡No! —gritó mientras caía.
Las nalgas cayeron sobre el borde de un almohadón. La espalda chocó contra una superficie fría. Lane apoyó las manos y se impulsó hacia arriba.
Kramer se colocó entre las rodillas de la chica. Cogió a Lane por la garganta y la aplastó sobre el cojín. Con la otra mano, la punzó inmediatamente debajo del esternón.
El dolor estalló por todo el cuerpo de Lane. Se quedó sin aliento. Resolló, en un intento de aspirar algo de aire, pero los pulmones parecían habérsele quedado inútiles. Tuvo la sensación de que en su organismo nada funcionaba. Como si su cuerpo hubiese estallado en el núcleo central.
Kramer le soltó la garganta.
Lane trató de levantar la cabeza, pero no pudo.
—Estarás bien dentro de un minuto —dijo Kramer; su voz parecía débil al atravesar el estruendo que rugía en los oídos de la joven—. Te apliqué un golpecito en el plexo solar.
Es un ganglio nervioso, por si no estás fuerte en fisiología. Salvando un poco las distancias, viene a ser algo así como si a un hombre le agarraran por los testículos. Lamento haber tenido que hacértelo.
Lane comprobó que los dolores cedían y que ya le era posible respirar, mediante breves y lamentables bocanadas de aire.
—Pero te haré cosas peores —amenazó Kramer—, si te empeñas en ponerme las cosas difíciles.
Lane se dio cuenta de que le descalzaba una bota. Después, la otra. Las manos de Kramer fueron ascendiendo despacio por las piernas de la muchacha.
—No obstante, vamos a disfrutar de unas largas y maravillosas relaciones. A pesar de este principio más bien poco prometedor. Ya lo verás.
Notó que la boca del hombre se aplicaba a la entrepierna, por encima de las bragas. Sintió el contacto de los labios, de los dientes, de la lengua culebreante. Luego, la boca de Kramer se apartó de allí. El hombre rasgó las bragas por ambos lados y tiró de los restos de la tela para sacarlas de debajo de las nalgas de Lane.
—Esto es lo que tú querías —musitó. La joven captó cierto temblor en su voz—. Esto es lo que queremos los dos.
—Ya estás en casa —dijo el profesor—. Sana y salva. Y ni siquiera es tan terriblemente tarde como todo eso.
Las palabras parecían llegar desde muy lejos.
—Mírame.
Lane volvió la cabeza. De un modo confuso, comprendió que Kramer sonreía.
—Has pasado una velada de fábula, ¿verdad? Me consta que sí. Lo repetiremos, ¿no te parece? Tal vez el lunes o el miércoles. Ya determinaremos más adelante dónde y cuándo. Y tú estarás allí. ¿De acuerdo?
Lane se las arregló para asentir.
—No te he oído.
—Sí —bisbiseó la chica—. Estaré allí.
—Y no le contarás nunca a alma viviente alguna lo de nuestra pequeña fiesta, ¿conforme?
—No se lo contaré a nadie.
—¿Qué ocurrirá si lo haces?
—La navaja barbera.
—Exacto. —Kramer se palmeó el bolsillo de los pantalones—. ¿Y de quién se encargará la navaja barbera?
—De mis padres. Y de mí.
—Muy bien. Eres una alumna excelente. Ahora, entra en tu casa. Seguramente, tus padres te estarán esperando, de modo que es mejor que procures mostrarte alegre y vivaz. Tienes que ofrecer una interpretación convincente. Si por asomo sospecho que me has traicionado, ya sabes lo que pasará.
—Lo sé.
—Y no pienses que la policía puede salvarte. Ni hablar. Incluso aunque me detuvieran, saldré en seguida. Sabes lo que es libertad bajo fianza, ¿no?
—Lo sé.
—Y sabes lo que sucederá en cuanto esté en la calle.
—Lo sé.
—Muy bien. Ahora, buenas noches, cariño.
Lane se concentró en su mano y le vio accionar el mecanismo de la portezuela. Esta se abrió, apartándose de su hombro. Notó la frescura del aire nocturno.
—Dulces sueños —dijo Kramer.
Luego, Lane se quedó junto al bordillo, con la mirada en el automóvil, que se alejó y desapareció al doblar la esquina. La muchacha se volvió, despacio, de cara a la casa. La luz del porche estaba encendida.
“¿Cómo voy a fingir…?”
Se acercó a la casa extremando el cuidado al andar. Tenía la sensación de que Kramer había empotrado hasta lo más profundo de su cuerpo una gruesa rama, una rama en ascuas cuyo rescoldo cobraba vida a cada movimiento brusco que ella hacía.
“Se darán cuenta en seguida que algo va mal”, pensó.
—Diré que tengo la regla.
Se detuvo ante la puerta y, a la luz del porche, bajó la mirada sobre sí misma. La falda estaba arrugada. La alisó. Supuso que tenía todo el aspecto de que nada había sucedido. Mientras no pudiesen mirar debajo de la falda.
Kramer se había quedado con las bragas.
Un recuerdo de su primera cita amorosa, había dicho. “¿Qué voy a hacer?”
Trató de concentrarse.
“Lo único que ahora importa se dijo, es pasar por delante de papá y mamá sin que noten nada. No puedo permitir que sospechen lo más mínimo”.
Sacó el llavero, abrió la puerta y franqueó despacio el umbral.
El televisor estaba encendido.
Su padre yacía en el sofá. Roncaba.
Su madre no estaba en el salón.
“Gracias a Dios”.
Lane cerró silenciosamente la puerta de la calle. Pasó con todo sigilo junto al sofá, acabó de cruzar el salón y avanzó por el pasillo.
—¿Eres tú, tesoro? —preguntó su madre. La voz tenía un tono aturdido, como si la mujer hubiese estado durmiendo hasta un segundo antes.
—Sí.
Lane decoró su rostro con una sonrisa y se detuvo en el hueco de la puerta de la alcoba matrimonial. Recostada sobre los almohadones, su madre tenía un libro abierto en el regazo.
—¿Qué tal la obra?
—Bastante bien.
—¿Fuisteis luego a algún sitio?
—Sí. El señor Kramer nos llevó a tomar una pizza.
—Ah, eso sí que fue amabilidad por su parte. —La madre bostezó, se dio unas palmaditas en la boca y miró a Lane, entornados los párpados—. ¿Te encuentras bien?
—Tengo un maldito dolor de cabeza. Y retortijones.
—Oh, lo siento. Espero que se te pase pronto.
Lane se encogió de hombros.
—En cuanto me duche y tome una aspirina, como nueva.
—¿Qué hace tu padre?
—Duerme en el sofá.
—Está mal acostumbrado.
—Sí. También estaba muy afectado por el accidente de Pete.
—Las dos cosas. Creo que es mejor dejarle donde está.
—Vale. Buenas noche, mamá.
—Que duermas bien.
Lane fue a su dormitorio. Cuando salió, con la bata encima, la habitación de sus padres no proyectaba luz alguna sobre el pasillo.
En el cuarto de baño, la chica encendió la luz y cerró la puerta. Se desnudó. Sentada en el inodoro, se quitó el tampón.
No quiero estropear tu bonita falda, había dicho Kramer antes de colocárselo.
La verdad es que tenía una buena reserva en la barca.
El tubo del tampón estaba empapado de sangre y semen.
Lane comprendió que no debía tirarlo por la taza del retrete, pero tampoco podía dejar una prueba como aquella en el cubo de los desperdicios. Nunca había usado tampones. Si su madre lo viese…
Lo echó al inodoro y tiró de la cadena.
Se inclinó hacia atrás para contemplarse. En el punto donde Kramer la había pinchado, la piel estaba enrojecida. También estaban rojas las zonas donde las manos del profesor apretaron. Y donde los labios succionaron. Lane pensó que hasta podía oler la saliva del hombre. Una emanación dulzona y empalagosa. Pero no tan nauseabunda como el sabor que dejó en la boca de Lane.
Emitió un gruñido al echarse hacia adelante para observar su entrepierna. Los rizos rubios eran una mata enmarañada, lisa, seca, pegada a la piel. Debajo de aquel escaso vello, la piel tenía un tono rojizo, parecido al de los pechos. No vio sangre. Peor aún. Kramer la había lamido hasta limpiar la zona.
La vulva semejaba una herida en carne viva, brillantes y carmesí sus labios.
Hizo una mueca de dolor al juntar las piernas. Se puso en pie, fue cojeando hasta el lavabo y empezó a cepillarse los dientes. La pasta dentífrica tenía un sabor a menta que se superpuso al gusto de la saliva de Kramer.
Mientras se limpiaba los dientes contempló su imagen en el espejo del botiquín. Tenía el pelo como revuelto por el viento. Los ojos tenían color rojo donde debían tenerlo blanco y su aspecto era extraño, alucinado. A duras penas parecían sus ojos.
“Ya no soy yo —pensó—. Esa de ahí es alguna otra persona”.
Alguien a quien han jodido.
Jodido de verdad.
“Estoy destrozada —pensó—. Hundida, jodida”.
Y, si lo digo, seré carne muerta. Carne de tumba si no le dejo que me haga de nuevo lo que ya me ha hecho.
Una mierda voy a permitirle que me lo vuelva a hacer.
Un espeso glóbulo de espuma de pasta dentífrica rebasó el labio inferior de Lane. En el espejo, la muchacha lo vio derramarse sobre la barbilla. Se atragantó, de pronto. Con la mirada borrosa, dio media vuelta y se apartó del lavabo. Cayó de rodillas frente al inodoro, agarró los bordes con ambas manos y vomitó dentro de la taza.
Cuando hubo terminado de devolver, se arrastró hasta la bañera.