Capítulo 37

A Lane le temblaba la mano mientras procedía a aplicarse la sombra de ojos. No es ninguna cita, se dijo. Sólo una función escolar. En realidad, no pasa de ser una especie de excursión a la que estoy dando más importancia de la que tiene.

Se había pasado el día repitiéndoselo, pero no pareció servirle de gran cosa.

Probablemente ni siquiera se me presentará la ocasión de estar sola con él.

Sonó el timbre de la puerta y el corazón le dio un vuelco. “Ya está aquí”.

Lane respiró hondo, mientras procuraba calmarse, y luego se pasó el pincel del rimel por las pestañas. Apartó los útiles de maquillaje. Sacó el bolso del tocador y regresó ante el espejo del armario.

“¡No puedo ir vestida así!”, pensó de pronto. Observó que se le enrojecía la cara. No, está bien. Él no quiere que vayamos con traje de noche. Dijo que no se trataba de una fiesta de fin de curso.

Además, ella se había puesto aquel conjunto varias veces para ir a misa. Si es adecuado para ir a misa, es adecuado para asistir a una representación de Hamlet.

“Además, estoy guapa con él —pensó—. ¡Y soy yo!” Lane alzó los brazos. Aunque tenía húmedas las axilas, en la tela azul de la blusa no se apreciaba mancha alguna. Probablemente porque era una blusa holgada. Casi todo el sudor descendía por los costados.

—¡Lane! —le dio una voz su madre, avisándola—. ¡El señor Kramer está aquí!

—¡Ahora mismo voy!

Abrió rápidamente los broches del escote, sacó unos kleenex del cajón superior de la cómoda, se secó las axilas y proyectó una nueva rociada de loción desodorante. Tras cerrar de nuevo los broches de la blusa, salió presurosa del cuarto.

“Voy demasiado a la pata la llana”, pensó al ver al señor Kramer en el recibidor. Él llevaba corbata, camisa blanca, chaqueta deportiva azul y pantalones grises.

—Buenas noches, Lane —saludó. Se encaró de nuevo con el padre de la muchacha y levantó el ejemplar de El vigilante de la noche que tenía en la mano izquierda—. Gracias por la dedicatoria, Larry.

—Gracias por comprar el libro —le replicó el padre de Lane—. Me alegro de que pudiera encontrarlo.

El rostro de Larry estaba un poco más colorado que de costumbre; su voz, un poco más espesa. Pero, al menos no arrastraba las palabras estropajosamente. Había bebido horrores antes de la cena. La chica confió en que el señor Kramer no se diera cuenta de que Larry estaba bastante achispado.

—¿Puedo contar con usted el treinta y uno de octubre?

—Allí estaré.

—Es formidable. Tener un conferenciante como usted la víspera de Todos los Santos va a ser alucinante para los chicos.

—Les leeré algo realmente asqueroso de alguna de mis obras.

—Estoy seguro de que les encantará. —Dirigió a Lane una seña con la cabeza—. Bueno, creo que es mejor que nos pongamos en marcha. ¿Está dispuesta?

—¿Voy vestida apropiadamente? —preguntó Lane—. Si cree que debo ponerme otra cosa…

—No, no, está perfecta.

Sonriente, la madre asintió aprobadoramente.

—Tienes un aspecto precioso, tesoro.

—A desembarcar, pequeña socia —dijo el padre—. Y si por el camino te tropiezas con Hoot, no te olvides de dedicarle un “¡Hola! ¿Qué tal?” de mi parte.

—Oh, paaaapá.

El señor Kramer se echó a reír.

—Ha sido un placer conocerle, Larry —dijo, extendida la mano.

El padre la estrechó.

—También yo celebro conocerle. Nos veremos la víspera de Todos los Santos.

Al estrechar la mano de Jean, el señor Kramer dijo:

—Encantado de conocerla, Jean. Ya sé de dónde ha sacado Lane su belleza.

Jean se ruborizó.

—Vaya, muchas gracias.

Mientras el profesor abría la puerta, Lane besó a sus padres.

—Hasta luego —se despidió.

Ellos le desearon que se divirtiera. Y luego se vio en la acera, con el señor Kramer. La ranchera, aparcada junto al bordillo, daba la impresión de estar vacía.

¡Fue a buscarla a ella primero!

Lane alimentó la esperanza de que aquello fuese algo más que una cuestión de conveniencia geográfica, confió en que el señor Kramer hubiese ido a recogerla a ella antes que a los demás para poder estar a solas los dos algún tiempo.

—¿No tiene frío con esa ropa? —preguntó el profesor. ¿Se había percatado de que estaba temblando?

—No, me encuentro bien —respondió Lane. Sus estremecimientos tenían poco que ver con el frescor del aire. Añadió—: Es que estoy emocionada.

El señor Kramer le sonrió.

—Resulta magnífico ver una estudiante que se emociona de verdad por asistir a una representación teatral.

Eso no es así, en absoluto, pensó Lane, mientras abría la portezuela. Subió al vehículo. El profesor cerró la portezuela, rodeó el coche y se acomodó al volante.

—Perdón —murmuró. Se inclinó lateralmente para alargar la mano por delante de Lane y abrir la guantera—. No quiero que le ocurra nada al libro. —Durante unos segundos, mientras colocaba el ejemplar en rústica en el compartimento, su hombro se oprimió contra el brazo de la muchacha—. Bien. Sano y salvo —dijo. Enderezó el cuerpo y puso el automóvil en marcha.

—¿Lo ha leído ya? —preguntó Lane.

—Por desgracia, no. —Se apartó del bordillo—. Creo que tendré tiempo para hacerlo la semana que viene.

—Cuando lo haya leído, es posible que reconsidere su intención de que mi padre vaya a dirigir la palabra a los alumnos. —Sonrió—. Puede que ni por asomo desee que se acerque a ningún grupo de estudiantes de bachillerato.

—Tan malo es, ¿eh?

—Nauseabundo.

—Su padre me pareció un hombre muy simpático y agradable —opinó el señor Kramer.

—Ah, es que lo es. Al leer la basura que escribe, cualquiera pensaría que es un monstruo, pero es terriblemente encantador. Aunque hoy ha tenido lo que se dice un día espantoso. Se lo digo por si piensa que se comportó de un modo… extraño. Verá, fue a hacer prácticas de tiro en el desierto. Con Pete, nuestro vecino… —Me estoy yendo de la lengua como una criatura, se dijo. Al señor Kramer le tiene sin cuidado todo esto—. De cualquier modo, Pete sufrió alguna clase de accidente.

—No le alcanzaría ningún disparo, confío.

—Ah, no. Nada de eso. Pero se cayó contra unas piedras y perdió el conocimiento. La verdad es que tiene rota la nariz. Mi padre hubo de llevarle a urgencias. Así que, a causa de todo eso, no es exactamente el mismo.

—No parece que el asunto haya sido muy divertido.

—No, no lo fue. Y usted, ¿qué tal?

—No puedo quejarme. ¿Qué me dice de usted? Espero que no haya tenido más tropiezos con Benson.

—No.

—Seguramente la dejará en paz a partir de ahora. Pero, si le causa algún problema, dígamelo en seguida.

—Creo que usted le metió el miedo en el cuerpo.

El señor Kramer negó con la cabeza.

—Con chicos como ese, nunca se sabe. Tendrá que mantener los ojos bien abiertos. Procure que no la encuentre sola. Es imposible predecir qué podría hacer ese muchacho y, por mi parte, lamentaría en el alma que le sucediera algo a mi mejor alumna.

—Tendré cuidado —dijo Lane.

—A propósito, tal vez sea mejor que se ponga el cinturón de seguridad.

—¿Piensa chocar? —preguntó Lane, al tiempo que alargaba la mano hacia la banda de tela.

—No tengo la menor intención. Pero quizás haya observado que, cuando anda por mis proximidades, tiene una enorme tendencia a sufrir accidentes y hacerse daño.

—Ya. Me temo que la mala suerte se ceba en usted.

Tiró de la cinta de tela, se la pasó entre ambos senos e introdujo la lengüeta metálica en la hebilla de cierre automático, junto a la cadera izquierda.

—Ahora no tendrá que preocuparse de un posible y desagradable encuentro con el parabrisas.

—Sí. Tendría un aspecto infame en el teatro, con toda la ropa manchada de sangre.

—Me gusta ese conjunto que lleva —dijo el profesor, tras echarle un ojeada—. ¿Verdad que en el instituto no lo ha llevado nunca?

—Este, no.

—Pero creo que la he visto con otro muy parecido. Un modelo sin mangas, de mahón, con encaje blanco. Falda muy corta, según me parece recordar.

—¡Ah, ese! —Lane notó un cálido aleteo de rubor, complacida al descubrir que el señor Kramer recordaba lo que ella llevaba en el colegio, pero ligeramente avergonzada de que fuera precisamente aquel vestido con minifalda. Dijo—: Seguramente demasiado corta.

—Yo no diría eso. Cuando se tienen las piernas que tiene usted…

—Gracias —el calor se enseñoreó de su rostro.

El profesor desvió el automóvil hacia el bordillo de la acera y frenó. Lane se le quedó mirando, con el corazón latiéndole a toda velocidad. “¿Para qué se había detenido?” El señor Kramer encendió la luz del techo. Sonrió a Lane. Luego se llevó la mano al interior de la chaqueta y sacó del bolsillo una hoja de papel.

Va a comprobar las señas, comprendió Lane.

—Muy bien —dijo el hombre—. Aaron vive en el 4980 de Cactos. Debe ser la manzana que viene.

Lane experimentó una punzada de desencanto. Estaba a punto de concluir el espacio de tiempo destinado a encontrarse a solas.

Había confiado en poder sentarse junto a él en el teatro, pero la cosa no funcionó conforme a sus deseos. Sandra, insistiéndole sobre no sé qué, siguió al señor Kramer por el pasillo y entró en la fila de butacas pisándole los talones. Lane no pudo adelantarla, como no fuera montando un numerito.

El señor Kramer ocupó la butaca contigua a la de un estudiante universitario, Sandra se acomodó junto al profesor y Lane quedó entre Sandra y George, con Aaron a continuación de George.

Lane se sintió estafada.

He venido aquí a ver Hamlet. No para estar con el señor Kramer.

Es un hombre que me gusta. Lo cierto es que me gusta.

Me gusta a base de bien.

Al contorsionarse en el asiento, George le rozó el brazo.

—Perdona —musitó.

—No hay de qué —repuso Lane, sin mirarle.

—Fue sin querer.

Lane miró a George y asintió con la cabeza.

—Lo sé. No pasa nada…

—Supongo que los chicos siempre estarán molestándote, ¿sabes? Debe de ser insoportable.

Lane se encogió de hombros.

—Depende del chico que sea.

—Ya. Me lo imagino. Es lógico. Bueno, no tienes por qué preocuparte, en lo que a mí concierne. Lo malo es que estas butacas están muy juntas. Ese es el problema.

—Tú tampoco deberías preocuparte.

—Es que no quiero que te lleves una mala impresión de mí.

—No me la llevaré.

—Aunque es estupendo charlar contigo. —George volvió la cabeza hacia el escenario, luego miró en otra dirección y examinó el público de la sala, por delante de él. Apretó los labios. Con la mano del otro lado, se puso bien las gafas y se apartó de la frente algún pelo que sin duda se le había posado allí.

—George.

Volvió la cabeza hacia ella con tal rapidez que Lane temió que se hubiera hecho daño en el cuello.

—Si estar sentado junto a mí te pone tan nervioso, quizá deberías cambiar de sitio con Aaron.

Durante un momento, el chico pareció dolido.

—Claro. Si quieres que lo haga.

—Yo, no.

Alzó las cejas.

—¿Tú, no?

—No, a menos que tú lo prefieras.

—¿Yo? No. Quiero decir que…

—Te sientas en la parte de atrás de la clase. No creo que tú y yo hayamos hablado alguna vez.

—No, no nos hemos hablado nunca.

—La asignatura de inglés se te da bien.

—A ti también. Eres la primera de la clase.

—¿Cuando no pierdo mi sitio?

El chico sonrió.

—Ah, eso no fue nada. Yo pierdo el mío constantemente. Me pongo a pensar en las musarañas y no se me ocurre nada que escribir.

—Apuesto a que quieres ser escritor, ¿verdad?

George levantó la cabeza. Frunció el entrecejo.

—¿Cómo lo has sabido?

—Tienes todo el aire.

El chico arrugó la nariz, lo que hizo que las gafas subieran ligeramente.

—El aire del plasta palizas.

—Que no te oiga mi padre decir eso. Es escritor.

—¿Un escritor de verdad?

—A él le gusta pensar que sí. Probablemente no has oído nunca su nombre: Lawrence Dunbar.

El fruncimiento de las cejas de George se hizo más profundo.

—No. Creo que no.

—Escribe noveluchas baratas. O, como a él le encanta decir, rollos de a tres noventa y cinco.

George soltó una carcajada.

—Esa es buena.

—A mí me gustó mucho el cuento que leíste en clase. El del muchacho cuyos huesos se disolvían, ¿no?

George se puso como la grana.

—¿En serio? Gracias.

—¿Tienes alguno más?

—¿Bromeas? Tengo montones de ellos. Mis padres creen que estoy haciendo los deberes, cuando en realidad me paso la vida en mi cuarto escribiendo cosas. Leche, menudos cabreos pillarían. —Se encogió—. Perdona. Se me escapó.

—No te preocupes, yo también hablo así continuamente.

Se apagaron las luces de la sala.

Lane se inclinó hacia George.

—Quiero leer alguna de tus historias, ¿vale?

—¿De veras?

—Claro. —Empezó a levantarse el telón—. Si quieres, le diré a mi padre que les eche un vistazo a varias de ellas.

—¡Jesús! No sé…

En el escenario, es de noche y dos centinelas montan guardia en el parapeto de Elsinore. Parecen estar helados.

George se arrellanó en la butaca. Cuando su hombro volvió a rozar el de Lane, el chico se apartó para eludir el contacto. El codo de Lane pasó por encima del brazo de la butaca y le golpeó. George volvió la cabeza otra vez.

—No muerdo —susurró Lane.

Se esforzó en prestar atención a la obra. Pero la imaginación se le descarriaba constantemente.

Se alegraba de haber charlado con George. Parecía un chaval estupendo. Un poco al estilo de Henry. Aunque no tan excéntrico. De todas formas, ambos deberían congeniar.

George era terriblemente tímido, pero lo superaría cuando se conociesen mutuamente mejor. “Y nos conoceremos mejor”, decidió Lane.

El que se hubiera sentado junto a ella tal vez lo había decretado el Destino. Y también sería cosa del Destino que ella hubiese roto con Jim la noche anterior.

“George nunca se comportaría como Jim. Lo más probable es que George jamás hubiera tenido narices suficientes para dirigirme la palabra pensó Lane, y mucho menos para pedirme que saliera con él. Probablemente, ni siquiera ahora se atrevería a pedírmelo. Aunque puedo hacerlo yo. ¿Por qué no?”

De todas formas, nunca iba a llegar a ninguna parte con el señor Kramer.

Al pensar en ello, le asaltó una especie de dolor hueco.

Es un profesor, se dijo. No puede enredarse con una alumna, ni siquiera aunque lo desee.

Pero su pensamiento se mantuvo centrado en él, demorándose en su aspecto físico, en las cosas, que le había dicho, en el modo en que trató a Benson, en cómo la sostuvo cuando se cayó del taburete, en el tacto de sus manos cuando le tocaron las costillas y las piernas, y cuando accidentalmente le rozó los pechos el día anterior, al cogerle los libros.

El señor Kramer se acordaba de su falda de mahón, a pesar de que habían transcurrido casi dos semanas desde que se la puso por última vez. Reconoció su Mustang en el aparcamiento el día anterior. Todos esos detalles, ¿no demostraban que aquel hombre se interesaba por ella?

Tal vez le guste yo tanto como él me gusta a mí. Se preguntó qué sentiría al besarle.

Se encendieron las luces al llegar al primer entreacto y Lane se dio cuenta de que apenas había prestado atención a la obra. No era que eso tuviera gran importancia. La había leído unas cuantas veces y también había visto las versiones cinematográficas interpretadas por Olivier y Burton.

El señor Kramer continuó en la butaca, de cháchara con Sandra. Aaron salió, seguramente a los servicios, ya que no podía ir en busca de refrescos: aquel teatro carecía de bar. Lane se volvió hacia George. La vista del chico recorría el auditorio, pero no se enfocaba sobre Lane. La muchacha sospechó que se abstenía intencionadamente de mirarla.

—¿Cómo vas al instituto? —preguntó Lane.

—¿Quién, yo?

Ahora la miraba. Directamente a los ojos.

—Sí, tú.

—Ah, me lleva mi madre en el coche.

—Vives a unas pocas manzanas de Henry Piedmont, ¿no? Normalmente, yo los llevo al instituto por la mañana a él y a Betty Thompson.

—Ah, sí, ya lo sé.

Lane sonrió.

—¿Me espías?

—¡No! Ejem.

—Bromeaba.

George siguió mirándola a los ojos. Guardó silencio unos segundos. Luego sonrió.

—Yo también. Quiero decir que no es que te espiara, exactamente. Pero sí que te observo mucho. Continuamente. Siempre que andas por las cercanías, al menos.

—¿En serio?

—Si quieres que te diga la verdad… —Hizo una mueca y sacudió la cabeza—. No importa.

—¿Qué es lo que no importa?

—Me tomarías por un majadero.

—No, de eso nada. Vamos. —Le dio un leve codazo—. Suéltalo.

—Es una estupidez. No tiene importancia.

—Está bien. De todas formas, lo que yo iba a decir es que, si te apetece, puedes venir con nosotros. Podría recogerte el lunes por la mañana de paso que iba a casa de Henry. En el coche queda espacio para un pasajero más. Le ahorraría el viaje a tu madre y a nosotros nos encantaría llevarte.

George pareció confundido.

—¿Por qué?

—¿Por qué, qué?

—¿Por qué ibas a querer llevarme?

—¿Y por qué no?

—Ni siquiera nos conocemos.

—Bueno, ahora, sí. Y quiero conocerte mejor.

La cara de George adoptó el tono del más rojo de los tomates.

—¿Sí?

—Sí.

—¡Jesús!

—¿Qué me dices?

—Claro. Estupendo. Tendré que consultarlo con mis padres, pero…

Sacudió la cabeza.

—¿Por qué no me das tu número de teléfono?

—Sí. Desde luego. Muy bien.

Lane abrió su bolso. Sacó el bolígrafo y un librito de notas. George le dio el número de teléfono de su casa. Lane lo apuntó, después garabateó el suyo en la hoja siguiente, la arrancó del cuaderno y se la entregó a George. El chico contempló el papel.

—Entérate de si a tus padres les parece bien y mañana te llamo.

—Sí. Conforme.

—No tienes que venir con nosotros, si no quieres.

—No, creo…, supongo que no habrá inconveniente. Henry es un chico fenómeno y…

—Es la primera vez que oigo llamarle así.

George sonrió.

—Bueno, sí, pues lo es. De todas formas, eso es lo que creo.

—También yo.

—Betty es más bien repugnante y odiosa.

Lane se echó a reír.

—Ah, la conoces…

—Conocerla es temerla. Pero tú no eres tan mala.

—Vaya, muchas gracias. Tampoco tú eres tan malo.