Capítulo 36

Uriah se puso en pie lentamente. Tropezó con un peñasco y se sentó encima. Hizo una mueca de dolor cuando posó las nalgas en la dura superficie.

Comprendió que el descenso arrastrándose por la ladera le había arrancado bastante piel. Pero las erosiones no eran nada en comparación con las heridas de bala.

Se inclinó hacia adelante y escupió sangre y trozos de dientes rotos. Se pasó la lengua, con precaución, por el agujero de la mejilla izquierda. El dolor le hizo dar un respingo pese a que el orificio era muy pequeño, bastante más pequeño que la herida de la mejilla derecha. La bala no sólo tenía allí orificio de salida, sino que se llevó por delante una muela. Fue una suerte que aquel desgraciado hijo de Satanás empuñara un veintidós, pensó.

Aunque el dolor le estaba volviendo loco.

Al tiempo que escupía un poco más de sangre, se pasó los dedos por el surco que tenía en el cuero cabelludo, encima de la oreja izquierda.

Se recordó que había sufrido heridas más graves.

Estas eran malas, pero pudieron haber sido mucho peores, como aquella vez en que una de las vampiras le clavó la estaca en un ojo.

¡A él le iban a decir lo que era un mundo de dolor!

Uriah se acarició el sangrante arañazo que tenía en medio del pecho.

Vio el crucifijo.

El cuerpo chapado en oro de Jesucristo estaba doblado por la mitad a la altura del estómago.

Lo contempló durante largo rato.

“Mi Salvador”, pensó.

Sabes que aún tengo trabajo pendiente.

Por eso me ayudaste a escapar del manicomio. Por eso me guiaste para que volviera a casa. Por eso me salvaste hoy de caer en poder de los perversos. Sabes que todavía me queda trabajo por cumplir.

Recluido en el sanatorio de Illinois, por demencia criminal, Uriah había creído que su misión estaba concluida. No acabó con todas las vampiras, pero sí contribuyó con su cuota correspondiente. Había reducido bastante el ejército de las mismas. Perdió un ojo. Le detuvieron. Aunque ignoraban todas sus hazañas, sabían que intentó matar a aquella vampira de Charleston, lo que bastó para que le quitasen de la circulación. Le molestaba reconocerlo, pero se había alegrado de que todo hubiese concluido.

Cuando se fugó de la clínica mental, ya no tenía la menor intención de cazar más vampiras. Lo único que deseaba era regresar a Llano de la Artemisa y vivir en su hotel, que era donde debía estar.

Pero, al fin y al cabo, Dios se encontraba detrás de aquello. Dios le condujo hasta allí, sabedor, en su infinita sabiduría, que había dificultades en el aire.

Apenas llevaba Uriah un mes en la ciudad cuando aquellas personas se presentaron y descubrieron el escondite. Él había ido al desierto, a la caza de su cena. Cuando regresó, los intrusos ya no estaban. Al ver el hoyo del rellano, rezó para que no hubiesen encontrado a la vampira. Pero su oración fue inútil. El panel que cerraba la tumba estaba suelto. La manta, tirada encima de cualquier manera.

Entonces comprendió que el diablo los había enviado para que deshiciesen la obra que él, Uriah, llevó a cabo.

¿Pero por qué no arrancaron la estaca allí mismo, en aquel mismo instante? Resultaba ilógico. ¿Es que, de una u otra manera, intervino Dios y lo impidió?

Durante los días siguientes, Uriah se mantuvo vigilante. No abandonó el hotel en ningún momento. Por la noche, en vez de retirarse a su habitación del segundo piso, dormía en el vestíbulo. Le desconcertaba el que los intrusos no volvieran para resucitar a aquella sucia criatura de debajo de la escalera. Tal vez no eran enviados del demonio, después de todo. Quizás aparecieron allí por pura casualidad y no tenían la menor intención de volver.

Pero, si eran inocentes, ¿por qué no informaron a la policía del descubrimiento del cadáver?

Día tras día, Uriah esperó y ponderó todas aquellas circunstancias. Únicamente salía del hotel para hacer sus necesidades y para ir a buscar agua al viejo pozo de la parte trasera. Se alimentaba a base de la pequeña existencia de tasajo que tenía en reserva para situaciones de emergencia. Al acabársele, ayunó dos días antes que abandonar la vigilancia para ir de caza.

Por último, corroído por el hambre y sabiendo que iba a necesitar todas sus fuerzas para combatir al Maléfico que indudablemente acabaría por presentarse, decidió dar una batida por el desierto. El Señor no le proporcionó alimento hasta después de anochecido. Había guisado el coyote. Mientras se lo comía, el coyote le habló. Le dijo que anduviera con cuidado. Que mientras él, Uriah, guardaba la vampira de debajo de la escalera, los intrusos encontraron y liberaron a las otras dos.

Uriah tuvo la absoluta certeza de que era la voz de Dios la que le avisaba. Empavorecido por la idea de que hubieran desatado de nuevo el mal, Uriah regresó rápidamente al hotel. Cogió velas y una vieja pala roñosa y echó a correr hacia el oeste de la ciudad. La puerta frontal de la licorería de King llevaba mucho tiempo destrozada. Uriah entró y se encaminó a la parte trasera del vacío establecimiento. Mantuvo una vela muy cerca del suelo, lo que le permitió localizar la trampilla.

Había sido el orgullo y la alegría de Ernie King: una entrada secreta a la bodega donde guardaba sus más preciosas botellas de vino. En los viejos tiempos, Ernie acostumbraba a vanagloriarse de que nadie conocía aquella trampilla, salvo los miembros de su familia y su mejor amigo, Uriah. Ambos habían pasado muchas veladas estupendas allí abajo, catando caldos, antes de que Ernie cerrara el negocio y abandonase la ciudad como hicieron casi todos.

Una delgada capa de arena, procedente del desierto, cubría la madera de la trampilla.

Desde luego, no daba la impresión de que alguien la hubiera abierto recientemente.

Pero quizá los invasores espolvorearon arena, después, para que pareciese que nadie había andado por la zona.

Uriah sacó su cuchillo. Introdujo la hoja en el quicio, hizo palanca, levantó la trampilla y la dejó descansando en el suelo, tras voltearla. Cogió la pala y descendió por la escalera.

A primera vista nadie había excavado allí. Eso debería ser otro indicio. Pero Uriah no estaba dispuesto a poner en tela de juicio las palabras del Señor. A la claridad de las velas, sudoroso a pesar de la fresca temperatura reinante en la bodega, excavó en busca de los cadáveres.

Los había enterrado a bastante profundidad. Con aquellas dos, dispuso de mucho tiempo. Hubiera puesto allí también a la última vampira de no haberse precipitado los acontecimientos. Tenía mucha prisa. Le vieron. De modo que la escondió debajo de la escalera del hotel y huyó de la ciudad todo lo velozmente que le fue posible.

Mientras hundía la pala en la dura tierra del piso de la bodega, deseó no haberlas sepultado a tanta profundidad.

Fueron transcurriendo las horas y la última vela había quedado ya reducida a un pequeño cabo cuando la hoja de la pala chocó con madera. Había enterrado los ataúdes uno junto al otro. No estaba seguro de cuál de los dos acababa de encontrar. Pero eso carecía de importancia.

De pie en el hoyo, con el hombro al nivel de la superficie, trabajó febrilmente para dejar al descubierto la tapa del ataúd. El cabo de vela se consumía del todo mientras Uriah apartaba puñados de tierra a un lado y a otro.

Se puso a horcajadas sobre el ataúd. Introdujo el filo de la pala bajo la tapa del féretro. Chirriaron los clavos. La vela se apagó.

Un escalofrío de pavor serpenteó por el organismo de Uriah mientras se afanaba sumido en las tinieblas más absolutas.

El Señor le dijo que habían liberado a las vampiras. No que se hubieran ido.

Podía encontrarse una vampira viva en el ataúd sobre el que estaba.

“Mi crucifijo y mis ajos me protegerán”, se dijo.

Pero el terror aumentó cuando se dispuso a abrir la caja.

Arrojó la pala fuera de la fosa, se inclinó y levantó la tapa. La sostuvo entre sus piernas separadas. Luego la echó también fuera del hoyo.

Con cuidado, fue bajando el cuerpo hasta que las rodillas descansaron sobre los estrechos bordes de las paredes del ataúd. Se agarró con la mano al canto izquierdo y se agachó un poco más. Alargó la mano a través de la oscuridad.

Los dedos se deslizaron entre el reseco y suave cabello.

Sintió como si un millar de arañas corrieran por su espalda.

Tocó la agostada y áspera piel del rostro de la vampira. Cuando la yema de los dedos encontró el filo de los dientes, Uriah dejó escapar un jadeo y retiró la mano vivamente.

—El Señor es mi pastor —musitó Uriah, y se obligó a tocar de nuevo el cadáver. Tanteó el cuello. La clavícula—. Él me obliga a yacer en verdes pastos.

Tocó la lisa redondez de la estaca de madera. Curvó la mano en torno a ella.

La estaca seguía hundida en el pecho, tal como debía estar.

Uriah supo, entonces, que el coyote había mentido. Su voz no era la del Señor. Satanás habló a través del animal para engañarle a él.

Uriah salió de la fosa y se deslizó en la oscuridad. Subió la escalera de la bodega y se precipitó a la acera.

A tiempo de ver a los dos hombres que salían del hotel cargados con el ataúd.

Furioso, abrumado por la sensación de desdicha producida por el miedo y la culpabilidad, observó cómo introducían el féretro por la parte posterior de una furgoneta. Subieron a los asientos delanteros. Sin encender los faros, la furgoneta aceleró a lo largo de la calle iluminada por la luna. Durante un frenético instante, Uriah pensó en salir corriendo e intentar detenerlos.

Pero el Señor le retuvo.

“Aguarda tu momento parecía decir el Señor. No te fallaré”.

Así que Uriah se quitó de en medio, perdiéndose de vista dentro de la licorería hasta que la furgoneta desapareció.

Había esperado su momento.

Hoy, el Señor le llevó de nuevo aquellos dos hombres a Llano de la Artemisa. Volvían para matarle. De eso estaba seguro. Habían liberado a la vampira, para convertirse en hermanos vivos de ella. Regresaron para destruir al único hombre digno y capaz de proporcionarles el eterno descanso.

Pero habían fallado.

Uriah se tocó con la lengua la parte interior del su mejilla, en carne viva, y dio un respingo.

“Fracasaron —pensó—. Pero yo no”.

Bueno, él no logró enviarlos al reino de la paz perpetua.

Pero lo haría.

Acabaría con ellos y con la vampira que asesinó a su familia. Con todos.

Sonrió. Una sonrisa que lanzó una llamarada a través de sus mejillas y puso humedad lacrimógena en sus ojos.

Bajó la mano y tomó un trozo de papel doblado que llevaba entre el cinto y la piel del abdomen.

Antes de tocar la bocina del automóvil para impulsarlos a salir del hotel, Uriah revisó la guantera. Y encontró lo que sabía que iba a estar allí.

El permiso de circulación del vehículo.

Lo desdobló, parpadeó para secarse las lágrimas y miró el papel. El coche estaba registrado a nombre de Lawrence Dunbar, avenida de la Palma, 345, Recodo de la Cabeza de Mula, California.

El papel decía claramente Recodo de la Cabeza de Mula. Uriah conocía muy bien aquella población.

De allí habían salido las vampiras entonces…, cuando llegaron por la noche para asesinar a Elizabeth y a Martha. Y allí volvían a concentrarse, en número cada vez mayor.

A escasos kilómetros de distancia.

“Tardaré un par de días —pensó—. Será mejor que me ponga en camino cuanto antes”.

Se guardó otra vez bajo el cinto el permiso de circulación y empezó a escalar la vertiente del barranco.