Larry no afinó la puntería. No tuvo tiempo para ello. Encañonó a Uriah precipitadamente e hizo fuego.
El hombre volvió la cabeza con un respingo. Soltó la estaca, se llevó la mano a la mejilla, fulminó a Larry con la llameante mirada de su ojo frenético, se retorció sobre las rodillas y arrojó el martillo hacia él. Larry se apartó de un salto. El martillo pasó dando vueltas por su lado, a un centímetro del hombro.
—¡Quieto!
Aunque apuntaba al salvaje con el revólver amartillado, se abstuvo de disparar.
Había tenido suerte con la primera bala. No quería arriesgarse con otra. No mientras su blanco continuara arrodillado junto a Pete.
Pero Uriah no se quedó quieto.
No pareció importarle que le estuviera encañonando un arma de fuego. Como tampoco le preocupó más la herida. La sangre descendía por ambos lados de su enmarañada barba gris mientras recogía la estaca del suelo, se ponía en pie de un brinco y se lanzaba a la carga.
—¡Alto o disparo!
—¡VAMPIRO! —chilló el salvaje, y su boca proyectó una rociada de sangre. Se abalanzó sobre Larry, enarbolada la estaca en la mano derecha.
Larry apretó el gatillo.
El vientre metálico de Jesucristo se hundió y la esquina superior de la gran cruz de madera produjo un rasguño en el pecho del atacante.
“¡Le di a Jesús! ¡Cristo ha salvado a Uriah!“
El pulgar de Larry impulsó el percutor hacia atrás, pero no pudo apretar el gatillo.
Cuando Uriah se le echó encima, Larry levantó el brazo izquierdo para desviar la estaca y aplicó violentamente el cañón del revólver contra la sien del hombre. El arma se descargó. Trozos de pelo y partículas de carne ensangrentada salieron despedidos de la parte lateral de la cabeza de Uriah.
El peso muerto del salvaje despidió a Larry contra el suelo. Mientras se quedaba sin resuello, alzó las rodillas. Se hundieron en la barriga de Uriah.
El verdugo de vampiros rodó por encima de Larry.
A juzgar por los ruidos que producía su cuerpo, continuó rodando.
Larry se arrastró hasta el borde del talud y vio que Uriah se desplomaba cuesta abajo, dando vueltas, retorciéndose, rebotando contra los peñascos, en tanto las flechas volaban de su carcaj y los brazos y las piernas aleteaban a impulsos de las sacudidas, pero inertes. Cerca del fondo del barranco, resbaló sobre la espalda, con la cabeza por delante, hasta que uno de sus hombros chocó con un peñón de granito. El impacto le detuvo en seco, con un demoledor zarandeo que lanzó sus piernas hacia arriba. Dio una vuelta de campana y aterrizó de bruces en el suelo del fondo de la hondonada. Quedó allí tendido, inmóvil.
Larry le contempló.
“Remátalo”. Parecía la voz de Bonnie. “Hazlo por mí. Si me quieres, acaba con él”.
No puedo.
“Si no te importa lo que me hizo a mí, mira a tu amigo Pete. Piensa en lo que Uriah ha intentado hacerte a ti. También intentó matarte”.
Sería fácil, pensó. Tan fácil como levantar el revólver y vaciarlo en aquel cuerpo tendido.
“Hazlo”, le apremió la voz de Bonnie.
Pero Larry pensó en la forma en que el crucifijo detuvo su proyectil, disparado a quemarropa contra el pecho de Uriah.
Fue como si el propio Dios hubiera intervenido para salvar a aquel hombre.
“Dios no tuvo nada que ver con eso. La suerte estuvo con Uriah, ni más ni menos. Remátalo o lo lamentarás”.
He de volver junto a Pete.
“Mata a Uriah”.
—¡No! —profirió en voz alta.
Enfundó el revólver y se apartó del borde del barranco. Recogió el sombrero y apretó el paso de vuelta hacia Pete.
“Lo lamentarás”.
Se dejó caer de rodillas y suspiró aliviado al oír la crispada y borboteante respiración de Pete. ¡Inconsciente, pero vivo!
Debía de tener la nariz rota. Su aspecto era calamitoso. El puente de la nariz aparecía partido y abotagado. Los ojos, hinchados. Una costra de sangre recubría la piel por debajo de las ventanas de la nariz. De la comisura de la boca salía un hilillo de saliva granate.
Larry le sacudió suavemente por los hombros. La cabeza se bamboleó.
—Pete. Despierta, Pete.
Nada.
A horcajadas sobre él, Larry le agarró por la pechera de la camisa y tiró de él hasta sentarlo. Cuando la cabeza adoptó la verticalidad, de la boca salió una baba sanguinolenta. Emitió una leve tos y proyectó un poco más de aquella saliva, pero no recuperó el conocimiento.
—¿Y ahora qué?
Tendré que llevado a cuestas. No hay otro remedio.
¿Y sus cosas?
Tras emitir un suspiro, Larry tiró de Pete hasta que el tronco quedó inclinado sobre las piernas. Parecía aguantarse así bastante bien. Larry le soltó y fue a recoger el revólver y el sombrero. Puso el arma en la funda de Pete y se encasquetó el sombrero encima de su Stetson.
Se agachó ante la bolsa de lona de Uriah. Contenía seis estacas de madera, con las puntas aguzadas.
“¿Me las llevo?”
Una carga extra, nada más, decidió.
De nuevo a horcajadas sobre Pete, trató de despertado. Al final, se dio por vencido, lo cogió por los sobacos y lo levantó. Se agachó y bregó con el cuerpo de Pete hasta echárselo al hombro. Agarró las piernas de su amigo por la parte posterior, se enderezó trabajosamente y echó a andar.
Avanzó con gran esfuerzo, fija la mirada en la distante hilera de edificios. No parecía existir entre las casas pasaje alguno que acortase el camino hasta la calle. Cargado con Pete, tendría que rodear el casco urbano o pasar a través de una ventana. Sus piernas ya acusaban el esfuerzo y vacilaban bajo el peso de Pete. Tendría que colarse por alguna ventana.
También podía pasar por la que utilizaron al emprender la persecución de Uriah.
Imaginó de pronto que Uriah se le acercaba por la espalda, a todo correr. Volvió la cabeza.
Allí no había nadie.
Lo más probable es que siga en el fondo de la quebrada, se dijo Larry, y continuó avanzando penosamente hacia la ventana.
Se preguntó si habría matado al hombre. El primer balazo, de eso estaba bastante seguro, había alcanzado una mejilla. Desde luego, no produjo una herida mortal. El segundo proyectil se estrelló contra el crucifijo y salió rebotado. Pero el revólver se descargó cuando golpeó a Uriah con él. La bala de aquel disparo dio al hombre en la cabeza. Ignoraba qué daño pudo haber hecho. Quizá sólo le desgarró el cuero cabelludo. O tal vez se le hundió en el cerebro. En cuyo caso, muy bien podía haber acabado con su vida.
“Por lo menos, no le rematé se dijo Larry. Si el tipo ese murió a causa del último disparo, fue un accidente. Y, además, en defensa propia”.
“No es que la policía vaya a enterarse de nada de todo esto pensó Larry. Si puedo evitarlo”.
Estaba cerca de la ventana cuando Pete gimió y se retorció ligeramente. Larry dio un paso más, y otro…
—Yiuuh. Déjame en el suelo —musitó Pete.
—Aguanta.
Larry cubrió tambaleándose el trecho que le faltaba hasta la pared del edificio. Se agachó y apretó a Pete contra ella, para sostenerlo.
—Venga, hombre. —Pete le apartó de un empujón, cayó de rodillas, se dobló sobre sí mismo y expulsó un vómito ensangrentado. Luego se agitó y escupió unos lapos de roja mucosidad. Cuando terminó, se mantuvo caído, con la cabeza colgando.
—¡Me cago en la leche!
—¿Cómo estás?
—Oh, mierda. Vacilas conmigo, ¿eh? —Se pasó una mano por la cara—. ¿Qué ha pasado?
—Uriah te arreó una pedrada.
—Me parece que tengo rota esta puta nariz.
—Sí.
—Me siento como si me hubiera partido la crisma.
Gimió otra vez. Se palpó la nuca. Larry no vio que tuviera sangre en la cabeza.
—Será mejor que vayamos a un médico.
—De eso, nada. Llévame al sepulturero. —Hizo un esfuerzo, se incorporó y se apoyó contra la pared. Con las manos apretadas contra la cabeza, una a cada lado, cerró los párpados—. ¿Qué ha sido de Uriah?
—Lo dejé tendido en el lecho del torrente.
—¿Uno de nosotros le abatió?
—Más o menos.
—¿Cómo?
—Es una larga historia. Vayamos al coche. Luego te lo cuento.
—Sí, pero ¿está muerto o qué?
—Puede que esté muerto. No lo sé. ¿Crees que puedes pasar por esa ventana sin problemas?
—Claro —murmuró Pete.
Larry pasó al interior del edificio. Una vez allí, agarró a Pete por un brazo y le ayudó a franquear el alféizar de la ventana. Sin soltarle el brazo, acompañó a su amigo a través de la sombría estancia hasta la calle.
El automóvil aún descansaba sobre el gato.
El emplumado astil de una flecha sobresalía de la parte lateral del neumático deshinchado.
—Menos mal que aún no habíamos cambiado la rueda —comentó Larry.
—Es nuestro día de suerte —articuló Pete.
—Un día afortunado, sí.
—Si tuvieras la cabeza como la tengo yo, no pensarías lo mismo.
—Pudo haber sido mucho peor.
—Sí, claro. Abre el maletero, ¿quieres? Y pásame una cerveza.
—No estoy muy seguro de que debas beber alcohol. Una herida en la azotea como la que tienes tú…
—¿Quién se ha muerto y te ha nombrado neurólogo? —Pete dio una palmada a la cubierta del portaequipajes—. ¡Venga ya!
Larry abrió el maletero, levantó la tapa de la nevera y sacó dos latas de cerveza. Les quitó la cápsula y dio una a Pete. En lugar de beber, Pete vertió un poco de cerveza en un pañuelo y se limpió con él la sangre de la cara.
Larry se llegó a la parte delantera del automóvil. Sintió en la mano la humedad de la lata. Tomó un trago. La cerveza estaba fresca, le supo a gloria. En cuclillas, arrancó la flecha del neumático.
—Déjame verla —pidió Pete, al tiempo que arrojaba al asfalto el pañuelo sucio.
Larry le entregó la flecha.
—Lo que imaginaba, apache.
—Estupendo.
—Un bonito recuerdo.
—Buena cosa que no acabáramos de cambiar la rueda y poner la nueva. —Larry tomó otro sorbo de cerveza—. Estábamos jugando a vaqueros y un chalado empieza a dispararnos flechas.
—¿Por qué no te quitas mi sombrero? Tienes un aspecto estrambótico. Y, si me río, me duele.
Larry se quitó el sombrero de Pete de encima del suyo y se lo tendió.
—¿Quieres que me lo ponga en esta cabeza que tengo?
Estás de coña. Échalo dentro del coche.
Lo arrojó por la abierta ventanilla. Fue a caer en el asiento contiguo al del conductor. Después de echarse al coleto otro trago de cerveza, Larry se puso en cuclillas y empezó a accionar la palanca del gato.
—¿Estás seguro de que no tenemos que preocupamos de la posibilidad de que ese tipo venga a damos otro disgusto?
—Disparé tres veces contra él.
—¡Arrea!
Mientras cambiaba la rueda, contó a Pete que se lanzó cuesta abajo, por el talud, en persecución de Uriah, después de que este arrojara la piedra. No logró encontrarlo y, cuando volvió arriba, vio al viejo en el momento en que se aprestaba a clavarle una estaca en el pecho. Entonces, le alcanzó con un balazo en la cara. Explicó que Uriah le gritó: “¡Vampiro!”, y le atacó con la estaca por delante. Contó también que el crucifijo detuvo la bala y que un disparo accidental arrojó a Uriah rodando ladera abajo.
Al concluir, lanzó una mirada en torno. Pete se pellizcó los labios, silbó entre dientes y dijo:
—Menuda batallita me estás colocando, ¿eh?
—Nada de eso —respondió Larry—. La verdad es que, durante un buen rato, la cosa estuvo al rojo vivo.
—Y yo me lo perdí.
—Lo siento.
—¿Ese hijo de su madre trataba de empalarme?
—Exacto.
—Te garantizo que me alegro una tonelada de que seas tan bueno con la herramienta escupefuego, viejo penco.
—Yo también.
Pete levantó su lata de cerveza y la vació en la boca.
—Me tomaré otra. ¿Y tú?
Aunque Larry tenía la suya por la mitad, accedió:
—Sí.
Mientras Pete iba en busca de las cervezas, Larry apretó las tuercas con la llave de pipa.
Pete depositó a su lado la nueva lata.
Larry empezó a bajar el automóvil.
—Me da en la nariz que ese viejo buitre muy bien puede estar vivo —dijo Pete.
—Si lo está, no creo que tenga muchas ganas de juerga. Y, como le hemos roto el arco, no puede hacemos daño.
—Aun así, me gustaría que te lo hubieses cargado.
—Pensé en ello.
Cuando retiró el gato de debajo del coche, esperaba que Pete le sugiriese que volvieran al barranco para rematar la tarea.
No fue así.
En cambio, Pete dijo:
—¿Qué vamos a hacer respecto a ese tipo?
—Dejarlo.
—La mitad de mi cerebro me aconseja que volvamos allí y le metamos un balazo en la cabeza. Pero la otra mitad me duele de un modo acojonante.
—Salgamos pitando de aquí. Nos preocuparemos de él más adelante.
—Volveremos dentro de unos días, quizás.
—Quizás —dijo Larry. No tenía la menor intención de volver, pero ¿para qué ponerse a discutir?
Tampoco tenía ganas de forcejear con el tapacubos. Así que, en vez de colocarlo, lo puso en el maletero, junto con el gato. Después llevó rodando el neumático hasta la parte trasera del automóvil y lo depositó también dentro del portaequipajes.
Pete llegó a su lado, con la linterna y la flecha.
—¿Vamos a guardar esto en secreto? —preguntó—. No pensarás contárselo a la policía, ¿eh?
—De eso, nada —le aseguró Larry.
—Ni a nuestras queridas esposas.
—¿Qué les diremos?
—Fuimos a tirar al blanco, ¿vale? Tropecé y me sacudí un golpe tremendo en la cara con una piedra.
—A mí me parece bien.
Larry cerró el maletero. Volvió hacia el frente del coche, recogió sus dos cervezas y se puso al volante. Acabó la primera lata mientras Pete apartaba el sombrero y se acomodaba cautelosamente en el asiento contiguo al del conductor.
Larry puso en marcha el automóvil.
—Aunque ha de figurar en el libro —dijo Pete.
Larry dio media vuelta y aceleró rumbo a la salida de la ciudad. Pete le sonrió.
—Va a ser un libro formidable, ¿eh, socio?
—Sí. Una pasada.
—¿Quién iba a imaginárselo? Venimos aquí en busca de ese cabrón y nos vemos metidos en una jodida batalla. Fantástico. Vamos a tener lo que se dice un best-seller, de eso no hay duda.
—Y también vamos a tener que dar un montón de explicaciones.
—Eh, ese fulano es un maníaco homicida. ¿Qué hay que explicar?
—Una barbaridad, podría suponer. Nuestras chicas se enterarán de todo. La policía lo descubrirá todo. Nos van a pillar en muchas contradicciones.
—Venga, no me irás a decir que otra vez se te han puesto por corbata, ¿eh?
Larry meneó la cabeza. Le dio otro tiento a la lata de cerveza mientras aceleraba por delante del garaje de Babe y salía de la ciudad.
—Después dé lo de hoy, nada del mundo me va a impedir escribir ese condenado libro.
—¡Así se habla!