Capítulo 34

Corrieron escaleras abajo, Pete a la cabeza. La madera de los peldaños chirrió clamorosamente bajo el repicar de las pesadas botas. Las tablas sueltas del rellano saltaron y entrechocaron con estrépito. Si la bocina continuaba sonando, Larry no la oía.

Su estómago era una bola de hielo. Le dolía el pecho. Apenas lograba respirar. En la garganta tenía un nudo que era como un grito bloqueado que intentara abrirse paso.

Alguien estaba en la calle. ¿Uriah? ¿Forasteros curiosos? ¿Una pandilla? ¿Agentes de policía?

Pete se detuvo. Larry, a su espalda, le cogió por el hombro.

—Tómatelo con calma —bisbiseó Pete, al tiempo que entreabría la puerta unos centímetros. Una cinta de luz diurna se clavó en los ojos de Larry—. No veo a nadie.

—¿Ni un coche ni nada?

—Sólo el tuyo. —La claridad solar aumentó. Pete asomó la cabeza por el un poco más amplio resquicio y miró a un lado y a otro, como un chiquillo que se dispone a cruzar una calle de tránsito rodado denso—. No. Nada.

Enfundó el revólver, abrió la puerta de par en par y salió a la acera.

Larry, que iba pisándole los talones, entornó los párpados para mirar al Mustang rojo brillante. Volvió la vista en ambas direcciones. La calle estaba desierta.

—La bocina no tocó sola —murmuró.

—Dime algo que no sepa ya.

—Esto no me gusta absolutamente nada.

—Únete al grupo.

—¿Crees que está detrás del coche?

—Comprobémoslo. —Sin apartar los ojos del automóvil, Pete se desplazó en diagonal hacia el centro de la calzada. Desde allí vio algo que le hizo fruncir el ceño y menear la cabeza. Se dejó caer de rodillas, puso la linterna en el suelo y miró por debajo del coche. Luego se levantó, anduvo hasta el vehículo por la parte del conductor y miró a través de la ventanilla. Respiró hondo. Volvió la cabeza hacia Larry. Dijo—: Aquí no hay nadie. Pero lo que sí hay es una rueda reventada.

—¡Oh, no, Jesús!

Larry tenía la sensación de que su cabeza estaba entumecida por dentro. Al poner el pie en la calzada, las piernas le vacilaron.

El neumático delantero izquierdo del Mustang se aplastaba contra el asfalto.

En cuclillas, Pete deslizó el dedo por la parte lateral.

—Rajado.

—No quiere que nos vayamos —dijo Larry. Su voz sonó remota.

—O eso, o está cabreado. ¿Llevas rueda de repuesto?

—Sí.

Pete se levantó y se puso de espaldas al coche. Entrecerrados los párpados, examinó las fachadas de los establecimientos de la otra acera.

—Seguramente andará por ahí partiéndose el pecho de risa a costa nuestra.

—Cambiemos la rueda y larguémonos de aquí.

—Esta es nuestra ocasión de cazarlo.

—Puede que ni siquiera sea Uriah.

—Me juego algo a que sí.

—Bueno, de todas formas, voy a cambiar esa maldita rueda. —Larry hundió la mano en el bolsillo, sacó las llaves del coche y se dirigió al maletero—. Mantén los ojos abiertos, ¿eh?

—Uriah, desde luego —dijo Pete—. Y apuesto a que sabe que somos los fulanos que se llevaron su fiambre. Eso explica por qué ha pinchado el neumático. Quiere inmovilizarnos aquí y liquidamos.

Larry gimió. Abrió el portaequipajes, se inclinó en su interior y sacó el gato.

—Quizá cree que somos vampiros.

—Jesús, Pete.

—Lo digo en serio. ¿Y si da por supuesto que ya le hemos arrancado la estaca a la moza y que ella nos ha mordido?

—Estamos a plena luz del día, por ejemplo.

—¿Y qué?

Larry levantó en peso la rueda de repuesto, la sacó del maletero y la dejó sobre el asfalto. Mientras la llevaba rodando hacia la parte delantera del coche, explicó:

—Los vampiros no sobreviven a la luz del día.

—Tal vez eso no sea más que trolas de las películas.

—Todos los libros lo dicen.

—¿Crees todo lo que lees?

—Claro que no —dejó caer la rueda y se dirigió con paso presuroso en busca del gato—. No creo en vampiros, por el amor de Dios.

Se imaginó a Bonnie celebrando sus palabras con burlonas carcajadas, sacudiendo la cabeza, ondulante su melena dorada.

—Pero Uriah sí cree en ellos —continuó Larry—. Cree en la protección que le brinda usar crucifijos, ajos y estacas. —Dejó el gato junto al neumático de repuesto y alargó la mano. Pete le tendió la palanca—. De modo que seguramente sabe que los vampiros no pueden exponerse a los rayos de sol, tal como nosotros estamos haciendo.

—A menos que tenga otra información.

Larry arrancó el tapacubos, que tintineó al chocar contra el pavimento. Cubrió una de las tuercas con la llave de pipa. Trató de hacer girar la barra. La herramienta resbaló, se soltó y Larry cayó hacia atrás.

—Será mejor que me encargue yo de eso —dijo Pete—. Tú vigila.

Larry le entregó la palanca, se puso de espaldas al automóvil y estudió los edificios de la acera de enfrente. Unas cuantas puertas estaban de par en par. Algunas ventanas aparecían tapiadas, pero otras no.

—Uno fuera —dijo Pete.

El tapacubos resonó con metálico chasquido al caerle dentro la tuerca.

—Además —prosiguió Larry—, si cree que somos vampiros, tendrá que matarnos con estacas.

—Buena observación. No hay manera, ¿eh? —Cayó otra tuerca en el cuenco del tapacubos—. Aunque sin duda cree que cuenta con la posibilidad de hacerlo, porque, si no, ¿para qué pinchar la rueda? —gruñó Pete. Un segundo después, la tercera tuerca fue a parar al tapacubos—. Tres abajo, ya sólo queda una.

—Quizá no era Uriah. Podía ser cualquiera. Un eremita, o alguien por el estilo. A lo mejor no le gustan los forasteros y quiso damos una lección.

La última tuerca campanilleó sobre el tapacubos.

—¿Echaste el freno de mano?

—Sí.

Larry se volvió. De rodillas, Pete preparaba el gato. Se agachó para examinar los bajos del coche, después empujó el gato hacia dentro y procedió a darle a la palanca. El Mustang empezó a elevarse.

La flecha no acertó el sombrero de Pete por escasos centímetros, pasó rozando la capota del coche, atravesó la acera y se clavó con sordo golpe en la pared del hotel.

—¿Qué…? —saltó Peter.

Larry giró sobre sus talones, se encogió sobre sí mismo y empuñó el revólver. Nadie. Sólo sombras al otro lado de puertas y ventanas.

—¡Mierda! ¡Eso fue una flecha cabrona!

Pete estuvo al instante a su lado, sobre las rodillas, extendido el brazo, moviendo el revólver en abanico, de lado a lado.

—¿De dónde salió?

—De alguno de esos edificios.

—Se supone que te encargabas de montar la guardia hombre. ¡Ese artilugio pudo dejarme seco!

—¿Qué vamos a…?

Larry no vio a nadie. Pero sí vio llegar la siguiente flecha. Salió de las tinieblas de detrás de un ventanal del otro lado de la calle, justo frente a ellos. Era el escaparate de una tienda, parcialmente entre cruzado por tablones batidos por la intemperie y entre los que quedaban algunos huecos.

Larry lanzó un grito de aviso, mientras echaba cuerpo a tierra y oía el silbido de la flecha por encima de su cabeza. Un momento después, percibió el ruido sordo que produjo al clavarse en algo.

Luego le ensordeció el estruendo. Tuvo la sensación de que las palmas de unas manos vigorosas le abofeteaban los oídos, dispuestas a destrozarle los tímpanos.

Impresionantes, horrísonas explosiones. La Magnum 357 de Pete.

Pete seguía de rodillas, entornados los párpados, rechinantes los dientes, extendido el brazo y aguantando el retroceso del arma, cuando otra detonación hizo vibrar el aire. Larry tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad para no taparse los oídos. Miraba al frente en el instante en que sonó otro estruendoso disparo y vio que un agujero atravesaba la pared, por debajo del ventanal. Había tres o cuatro orificios más, muy próximos, separados entre sí cosa de treinta centímetros.

Abrió fuego, apuntando a la derecha de los agujeros de Pete y produciendo otros nuevos que apenas podía distinguir. Trazó una línea de puntadas hacia el hueco de la puerta. Su revólver producía unas detonaciones planas que parecían insignificantes en comparación con las de la fragorosa arma de Pete. Pero sabía que los proyectiles del 22 eran lo bastante potentes como para atravesar la madera. Si las paredes no estaban recubiertas de yeso o de planchas de piedra, las balas de Larry volarían a través de la habitación.

El percutor cayó sobre un cartucho ya disparado.

—¡Vuelve a cargarlo, vuelve a cargarlo! —oyó que voceaba Pete, entre el tintineo que le ensordecía.

Se echó de costado y comenzó a expulsar los casquillos vacíos.

Aún arrodillado, Pete metía nuevos proyectiles en el tambor de su revólver. Acto seguido, se levantó y echó a correr hacia el ventanal.

—¡Espera! —gritó Larry.

Aunque su revólver aún estaba descargado, se incorporó y se precipitó hacia la puerta.

“Sí que voy a servir de mucho”, pensó.

Medio esperaba que Pete se lanzara de cabeza a través del escaparate e irrumpiera allí dentro dándole al gatillo como un vaquero de película. Pero su amigo demostró ser más prudente, encogió el cuerpo para quedar debajo del alféizar y miró cautelosamente por la ventana. Larry adosó el hombro al marco de la puerta. Con la espalda apretada contra la pared, expulsó del cilindro del revólver los dos últimos casquillos.

—No le veo —dijo Pete.

—¿Crees que le hemos alcanzado?

—No lo sé. —Pete se agachó más, dio media vuelta y, en cuclillas, se derrumbó contra la pared y contempló la calle.

Larry sacó cartuchos nuevos del bolsillo de la camisa. Empezó a meterlos en las cámaras. El tambor produjo leves chasquidos a medida que giraba. Una vez concluida la recarga, encajó el cilindro.

Pete le miró.

—¿Listo?

—¿Para qué?

—Vamos a entrar, ¿no?

—¿Ahí?

—No vamos a poder ir a ninguna otra parte, eso te lo garantizo. No estoy dispuesto a cambiar un maldito neumático mientras alguien dispara contra mí.

—¿Quieres que entremos?

—Esa es la idea.

Pete se le acercó, despacio, caminando como un pato.

—No sé qué decirte.

—¿Qué es lo que no sabes?

—¿Y si nos está esperando?

—Si tanto canguelis tienes, entraré primero.

—No tengo miedo, pero…

Otra vez de rodillas, Pete se deslizó por delante de Larry para asomar la cabeza por el hueco de la puerta.

—Creo que se ha largado.

Pete se fue incorporando despacio, hasta quedar completamente de pie en medio del umbral. Larry se dio media vuelta y se puso a su lado. En la estancia había más claridad de la que supusieron. La luz no entraba sólo por la puerta y los espacios abiertos del escaparate, sino también por una ventana más pequeña del fondo de la habitación.

—Me juego algo a que se marchó por esa ventana.

—¿Qué habrá ahí?

Se refería al mostrador en forma de L con unos cuantos agujeros de bala cerca de la parte superior y a la cerrada puerta de la trastienda del establecimiento, situada al otro lado de aquel mostrador.

—Si estás ahí dentro —conminó Pete en voz alta—, entrégate ahora mismo.

No ocurrió nada.

Hizo fuego tres veces. Las detonaciones sacudieron ensordecedoramente los oídos de Larry, mientras los proyectiles atravesaban el mostrador a la altura de las rodillas.

—¡Cristo! ¿Tenías que hacer eso?

—Sí.

Aún no se había despegado el monosílabo de los labios de Pete, cuando el hombre corría ya hacia el mostrador. Lo franqueó de un salto. Se precipitó dentro de la trastienda, pero no tardó en salir. Movió la cabeza negativamente.

—Repito, apuesto algo a que se largó por la ventana.

Larry se reunió con Pete y se acercaron a la ventana.

—¡MIERDA! —gritó Larry.

Dio un empujón a Pete. La fuerza que empleó hizo tambalear a ambos y lo separó mientras la flecha siseaba al pasar entre ellos.

Al tiempo que se apoyaba en una rodilla, Larry congeló en el cerebro la imagen del hombre que acababa de ver. Un individuo, de pie en el desierto, a unos noventa metros de la fachada trasera del edificio, soltaba una flecha. Un salvaje de desgreñada pelambrera gris, barba enmarañada y parche negro cubriéndole un ojo. Llevaba un collar de dientes de ajo alrededor del cuello, un crucifijo que le colgaba sobre el pecho y un chaleco abierto, confeccionado con piel gris de algún animal y que dejaba al descubierto el cuchillo que llevaba al cinto.

—¿Viste eso? —preguntó Pete.

Al tiempo que se levantaba, Larry apuntó:

—¿Uriah?

—¡El jodido salvaje de Borneo!

Miraron asomándose por los bordes de la ventana.

El hombre huía a la carrera, con las melenas ondeando al viento, el arco subiendo y bajando al ritmo de su mano derecha, una aljaba de flechas y una bolsa de tela rebotando contra su espalda.

Pete se agachó. Apoyó los brazos en el alféizar de la ventana y apuntó cuidadosamente.

—¡No puedes dispararle por la espalda!

—Observa y verás.

Larry estaba a punto de asestar un manotazo al revólver, pero una imagen de Bonnie invadió su mente. La vio viva, dormida en su cama, mientras el estrambótico viejo se le acercaba subrepticiamente, armado con un martillo y una estaca.

Pete disparó.

El proyectil levantó una nubecilla de polvo a cosa de un metro por detrás del desalado lunático.

La bala siguiente partió el arco por la mitad. Arrancó el arma de la mano del hombre y los extremos de la cuerda rota se agitaron en el aire, a bastante altura, azotándose y enrollándose.

—¡Albricias! —exclamó Pete—. ¡Ahora ya es nuestro!

Cuando pasaban a través de la ventana, Larry vio al hombre dar un salto y perderse de vista.

—Está en el barranco —dijo Pete.

—Sí.

El barranco. El lecho seco de la torrentera donde encontraron la radio gramola y la fogata con los restos del coyote. Se encaminaron hacia allí. Pete recargó el revólver.

—Ahora ya no tenemos por qué disparar contra él —comentó Larry.

—Correcto. Le cogeremos vivo, le haremos unas cuantas preguntas. Va a ser formidable. Se lo entregaremos a la policía. Hombre, vamos a ser los tipos listos que resolvieron el caso de las desapariciones.

—Sí —musitó Larry.

Comprendía que estaba obligado a sentirse estupendamente. Habían ido allí en busca de Uriah. No iban a tardar en descubrir si era o no aquel hombre.

Desde luego, no era el Uriah de sus pesadillas.

Aunque probablemente sí fuese Uriah.

El canalla que había asesinado a Bonnie y a las otras dos jóvenes.

Lo capturarían. Vivo. Quizá se lo contaría todo.

Pero Larry no se sentía a gusto. Tenía la impresión de que el miedo le asfixiaba.

Pete le sonrió.

—Tienes un aspecto de asco, socio. ¿No te encuentras bien?

—Sí me encuentro bien.

—No hay nada de qué asustarse, hombre. ¿Qué va a hacer ahora ese tipo? ¿Arrojamos las flechas a mano?

—No sé. Pero sí sé que esto no me gusta nada.

—¡Pues a mí sí! ¡Es fantástico!

“Quizá no logremos dar con él pensó Larry. Se trata de un individuo que come coyotes allá abajo. Seguramente conoce la quebrada como el dorso de su mano. Puede que tenga escondrijos especiales”.

Una vez haya llegado al fondo, puede haber huido en cualquier dirección. Para cuando nosotros estemos allí, hará mucho tiempo que se largó.

Dios, así lo espero.

“Cógelo, por Bonnie. Ella asesinó. Encárgate de que lo pague”.

A diez o doce metros del borde de la hondonada, Pete le hizo una seña con la mano.

—Ve por ahí.

—¿Cómo?

—Nos separaremos para acorralarle.

—¿Separamos? ¿Has perdido el juicio?

Pete se detuvo y le miró con el entrecejo fruncido.

—Haz lo que te digo.

—¡No! Si nos dividimos, uno de nosotros será presa fácil para él. Ocurre en todas las condenadas películas de terror catastrofista que he visto.

—Esto no es ninguna puta película.

—Seguiremos juntos y no se hable más.

Con aire disgustado, Pete meneó la cabeza.

—Está bien. Vale. Mierda.

—Además, si no actuamos conjuntamente allá abajo…

Por el rabillo del ojo, Larry observó que algo se movía.

Dirigió bruscamente la mirada hacia el barranco. Vislumbró la cabeza y un brazo del salvaje tuerto, la expresión taimada del rostro, el brazo que se adelantaba bruscamente para arrojar una piedra.

—¡Cuidado! —avisó Larry.

Echó cuerpo a tierra, a la vez que miraba a Pete.

Pete se zambulló mientras tiraba del revólver. Recibió el cantazo en el puente de la nariz, la cabeza salió despedida hacia atrás y la piedra rebotó a un lado. Perdió el sombrero. Retrocedió dando traspiés, como un jugador de campo exterior que trata de recoger una pelota bateada a gran altura. La sangre descendió por el bigote, goteó en el interior de su boca abierta y se extendió por la barbilla. El revólver se le desprendió de la mano. Pete fue a parar al suelo. La nuca chocó contra una lisa plancha de granito.

Ante la escena, Larry se encogió como si hubiese sido él quien recibió el impacto.

Después recordó a Uriah. O quienquiera que fuese. Volvió la cabeza con un brusco movimiento.

El hombre había desaparecido.

Larry salió disparado hacia el borde de la hondonada.

“¡Voy a acabar contigo, podrido hijo puta!, chilló su cerebro. ¡Mira lo que has hecho! ¿Qué voy a decirle a Bárbara? ¡Mierda, mierda, mierda! ¡Pedazo de mierda! ¡Te volaré tu asquerosa cabeza y esparciré tus sesos repugnantes por el desierto! ¿No tuviste bastante con asesinar a Bonnie, maldito lunático cabrón?”

Vaciló al borde del barranco mientras miraba hacia el fondo. La cuesta abajo era demasiado escarpada, sembrada de peñascos y maleza. Pero no había nadie en la cuesta. Nadie que corriese hacia el lecho seco del torrente.

—¿Dónde estás, basura humana? —gritó Larry.

Empezó a bajar, dando tumbos, esquivando los peñascos y matorrales que encontraba a su paso, agitando los brazos para mantener el equilibrio, hundiendo los talones en la gravilla, patinando por los espacios de piso duro. A media bajada, resbaló.

Sus posaderas chocaron contra el suelo. Se deslizó sobre el fondillo de los pantalones, con un nudo en la garganta y los ojos llenos de lágrimas. Un peñasco interrumpió su descenso. Se levantó, se puso encima de un mogote, parpadeó hasta que se le aclaró la vista y oteó el terreno de la parte baja de la hondonada.

Ni rastro de Uriah.

Pero había allí infinidad de puntos donde esconderse: rocas, bosquecillos de matorrales y arbustos, profundos tajos en las paredes de la quebrada, producto de la erosión.

“El muy hijo de Belcebú puede estar en cualquier parte”, pensó Larry.

Incluso era posible que ni siquiera estuviese allí.

En vez de dirigirse al fondo del barranco, después de tirar la piedra, podía haber subido oblicuamente por la ladera.

“Un escalofrío recorrió la espina dorsal de Larry. Giró sobre sus talones.

No vio a nadie.

Pero se sintió expuesto, vulnerable.

“Puede estar acechando en cualquier sitio. He de salir de aquí”.

La culata de nogal de su revólver tenía un tacto resbaladizo. Se cambió el arma a la mano izquierda, se secó la diestra frotándola contra la pernera de los vaqueros y volvió a empuñar el arma con ella. Luego, lanzando rápidas ojeadas a su alrededor, se dispuso a trepar por el terraplén.

“Puede estar en cualquier sitio”.

Con gestos bruscos, volvió la cabeza en uno y otro sentido. Miró a su espalda. A la cima. Detrás. A la izquierda. A la derecha. Cada vez que miraba en una dirección, imaginaba a Uriah dando un salto hacia él en la opuesta.

“Es como salir marcha atrás en un aparcamiento con el espacio justo —pensó—. Donde no hay sitio para maniobrar y, en cambio, los coches aparecen por todas partes, saliendo de las plazas contiguas”.

Exactamente igual. Uno no sabe a dónde mirar primero.

Tendré que recordar esa idea y utilizada en algún momento, se dijo.

¡Cristo, este no es el momento de pensar en el maldito libro!

Pero expulsa a Uriah de tu cabeza. Al menos durante un rato. ¡El tiempo suficiente para llegar a lo alto de este talud! Casi tenía la cabeza ya al nivel de la superficie de la cuesta, lo que le hizo sentir un ramalazo de alivio.

“Aún no estás arriba se dijo. Aquí es cuando te caza…, cuando tienes la salvación al alcance de la mano”.

Miró a ambos lados. Miró a su espalda. Uriah no estaba. ¡Lo logré!

Hizo un último esfuerzo para alcanzar la cima.

Uriah estaba arrodillado junto a Pete.

Apoyaba la punta de una estaca en el pecho de Pete. Se disponía a descargar sobre ella un martillazo.