—Procurad no acribillaros el uno al otro —recomendó Bárbara por la abierta ventanilla de la furgoneta. Dio un beso a Pete y luego retrocedió.
En la ventanilla del otro lado, Jean observó a Larry, con el entrecejo fruncido, y preguntó:
—¿Estás seguro de que te encuentras bien?
—Me encuentro bien.
Desde que se levantó, los retortijones y las evacuaciones de vientre no habían cesado. Jean sugirió que telefoneara a Pete y cancelase la salida. Estuvo tentado de hacerlo. Pero sabía que su problema era cuestión de nervios. Si aplazaba la excursión a Llano de la Artemisa, Pete insistiría en que la realizasen al día siguiente. Era mejor acabar cuanto antes.
—¿Cuál es el problema, socio? —inquirió Pete.
—Una pequeña indigestión —aclaró. No quería hablar de sus achaques. Y menos con Bárbara delante—. Estoy estupendamente.
—Magnífico. Nos vamos.
Jean dio un beso a Larry y se apartó.
Pete accionó la llave de ignición. Clic, clic, clic. Volvió a darle media vuelta. Nada.
—¡Mierda!
—Puede que sea la batería —dijo Larry.
Pete probó de nuevo. Y repitió: “¡Mierda!”.
Larry empezó a sentirse a punto de celebrarlo.
—¿Queréis un empujón? —Jean se acercó a la ventanilla.
—No. ¡Maldita sea!
Pete estrelló la palma de la mano contra el volante.
—Calma —le recetó Bárbara—. No se hunde el mundo. ¿Por qué no os damos un empujoncito para que podáis llegar a la estación de servicio, donde os solucionarán el problema?
—Probablemente necesitaremos una batería nueva. —Pete golpeó el volante otra vez—. Nos va a llevar toda la mañana.
—Tampoco es tan grave —insistió Bárbara.
—Quizás estaba escrito que las prácticas de tiro no eran para hoy —dijo Larry.
—Nos llevaremos tu coche —dijo Pete a su esposa.
—¿Ah, sí? Alucinante. ¿Y cómo se supone que voy a ir a comprar comida a la tienda?
—Puedes ir andando, por lo que a mí…
—Ah, claro, faltaría más. ¿Y por qué tú no…?
—Un momento —le interrumpió Jean—. Esperad. ¿Por qué no os lleváis uno de nuestros coches?
“Un montón de gracias”, pensó Larry.
—No sé, no sé —articuló—. No me seduce lo más mínimo exponerme a que el Dodge se recaliente y…
—Llévate el Mustang.
—Tal vez Lane tenga sus planes.
—No te preocupes por eso. Si ella quiere ir a alguna parte, que coja el Dodge.
Larry asintió con la cabeza. ¿Para qué discutir? Después de todo, estamos condenados a ir, pensó.
Bajaron de la furgoneta. Trasladaron al Mustang rojo la cámara de vídeo, las armas de fuego, las provisiones y las cervezas. Larry se puso al volante. Pete se acomodó en el otro asiento.
—Esperemos que este funcione —dijo Pete.
—Sí.
Estaba completamente seguro de que funcionaría. Nada iba a salvarle de aquella cita con Llano de la Artemisa.
Hizo girar la llave. El motor gruñó y cobró vida.
Las esposas estaban una al lado de la otra. Sonrieron y agitaron la mano mientras Larry conducía el Mustang, en marcha atrás, hacia la calzada de la calle.
—¿Es excitante, o qué? —Sonrió Pete.
—O qué.
—Debe de ser justo al otro lado de la próxima curva —indicó Pete.
Larry alimentó la esperanza de que encontrasen la ciudad ocupada. Era sábado, al fin y al cabo. Tal vez alguien que hubiera salido a dar un paseo en coche habría hecho un alto para explorar la “ciudad fantasma”. Quizás algunos chicos se hubiesen dejado caer por allí para decorar las paredes con pintadas o soltar unos cuantos disparos contra los edificios. Hasta se alegraría de ver una pandilla de motoristas. Le serviría cualquiera. La cuestión estribaba en que la ciudad no estuviese desierta y que ellos tuviesen que renunciar a la búsqueda de Uriah.
Pero doblaron la curva y la amplia calle mayor de Llano de la Artemisa se estiró frente a él, reluciente bajo la claridad del sol, completamente vacía, con la salvedad de una mata seca que rodaba perezosamente por el piso, pasado el bar.
—Para el coche —pidió Pete—. Tomaremos unos metros de cinta. —Se apeó, con la cámara de vídeo. De pie, en mitad de la calzada, fue barriendo la zona despacio, de un lado a otro. Cortó la filmación para acercarse a la ventanilla de Larry—. Te dejaré que entres tú primero. Dirígete allí y aparca delante del hotel.
—Me parece un poco memo.
—Eh. ¿Se quejó Doug MacArthur cuando tuvo que meterse en el agua para desembarcar en Bataan?
—No creo que fuese en Bataan.
—Pues donde fuera. Aquí somos nosotros los que volvemos, SOCIO.
—Muy bien —murmuró Larry.
Condujo el resto del camino solo en el Mustang, salió de la calzada frente al hotel y se apeó. Pete aún se encontraba a unos cincuenta metros; caminaba muy despacio, con el ojo pegado al visor de la cámara.
—¡Abre el maletero! —gritó Pete—. Ponte a la cintura la herramienta escupeplomo.
Larry levantó la tapa del maletero, cogió su Ruger, calibre 22, y se abrochó el cinturón muy caído alrededor de las caderas. Entornó los párpados al mirar a Pete y se echó sobre los ojos el ala del estropeado Stetson.
—¡Impresionante! —comentó Pete—. Ahora, ¡zúrrale la badana!
—Auténtico —dijo Larry.
—Bueno, ¡al menos, cárgalo!
Consideró que no era mala idea. Si acababan tropezándose con Uriah, ni por lo más remoto deseaba estar allí quieto, con un revólver descargado.
Se sentó en el parachoques trasero, se echó en la mano unos cuantos balines del 22 y procedió a insertarlos en el tambor. Para cuando hubo terminado, Pete se encontraba ya a un par de metros.
—Dedícame un gesto sarcástico tipo Clint Eastwood.
—Si Uriah está observándonos, nos tomará por unos payasos.
—Me parece muy bien. Hay que brindarle una falsa sensación de seguridad.
—Falsa, ¿eh? —Dejó caer un puñado de cartuchos en el bolsillo de la camisa y volvió a dejar la caja en el portaequipajes—. ¿Tomamos una cerveza antes de empezar?
—Aún no. Toma esto. No quiero quedarme fuera de la obra.
Pasó la cámara a Larry y le instruyó acerca de su funcionamiento. Larry se separó del automóvil, encuadró a Pete a través del visor y grabó la escena mientras este se ponía el cinturón con la pistolera.
—Un par de verdaderos hombres, ¿eh? —dijo “hombres” en español.
—Sí —dijo Larry.
Se daba cuenta de que era estupendo ir vestido así: las botas, los vaqueros descoloridos, la vieja camisa de color azul y el sombrero del Oeste. Y era especialmente estupendo notar el peso de la funda del revólver contra la pierna y saber que disponía de un seis tiros de verdad con el cilindro cargado de proyectiles. Era como ir de auténtico vaquero.
Aunque de menor estatura que Larry, Pete parecía el doble de duro. Calzaba unas ajadas y polvorientas botas de campaña. Las vueltas de los pantalones estaban deshilachadas. Llevaba arremangada la camisa de cuadros escoceses, dejando a la vista los gruesos y velludos antebrazos. La misma camisa, demasiado ajustada en el pecho, hacía resaltar el relieve de los músculos. El sucio sombrero de paja, con las alas dobladas hacia arriba por los lados y hacia abajo por delante, le daba todo el aire de un tipo que muy bien podía ser un maltratado y borracho veterano, apostado en una calleja, detrás del saloon. Pero lo mejor era el bigote en forma de manillar, negro pero salpicado de pelos grises. El bigote era más que un disfraz. Era real.
Con la espalda apoyada en el coche, Pete puso municiones en su revólver. Aquellas balas parecían tres veces mayores que las de Larry.
—Tengo que agenciarme un cuarenta y cinco o algo así —comentó este.
—Sí. Procúrate un quitapenas con potencia suficiente para dejar seco a quien se tercie. —Pete enfundó su Magnum. Con los entornados ojos sobre la cámara, se encajó un cigarrillo en una comisura de la boca. Lo encendió con un Bic. Preguntó—: ¿Listo para ir en busca de nuestro hombre?
—¿Qué me dices de una cerveza antes de empezar?
—Me parece que diste en el clavo.
Se inclinaron contra la parte lateral del vehículo mientras bebían. Larry no cesaba de mirar a un lado y a otro de la calle, con la esperanza de que apareciese alguien y echara por tierra su plan.
Pete dio la última chupada al cigarrillo. Tiró al suelo la colilla y la aplastó con la bota.
—Esto va a ser algo de miedo en nuestro libro —afirmó—. Nosotros dos aquí, lanzados en plan de poderosos paladines.
—Sí. Aunque lo más probable es que no le encontremos.
—Vamos, hombre, piensa positivamente.
—Soy positivo.
—Veamos. ¿Tratas de decirme que todo el trayecto hasta aquí te lo has pasado albergando la esperanza de que no encontremos al tipo en cuestión?
—Encontrarle no es exactamente el sueño de mi vida.
—No te me vas a acojonar, ¿verdad?
—He venido hasta aquí, ¿no?
—Ahí está el espíritu.
—Pero lo que ocurre con Uriah…
Se interrumpió, meneó la cabeza y tomó otro sorbo del botellín.
—¿Sí?
—Nada.
—Venga, hombre. Suéltalo.
—Bueno, que es real.
—No fastidies.
—Tú estuviste en Vietnam y todo eso. Para ti es diferente. Lo más cerca que he estado yo de un follón de verdad fue cuando, allá en Los Ángeles, se cargaron a unos vecinos. Todo lo que hice fue tirarme al suelo y rezar para que ninguna bala viniese hacia donde estábamos nosotros. Lo cierto es que nunca jamás he perseguido a nadie.
—Tampoco yo. No serví en infantería, ¿sabes?
—¿Nunca disparaste contra nadie?
—No. Ni tampoco me dispararon a mí. Lo más cerca que yo he estado de que me soltasen un tiro, viejo penco, fue el viernes pasado, cuando tú me encañonaste.
—¡Ah!
—Sí, ¡ah! —Pete se echó a reír—. Ea, anímate. Demostraste que tenías pelotas. Si fuiste capaz de ponerme aquel cañón delante de las narices, utilizarás la pistola cuando tengas que hacerlo.
—Esperémoslo así —murmuró Larry.
—No te preocupes, lo harás.
Pete se separó del coche, tiró la lata de cerveza al aire, muy alta, e inmediatamente llevó la mano hacia la culata del revólver.
—¡No!
Antes de que pudiera desenfundar, Larry le había cogido la muñeca. La lata tintineó al chocar Contra el suelo y luego rodó por él.
—Pero, venga, hombre…
—¿Te has vuelto loco? La detonación…
—No hemos entrado en la ciudad a escondidas precisamente, Lar. Si Uriah anda por las proximidades, me parece que sabe que estamos aquí.
—Bueno, diablos.
—Vale, vale. ¿Has terminado ya? Sigamos adelante con el espectáculo.
Mientras Pete iba a recoger su lata de cerveza, Larry apuró la suya y se encaminó al maletero. Tiraron las dos latas en su interior.
—¿Qué hay de la cámara? —preguntó Larry.
—No habrá bastante luz dentro del hotel.
—Entonces será mejor que cojas esto.
Larry rebuscó en un rincón del portaequipajes. Junto al gato, la palanca y las bengalas había una linterna que guardaba allí para casos de emergencia. La sacó y se dispuso a cerrar el portaequipajes.
—Un momento. Puede que eso también nos haga falta.
Pete introdujo la mano. Sacó la palanca.
Larry miró por encima del hombro y observó que el pestillo de las puertas del hotel seguía colgando suelto.
—¿Crees que necesitaremos la barra?
—Vamos a revisar las habitaciones, ¿no?
Larry no había pensado en eso. Comprendió que, verdaderamente, había evitado pensar en lo que iban a hacer una vez estuviesen allí.
—No sé por qué tenemos que forzar las puertas para entrar en las habitaciones.
Pete sacudió la cabeza y rio entre dientes. Con la palanca en la mano, cerró el maletero.
—Lo cierto es que no te gustaría encontrar a ese tipo, ¿verdad?
—Lo que sí es seguro es que no quiero disparar contra él —dijo Larry mientras se acercaban a la puerta frontal del hotel.
—Tampoco yo quiero disparar contra nadie. Pero no deja de resultar agradable saber que uno cuenta con cierta protección.
Palmeó la culata del revólver. Después se introdujo la palanca por debajo de la cintura de los pantalones, abrió la puerta de doble hoja y entró en el hotel.
La claridad irrumpió por el hueco de la entrada y se extendió por el suelo del vestíbulo. Fue desvaneciéndose a medida que avanzaba, para concluir dejando sumidos en la oscuridad los rincones más distantes. Larry apenas pudo distinguir las formas ambiguas del mostrador de recepción y su vista sólo llegaba hasta la mitad del primer tramo de la escalera, que ascendía a su izquierda. Mientras se esforzaba en percibir algo más, la claridad desapareció. La puerta se había cerrado con repentino estrépito.
—Esperemos a que los ojos se acostumbren a la penumbra —susurró Pete.
Larry tenía la impresión de que le habían cubierto la cara con una capucha negra. Pero, al volver la cabeza, vio que por debajo de la puerta de la calle y por las rendijas de las tapiadas ventanas se filtraban tiras de brillante luz diurna.
Pete estaba a su lado, silencioso.
Larry miró de nuevo al frente. No tardó en discernir los tenues contornos de algunas cosas: el alargado mostrador, los cubículos de las casillas que había detrás, la baranda y los peldaños de la escalera. Eran casi invisibles, pero estaban allí. Con los cantos redondeados. Fluidos. Fundiéndose con la negrura. Vio algunas formas de cuya naturaleza no podía estar seguro. Por encima del alejado mostrador, algo que tal vez fuese una cara. En un punto de la escalera, algo que muy bien podía ser un hombre de pie, inmóvil allí, con la mirada fija en ellos.
Valía más, pensó, no ver absolutamente nada.
—La guarida del loco —susurró Pete.
—Cierra el pico.
—Ese sería un buen título para ti, ¿no?
—Chisst.
—De todo esto vas a sacar cantidad de material estupendo.
Deseó que Pete permaneciese mudo. Quería silencio para poder oír a cualquiera que…
—Adelante, enciende la linterna —dijo Pete.
El pulgar corrió el interruptor. El foco de luz se desplazó escaleras arriba. Larry contuvo la respiración cuando las sombras de la barandilla revolotearon sobre la pared. Pero allí no había nadie. El rayo luminoso ascendió hasta lo más alto de la escalera. Proyectó un tenue resplandor hacia el pasillo del piso superior. Larry lo desvió en seguida para proyectarlo hacia el otro lado del mostrador de recepción. Tampoco allí había nadie. Empezó a respirar más desahogadamente mientras escudriñaba a la claridad de la linterna los ángulos del vestíbulo.
—Pásamela —pidió Pete.
Durante unos segundos, Larry se resistió mentalmente a ceder el control de la luz. Pero comprendió, casi al instante, que ese control debía tenerlo la persona dispuesta a llevar las riendas de la operación. Y él prefería que fuese Pete quien las empuñara. Le entregó la linterna y apoyó la mano en la culata del revólver.
Avanzaron y el piso recubierto de arena produjo chirriantes crujidos bajo sus botas. Larry seguía con la vista la trayectoria del foco de luz de la linterna. Este se demoró brevemente en el crucifijo. Recorrió los bordes del panel, incrustado en las otras secciones que clausuraban el hueco de debajo de la escalera, se deslizó a lo largo del mostrador e hizo un alto de varios segundos sobre una cerrada puerta que había cerca del extremo más alejado del tabique.
—Vayamos a echar un vistazo —dijo Pete.
Se subieron al mostrador, para dejarse caer en el espacio del otro lado. Pete encabezó la marcha hacia la puerta, la abrió y se asomó al interior. Larry miró por encima de su cabeza. El pálido rayo de luz descubrió una estancia vacía con una ventana tapiada en el fondo.
—El despacho del hotel —musitó Pete—. Subamos al piso de arriba.
Cerró la puerta.
Pasaron de nuevo por encima del mostrador y atravesaron el vestíbulo en dirección a la escalera. Pete proyectó la luz sobre la parte superior como si quisiera cerciorarse de que nadie les esperaba allá arriba. Luego bajó el foco de la linterna hacia los peldaños por los que iban a subir. Emprendió el ascenso.
Las tablas sueltas cubrían aún el agujero del rellano.
Al verlas, Larry deseó que Bárbara nunca hubiera caído a través del entarimado.
“¿Cómo puedes desear tal cosa?”
Era la voz de Bonnie, triste y acusadora.
“Creí que me querías”.
—Me parece que voy a echar un vistazo —dijo Pete. Se arrodilló y, con mucho cuidado, levantó dos tablas. Se agachó para introducir la cabeza por el agujero. Le siguió la linterna—. No veo nada —dijo.
—¿Qué esperabas?
—Vete tú a saber…
Se incorporó, volvió a colocar las tablas donde estaban y se puso en pie. Dirigió nuevamente el foco de la linterna hacia lo alto de las escaleras. Luego empezó a subir por aquel tramo.
Larry alargó la zancada para no pisar las tablas. Inmediatamente delante de él, Pete trasladó la linterna a su mano izquierda. Desenfundó el revólver con la derecha.
—Ten cuidado —susurró Larry—. Quiero decir que no dispares contra cualquier cosa que se mueva. Puede que se albergue aquí un vagabundo o alguien parecido.
—No te preocupes, ¿vale?
—Los allanadores de morada somos nosotros, por si se te ha olvidado.
—Sí, sí.
A un escalón del rellano superior, Pete se inclinó hacia adelante y miró a derecha e izquierda. Llegó al pasillo. Larry le siguió. El corredor terminaba justo a la izquierda de la escalera. Por la derecha, se estiraba, largo y oscuro, con puertas a ambos lados.
Se detuvieron delante de la primera puerta. Pete aplicó el oído a la hoja de madera, y el sombrero de caballista se torció. Tras escuchar durante unos segundos, retrocedió.
—¿Quieres gozar de los honores? —murmuró, al tiempo que apuntaba la linterna sobre el picaporte—. Te cubriré. No temas.
Con el corazón latiéndole a cien por hora, Larry cogió el picaporte. Intentó accionarlo, pero no cedía.
—Cerrada —dijo.
Pete golpeó ligeramente con la boca del cañón del revólver el extremo de la palanqueta que llevaba dentro del cinto.
Larry tiró de ella. La agarró con las dos manos e introdujo la punta en la hendidura que quedaba entre la placa del picaporte y el marco de la puerta. Miró a Pete.
—Bueno, adelante.
—No sé…
—Venga, mierda.
—No deberíamos estar aquí.
—A ver si te vas a acongojar ahora.
—Tal vez tendríamos que estar dándole a los ejercicios de tiro, como les dijimos a las chicas.
—El libro, hombre. El libro. Uriah es el eslabón perdido, ¿recuerdas?
“Me asesinó”, la voz de Bonnie otra vez. “No puedes permitir que eso quede impune. Tiene que pagarlo”.
—Está bien —murmuró Larry.
Aplicó toda su fuerza a la barra de hierro. Notó que se movía lateralmente unos milímetros y se hundía en la madera y entonces sonó la bocina de un automóvil. Se quedó petrificado.
—¡Yiuuuu! —exclamó Pete.
Larry retiró la palanca y giró en redondo.
—¡Ese era nuestro coche!