Capítulo 32

—¿Quieres hablar del asunto? —preguntó Larry, cuando dejaron a Henry y a Betty.

Derrumbada en el asiento contiguo, cruzada de brazos, Lane volvió la cabeza para mirar a su padre.

—Le sacudí a Jim una patada en el trasero —dijo—. Así que nos aconsejó que volviéramos a casa andando.

—¿Le diste una patada?

—No creerías lo que me hizo.

—Ah, puede que sí.

—Menudos cerdos son los chicos.

—Gracias.

—Túuuuu, no. Pero hablo en serio. Lo único que quieren es magrear, magrear y magrear. Tienen el cerebro lleno de sexo.

—Y tú, no, ¿eh?

—Yo no voy por ahí agarrando… sus partes íntimas.

—Pues no sabes lo que me alegro.

—Tú no eras así, ¿verdad? De joven.

Larry pensó que menos mal que dentro del coche no había luz suficiente para que Lane viera cómo se le enrojecía el rostro. Estaba en su estudio, con la puerta cerrada, cuando Lane telefoneó desde la pizzería. Contemplando las fotos de Bonnie. Rememorando todos los detalles de su sueño. Suspirando por ella. Una muchacha que tendría aproximadamente la misma edad que Lane. Que incluso se parecía mucho a ella.

—Me temo que todo adolescente tiene el cerebro lleno de sexo —dijo.

—Pero tú no ibas siempre por ahí metiendo mano en las partes de las chicas, ¿verdad?

—¿Cuando tenía tu edad? No. A veces, salía con alguna pero no sentía ningún interés especial por las chicas con las que iba. De modo que tampoco intentaba darme con ellas lo que se llama una fiesta.

—¿No te interesaban las chicas con las que salías?

—Estamos hablando de mi época de instituto, ¿no?

—Sí.

—Bueno, por entonces, no. No gran cosa. Sólo salía fundamentalmente con perros.

—¡Papá! Eso suena mucho más chocante que divertido.

—Es cierto. Y maldita la gracia que me hacían las pulgas, así que…

—De verdad, no está bien que me tomes el pelo.

—Vale, vale. ¿En serio? Yo no era precisamente guapo ni apuesto y tú lo sabes. De modo que nunca intenté ligarme a ninguna de las chavalas que en mi opinión merecían la pena. Me aterraban. Si una chica tenía el palmito y la figura que tienes tú, pongo por caso, me limitaba a admirarla de lejos y quizás a hacerme alguna ilusión que otra. Pero seguro que no le pedía que saliese conmigo.

—Jesús, papá.

—Extraño, ¿verdad? Y ahora tengo en casa una moza tan guapetona como aquellas.

Miró a Lane y sonrió. La chica meneó la cabeza. Después le palmeó en el hombro.

—Yo hubiera salido contigo.

—Lo cual hubiera sido lamentable.

—Ni hablar. Me juego algo a que te habrías portado como un perfecto caballero.

—¡Como un maníaco sexual loco de lujuria!

Larry disparó la mano por debajo del brazo de Lane y pinchó con los dedos el sobaco de la muchacha.

—¡No! —gritó ella.

Al mismo tiempo, soltó una risita, bajó el brazo de golpe retorció el cuerpo y s padre liberó la mano, la llevó por debajo del codo de Lane Y le hizo cosquillas en el costado.

—¡Papá! ¡Basta!

Larry volvió a poner la mano en el volante. Cuando aminoró la marcha y condujo el automóvil hacia el bordillo, delante de la casa, Lane le cogió por el costado y clavó allí los dedos.

—¡No hagas eso! —protestó el hombre, imitándola y echándose a reír—. Por favor. ¡Basta!

Revolviéndose mientras ella le hacía cosquillas, Larry apagó el motor. Luego cogió el antebrazo de Lane y le arremangó el jersey.

—La marca india —anunció.

—¡No! —jadeó Lane, sin aliento, pero riendo—. ¡No se te ocurra! ¡Se lo diré a mamá!

—Chivata.

Le aplicó la marca india. Suavemente. Después la soltó.

—¿Eso es lo mejor que puedes hacer?

—¡Ah, sí! ¿Quieres que te deje bien señalada?

—Creo que pasaré, gracias —dijo la chica. Le palmeó el brazo—. Quizás en otro momento. Quizás…

Súbitamente, agarró con las dos manos el antebrazo de Larry y le retorció la carne.

—¡Aaaaayyyyy!

—Eso te servirá de escarmiento, tipo duro.

Entre risas, Lane se precipitó a la portezuela y se apeó del vehículo. Corrió hacia la casa. Pero, en vez de utilizar la llave y entrar, aguardó en el porche.

Larry se frotó el brazo mientras se acercaba a la muchacha. Le escocía.

—No te habré hecho daño, ¿verdad? —preguntó Lane.

—Sobreviviré. Con un poco de suerte.

Lane le tendió un brazo.

—¿Quieres pagarme con la misma moneda?

—No.

—Venga. Me sentiré mejor si quedamos en paz.

—Te pondrás a berrear y despertarás a tu madre —dijo Larry.

Abrió la puerta y entraron en la casa sin hacer ruido. Lane miró hacia el sofá.

—¿Dónde está?

—En la cama.

—Ajá. ¡Cielos! Espero no haber interrumpido nada cuando telefoneé.

Tras quejarse de que sufría un terrible dolor de cabeza, Jean se había ido a la cama casi una hora antes de que se produjera la llamada, brindando así a Larry la oportunidad de quedarse a solas con las fotografías de Bonnie.

—Nunca lo sabrás —dijo.

—Jo, jo, jo.

—En fin, es hora de que me vaya a planchar el colchón.

—Y para que yo me deje caer por la ducha —añadió Lane.

—¿No te diste un baño antes de cenar?

Se desvaneció la sonrisa de la chica.

—Me siento sucia.

—Ah.

—Sí. Todo eso…

Apretó los labios. Empezó a temblarle la barbilla y las lágrimas brillaron en sus ojos.

Se tensó repentinamente la garganta de Larry.

—Lo siento, cariño.

Lane le rodeó con los brazos y se apretó contra él.

—¿Por qué… tienen que complicarse tanto las cosas?

—No lo sé. Es la vida, supongo.

—La vida es algo perro, y luego te mueres.

—No digas eso, tesoro —susurró Larry—. Todo acabará arreglándose.

—Sí, seguro.

—Jim no es el único chico del mundo. Espera y verás. Un día de estos, tropezarás con algún tipo que te va a sorber el seso y te colarás por él.

—Un buen sistema para romperte el espinazo —murmuró Lane sobre la parte lateral del cuello de su padre. Aflojó el abrazo Y le dio un beso en la mejilla—. De todas formas, gracias.

Se retiró y se secó las lágrimas de los ojos con la manga del jersey.

—Te encontrarás mejor por la mañana —aseguró Larry.

—Por lo menos hasta que me despierte.

Larry se estiró entre las sábanas de su cama. Su contacto era fresco y agradable.

—¿Ha vuelto Lane? —preguntó Jean en tono ronco.

—Sí.

La mujer suspiró y, al parecer, volvió a dormirse. Larry escuchó su respiración lenta y profunda. No tardó en oír el rumor ventoso de la ducha.

Se preguntó si Lane se iría derecha a la cama cuando hubiese terminado.

“No te hace falta mirar otra vez esas fotos se dijo. Duérmete y olvídalas”.

¿Y si Lane te sorprende mirándolas? Una muchacha de su edad. Una joven muerta, para más inri. Creerá que no eres mejor que Jim. Peor. Menudos cerdos son los chicos. Incluido papá.

Limítate a explicarle que estás escribiendo un libro acerca de ella. La asesinaron, y mañana…

Mañana.

Larry se había esforzado, desde el almuerzo, en apartar aquello de su mente. Cada vez que pensaba en volver a Llano de la Artemisa, se apoderaba de él una abrumadora sensación de vértigo. Ahora volvía a atacarle. Se quitó de encima la sábana y la manta.

¿Anular la excursión?

¿Y qué le dices a Pete? Lo siento, he cambiado de idea.

Muy bien.

Tenemos que llegar hasta el final.

¿Y si encontramos a Uriah?

No le encontraremos. Hemos estado allí dos veces y no apareció por ninguna parte.

Acaso en tales ocasiones estaba ausente. Pudo haberse ido a dar un paseo por el desierto. A matar coyotes.

O quizás estaba allí, escondido, espiándonos. Espantoso.

“Ahora no lograré conciliar el sueño”, pensó.

Piensa en algo agradable. Piensa en Bonnie.

¡No! Tengo que dejar de pensar en Bonnie. Es una locura.

Es una equivocación.

Se apagó el ruido de la ducha.

Lane había terminado. “Concédele quince minutos —pensó—, para asegurarte de que se ha dormido. Luego podrás sacar las fotografías sin peligro”.

De todas formas, tampoco puedo dormir, así que… No.

Además, ¿qué pasa? Está muerta. No va a volver. Puede que sí. Cuando arranquemos la estaca.

Mierda.

Pero ¿y si vuelve?

No volverá. Los vampiros no existen.

—Tira de la estaca y averígualo —dijo Bonnie, suave e incitante la voz en el cerebro de Larry.

—Te gustaría eso, ¿verdad? —respondió él.

—Mucho.

—Supongo que puede solucionarse.

Se puso a horcajadas sobre el ataúd y le sonrió.

Era desconcertante. Aún no había arrancado la estaca, pero ella estaba viva ya, desnuda y hermosa. Y le hablaba.

—¿Cómo es que ya estás viva? —preguntó Larry.

Ella le dirigió una sonrisa juguetona.

—Magia de vampira.

—¿De modo que eres una vampira?

—Nunca dije que no lo fuera.

—No sé.

—Me quieres, ¿verdad?

La mano se levantó desde el interior del ataúd y le acarició.

—No es tan sencillo como eso, Bonnie.

—Me deseas, ¿verdad?

—Pero si realmente eres una vampira…

Bonnie alzó las piernas, las separó y enganchó las rodillas a cada uno de los lados del féretro.

—Me deseas —afirmó.

—Lo sé, pero…

—Y yo te quiero. —Bonnie se llevó las manos a los pechos, se los acarició, se los oprimió—. Arranca la estaca y seré tuya.

Larry no quería arrancar la estaca. Anhelaba a Bonnie, pero ella había reconocido tácitamente que era una vampira. Si la liberaba, ¿qué haría?

—No me alimentaré de ti ni de nadie de tu familia —dijo Bonnie, como si leyera en su cerebro.

—¿Cómo voy a saberlo?

—Confía en mí. Arráncala.

Se alzó entonces la cabeza de Bonnie. Abandonó el fondo del ataúd. Mientras se retorcía y se frotaba los senos, el cuello se alargó. Esbelto, blanco, curvado hacia adelante. La cabeza descendió hasta la saliente estaca. Apareció la lengua, larga, rosada, goteante. Se envolvió alrededor de la estaca. Resbaló hasta el punto donde la madera se hundía en el pecho. Con la mejilla apoyada en la tersa piel, encima de los senos, Bonnie alzó la vista para mirar a Larry y sonrió.

—Arráncala —dijo en tono apremiante. Pese a tener la lengua extendida en toda su longitud, se las arregló para hablar.

Sin aliento, con el corazón retumbándole, Larry contemplaba la escena.

La lengua de Bonnie, enrollada en la estaca, fue ascendiendo. Le siguió la cabeza. La lengua se retiró a su lugar dentro de la boca. Entonces, los labios se abrieron al máximo y la boca bajó hasta aplicarse al extremo romo de la estaca. Empezó a absorberla.

“Va a chupar para extraérsela del pecho”, pensó Larry. Si lo hace ella, bien está. Mientras no sea yo…

—¡Apártese! —tronó una voz.

La cabeza de Bonnie se alzó bruscamente, la saliva se escurría por el mentón y los ojos brillaban furiosos. Con su largo cuello, le recordó a Larry una cobra que irguiera su cuerpo al conjuro de la melodía del encantador de serpientes. La mirada de Bonnie giró hacia el lugar de donde procedía la voz.

Larry también dirigió la vista hacia allí.

El desconocido llevaba el hábito oscuro de un monje. La capucha le caía sobre el rostro, ocultándoselo.

—¿Uriah? —preguntó Larry.

—No se deje engañar por la perversa —advirtió el extraño.

—Mátale, Larry —pidió Bonnie, en tono bajo y calmoso, persuasivo—. Es Uriah, desde luego. El que me hizo esto.

—¡Regresa al infierno, demonio!

—Está loco —dijo Bonnie. Su voz sonaba distante. Y distinta. No tenía nada embaucador ni malicioso. Se parecía mucho a la de Lane. Larry notó una enorme opresión en el pecho—. Me asesinó. Y me duele. Me duele mucho.

Larry apartó la mirada del desconocido.

El ataúd estaba ahora vacío.

Durante unos segundos, Larry pensó: “¡Es demasiado tarde! ¡Ha absorbido la estaca y está viva!”.

Después la vio. Se encontraba de pie en el otro extremo del féretro. Relucían las lágrimas en sus ojos. Le temblaba ligeramente la barbilla. En su pecho no había estaca alguna. De una u otra forma, se había puesto el jersey blanco, los vaqueros y las botas de Lane. Pero era Bonnie, hermosa e inocente, y lloraba en silencio.

De pronto, Larry se dio cuenta de que estaba desnudo. Bajó la vista sobre su cuerpo y suspiró aliviado. Ahora llevaba la bata.

—Él me mató —acusó Bonnie, temblorosa la voz.

—¡Vampira! —rugió Uriah—. ¡Horrible mujerzuela!

—¡Cállese! —le ordenó Larry.

—No soy ninguna vampira —lloriqueó Bonnie. Se sorbió la nariz—. Uriah está loco. Nos… nos asesinó a mis amigas y a mí. No habíamos hecho nada.

Larry miró a Uriah con el entrecejo fruncido.

—Miente, estúpido.

—¿Ah, sí? —saltó Larry—. Condenado maníaco… —y se precipitó súbitamente sobre el hombre—. ¡Acabaré contigo, jodido lunático!

Uriah le arrojó la decapitada cabeza de un coyote.

La cabeza, con las cuencas de los ojos vacías, surcó el aire dando vueltas y la sangre goteó en varias direcciones desde la base cercenada del cuello, mientras por las abiertas mandíbulas babeaban los colmillos. Larry alzó los brazos para bloqueada. Los dientes se le clavaron en el antebrazo. Soltó un gañido, dio un respingo y se despertó.

La casa estaba a oscuras y en silencio. Se encontraba tendido en la cama, destapado, tiritando, con la piel de gallina y empapado de sudor. Se sentó. La sábana de abajo se despegó de su húmeda espalda. Dirigió la vista más allá de la forma de su dormida esposa y entornó los párpados para consultar el despertador. Casi la una. No podía llevar dormido más de media hora.

Ni siquiera faltaba poco para el amanecer.

Se pasó la mano por la mojada cabellera. Sentía tensos y fríos los músculos de los lados del cuello. Parecían exprimir hilos de dolor que luego se le filtraban en la cabeza.

Saltó de la cama, se acercó a la alacena sin hacer ruido y se puso la bata. Se le pegó a la piel húmeda. Al tiempo que se ataba el cinturón, salió al pasillo.

Camino del cuarto de baño, pasó por delante de la habitación de Lane, que tenía la puerta abierta. La luz estaba apagada, pero Larry se preguntó si Lane estaría despierta. No se entretuvo en comprobado.

“No importa se dijo. No voy a mirar las fotografías”.

“¿Qué voy a hacer?, se preguntó”.

Sabía lo que no iba a hacer: volver a la cama. Al menos, por ahora se sentía desvelado por completo. Además, era inútil pretender conciliar el sueño antes de que remitiera aquel dolor de cabeza. Y tampoco deseaba correr el riesgo de sufrir otra pesadilla. Como aquella, no.

Al final del pasillo, entró en el lavabo. Cerró la puerta pero dejó la luz apagada, sabedor de que le haría daño en los ojos. Le bastaba el tenue resplandor de la noche. Cuando Se dirigía al botiquín de primeros auxilios aspiró profundamente los aromas que aún flotaban en el aire, desde que Lane se duchó. Perfumes femeninos, de flores, emanados por el jabón, el champú o los polvos… ¿quién sabe? Pero que llenaban el cuarto de baño evocando la presencia de la muchacha, lo que hizo que Larry se relajase un poco.

Se tomó dos aspirinas, que engulló con agua fría. Regresó hacia la puerta. Cogió el pomo.

Comprendió que no deseaba enfrentarse a la casa oscura y silenciosa que había al otro lado de aquella hoja de madera. No quería permanecer tendido en la cama, a la espera de que llegase el sueño. No quería dormir. No quería sentarse solo en la sala de estar, intentando leer o mirar la televisión. No quería deslizarse furtivamente en su estudio, abrir el archivador y sacar las fotografías de Bonnie.

“Aquí me encuentro estupendamente”, se dijo. Oprimió el botón central del pomo. La puerta quedó cerrada con un sonoro chasquido.

Bajó la tapa del inodoro y se sentó. Inclinado hacia adelante, apoyó los codos en las rodillas. Contempló la esterilla del baño. Incluso a aquella casi inexistente luz pudo distinguir el punto donde el pie de Lane había aplastado la lanilla.

Respiró por la nariz y saboreó la agradable y familiar mezcla de aromas.

“Aquí no puede alcanzarme Bonnie”, pensó.

Una llamada a la puerta le despertó, sobresaltado. La claridad grisácea de la mañana inundaba el cuarto de baño.

—Papá, me bailan los dientes.

—Un momento. —Larry se levantó del suelo, recogió la toalla de baño con la que se había tapado las piernas, la colgó de su gancho y se arregló la bata. Tiró de la cadena del retrete.

Después levantó la tapa y anduvo hasta la puerta del lavabo. Preguntó:

—¿Cuál es la contraseña?

—¡Me voy a mear encima!

—Correcto.

Abrió la puerta.

Lane elevó los ojos al techo.

—Ya era hora. —Cuando Larry se apartaba para dejada pasar, Lane se detuvo, enarcadas las cejas—. ¿Te encuentras bien? Tienes un aspecto de lo más raro.

—He pasado una mala noche.

—¿Diarrea?

—Sólo jaqueca.

—Bueno. Así no habrás dejado esto apestoso.

—Huele de maravilla aquí dentro.

“Huele como tú”, pensó. Alborotó aún más la despeinada cabellera de Lane. La chica pasó por su lado y cerró la puerta.

En la alcoba, encontró a Jean dormida. Cerró la puerta, colgó la bata y se metió en la cama. Las sábanas de su lado estaban frías. Se dio media vuelta y se acurrucó contra la espalda de Jean. Pasó un brazo por encima del vientre de su mujer.

La piel estaba tersa y cálida. Puso la cara sobre el pelo de Jean. Aquel olor era el mismo que le había envuelto durante la noche.

Lane y ella debían de usar los mismos productos, pensó, al tiempo que se apretaba más contra ella.

—¿Es hora de levantarse? —murmuró Jean.

—Aún no.

—Estupendo. Aguantaré un ratito más.