Lane llamó, abrió la puerta y se asomó al estudio de su padre.
—Jim estará aquí dentro de un momento —anunció—. ¿Quieres salir y acosarle un poco?
—Le daré un toque a ese chico esta noche —dijo Larry, y pulsó una tecla que dejó en blanco la pantalla del monitor, mientras la muchacha entraba en la estancia.
—¿Escribiendo más porquerías de las tuyas?
—Sí.
Lane bajó el dedo hacia la tecla de “Re Pág”, que llevaba al principio de la página anterior.
—¡Ajá!
Larry le apartó el dedo de un manotazo.
—Venga, venga. Ya soy mayorcita.
Larry la miró, sonriente. Pero, en seguida, la sonrisa desapareció de su rostro.
—Tendrás cuidado, ¿verdad?
—Sí, papá.
—Hablo en serio. No estoy muy seguro de que debas salir esta noche, con ese tal Benson suelto por ahí y todo lo demás.
—Esto no es ninguno de tus libros, ¿sabes?
—Sí, lo sé. Es la vida real, y eso es peor. Mira lo que le pasó a esa chica, a Jessica.
—Benson no lo hizo.
—¿Qué te hace estar tan segura?
—Bueno, la policía le dejó en libertad.
—La policía a veces comete errores, cariño. Pero incluso aunque no tenga nada que ver con eso, hoy se mostró violento en clase. Y te amenazó. De modo que no pretendas que todo va bien. Quiero que vayas con mucho cuidado.
—Iré. Y tampoco es como si anduviera sola. Nadie va a atacarme estando con Betty.
Larry se echó a reír.
—¡Infecto!
—Lo he heredado de ti, junto con mis alergias.
Lane oyó el timbre de la puerta.
—Ya está aquí —dijo. Se inclinó sobre su padre y le dio un beso—. Nos veremos luego.
—Que te diviertas. Y haz caso de lo que te he dicho, mantén los ojos abiertos.
—Vale —repuso la chica, mientras se alejaba—. ¡Adiós!
Cerró la puerta y entró corriendo en la sala de estar. Jim hablaba con Jean. Sonrió a Lane. Estaba guapo con su camisa de gamuza color castaño, sus pantalones de pana y sus zapatillas deportivas. La muchacha se alegró de verle, a pesar de sus constantes peloteras.
—¡Hola! —saludó.
—Lane —articuló Jim. Un tono rojizo coloreó su rostro. La chica se preguntó a qué se debería. Jim no era un chico que se ruborizase a menudo—. Estás preciosa.
—Gracias —dijo ella.
Si Jim se sentía decepcionado, no lo daba a entender. Pero Lane sabía que no era posible que estuviese muy satisfecho, dado que ella se había puesto unos vaqueros azules ajustados, en vez de falda, y un jersey con cuello en uve encima de la blusa.
Lane besó a su madre.
—Que lo paséis bien —dijo Jean—. Y no andéis por ahí hasta muy tarde.
—Haremos lo primero y no haremos lo segundo —respondió Lane.
La madre meneó la cabeza y elevó los ojos al cielo.
—Buenas noches, señora Dunbar —deseó Jim.
La mujer le dio las gracias. Cuando cruzaban el patio, Lane oyó el golpe de la puerta frontal al cerrarse. Volvió la cabeza. La luz del porche se había encendido para inundar la entrada de claridad amarilla.
El coche de Jim estaba estacionado junto al bordillo de la acera. Abrió la portezuela para que subiese Lane, después pasó por delante del vehículo y se acomodó tras el volante. Introdujo la llave en la cerradura de ignición, pero no puso el motor en marcha. Se volvió hacia Lane.
—Tienes un aspecto tremendo —dijo.
—Me figuré que haría demasiado fresco para llevar falda.
—Eso está bien. —Jim guardó silencio durante unos segundos. Después preguntó—: ¿Te lo has puesto?
—¿Ponerme qué?
—Ya lo sabes.
Lane sonrió.
—¿No eras tú el lince capaz de distinguir esa clase de cosas a dos kilómetros de distancia?
—Sí. Pero el jersey…
Alargó el brazo. La mano se curvó en torno a la nuca de Lane. La chica se inclinó a través del asiento, se encaró con Jim y le besó. La mano de la nuca ascendió un poco, los dedos se entrelazaron con la cabellera y, obligando a la cabeza a acercarse, Jim oprimió con más fuerza sus labios contra la boca de Lane. La otra mano se cerró sobre el seno derecho.
—Sí —dijo Jim, dentro de la boca de Lane.
—¿Contento?
—Sí.
No tenía nada que ver con el roce suave y accidental de la mano del señor Kramer. Jim se cebó con aquel pecho, por encima del jersey y de la blusa. La lengua exploró la boca de la muchacha. Los dedos apretaron el pezón. El dolor hizo contraerse a Lane. Apartó la mano de Jim y liberó la boca.
—Ya vale —susurró—. Vamos. Tenemos que recoger a los demás.
—Sí, está bien. Mierda.
—Prometiste ser bueno —le recordó.
—Lo sé. Espera y verás. Te quiero mucho, Lane.
—Al menos, a mis tetas, ¿eh?
Vaya ordinariez que se te ha ocurrido soltar, comprendió Lane. Si hay quien se convierte en maníaco sexual, Jim tampoco puede evitar reaccionar como lo hace. Al fin y al cabo, es un adolescente calentón.
—Adoro todo lo tuyo —dijo Jim, sin que su voz denotara que se sentía ofendido por el comentario de Lane—. Y me gustaría besarte en todas tus partes.
—Vamos, hombre. Calma tus ardores, ¿vale?
—Ya está, ya los he calmado —afirmó Jim, y puso el coche en marcha.
Lane se ajustó el cinturón de seguridad. Mientras Jim conducía, le fue indicando el camino al domicilio de Betty.
—Henry también estará allí —añadió Lane.
—No puedo contener la impaciencia.
—Prometiste…
—Soy hombre de palabra —confirmó Jim—. ¿Vamos a sentamos con ellos en el cine?
—Sí.
—Dios mío, las cosas que hago por ti.
—Merezco la pena, ¿no?
—Sabes que sí.
Jim alargó la mano y oprimió el muslo de la chica. La mano continuó allí, acariciando la pierna a través de la tela de los pantalones. Una sensación agradable. Pero, cuando Jim la subió muslo arriba, Lane la guio de nuevo hacia la rodilla.
—Repórtate —dijo—. Y tuerce a la izquierda.
Jim dobló la esquina para avanzar por la calle de Betty y Lane vio a sus dos amigos de pie, juntos delante de la casa móvil.
—Vamos a por nada —murmuró Jim. Detuvo el coche.
Lane se retorció en el asiento y abrió la portezuela de atrás para la otra pareja.
—Saludos, buena gente —dijo Henry, y subió al vehículo—. James, Lane. Suena a pintoresca vía pública de Londres. James Lane. Callejón de James.
—Hola, muchachos —dijo Betty, colándose con grandes dificultades en el coche.
—Hola —correspondió Jim. Su voz sonó bastante simpática.
—¿Estáis bien? —se interesó Lane, vuelta la cabeza hacia ellos.
—Nos encontramos estupendamente —repuso Betty—. ¿Y tú?
—De miedo.
—¿En serio?
—Sí —insistió Lane.
—¿Por qué no iba a estar bien? —quiso saber Jim, en tono un poco fastidiado, mientras accionaba el volante para girar en redondo.
—Ah, pues, no sé. A menos que tenga eso algo que ver con un tal Riley Benson.
A Lane se le puso la piel como un tomate.
—¿Qué pasa con Benson? —preguntó Jim.
—Oh, nada. Sólo que hoy tiró a Lane de la silla en la clase de inglés y le soltó un escupitajo en la cara.
—¿Qué? —saltó Jim.
—Por Cristo, Betty.
—Eso es lo que me contó Heidi, y ella estaba allí.
—¿De verdad te escupió? —preguntó Henry. Parecía preocupado.
—Sí.
—¿Benson te escupió?
—No tiene importancia —quitó hierro Lane.
Supo desde el principio que, tarde o temprano, todo el mundo iba a enterarse de aquello. Pero hubiera preferido que no fuese tan pronto.
—¡Mataré a ese mamón soplapollas!
—Te echaré una mano —se ofreció Henry.
—El señor Kramer ya le sacudió un buen puñetazo —explicó Lane—. Y lo van a enviar a Pratt.
—¡Yo enviaré a ese hijo puta al infierno!
—Tómatelo con calma, Jim. ¿Vale? Dios mío, acaban de asesinar a su novia. Las está pasando canutas.
—Se las haré pasar mucho más canutas todavía…
—No hay razón para que te pongas en plan de buena samaritana —le dijo Henry a Lane—. Ese chico es basura. Siempre lo ha sido.
—Exacto —corroboró Betty—. Ya era una asquerosa mierda antes de que a Jessica le cancelasen el billete.
—Mirad —dijo Lane—. Soy la parte afectada y me gustaría olvidarlo, ¿conforme? Se ha terminado. Pasó. ¿Por qué no cambiamos de conversación y procuramos divertimos?
—A ese tío me lo cargo —siguió Jim en sus trece.
—¡Cállate! —ordenó Lane.
Jim se calló.
Hubo un largo silencio.
Por último, Lane manifestó:
—Supongo que tengo mucha suerte al contar con amigos como vosotros. No quiero que nadie trate de arrearle a Benson por culpa mía, pero es muy bonito saber que todos me apreciáis lo suficiente como para escarmentarle.
—Le escarmentaré a modo —dijo Jim.
—¡Eh!
—Está bien, está bien. No le haré nada.
—Además —señaló Henry—, a Benson probablemente le encantaría una trifulca. Estaría en su elemento.
—Hen —dijo Jim—. Empiezas a caerme bien.
—A mí tampoco me caes mal tú.
—El plasta y el pelmazo —dijo Betty—. Vaya par de dos.
—Vosotras también formáis una parejita de alivio —manifestó Henry, y algo debió de hacerle a Betty, cuando esta soltó un chillido.
Jim volvió la cabeza y sonrió.
—No apartes los ojos de la carretera —avisó Lane.
—¡No te…! —gritó Betty—. ¡Ufff!
—Vamos, yo no te hice daño.
—Yo tampoco.
—Pero esto sí que puede…
—¡Ni se te ocurra! —chilló Betty. Emitió después una risita.
—¿Seguís divirtiéndoos?
—¡No! ¡Sí! ¡No, basta ya!
—Espero que no os portéis así en el cine —dijo Lane—. Nos echarían a patadas.
—Oh, seremos un modelo de decoro —le aseguró Henry. Betty dejó escapar un gritito de dolor. A continuación, sonó el chasquido de una bofetada.
—¡Ay! —exclamó Henry—. No tenías por qué arrearme ese guantazo.
—¿Quieres otro, cuatro ojos?
Jim miró a Lane y sacudió la cabeza.
La idea de que se sentaran en la última fila del cine fue de Henry.
—Así —explicó—, uno no tiene que preocuparse de a quién tienes detrás.
—El pelanas este no se sentará en ningún otro sitio —dijo Betty, en tanto seguía a Lane dentro de la fila. Al ocupar el asiento, añadió—: Es un paranoico.
Henry se inclinó por encima de Betty, hacia Lane, y preguntó:
—¿Has leído Telones?
—¿El libro de mi padre? Sí.
—¿Recuerdas que había un lunático que se sentaba en el cine y degollaba a las personas que tenía delante? Es algo que a uno le hace pensar, ¿sabes?
—A mí me hace pensar que no deberías leer esa clase de libros —le dijo Lane.
—Vale más tener a tu espalda una pared que un desconocido. Uno nunca sabe. Hasta que es demasiado tarde.
—Olvídame —murmuró Betty.
—Puede que nos olvidemos todos. Pero me tendréis que estar agradecidos cuando nadie os haga un tajo en la yugular.
Se apagaron las luces de la sala y en la pantalla empezaron a desfilar los trailers de los próximos filmes.
—¿Quieres? —susurró Betty, al tiempo que acercaba a Lane el bote de palomitas de maíz.
—No, gracias.
Aunque su olor era apetitoso, las palomitas iban a darle sed y no tenía nada a mano que beber. Jim y ella habían decidido esperar el descanso antes de tomar algo.
Jim le pasó un brazo por los hombros. Mientras el muchacho le acariciaba la parte superior del brazo, Lane se arrimó a él. Jim intentó pasarle la mano por debajo del brazo, pero Lane la inmovilizó contra su costado.
—Nada de propasarse —susurró—, o cambiaré la butaca con Betty.
—Cualquier cosa menos eso —repuso Jim. Pasó los labios por la sien de Lane, y luego volvió la cara hacia la pantalla.
Al cabo de diez minutos de proyección de la película base, dejó de acariciar el brazo de Lane. La cinta se titulaba Persecución en la noche y el argumento iba de una joven a la que acosaba por el bosque un asesino armado hasta los dientes. A Jim parecía fascinarle. La heroína era una belleza impresionante y corría entre los árboles con la ropa hecha jirones. Lane supuso que eso tenía algo que ver con el modo en que la atención de Jim estaba prendida de la pantalla. Pero la verdad es que la tensión era alucinante. Jim no tardó en quitar el brazo de encima de los hombros de Lane y permanecer quieto, derecho en la butaca. Al cambiar de postura en el asiento, Lane observó que Betty había dejado de comer palomitas, aunque el recipiente aún estaba medio lleno. La mirada de Lane fue más allá de Betty, hasta Henry. El muchacho tenía la vista atornillada a la pantalla, cuyo resplandor reflejaban los cristales de sus gafas. Betty dejó escapar un jadeo y Lane volvió a poner los ojos en la película.
Pareció acabar en un vuelo. Cuando se encendieron las luces, Jim dirigió a Lane una mirada como si lo hubiesen arrastrado fuera de aquel ámbito.
—Bastante aceptable —dio Lane su veredicto.
—Hombre…
—¿No fue tope formidable? —comentó Henry.
—Debió de serlo —dijo Lane—. Betty ni siquiera pudo acabarse las palomitas.
—Un pequeño despiste —justificó Betty y, para compensado, se puso un puñado en la boca. Se dirigió a Henry con voz sofocada—: También tengo sitio para un perrito caliente.
Henry y Jim salieron al bar del vestíbulo, en busca de las consumiciones. Volvieron, cargados los brazos, en el momento en que se apagaban las luces. Lane tomó la Pepsi y los trozos de torta mexicana, llamados nachos, que llevaba Jim. El muchacho se sentó junto a ella.
Lane se inclinó hacia Jim para preguntarle en un murmullo:
—¿Qué tal te llevas con Henry?
—Para ser un tarado, no es mal chico.
Lane le propinó un suave codazo en el costado. El envoltorio de una paja pasó volando por delante de la cara de Lane y fue a aterrizar sobre el hombro más alejado de Jim. Lane sonrió a Henry.
—Lo siento —se excusó el chico—. Fallé el blanco.
—Pretendía darme en el ojo —explicó Betty.
Al empezar la película, Lane sostuvo el recipiente de plástico de su refresco entre las rodillas y hundió la paja a través de la X de la tapadera. Tomó un sorbo. Se dispuso a comer los nachos, encorvada hacia adelante y manteniendo el plato de cartón bajo la barbilla, con todo el cuidado del mundo para evitar que alguna gota de queso fundido cayera sobre el jersey blanco.
Desde las primeras escenas, resultó evidente que la otra película, El baile de los zombies, era un rollo. Henry empezó a hacer comentarios sobre ella. Una vez Jim dio cuenta de sus nachos, atrajo a Lane hacia sí. La acarició en el brazo y la besó en las mejillas, mientras la chica trataba de acabar los últimos bocados.
—Atiende a la película —susurró.
—Es de vómito —respondió Jim, y la besó en el rabillo del ojo.
Lane le puso en la boca el último trozo de nacho.
—Toma, y no lo vomites.
Mientras Jim lo masticaba, Lane levantó la Pepsi de entre las piernas y se inundó la boca con un buche de soda fresca. No esperaba el asalto de la otra mano de Jim. Hasta entonces esa mano había estado descansando en el brazo de la butaca: Pero, de súbito, se lanzó en picado para presionar la entrepierna de Lane, por encima de los vaqueros. La chica dio un respingo y casi se ahogó con la Pepsi. El trago que acababa de tomar volvió a subírsele por la garganta, salió en rociada por la boca, ascendió abrasador por los conductos nasales y luego le brotó por la nariz. Lane arrojó el bote al suelo y se cubrió la cara con las manos para cortar aquel desastre.
Jim le dio palmadas en la espalda mientras Lane tosía.
—Jesús, chica —dijo Betty, y se unió al palmeo de Jim.
—¿Qué le ocurre? —preguntó Henry—. ¿Qué ha pasado?
Por fin, Lane pudo respirar de nuevo. Se secó las lágrimas de los ojos. Se pasó por el rostro una servilleta que le proporcionó Betty. Notaba húmedas las perneras de los pantalones y la parte delantera del jersey.
—¿Qué ha pasado? —volvió a preguntar Henry.
—Bajó por donde no debía —murmuró Lane—. Voy a los servicios.
Sin una sola mirada a Jim, pasó por delante de Betty y Henry, rozándoles las rodillas. Salió al pasillo y luego empujó las puertas batientes que daban al vestíbulo.
En los aseos, usó húmedas toallas de papel para limpiarse el rocío de manchas del jersey.
“Es la segunda vez, hoy —pensó—. Primero, Benson. Ahora, Jim. Me paso la mitad de la vida limpiando lo que me ensucian esos desgraciados”.
¿Por qué tuvo que hacer una cosa así?
Porque yo tenía las manos ocupadas, por eso. Se figuró que podía meterme mano cuando a mí me era imposible impedírselo. Maldito hijo de Satanás.
Entró Betty.
—¿Estás bien?
—No. Y no pienso volver a la sala.
—¿Qué ocurre?
—Jim. El muy bastardo.
—¿Qué hizo?
—No importa. Voy a llamar a mi padre para que venga a buscarme.
—Bueno, Jim está esperando ahí fuera, junto a la puerta.
—¿Sí?
Lane hizo una bola con las toallas de papel, la arrojó al cubo de los desperdicios y abrió la puerta con el hombro. Por unos centímetros no alcanzó la hoja de madera a Jim. Henry estaba a dos pasos, con la mirada en el suelo, como si le resultase violento participar en todo aquello.
—¿Te encuentras bien? —se interesó Jim, fruncidas las cejas, preocupado.
—¿A ti qué te parece?
—Lo siento. Jesús, Lane. No pretendía que te atragantases.
—Sí, claro.
—Lo siento.
Lane se alejó de él y anduvo a largas zancadas hacia el par de teléfonos públicos situados junto a la fuente de agua potable. Jim corrió tras ella.
—Eh, ¿qué estás haciendo?
—Llamo a mi casa. Vuelve ahí dentro y disfruta de la película.
—Eh, venga.
—Piérdete.
—No hice nada.
—Muy bien.
Lane buscó en el interior de su bolso monedas para el teléfono.
—No tienes por qué llamar a nadie —dijo Jim—. Te llevaré a casa, si es eso lo que quieres.
—Yo estoy lista —informó Betty.
—Yo también. De todas formas, esa peli apesta —dijo Henry.
—¿Qué opinas? —preguntó Jim a Lane.
—El muermo enseñó los dientes —convino Betty.
—Nuestro Henry no es ningún muermo.
Henry sonrió de oreja a oreja.
—Casi lograste que te sobaran el hocico —le dijo Betty.
—Desde luego, fue una patada de campeonato —dijo Henry—. Un poco más fuerte y le pones el culo en la boca. Lane se echó a reír.
—Bueno, lo intenté.
—¿Visteis la cara que puso? —preguntó Betty—. Para mí que ese cabroncete no sabía si cagar o mosquearse.
—Seguro que coge un buen mosqueo cuando intente cagar —subrayó Henry—. Espectacular. ¿Por qué no pruebas a meterte en el equipo de fútbol?
—De cualquier modo —dijo Lane—, se acabó. Hace tiempo que tenía que haber despachado a ese desgraciado.
—No será porque no te lo hayamos dicho montones de veces —le recordó Betty.
—Me cuesta aprender.
—Sea como fuere, tienes suerte de haberte quitado de en medio a esa basura de tío —opinó Henry.
—Sí. —Esperaron a que pasara un automóvil para bajar de la acera y cruzar la calzada—. Aunque tampoco era tan mal chico. A veces, hasta podía comportarse… —se le formó en la garganta un nudo repentino. Y las lágrimas afluyeron a sus ojos—, hasta podía comportarse decentemente —acabó con voz temblorosa.
Betty le frotó la espalda.
—Eh, no se hunde el mundo. Estás mucho mejor sin él.
—Ya lo sé. Ya lo sé.
—Si alguna vez te sientes desesperada —dijo Henry—, siempre me tendrás a mí.
—¿Por qué no te mueres, recorte de maternidad?
—No era más que una sugerencia.
Lane los apretó a ambos contra sus costados.
—Dejadlo ya, antes de que empiece a daros patadas en el culo.