Capítulo 30

—He pedido a Henry y a Betty que nos acompañen esta noche —anunció Lane.

Jim, que masticaba el mordisco que acababa de propinarle a la manzana, puso cara de haberle hincado el diente a un gusano.

Su voz sonó ahogada.

—Estás de coña.

—No te importa, ¿verdad? —preguntó Lane.

—¿Importarme? ¡Mierda! Vas de vacile conmigo, ¿no?

—Creo que será estupendo.

—¿Cómo puedes hacerme esto? Llevamos semanas sin salir los dos solitos, y ahora resulta que tenemos que llevar de carabina a esos dos desperdicios clínicos.

—Son mis mejores amigos, Jim.

—Eso no significa que estés obligada a llevarlos contigo a todas partes. Mierda. Lo van a estropear todo.

—No, no estropearán nada.

—Oh, vale. Claro. Maldición. ¿No puedes decirles que cambiaste de idea?

Lane negó con la cabeza.

—Sabía que ibas a ponerte en los cuernos de la Luna.

—¿Por qué lo hiciste, entonces?

—Me dio por ahí, un capricho, ¿conforme?

Con cara de pocos amigos, Jim se apartó de Lane y asestó otro mordisco a la manzana. Puso en los dientes toda la rabia que le embargaba.

Lane contempló el resto de su bocadillo de jamón. Pensó que podía atragantarse si intentaba comer un poco más.

Era toda una faena la que le estaba haciendo al chico. Quizá debería decir a Henry y a Betty que había cambiado de opinión.

Maldita sea, pensó. No quería estar a solas con él. Pedir a Henry y a Betty que fueran con ellos era un modo de solucionar la papeleta: o Jim anulaba la salida, o la presencia de los amigos de Lane le mantendría a raya. Al menos mientras estuvieran en el coche. Una vez se hubiesen apeado, el asunto correría de su cuenta.

“Puedo manejarle”, se dijo.

Pero quizá no tenga que hacerlo.

—¿Prefieres dejarlo correr todo? —preguntó.

Jim se dio media vuelta. Ya no tenía el entrecejo fruncido.

En sus ojos había una expresión dolida.

—¿Es eso lo que quieres?

“Le intereso se recordó Lane. Es posible, incluso, que esté enamorado de mí”.

Lane sabía que ella no estaba enamorada de él. Quizá le quiso alguna vez. Pero ya no. Había tenido demasiadas muestras de su comportamiento juvenil: su mezquindad, la actitud ruin que adoptaba ante las amistades de ella, su constante obsesión por el sexo, como si lo único que le interesara fuese el cuerpo de la muchacha, como si todo lo que pretendiera fuese marcarse un tanto con ella. ¿Por qué no podía ser simpático y sensible? Si se hubiera parecido un poco más al señor Kramer, no habría habido ningún problema.

Pero hubo un tiempo en que estuvieron muy unidos. Lane suponía que Jim aún le importaba. Sabía que no deseaba herirle.

Apoyó una mano en el brazo del chico.

—No. Salgamos esta noche. Quiero ir por ahí.

—Supongo que puedo aguantar a esos dos durante unas horas. Si no queda otro remedio.

—¿Quién sabe? Hasta es posible que lo pases bien.

—Seguro —murmuró Jim.

—Una sonrisita…

Jim enseñó los dientes superiores.

—Una sonrisa, no un gruñido. Pareces un podenco viejo con un erizo en el culo.

El comentario no sólo le arrancó una verdadera sonrisa, sino incluso una breve carcajada.

—Eso está mucho mejor —dijo Lane.

Se dio cuenta de que había recuperado el apetito. Le dio un mordisco al bocadillo. Mientras lo masticaba, dijo:

—Aguarda y verás. Lo pasaremos fenómeno.

Jim le deslizó la mano por la zona media de la espalda, oprimiéndole la tela de la blusa contra la piel desnuda.

—Estupendo —articuló en voz baja—. Ningún estorbo. Te la quitarás para mí, ¿verdad? ¿Esta noche? Me mostraré cantidad de simpático con tus amigos.

—Ya veremos —murmuró ella.

—Ah, venga. Has venido al cole sin él, maldita la falta que va a hacerte en el cine.

—En el instituto no te queda más remedio que mantener las manos quietas.

—No es preciso que me esfuerce. Soy demasiado caballero para aprovecharme.

—Claro.

—Además —sonrió Jim—, tampoco soy imbécil. Si me paso de listo, empezarás otra vez a ponerte esa maldita cosa.

—Vale más que lo creas así.

Jim continuó acariciándole la espalda.

—Me encanta —afirmó— saber que no hay nada ahí.

—Tranqui, ¿estamos?

Cuando Lane entró en el aula, a punto ya de que sonara el timbre de la sexta clase, vio a Riley Benson en el asiento de Jessica. El chico estaba derrumbado en la silla, con las piernas estiradas, cruzados los tobillos. No la miró.

¿Por qué se habrá sentado en el pupitre de Jessica?, se preguntó Lane.

No era ninguna sorpresa para ella que Benson estuviera en el instituto. Se enteró a través de un informativo de que las autoridades habían puesto en libertad al “sospechoso” y en el curso del día le vio unas cuantas veces en los pasillos y en la cafetería del centro pedagógico.

Pero sí parecía un poco extraño que se hubiera dejado caer en el sitio de Jessica, en vez de ocupar el suyo.

A Lane sólo se le ocurrió una explicación: echaba de menos a la chica. Sentándose en la silla que Jessica acostumbraba usar, tal vez Benson se sentía más cerca de ella.

Lane le contempló.

Pobre desgraciado, pensó.

Benson volvió la cabeza y la fulminó con los ojos.

—¿Qué miras?

—Lamento mucho lo de Jessica —dijo Lane.

—¿Sí? Bueno, que te den por allí.

—Sólo trataba de ser amable —murmuró la chica.

—¿Sí? ¿Y quién te lo ha pedido?

—No tienes por qué estar siempre en plan de tipo duro —manifestó Lane en voz baja.

—Y tú no tienes por qué venirme con tu pose de jodida niña que no ha roto un plato en su vida.

—¿Te trató bien la policía?

—Vete a la mierda, ¿vale?

—¿Por qué no dejas que nadie sea amable contigo?

—¿Tú quieres ser amable conmigo?

De súbito, Benson encogió las piernas, se inclinó lateralmente hacia el pasillo y agarró a Lane por un brazo. Tiró de ella, arrancándola del asiento. Cuando el trasero de la muchacha golpeó el suelo, Benson la arrastró hacia sí.

—¿Qué haces? —chilló Lane—. ¡Ya está bien!

Oyó que otros alumnos de la clase prorrumpían en gritos de: “¡Déjala en paz!”, “¡Benson, cabrón!” y “¡Que alguien haga algo!”.

Benson soltó el brazo de Lane. La cogió por el pelo y la barbilla, retorciéndole la cabeza para que alzase la cara.

—Quieres ser amable conmigo, ¿eh?

—¡Que alguien le pare los pies! —gritó una chica.

Benson escupió. El salivazo se estrelló contra los apretados labios de Lane. Benson le soltó la barbilla y frotó la saliva con los dedos, extendiéndola por la boca y los carrillos de Lane.

—¿Qué ocurre aquí?

Un grito. La voz del señor Kramer.

Benson despidió a Lane de un empujón. La joven cayó sobre un codo y su rostro se contrajo en una mueca cuando el ramalazo de dolor le ascendió por el brazo. Con el dorso de la otra mano, se secó la cara. La saliva tenía un olor dulzón y asqueroso, como el de un estornudo.

—¡Benson, hijo de perra!

—¡Váyase a tomar por el culo, hombre!

Sentada en el suelo, con el codo agarrado con la otra mano, Lane vio al señor Kramer acercarse a largas zancadas al pupitre que ocupaba Benson.

—¡Eh, hombre, vale más que no me ponga la mano encima!

El profesor se inclinó sobre el pupitre, agarró a Benson por la larga pelambrera que coronaba su cabeza, tiró del chico y lo arrojó contra el pasillo del otro lado. El puño derecho de Kramer se estampó en el rostro de Benson. La cabeza del muchacho salió despedida lateralmente. Lane vio el escupitajo que salió volando de su boca. El señor Kramer soltó el pelo y Benson se derrumbó de rodillas.

—Pide perdón a la señorita Dunbar.

—Come mierda, maricón.

—¡Sacúdale a modo! —exhortó un estudiante desde el fondo del aula.

Benson levantó la vista hacia el señor Kramer. Tal como estaba el rostro del chico, rojo y contorsionado, Lane pensó que Benson iba a romper a llorar. Con voz temblona, el muchacho amenazó:

—Se ha caído con todo el equipo. Me ha pegado, sarasa hijo de puta. Vaya encargarme de que le pongan de patitas en la calle.

El señor Kramer le agarró por la pechera de la camisa y le fulminó con la mirada mientras le zarandeaba.

—Pide disculpas a mi alumna.

—Está bien —dijo Lane, al tiempo que se ponía en pie—. Por favor. ¿No podemos olvidarlo?

—Dile que lo sientes, Benson.

—Vale, vale, lo siento.

—Díselo a ella.

Benson volvió la cara hace Lane.

—Lo siento —articuló. La expresión del rostro indicaba que su mayor deseo era asesinarla.

—Muy bien —murmuró el señor Kramer—. Ahora sal de aquí y vete al infierno.

Empujó al chico, impulsándole hacia atrás, a la vez que le soltaba. Benson vaciló, dio un traspié con sus propias botas de motorista y fue a quedar tendido en el suelo.

Algunos estudiantes se echaron a reír, pero la mayoría contempló la escena en silencio.

Benson se levantó y corrió hacia la puerta de atrás.

—¡Lo vais a lamentar! —gritó, aguda y temblorosa la voz—. ¡Los dos lo vais a lamentar! ¡Ya lo veréis!

Luego salió disparado al pasillo.

En cuanto desapareció, Heidi se puso a batir palmas. El resto de la clase imitó su ejemplo y en cuestión de segundos una atronadora ovación resonó en el aula.

—¡Basta! —cortó el señor Kramer—. Todo el mundo en su sitio. —Se acercó a Lane. Le preguntó—: ¿Se encuentra bien?

La muchacha asintió.

—Me gustaría lavarme la cara.

—Tal vez deba ver a la enfermera.

—No, me encuentro bien. No estoy herida. De verdad. Sólo quiero lavarme la saliva. Si me diera permiso para ir al servicio…

—La acompañaré yo mismo, y luego me acercaré al despacho del director para decirle unas palabras acerca de nuestro amigo. —Se encaró con la clase y anunció—: Estaré ausente unos minutos. Cojan sus libros y aprovechen el tiempo. Cuando vuelva, quiero encontrarlos a todos silenciosos y atareados. ¿Entendido?

Siguió a Lane al pasillo. La chica miró en uno y otro sentido. Ni el menor rastro de Benson, ni de nadie.

Uno junto a otro, caminaron hasta los aseos. Lane notaba las piernas débiles y temblequeantes.

—¿Qué es lo que le hizo saltar a Benson? —preguntó el señor Kramer.

—No lo sé. Le dije que lamentaba lo de Jessica, nada más. Intentaba ser amable con él y, de pronto, me agarró del brazo.

—A ciertas personas es mejor dejarlas en paz.

—Supongo que sí. Gracias por acudir a rescatarme.

—Lo que siento es no haber sido más rápido. Parece que nunca consigo llegar del todo a tiempo para ayudarla cuando está en apuros.

“Ah, sí pensó Lane. Mi caída”.

—Siento mucho seguir creándole problemas —se excusó.

—Nada de eso. Pero empiezo a preguntarme si no tendrá una tendencia o algo así a los accidentes.

—Nunca la tuve.

—Sólo le ocurre en mi clase, ¿eh? —Sonrió Kramer.

—Así parece.

Se detuvieron ante la doble puerta de los servicios femeninos.

—Aguardaré aquí mientras echa un vistazo ahí dentro.

—¿No pensará que Benson…?

—Nunca está de más tomar precauciones, Lane.

La joven empujó una de las puertas y entró. La atmósfera olía a humo rancio. Aunque el lugar parecía desierto, comprobó todos y cada uno de los departamentos. En la mitad de los inodoros, la última persona que los había utilizado no tiró de la cadena, todos los asientos estaban mojados, lo mismo que las baldosas del suelo, en torno a las tazas de los retretes. Pero Benson no acechaba allí. Un tanto disgustada, Lane volvió a la puerta y la abrió.

—Aquí no hay nadie, señor Kramer.

—Estupendo. Nos veremos luego en clase.

Mientras el hombre se alejaba, Lane dejó que la puerta se cerrase. Se llegó a un lavabo, abrió el grifo del agua caliente y se echó en la palma de la mano un poco de jabón líquido verde amarillento. Aunque tenía la cara seca, aún percibía el olor de la saliva de Benson. Procedió a lavarse.

“Seguro que no es mi día”, pensó.

El muy cerdo. ¿Por qué tenía que hacerle semejante cosa? Debí ser lo bastante sensata como para no dirigirle la palabra. Ahora querrá hacérmelas pasar fatal y lo que es peor, puede que el señor Kramer se vea en dificultades por haberle sentado las costuras.

Lane deseó haberse quedado en casa. De no haber ido al instituto, nada de lo que le pasó con Benson hubiera ocurrido. Incluso habría contado con una buena excusa para romper la cita de aquella noche. Debió quedarse en la cama y fingirse enferma.

Todo saldrá bien, trató de convencerse. Esto no es el fin del mundo y el señor Kramer era formidable.

Se secó con las toallas de papel. Cuando hubo terminado, observó a través del espejo que en torno a la boca, así como en la barbilla, la piel estaba un poco enrojecida. Sus ojos tenían una expresión extraña y aturdida. Sacudió la cabeza como si tratara de despertarse. Luego se metió la blusa por debajo de la cintura y abandonó los servicios.

Al llegar a la puerta del aula, miró adentro. El señor Kramer aún no había vuelto. Oyó sofocados murmullos y algunas risas. Parecía que todo el mundo se portaba con cierto comedimiento… o algo así. Pero Lane no quería entrar hasta que el profesor estuviera en clase. Todos la mirarían, le preguntarían, le brindarían comentarios. De modo que se apartó de la entrada y se recostó en una taquilla.

Por fin, el señor Kramer avanzó por el pasillo. Lane se irguió cuando el profesor se detuvo ante ella.

—¿Se encuentra bien? —preguntó Kramer.

—Sí. ¿Qué tal le fue en el despacho?

—Expliqué la situación. Parece que a nuestro amigo Benson lo trasladarán a Pratt.

Pratt era la “escuela alternativa”, diseñada principalmente como una especie de reformatorio para alumnos con problemas de conducta crónicos.

—Dios, tengo la impresión de que todo ha sido culpa mía.

—Benson ya tenía un pie en la puerta de Pratt. Esto no ha hecho más que darle el empujoncito definitivo para que entre. Lo único que lamento es que haya tenido que ser usted una de sus víctimas. Me pone enfermo el que algo como esto le suceda a una criatura tan dulce como usted.

Aquellas palabras derramaron una cálida y agradable sensación por todo el organismo de Lane.

—Vamos —dijo Kramer—. Tengo una clase que dar.

Lane le siguió al interior del aula.

Cuando faltaba un minuto para que sonara el timbre anunciador del final de la clase, el señor Kramer leyó los nombres de los cuatro alumnos elegidos para acompañarle a la representación de Hamlet que iba a interpretarse en el Colegio Mayor de la ciudad.

—¿Están todos dispuestos a ir? —preguntó.

Los cuatro asintieron con la cabeza y murmuraron “Sí” y “Desde luego”.

—Muy bien. Jerry y Heidi —dijo el profesor a los que estaban en reserva—, parece que la suerte no les ha sido propicia. Lo siento. Tal vez haya otra oportunidad avanzado el curso. Quiero que los otros cuatro permanezcan en sus asientos un segundo, después de que suene el timbre, para explicarles el plan.

Concluyó la clase. Todos se marcharon, excepto Lane, George, Aaron y Sandra.

—Bien —dijo el señor Kramer—. El telón se levantará mañana por la noche a las ocho y media. Pasaré a recogerlos en mi coche a cada uno de ustedes, entre las siete y las ocho, de modo que anoten su dirección en un trozo de papel y entréguenmelo antes de salir. ¿Alguna pregunta?

—¿Qué debemos ponernos? —quiso saber Sandra.

—Creo que chaqueta y corbata será lo apropiado para los chicos. En cuanto a las jovencitas, no se trata de un baile de fin de curso, pero me gustaría que fuesen más bien elegantes. Al fin y al cabo, vamos a ser los representantes del instituto Buford. ¿Alguna cosa más?

No hubo más consultas.

Lane sacó su carpeta. Apuntó la dirección en una cuartilla y aguardó en su pupitre mientras los otros alumnos entregaban su papel al señor Kramer. Cuando se hubieron ido, Lane se acercó al profesor.

—Gracias —dijo el hombre, al tomar la cuartilla.

—¿Tiene algún trabajo para mí?

El señor Kramer sonrió mientras que negaba con la cabeza.

—Hoy es viernes, Lane. Así que ¿por qué no nos marchamos pronto? Además, con lo que Benson le ha hecho pasar, creo que estará deseando salir de aquí.

—Oh, ayudarle es un placer.

—Siempre nos queda la semana próxima, si tantas ganas tiene.

—¿Seguro que no desea que me quede?

—Seguro. Gracias, de todas formas.

—Bueno, pues permítame devolverle su libro de poesías —Lane regresó a su pupitre y se agachó para sacarlo del estante de debajo del asiento—. Mi padre leyó unos cuantos poemas —miró al profesor por encima del hombro—. No conocía a DePrey. Opina que los poemas tienen bastante elegancia e ingenio.

—Me alegra saberlo. Estoy deseando que llegue mañana por la noche para conocer a su padre.

Lane se enderezó, dio media vuelta y tendió el libro al profesor.

—Lo he leído entero.

—Espantoso. Confío en que no haya tenido pesadillas.

Lane sonrió.

—Ninguna, que recuerde.

—¿Por qué no recoge sus cosas? —propuso el señor Kramer—. Iré con usted hasta el aparcamiento. Estoy seguro de que hace un buen rato que se ha marchado Benson, pero…

—Nunca está de más tomar precauciones —le interrumpió Lane, repitiendo lo que el hombre había dicho delante de los aseos.

—Yo mismo no lo hubiera expresado mejor.

—Tengo que hacer un alto en mi taquilla —dijo Lane.

—No hay problema.

El señor Kramer tardó un momento en ponerse a punto de marcha.

—Todo arreglado —dijo finalmente, y salieron del aula. Por el pasillo aún quedaban varios alumnos, unos delante de las taquillas abiertas, otros charlando y riendo con sus amigos, otros camino de la salida. Lane deseó que se hubieran marchado todos, que el instituto estuviese desierto, que sólo quedasen allí el señor Kramer y ella.

Muy bien. ¿Y qué harías entonces, echarte en sus brazos?

Caminaron en silencio. Lane se estrujó el cerebro, buscando algo que decir: algo que obligara al señor Kramer a mirarla como una mujer, no como una alumna.

“Pregúntale sobre su vida amorosa, pensó, y pon los ojos en blanco. Cosa segura. Eso sería sutileza. Además, ¿y si es homosexual? Ni hablar. Imposible. El señor Kramer, no”.

Llegó a su taquilla.

—Es sólo un segundo —dijo.

—No hay prisa.

Se pasó los libros al brazo izquierdo y los sostuvo apretándoselos contra el pecho.

—Démelos, se los aguantaré…

—Ah, puedo…

—Aún no ha muerto la caballerosidad —dijo el señor Kramer.

Dejó la cartera en el suelo. Puso la mano izquierda en el fondo el montón de libros. Pasó la mano entre el volumen superior Y el seno de Lane. Al introducirse por allí, la tibieza de la mano atravesó la tela de la blusa. Uno de los nudillos rozó el pezón erecto. Lane experimentó un ramalazo de calor. Luego, la mano ya no estuvo allí.

La muchacha se volvió hacia el armario, inclinó la cabeza y procedió a marcar en el dial los números de la combinación del candado.

“¿Me ha tocado a propósito?”, se preguntó. No. Sólo fue accidental. Pero, desde luego, no cabía posibilidad alguna de que el señor Kramer ignorase lo que había rozado su mano.

Lane se equivocó con la combinación.

Volvió a equivocarse.

—¿Seguro que es esta su taquilla?

—Sí. Es que no me concentro en lo que hago.

—Un día duro.

Lane le sonrió.

—Es la historia de mi vida. Cuando no me estoy cayendo de un taburete, me las arreglo para provocar a alguien y que me agreda.

Probó de nuevo con la combinación. Esa vez funcionó. Abrió la taquilla. El señor Kramer no la rozó cuando le devolvió los libros. Lane apartó algunos, retuvo otros y trató de concentrarse para determinar qué textos del armario necesitaría para hacer los deberes. Por último, cogió el macuto de los libros. Cuando lo tuvo lleno, ató la boca y cerró la taquilla. Cogió el macuto por las correas.

—¿Todo listo? —preguntó el señor Kramer, y recogió su cartera.

—Sí. Lamento haberme entretenido tanto.

—Le garantizo que en mi inmediato futuro no existe nada más importante ni placentero que la tarea de acompañar a una preciosa jovencita a su automóvil.

Lane se ruborizó.

—Apuesto a que lo hace con frecuencia —le sonrió Lane. Echó a andar junto a él.

—Si he de ser sincero, no tengo mucha vida social.

—Ah, vamos.

—Es cierto, me temo.

—Bueno… ¿qué hace en su tiempo libre?

—Leo. Voy al cine y al teatro.

—¿No…, no sale con nadie? —Lane hizo una mueca. No podía creer que hubiese formulado aquella pregunta.

—No —replicó él. La miró, y en seguida apartó la vista—. Estuve comprometido para casarme. Se llamaba Lonnie. Se parecía mucho a usted, Lane: encantadora, inteligente, alegre, siempre dispuesta a ver en seguida el lado divertido de las cosas, a reírse de todo, incluso de sí misma. Pero… —Meneó vivamente la cabeza—. De cualquier modo, supongo que eso todavía sigue vivo.

—Lo siento.

Le hubiera gustado enterarse de lo que había ocurrido con Lonnie, pero no se atrevió a preguntar. Su interrogatorio puede que hubiese abierto ya una herida.

—Bueno —dijo el señor Kramer—. Creo que todos tenemos nuestra cruz que soportar.

Abrió la puerta de la calle, cedió el paso a Lane y luego la siguió.

La muchacha notó sobre el rostro los cálidos rayos del sol. Soplaba un áspero viento otoñal. Le agitó el pelo, hizo ondular la blusa, lanzó la falda contra sus piernas, la acarició. Lane respiró hondo, al tiempo que saboreaba la estupenda sensación de caminar junto al señor Kramer en una tarde así.

“Cree que soy como Lonnie se dijo. La mujer a la que amaba”.

—Es el Mustang rojo, ¿verdad? —preguntó el profesor cuando llegaron al aparcamiento.

Se volvió hacia él, sonriente, y el viento lanzó unos mechones de pelo sobre su rostro.

—¿Cómo lo sabe?

—Observo cosas —repuso el hombre.

Por el modo en que lo dijo, Lane se dio cuenta de que el señor Kramer tenía en la cabeza algo más que el automóvil. ¿Quería que ella comprendiese que había notado el contacto de su seno cuando se hizo cargo de los libros? ¿O quizá que estaba enterado de lo que Lane sentía por él? ¿Podía adivinar que se había enamorado de él?

“No estoy enamorada de él se dijo Lane. Santo Dios, es un profesor. Probablemente tiene diez años más que yo”.

“Claro que diez años tampoco es tanto —pensó—. Y dejará de ser profesor mío cuando me haya graduado”.

No sueñes, estúpida. No te engañes a ti misma. No le interesas.

Lane se detuvo al llegar a su automóvil. Sacó las llaves.

—Bueno —dijo el señor Kramer—. Me parece que, después de todo, no le hacía falta ningún guardaespaldas.

—A pesar de todo, me alegro de que me acompañase. Gracias. —Lane abrió la portezuela, arrojó el macuto de los libros en el asiento del otro lado y subió al coche. Mientras doblaba la persiana, dijo—: No se verá en dificultades por haber pegado a Benson, ¿verdad?

—Lo dudo. Se lo buscó él.

Lane se retorció y echó la doblada persiana de cartón en el asiento posterior. Luego dedicó una sonrisa al señor Kramer, a través de la abierta portezuela.

—¿Sabe una cosa? Va a ser usted toda una leyenda cuando se corra la voz de que le sacudió el polvo.

—Bien, eso sería una desdicha. Resulta vergonzoso que admiren a alguien porque llevó a cabo un acto violento. Preferiría con mucho que se me conociera como alguien sensible y preocupado por el bien general.

—Ya es ese alguien —dijo Lane—. Al menos, en lo que a mí concierne.

—Gracias, Lane.

Durante un buen rato, estuvo mirando al fondo de los ojos de la muchacha. Luego, cerró la portezuela.

Lane bajó el cristal de la ventanilla.

—¿Quiere que le deje en alguna parte?

—Mi coche está en el aparcamiento de al lado.

—Puedo llevarle hasta él.

“¡Tonta! ¿No puedes ser un poco más clara?”

—No, gracias. Tómeselo con calma, ahora. La veré mañana por la noche.

—Vale. Adiós, señor Kramer.

Lane le estuvo mirando mientras se alejaba: el viento despeinaba su oscuro cabello y le ceñía la camisa a la espalda. Contempló la anchura de sus hombros, la curva de sus omoplatos, la forma en que la camisa se iba estrechando hasta la cintura. La tela se tensaba sobre su espalda. Al caminar, el bulto de las nalgas formaba relieves flexibles.

“También yo observo cosas”, pensó Lane.

Luego, el señor Kramer se perdió de vista detrás de un automóvil aparcado.

Lane introdujo la llave en la ignición.