Capítulo 29

La mañana del viernes, el timbre del despertador sobresaltó a Larry. Mientras Jean interrumpía aquel retintín, Larry se dio media vuelta y apretó el rostro contra el calor de la almohada. Una leve sacudida agitó la cama. Jean se levantaba.

Oyó el tenue rumor de sus pasos sobre la alfombra y luego el chasquido que produjo la puerta al cerrarse.

A solas en el dormitorio, se preguntó si habría soñado con Bonnie. De ser así, no lo recordaba. Se sintió un poco decepcionado. Aunque, ciertamente, lo que más sentía era alivio. Le brotó un nudo en la boca del estómago al acordarse de la decisión que había adoptado la noche anterior.

Pete le había telefoneado después de cenar.

—¡Eh, hombre! —dijo—. ¿Qué pasa? ¿Me estás dejando fuera del asunto o qué?

—No, ejem. Lo que pasa es que he tenido mucho trabajo, nada más.

—Ya, bueno, pero podías mantenerme informado de cómo van las cosas. ¿Sigues trabajando en nuestro libro?

—Va tirando adelante.

—¿No puedes hablar? ¿Tienes alguien cerca y no quieres que se entere de la conversación?

—No. Aquí todo está bien.

Larry había cogido el supletorio de la alcoba. Sabía que Jean estaba fregando los platos en la cocina. Y que Lane seguía sentada en la sala de estar, entregada a la lectura de un libro de poemas que le había dejado su profesor de inglés.

—Yo por mi parte, ahora dispongo de un rato de intimidad —declaró Pete—. Barb está tomando uno de sus baños maratonianos. Así que me dije que podíamos charlar un poco acerca de la cosa. El fin de semana debe de serte tremendo. ¿Estás muy liado?

—Bastante.

—Bueno, ¿y ahora qué? Me parece que deberíamos levantar el telón y empezar el espectáculo. He ido de compras. Me he mercado una estupenda videocámara. Viene a costarme unos mil trescientos, pero supongo que vale la pena, puesto que así podremos grabar en vídeo el momento histórico en que arranquemos la estaca. Cosa que debemos hacer ya. ¿Qué te parece mañana por la noche?

—¿Mañana por la noche? —Larry no pudo eliminar la alarma que saturó sus palabras.

—¿Por qué no? Hasta ahora, todo ha ido bien, ¿no? ¿Por qué aplazar lo de la estaca?

—Quedan algunos cabos sueltos.

Silencio. Cuando Pete volvió a hablar, el tono apremiante había desaparecido de su voz. Lo reemplazaba cierto nerviosismo.

—¿Qué quieres decir? ¿Qué clase de cabos sueltos?

—Sé quién es esa muchacha. Y creo saber quién la mató.

—¡Arrea!

—Es una larga historia. Mira, ¿por qué no nos vemos mañana, a la hora del almuerzo? Le diré a Jean que tengo que ir a la biblioteca. Y te lo cuento todo entonces. ¿Qué te parece en el Buster’s?

Quedaron en encontrarse al mediodía siguiente.

Ahora, tendido en la cama, Larry se preguntó si sería conveniente que continuara adelante. Había formulado la sugerencia sobre todo como táctica dilatoria. Al proponer que arrancasen la estaca aquella noche, Pete le había pillado con la guardia baja.

Larry no estaba preparado para ello. Ni siquiera estaba seguro de que en el futuro estuviese alguna vez preparado para ello.

“¿Qué pretendes hacer? —se preguntó—. ¿Consérvala guardadita allí eternamente?”

“La estaca representa el misterio —pensó—. Una vez la hallamos arrancado, no será más que un cadáver.“

No es más que un cadáver.

No. Mientras tenga la estaca clavada en el corazón, es algo más que eso.

¿Qué, una vampira?

Uriah lo creía así.

Larry se daba perfecta cuenta de que estaban aferrándose a la débil esperanza de que pudiera serlo. Era una esperanza ridícula, naturalmente. Pero arrancar la estaca significaba acabar con esa esperanza. Bonnie quedaría tendida allí, un cadáver reseco con un agujero en el pecho, y todo habría terminado. La perdería.

Ni siquiera le iba a ser posible pretender que pudiera volver a la vida, joven, rozagante, hermosa… y suya.

“De modo que estás dándole largas a Pete pensó, para conservar tu estúpida ilusión al menos un poco más”.

¿Y qué daño hago con eso?

Larry bajó de la cama. Se acercó a la ventana y echó una mirada al garaje, a través del soleado patio. Se imaginó a Bonnie en la oscuridad del desván, dentro de su ataúd, con el extremo de la estaca sobresaliéndole del pecho. Le pareció oír se voz, tan clara y dulce como llegó hasta él en el sueño del día anterior. “Libérame. Arranca la estaca e iré a ti. Te amo. Larry. Seré tuya para siempre”.

“Claro pensó él. No faltaría más”.

Poco antes del mediodía, le dijo a Jean que necesitaba comprobar unos datos en la biblioteca. Al salir de casa, llevaba consigo un sobre bastante grande. Condujo hasta el Buster’s, un restaurante abierto en el extremo sur de la ciudad, no muy lejos de la tienda de Pete.

Encontró a este en un reservado del fondo y se apresuró a sentarse a aquella mesa, frente a él.

—Hacía siglos que no nos veíamos, compadre.

—Sí, y lo siento.

Se acercó una camarera, les preparó la mesa y les preguntó si deseaban consultar la carta.

Pete negó con la cabeza.

—Me conformo con el Buster-Burger Y su acompañamiento, pimientos rojos y té helado.

—Me parece que yo tornaré lo mismo —se sumó Larry.

—Facilitándome las cosas, ¿eh, compañeros? —dijo la mujer, Y se retiro.

—Escuchemos esa historia —pidió Pete.

Larry introdujo una mano en el bolsillo de los pantalones, sacó el anillo de Bonnie y lo puso delante de Pete.

—Es suyo.

—¿Cómo?

Pete cogió el anillo y lo examinó con los ojos entornados.

—Lo encontré en su mano.

Pete le miró, fruncido el entrecejo.

—¡Y no me lo dijiste!

—Te lo digo ahora.

—Bueno, mierda, ¿cuándo lo encontraste?

—El domingo por la mañana. Poco antes de que te presentaras. Sé que debí decírtelo entonces, pero…

—Claro que debiste decírmelo, maldita sea…

—Quería comprobar antes unas cuantas cosas.

—¿Por qué me lo has estado ocultando?

—No lo sé, Pete. Sólo deseaba ver a dónde conducía. Me pareció que sería mejor contártelo una vez tuviese toda la historia.

—Compañero —murmuró Pete. Estudió de nuevo el anillo—. Bonnie Saxon.

Al oír a Pete pronunciar el nombre de la muchacha, Larry sintió el dolor de la pérdida. Ya no era suya en exclusiva.

—¿Crees que es su nombre? —preguntó Pete.

—Sé que es su nombre. Se graduó en el instituto Buford en el sesenta y ocho. Como te he dicho, hice unas cuantas averiguaciones.

Larry, con las manos temblorosas, abrió el sobre.

“No quiero hacer esto”, pensó.

Pero ya se había comprometido. Además, Pete se enteraría, tarde o temprano. Era mejor acabar de una vez.

Sacó la fotografía en la que Bonnie aparecía como “Reina del Ánimo”. Aleteó en sus dedos temblorosos al pasársela a Pete y recuperar el anillo.

Los ojos de Pete se desorbitaron. Se pellizcó los labios.

—¿Es suya esta foto?

—Sí.

—¡Hombre!

—Sí.

—Es un pimpollo impresionante.

—Lo sé.

Sacudió la cabeza.

—Así que esta es nuestra chavala.

“Nuestra chavala. No debí hacerlo. Debí conservarla para mí solo”.

—¿De dónde sacaste la foto?

—De un anuario escolar.

—Hombre, has hecho toda una investigación. ¿Qué más averiguaste?

—Devuélvemela —dijo Larry, extendida la mano—. Puede verla alguien. Por aquí podría haber personas que la conocieron.

Pete contempló el retrato durante un momento más y luego se lo devolvió. Larry lo puso de nuevo dentro del sobre. Sacó parcialmente el puñado de fotocopias.

—Aquí hay demasiado texto para que lo leas ahora. Te haré copias, si quieres.

—¿Qué dice ahí?

Larry los quitó de la vista y puso el sobre encima de la mesa, a su lado.

—Es una larga historia. Me pasé un par de días revisando números atrasados del periódico de la ciudad.

—Vamos, hombre. Suéltalo.

Larry aguardó, mientras la camarera se aproximaba con lo que habían pedido. Depositó en la mesa los platos y las bebidas.

—Que aprovechen, muchachos —dijo. Y se retiró.

—La cosa empezó con dos asesinatos perpetrados en el hotel de Llano de la Artemisa.

Mientras almorzaban, refirió a Pete el abandono de la ciudad por parte de sus habitantes, que se marcharon cuando la mina dejó de producir; todos menos los Radley, que siguieron viviendo en el hotel, después de que el resto de los vecinos se fueran de allí. Habló a Pete del viaje de Uriah a Recodo de la Cabeza de Mula, de la avería que tuvo la camioneta y de los kilómetros que el hombre tuvo que cubrir a pie, sólo para encontrarse con que habían asesinado a su esposa y a su hija en el hotel. Transmitió a Pete la especulación oficial relativa a que los responsables del crimen fueron unos motoristas u otros transeúntes.

—Ahora bien, Uriah pensó que las mataron unas vampiras —concluyó.

—Eso no lo decía ningún periódico… —observó Pete.

—Uriah ordenó que incinerasen a su esposa y a su hija para que no pudiesen resucitar.

—¿Sospechas tuyas, o qué?

—Déjame seguir.

—Bueno, ¿por qué no te ciñes a los hechos?

—De acuerdo. Hechos. Asesinaron a las Radley el 15 de julio. El 26 de ese mismo mes desapareció del domicilio de sus padres, en Recodo de la Cabeza de Mula, una adolescente llamada Sandra Dunlap. En su cama aparecieron manchas de sangre. El 10 de agosto otra muchacha se desvaneció por completo. Se llamaba Linda Latham. Todo indica que la secuestraron cuando volvía a casa del domicilio de una amiga. Bonnie Saxon…

—Esa es nuestra moza…

—Exacto. Se la llevaron de casa de su madre la noche del 13 de agosto. Al día siguiente, en su cama había huellas de sangre.

—Lo mismo que en la de la otra, ¿eh? ¿Dunlap?

—Sí, señor. Las tres chicas tenían aproximadamente la misma edad. Desaparecieron en cuestión de un mes, a partir de la fecha de los asesinatos de Llano de la Artemisa. La policía no contaba con ninguna pista. Hasta la desaparición de Bonnie. Aquella noche, un testigo vio a Uriah Radley apostado por las cercanías del domicilio de la muchacha.

—¿El fulano de Artemisa?

—El mismo. De modo que los policías salieron a buscarlo. Registraron el hotel. No encontraron a las chicas desaparecidas, pero descubrieron algunas cosas interesantes en una de las habitaciones: crucifijos, dientes de ajo, un martillo y cierta cantidad de estacas con la punta afilada.

—¡Vaya! ¿Me estás diciendo, pues, que el tal Uriah es el individuo que se llevó a las adolescentes?

—Así lo parece.

—¿Y también es el que le clavó la estaca a nuestra zagala? —y probablemente también a las otras.

—Hombre, eso es pasarse.

—¿A mí me lo dices?

—¿Encontraron a las otras dos?

—No, que yo sepa. Y, al parecer, tampoco echaron el guante a Uriah.

—¿Qué opinas, entonces? —preguntó Pete—. ¿Crees que ese Uriah se volvió loco de atar y pensó que estaba liquidando a las vampiras que se cargaron a su familia?

—Todo lo indica así.

—¡Jesús, nuestro libro va a ser un bombazo sensacional, no cabe duda! Ahora, si esta noche le arrancamos la estaca y resulta que es una vampira… ¿para qué las prisas?

El corazón de Larry se desbocó.

—Esta noche no.

—¿Por qué diablos no? Hemos de redondear la historia. Lo tenemos todo, menos el final.

—Queda un cabo suelto.

—Vale. Tu famoso “cabo suelto”. ¿De qué se trata?

Larry no lo sabía. Pero era cosa de encontrar una razón para retrasar la extracción de la estaca.

De pronto, vio el cabo suelto. Era tan evidente…

—¿Quién puso el candado nuevo en la puerta del hotel? —preguntó—. ¿Quién cubrió el agujero del rellano de la escalera? Creo que muy bien pudo ser Uriah. Creo que ha vuelto a Llano de la Artemisa.

Pete, que se estaba limpiando los labios con una servilleta, se quedó con la vista clavada en Larry. Bajó la servilleta. Se atusó un lado del bigote. Entornó los párpados.

—¡Dios todopoderoso! —murmuró—. Apuesto a que tienes razón. Quizá sea nuestro amigo, el devorador de coyotes.

—¿Y si conseguimos dar con él?

—¿Y si logramos cazarlo? ¡Un arresto efectuado por un ciudadano! ¡La detención del maldito Judas, menuda publicidad! ¡Lar, eres lo que se dice un genio!

¿Un genio? Se sentía como si acabara de apartarse del borde de un acantilado.

—Iremos allí mañana —determinó Pete—. Diremos a las parientas que vamos a hacer ejercicios de tiro. No quisieron venir la otra vez, se alegrarán de librarse de nosotros. Nos acercaremos a Llano de la Artemisa y cazaremos a nuestro asesino.