Capítulo 28

Lane entró en el aula un minuto antes de que empezara la sexta clase. La mitad de los asientos estaban desocupados. Incluido el de Benson. Incluido el de Jessica.

Mientras se encaminaba a su pupitre, Lane lanzó un vistazo al vacío sitio de Jessica.

La chica no volvería a sentarse allí jamás.

La idea le pareció tenebrosa y abrumadora. Produjo a Lane una calurosa sensación de vértigo en la boca del estómago. Se sentó, se encorvó hacia adelante y apoyó los codos en la superficie del pupitre y las manos en las mejillas, fija al frente la mirada.

Observó que el señor Kramer había terminado de clavar en el corcho las fotografías de escritores. Ella se cayó del taburete cuando trataba de poner allí la de Sandburg, cuyo rostro tranquilo y solemne, con un mechón de pelo blanco cubriéndole un ojo, se encontraba ahora junto al de Frost.

A continuación de Sandburg, el señor Kramer había colocado a T. S. Elliot, F. Scott Fitzgerald y Thomas Wolfe. “Sólo me faltaban cuatro para acabar”, pensó Lane.

Desplomarse pareció un asunto de gran importancia: su torpeza al permitir que sucediese, la vergüenza que sintió por la forma en que buena parte de su cuerpo quedara a la vista del señor Kramer, el emocionado estremecimiento que experimentó cuando él la tocó. Ahora, nada de eso importaba gran cosa. La muerte de Jessica parecía haber quitado trascendencia a todo lo demás.

Apenas había tratado a aquella muchacha. Ni siquiera le caía simpática.

Pero, desde el mismo instante en que oyó la noticia del asesinato, Lane se había sentido pequeña e insignificante…, como si su propia vida no fuese más que una representación.

Interpretaba su breve y estúpido papel. Y mientras se extendía en la mezquindad de sus problemas, ilusiones, deseos y esperanzas, a salvo en su minúsculo escenario, cosas reales sucedían en un mundo real próximo. En un lugar espantoso, extraño, lleno de oscuridad y de muerte violenta.

No le gustaba en absoluto aquella sensación. Lograba que todo lo que ella hacía pareciese insustancial. Pero incluso era peor el punzante miedo de que de algún modo, en algún momento, se pudiese ver ella arrastrada al interior de ese mundo real, en el que Jessica y tantas otras personas (todas, quizá, tarde o temprano) concluían aplastadas.

Eso la aterraba.

A lo largo de todo el día, cada vez que recordaba a Jessica, Lane rompía a sudar. Camino de la sexta clase, hizo un alto en los servicios y se venteó las axilas. No olían mal, gracias al desodorante, pero la blusa estaba allí húmeda. Ahora, en el aula, la notó empapada. El sudor se le deslizaba por los costados, cosquilleándole ligeramente la piel. Sin sujetador que absorbiese las gotas, estas descendían libremente hasta que la blusa se encargaba de embeberlas, a la altura del talle.

Deseó, una vez más, haberse puesto el sostén para ir al instituto. No a causa del sudor. A causa de Jessica. Porque dejarlo en casa parecía parte de su pequeño drama, infantil y remilgado a la luz de la horrible intrusión del mundo real.

Por otra parte, le hubiera gustado contar con la seguridad que le confería. Al principio, disfrutó de una sensación de libertad y soltura. Pero en cuanto se enteró de lo de Jessica, dejó automáticamente de sentirse libre. Sólo vulnerable.

Al sonar el timbre, Lane se sobresaltó.

Se puso muy derecha en el asiento mientras el señor Kramer entraba en el aula. El profesor dejó la cartera de mano, sacó un librito de tapas oscuras y anduvo hacia la parte delantera de la mesa. Se sentó en el borde y apoyó el libro en sus rodillas. La clase guardó silencio. El señor Kramer pasó revista a los asistentes. Su rostro, un poco ojeroso, tenía expresión lúgubre.

—Estoy seguro de que, a estas horas, todos conocéis la tragedia que se ha producido la noche pasada. Todo el mundo la ha comentado. Imagino que algunos de vuestros profesores os habrán hablado de la situación.

Apretó los labios y meneó la cabeza. Dirigió una mirada, fruncido el entrecejo, al pupitre vacío.

—Jessica era alumna mía. Y vuestra compañera de clase. Obviamente, su fallecimiento ha sido una conmoción para todos nosotros, y la echaremos de menos.

Apartó la vista del pupitre de Jessica. Sus ojos tropezaron fugazmente con los de Lane, para desviarse en seguida e ir de un rostro a otro.

—No dispongo de palabras mágicas —dijo— que puedan aliviar el dolor que compartimos. Pero soy profesor y de este suceso podemos extraer una lección. La Biblia nos dice que, “en medio de la vida, estamos en la muerte”. Pero también es cierto lo contrario: “En medio de la muerte, estamos en la vida”. Es preciso que lo tengamos presente en el cerebro. La vida es un don precioso. No debemos olvidarlo, ni darlo por sentado inconscientemente. Debemos saborear todos y cada uno de los momentos que se nos conceden.

Lane notó un nudo en la garganta.

—Tenemos el presente, y eso es lo único de lo que todos podemos estar verdaderamente seguros. Muchos de nosotros y yo soy tan culpable de eso como el que más dejamos que el presente pase por nuestro lado inadvertido, ignorado, mientras ocupamos nuestras mentes con otros pensamientos. Desde luego, es preciso trabajar y estar preparado para ayudar a las cosas a que se nos muestren propicias en el futuro. Pero es que incluso ese futuro nuestro lo perdemos al preocupamos inútilmente de lo que pueda pasar. Cuando nos llega el futuro, lo hace en momentos únicos, en momentos de presente.

»De modo que, si hemos de aprender algo de lo que les ha sucedido a Jessica y a sus padres, tal enseñanza es: Hay que vivir la vida ahora. Necesitamos tener conciencia de cada segundo, saturamos de sus maravillas, de sus misterios… y de sus alegrías.

Las últimas palabras llevaron lágrimas a los ojos de Lane.

Parpadeó y se las enjugó.

“Tiene tanta razón… pensó. Cada momento es precioso”.

Este instante es precioso, aquí sentada, escuchando al señor Kramer. Comprendió que nunca se había sentido tan cerca de él, ni siquiera el día anterior, cuando la tocó.

—Quiero compartir con vosotros un poema. Luego continuaremos con la clase. —Levantó el delgado volumen que tenía sobre las rodillas y lo abrió por una página señalada—. Es de Allan Edward DePrey: “Meditación en la sepultura”.

Bajó los ojos sobre el libro y empezó a recitar, grave y solemne su voz clara:

Si tuviera que dormir, en esta noche sin luna,

Y aunque jamás despertara,

Conservaré eternamente la luminosa ventura

De aquel amor que irradiaban las pupilas de mi dama.

Conservaré el tacto de la hierba cubierta de rocío

Que humedeció mis pies al amanecer,

Y el aroma, ¡ay!, tan dulce, que impregnó el aire frío

Cuando en el campo dejó de llover.

Conservaré los sabores que fueron mi embeleso,

El del pan, el del vino y la carne,

Y los evocaré nostálgico cuando sea puro hueso,

Cautivado por su gusto admirable.

A algunos alumnos se les escapó una risita más o menos disimulada. El señor Kramer levantó la vista de la página.

—Si preferís no escuchar el resto de…

—Siga —le apremió Lane.

—Quizá debería saltarme algunos versos —dijo—. Es bastante largo. —Se tomó unos momentos para repasar el poema, como si tratase de determinar dónde debía reanudar la lectura. Luego continuó:

Conservaré conmigo en la tumba

imágenes, olores y sonidos.

y rezo para que no me abandonen nunca

en mi sueño eterno bajo la tierra hundido…

Si de verdad sobrevive el recuerdo

A la guadaña de la Parca homicida

conservaré conmigo ese dorado premio

de cuanto amé a lo largo de mi vida.

Pero si, privado de cuanto he conocido,

una triste oscuridad me espera,

tampoco maldeciré al cruel Destino

que a estar solo en un pozo me condena.

Porque se me concedieron años y años

para ver, gustar, oler, sentir y amar.

Y, si bien condenado a ser desecho humano,

gocé de días gloriosos antes de mi final.

En la sala, alguien exclamó:

—¡Puaff!

Y unos cuantos chicos se echaron a reír.

—Reconozco que la poesía tiene aspectos tétricos, pero creo que el sentido, el punto de DePrey, está bien captado: “Gocé de días gloriosos antes de mi final”. Tenemos que tener siempre conciencia de esas glorias, de esas delicias. —Cerró el libro y lo dejó a un lado. Añadió, con una inclinación de cabeza—: Muy bien. Saquemos nuestros libros de texto y empecemos donde lo dejamos ayer.

Cuando sonó el timbre, Lane continuó inmóvil en su asiento. Los demás estudiantes fueron saliendo. Lane recordó que, el día anterior, Jessica se detuvo en el umbral y la miró, enarcadas las cejas.

“La chica no debió de disfrutar del tiempo que le quedaba pensó Lane. A mí me tenía sin cuidado”.

Diablos, no sabía nada.

Ninguno de nosotros sabe nada. Cualquiera de nosotros puede morir esta noche.

En vez de meterle el miedo en el cuerpo, la idea le recordó de nuevo la recomendación del señor Kramer, que les aconsejaba saborear cada momento.

La muchacha le vio rodear su mesa y proceder a llenar la cartera. Sus ojos se encontraron. El señor Kramer sonrió.

—¿Qué tal se encuentra hoy? —preguntó.

—Mucho mejor, gracias.

—¿Contusiones?

—Sí, unas cuantas.

—Bueno, tendrá que dejar el bikini durante una temporada.

Lane notó que el calor del sonrojo se le extendía por la piel.

—Menos mal que el verano se ha terminado ya —dijo.

—Prometo no pedirle más que se suba a un taburete.

—¿Tiene ejercicios o algo para mí?

—Sí, da la casualidad de que sí. —Se llegó al escritorio y empezó a rebuscar entre los montones de carpetas—. Ah, aquí los tenemos. Oraciones gramaticales. —Se acercó a Lane, con la carpeta y un bolígrafo rojo—. Asegúrese de que lo comprueba y corrige todo: ortografía, puntuación, sintaxis. Cinco puntos de penalización por cada falta.

—Muy bien.

El profesor se detuvo delante de Lane y depositó la carpeta y el bolígrafo encima del pupitre.

—Si tiene alguna duda…

—Debo decir que me gustó mucho lo que dijo usted al principio de la clase —manifestó Lane. Se sintió atrevida y tan avergonzada al mismo tiempo—. Acerca de eso de disfrutar de cada momento. Fue muy… —Se encogió de hombros y notó el suave roce de la tela de la blusa contra los pezones—. No sé. Hizo que me sintiera mucho mejor respecto a las cosas.

El señor Kramer bajó la mirada sobre ella, llenos de tristeza los ojos.

—Me alegro de que le sirviese de ayuda. Ha sido algo terrible. Supongo que todo el mundo se siente conmocionado. Personalmente, lo estoy, aunque a veces Jessica representaba un problema en la clase. ¿Eran amigas?

Se contrajo una de las comisuras de la boca de Lane.

—Más bien no. Pero, a pesar de todo… Cuando sucede algo como esto…

—Lo sé. Nos recuerda que somos mortales. Si eso le puede ocurrir a ella, ¿por qué no a nosotros?

—Sí. Yo sentía… poco. Como si en mi vida todo fuera ínfimo y pueril comparado con las cosas importantes.

—No debería pensar eso. —El señor Kramer alargó la mano y acarició el pelo de Lane—. En absoluto debe sentirse así.

—Supongo que ahora lo sé —dijo la muchacha, y tuvo la ligera sensación de que perdía aliento mientras la mano del profesor descendía hacia el hombro. La mano se desplazó de un lado para otro, deslizando la blusa sobre la piel de Lane—. Cada momento es algo… que hay que atesorar.

—Exactamente.

¿Habrá notado que no hay tirantes en los hombros?

—Nada es pueril —dijo el hombre—. Todo tiene su importancia.

—Sí.

Le frotó un lado del cuello.

—Es una joven muy tensa —observó—. Los músculos del cuello están duros como piedras.

—Sí. No he tenido lo que se dice un día de bandera.

—Aquí, lo mismo.

El masaje de aquella mano envió una riada de calor a través del cuerpo de Lane.

—¿Se siente mejor?

La muchacha asintió. Tenía la cabeza muy cargada.

El señor Kramer se puso a su espalda. Lane oyó el chirrido de un pupitre que el profesor arrastró por el suelo para apartado de su camino. Acto seguido, las manos del hombre estuvieron en los hombros de Lane y empezaron a frotar, a apretar.

—¿Qué tal?

—Maravilloso —murmuró la muchacha.

Los dedos masculinos subían y bajaban. La parte delantera de la blusa de Lane se movía al ritmo de aquellos dedos y le acariciaba los pechos. Lane respiró entrecortadamente. Bajó la cabeza.

El señor Kramer apartó la melena de la joven, llevándola más allá del rostro. Después le frotó el cuello inmediatamente debajo de la oreja. Se sintió soñolienta, tuvo la sensación de que estaban exprimiendo fluido dentro de su cabeza. Cerró los ojos. Suspiró.

—Nada como un pequeño masaje en el cuello para que las cosas se arreglen —dijo el profesor.

Sus manos descendieron un poco más, los dedos actuaron suavemente por debajo del cuello de la blusa. Eran cálidos y su contacto resultaba muy agradable sobre la piel de Lane.

La muchacha se preguntó cómo podía sentirse indolente y excitada, ambas cosas a la vez.

Le dominaba un desfallecimiento absoluto.

La cabeza se bamboleaba al ritmo del masaje.

Se le desabrochó el botón superior de la blusa. Lane sabía dónde estaban las manos del hombre. No lo había desabotonado él. Ocurrió, simplemente, que al moverse la mano por dentro del cuello, forzó el escote de la blusa y el botón abandonó su ojal.

Lane deseaba que el señor Kramer lo hubiera hecho.

Se lo imaginó desabotonándole la blusa, abriéndosela, tomándole los pechos en sus manos grandes y poderosas.

—Será mejor dejarlo ya —dijo el profesor—, antes de que se relaje tanto que luego no esté en condiciones de revisarme los ejercicios.

—¿Por qué no un poco más? —pidió Lane con un murmullo de voz.

Las manos se retiraron de debajo del cuello de la blusa. Empezaron a apretarle los hombros.

—En otro momento. Eh, alguien puede entrar y formarse una idea equivocada.

Lane supuso que eso era cierto. Ella no tenía derecho a esperar que el señor Kramer arriesgase su empleo por aplicarle un inocente masaje.

El profesor le dio una palmada en el hombro, como podía hacerlo el entrenador del equipo.

—Póngase ya a calificar esos ejercicios.

Se apartó de la muchacha y se encaminó rápidamente hacia su escritorio.

—¿Señor Kramer?

El hombre volvió la cabeza y miró a Lane, enarcadas las cejas, ligeramente rojo el semblante.

—Me encuentro muchísimo mejor ya. Gracias.

—Me alegro de haberla ayudado.

Siguió hasta su mesa, se sentó y empezó a hojear los papeles que tenía delante.

Lane procedió también a revisar las oraciones gramaticales. El cuello y los hombros parecían conservar aún el calor del contacto de las manos del señor Kramer. Sentía como si en su interior algo estuviese al rojo vivo.

Se dio cuenta de que aún llevaba desabrochado el primer botón del escote. Encorvada sobre el pupitre, miró hacia allí. Por debajo del punto donde el botón se desabrochó, vislumbró la parte ensombrecida de su seno derecho.

¿La habría visto el señor Kramer?

Lo más probable era que no, decidió. Al fin y al cabo, estaba detrás de ella.

No abrochó el botón ni se arregló la blusa y, mientras corregía los ejercicios, disfrutó del placentero conocimiento de la existencia de aquel pequeño hueco abierto allí.

Esperaba que el señor Kramer también tuviera conciencia de ello.

Cada vez que Lane levantó la cabeza, sin embargo, 1o vio enfrascado en sus papeles.

Por fin, el hombre se levantó y fue a llevar una carpeta al extremo de la mesa. La introdujo en la cartera.

—¿Cómo va eso, Lane?

—Me quedan unos pocos.

—Bueno, me temo que es hora de cerrar la tienda. Los acabaré yo esta noche.

—Muy bien.

Lane los colocó ordenada y pulcramente en la carpeta, abandonó el asiento y se acercó a la mesa. Inclinándose a través de la misma, tendió al profesor la carpeta y el bolígrafo.

La muchacha observó que, mientras los tomaba, los ojos del señor Kramer descendieron brevemente. Un vistazo y, en seguida, miraron a Lane a la cara.

—Agradezco infinito su ayuda, Lane.

—Yo, yo me alegro otro tanto de serle de ayuda.

La muchacha se agachó, apoyó las manos encima de la mesa y clavó la mirada en el libro del que el señor Kramer había leído, “Meditación en la sepultura”.

Se daba perfecta cuenta del modo en que colgaba la blusa, cuya parte frontal no le tocaba el pecho, ni muchísimo menos.

“No puedo creer que esté haciendo esto pensó. ¿Por qué no la desgarro y me la abro del todo, en vez de andarme con tantas triquiñuelas?”

Tuvo la sensación de que se ruborizaba de los pies a la cabeza. Pero no podía moderarse.

Abrió la tapa del libro y miró la portada.

—Poesías completas de Allan Edward DePrey —leyó el título—. Nunca había oído hablar de él —añadió, sin apartar los ojos del libro.

—Pocas personas le conocen —dijo el señor Kramer—. Es un poeta más bien oscuro del interior del estado de Nueva York. Encontré esta obrita en una librería de segunda mano cuando era adolescente. Durante una temporada, fue mi poeta favorito.

—¿Todas las poesías del libro son tan fúnebres como “Meditación en la sepultura”? —preguntó Lane, a la vez que pasaba al índice. Aunque miró la lista de títulos, ninguno de ellos lo expresaba.

—Ah, esa es una de las piezas más agradables. Tenía una mentalidad lo que se dice morbosa.

—No sé si mi padre lo conoce. Parece que DePrey puede muy bien estar en su línea.

—Le propongo una cosa. ¿Por qué no se lleva el librito a casa y deja que su padre le eche una ojeada?

—¿Puedo? —preguntó Lane, ansiosa, y, por fin, alzó la vista hacia él.

El señor Kramer sonrió. Unas minúsculas gotitas de sudor le humedecían el bigote, sobre el labio.

—No me lo pierda.

—Ah, claro que no lo perderé. —Lane levantó el libro y se enderezó; la tela de la blusa se ciñó contra los pechos—. Puede que lo lea yo también, puesto que es uno de sus poetas favoritos.

El profesor rio en tono bajo.

—Confío en que le guste. Ahora, vale más que se vaya. Le repito las gracias por sus inapreciables servicios.

—Ha sido un placer —repuso Lane.

Regresó a su pupitre, recogió los libros y la banda de goma con que los sujetaba, y se dirigió a la puerta. Se detuvo, con un pie en el pasillo, y volvió la cabeza. El señor Kramer tenía la mirada fija en ella.

—¡Ah! —dijo Lane—, muchas gracias por el masaje en el cuello.

—Fue un placer —respondió el hombre.

—Adiós.

—Buenas noches, Lane.

Mi noche, pensó la muchacha, será una fiesta después de esto. Pero sólo dijo:

—Gracias.

Y salió definitivamente del aula.

En el pasillo, se abrochó el botón de la blusa.