Bonnie se le acercó. Se encaminó silenciosa hacia su cama. Tenía un aspecto adorable, radiante, con la rubia cabellera ondulando en torno a su preciosa carita. Llevaba la falda azul plisada y el jersey de color áureo que eran parte del atuendo de corista, pero iba descalza.
Se detuvo junto a la cama de Larry y le miró con expresión solemne en las pupilas.
—Te he estado esperando —dijo, en tono tan suave como una caricia—. ¿Por qué no acudiste a mí?
—No…, no sé. Deseaba ir, pero…
—¿No sabes que te quiero?
Las palabras de Bonnie aceleraron los latidos del corazón de Larry.
—¿Que me quieres?
—Claro. ¿Por qué no iba a quererte?
—¿Y por qué ibas a quererme? —preguntó Larry a su vez—. Ni siquiera nos conocemos.
Una sonrisa dulce aleteó en las comisuras de la boca de Bonnie.
—Nos conocemos con el corazón. ¡Te quiero tanto, Larry! Y tú también me quieres, ¿verdad?
—Sí —confesó él, y notó un arrebato de alegría—. Sí, te quiero.
En su mente brotó entonces una idea que le oprimió el corazón.
—Pero estás muerta, Bonnie.
La clara risa de la muchacha fue un suave hálito.
—No seas tonto. ¿Tengo aspecto de muerta?
—Tu aspecto es… ¡tan hermoso!
Bonnie se le acercó más. Se inclinó sobre él hasta que los mechones de su cabellera rozaron las mejillas de Larry. Los labios de Bonnie encontraron los suyos. Eran dulces, cálidos, húmedos. Se entreabrieron y Larry sintió entrar en su boca el aliento de la muchacha.
Sacó los brazos de debajo de la sábana. Colocó ambas manos en los costados de Bonnie, la acarició por encima del jersey, percibió el calor de la carne, la suave curva de las costillas.
Bonnie separó sus labios de los de Larry.
—¿Tengo tacto de muerta?
—Desde luego que no —murmuró él a través del nudo que se le había formado en la garganta—. Tienes un tacto de maravilla.
—Hace mucho que suspiro por ti, Larry.
—Yo también por ti.
Deslizó las manos por debajo del jersey de Bonnie. Un temblor recorrió todo su ser al tocar la aterciopelada piel, por encima de las caderas.
Entonces recordó otra cosa y, de nuevo, su alegría se contrajo hasta convertirse en angustia. Aunque anhelaba dolorosamente a Bonnie, retiró las manos de debajo del jersey y las dejó caer sobre el colchón.
—Estoy casado, Bonnie.
—¿La amas?
Hubiera deseado decir “No”. Pero le resultaba imposible.
—Sí —declaró—. Lo siento. ¡Dios, cómo lo lamento! Quiero a Jean, pero también te quiero a ti.
—No tiene nada de malo —susurró Bonnie, y el calor de su respiración tocó los labios de Larry—. Puedes tenernos a las dos.
—No creo que a Jean le gustara.
—No se enterará. Te lo prometo. Será nuestro secreto.
Larry notó que la ropa de la cama se apartaba de encima de su cuerpo y que el fresco aire de la mañana incidía sobre su piel. Bonnie le besó en el cuello. Le besó en el hombro, en el pecho…
—No —susurró Larry.
—Eso que dices, no lo sientes, cariño.
Los suaves labios se pegaron al pezón de una tetilla. Larry gimió entre la agonía del deseo y la sensación de pérdida.
—No estaría bien —dijo.
—El amor siempre está bien.
—No sé.
—Sí —susurró Bonnie—. Sí, cariño mío.
Gateó y se le puso encima. A horcajadas, erguida sobre las rodillas, de forma que el delgado algodón de la falda cubría a Larry, protegiéndole de la frescura de la mañana. El calor de sus cuerpos pareció mezclarse en el aire, debajo de la prenda. Sea como fuere, Larry sabía que Bonnie no llevaba bragas. Se moría de ganas de que ella bajase el cuerpo, se empalara por sí misma, dejase que él ascendiese hasta lo más alto del calor viscoso y prieto que Bonnie ofrecía dentro de sí.
Pero ella no descendió. Todavía no.
Sonrió a Larry y se quitó el jersey. Él vio como la prenda se deslizaba despacio hacia arriba, desvelando la tersura del vientre, las líneas de las costillas, los pechos… Eran dos prominencias gemelas, de color crema, con pezones rosados y erectos. Se levantaron ligeramente cuando Bonnie pasó el jersey por la cabeza. Mantuvo los brazos en alto y deslizó las mangas por ellos. Después arrojó el jersey al suelo.
Larry alzó las manos hacia los senos. Los acarició levemente. Pensó que jamás había tocado nada tan fino y delicado.
Bonnie le dedicaba una sonrisa mientras conducía una de las manos de Larry por el canalillo entre las dos turgencias. La deslizó arriba y abajo, al tiempo que ella misma se acariciaba con la yema de los dedos.
—Ni una cicatriz —susurró. Larry recordó la estaca.
—¡Ah! —articuló—. Es verdad.
—Nueva, como recién surgida a la vida. Y soy tuya. Tuya para siempre y empezó a descender sobre él.
Larry dejó escapar un gemido.
“Esto está mal pensó. No puedo hacerlo. Incluso aunque Jean no llegara a enterarse”.
Pero Bonnie seguía moviéndose despacio, bajaba más y más. Larry oprimió sus pechos. Más bajo. Tuvo la sensación de que su pene se veía atraído, absorbido hacia el centro oscuro y expectante de Bonnie.
Retumbó el timbre del despertador.
Los párpados de Larry se abrieron de golpe.
Bonnie había desaparecido.
Un sueño. No había sido más que un sueño, y el despertador acababa de birlarle el momento cumbre. Le dolía el pecho. Le entraron ganas de echarse a llorar.
Pero también había tenido suerte. Unos cuantos segundos más y habría dejado la cama perdida.
Se encontró tendido boca arriba, cubierto sólo por una sábana. Una sábana que tenía montada una pequeña tienda de campaña sobre la ingle de Larry.
Si Bonnie se le hubiera deslizado encima…
Se dio media vuelta. Jean estaba sobre un codo, de espaldas a él. Pero cuando la alarma del despertador dejó de sonar, la mujer se puso boca arriba y cerró los ojos.
Larry alargó el brazo y posó una mano sobre el vientre de la mujer. La piel tenía un tacto caliente a través de la tela del camisón. Jean volvió la cara hacia Larry. Entreabrió ligeramente los párpados y le sonrió perezosamente.
—Buenos días, compañero —susurró.
—Hummm —dijo él, y su mano serpenteó por encima del camisón hasta el pecho de Jean. No era como el de Bonnie. Ninguna corriente de fuego se desencadenó por su cuerpo cuando lo tocó. Pero el seno de Jean era suave, cálido y familiar, y cuando el pezón se puso rígido al contacto con la palma de la mano de Larry, este notó que la erección recobraba vida.
Apartó el tirante del hombro de Jean e introdujo la mano por la bolsa que dejaba el tejido. Jean gimió. Se retorció como a impulso de las caricias de él. Luego, se pegó a Larry.
—No cabe duda de que esta mañana estamos animados, eufóricos y rebosantes de energía —murmuró.
—Sí.
Los dedos de la mujer se curvaron alrededor de la verga.
—Será mejor que cierres la puerta. Lane puede levantarse en cualquier momento.
Cuando volvía de cerrar la puerta, vio a Jean echar la ropa de la cama por los pies del mueble y quitarse el camisón por encima de la cabeza. En el momento en que la prenda le cubría la cara, por la mente de Larry pasó en un fogonazo la imagen de Bonnie desprendiéndose del jersey de corista.
Los cuerpos de ambas eran muy parecidos.
No pienses en Bonnie, se recomendó. Eso no fue más que un sueño y es perverso pensar en ella. Es como engañar, como cometer un adulterio.
Pero no podía evitarlo.
No deseaba evitarlo.
Cerró los ojos, hizo el amor con Jean y la mujer que tenía debajo dejó de ser su esposa. Era Bonnie, la Bonnie de las fotos del anuario, la Bonnie de sus sueños: dieciocho años, preciosa, inocente; ávida, jadeante, retorciéndose de lujuria, comprimiéndose contra él para recibir mejor y disfrutar más de los achuchones. Su Bonnie. Su “Reina del Ánimo”.
Larry pareció estallar. La inundó.
Cumplido el acto, Jean mantuvo las piernas en torno al cuerpo de Larry, como si tratara de retenerlo perpetuamente dentro de ella. Le abrazó con fuerza. Larry abrió los ojos. Jean alzó la vista y se le quedó mirando, ojerosa y feliz. Larry la besó en la boca.
Se sentía basura total.
—¿Ocurre algo? —preguntó la mujer.
Larry negó con la cabeza.
—Nada. Es que tengo que volver hoy otra vez a la biblioteca. Me fastidia perder tanto tiempo con esta investigación documental.
—¿Te preparo un desayuno de no te menees antes de que te vayas?
—Formidable.
Mientras se embutía en los vaqueros, Lane olfateó el aroma del tocino frito.
“¿Están desayunando? —se extrañó—. ¿Qué fiesta será hoy?”
Se abstuvo de subir la cremallera a fin de concederse un poco de espacio y respirar y, sentada en el borde de la cama, procedió a ponerse las nuevas botas azules que se había comprado el día anterior, al salir del instituto.
De pie, admiró el magnífico efecto que causaban con los vaqueros blancos.
“Mala suerte no haber podido llevar ayer este conjunto”, pensó. Se ruborizó al recordar la escena: ella encima del taburete, con su minifalda y su blusa suelta, el señor Kramer a sus pies y, luego, el desorden de las prendas cuando se vino abajo. Evocó luego el contacto de las manos del profesor. Aún sentía cierto bochorno, cierta vergüenza que en seguida se transformó en placer.
“De haber sabido que él iba a interpretar el papel de médico pensó, me habría caído antes”.
Lane sonrió y meneó la cabeza mientras pasaba por delante del espejo del armario.
Tomó del colgador una blusa de brillantes cuadros azules y amarillos, se puso delante del espejo y empezó a abotonársela.
Se interrumpió.
“¿Y si me quitara el sujetador?”
La idea hizo que se le alborotara el estómago.
“No es tan mala idea pensó. Al fin y al cabo, nadie lo notará, salvo Jim, y él estará más que deseoso de echarme la zarpa. El señor Kramer ni siquiera observará la diferencia”.
“El señor Kramer no tiene nada que ver en esto”, se dijo.
Me sentaría bien, eso es todo.
Además, tengo las costillas resentidas.
Una razón bastante buena.
Se quitó la blusa y se contempló en el espejo. Desde luego, la parte lateral del sujetador le oprimía las costillas lastimadas.
Se llevó las manos a la espalda, desabrochó el sostén y se lo quitó. Lo sostuvo cogido entre las rodillas mientras volvía a ponerse la blusa. Se la abotonó, la introdujo dentro de los vaqueros y se los abrochó.
Se regaló una sonrisa.
¿No eres Lane, la atrevida?
El contacto de la tela suave, ajustada sobre los pechos, era estupendo.
“Debería ir siempre así”, pensó.
De ninguna manera. Con la mayoría de sus blusas, sería evidente que no llevaba sostén. Pero esta tenía colores oscuros y brillantes, además de un bolsillo sobre cada teta. Con la tela doble en esos puntos, era difícil notar cuando los pezones se ponían erectos.
“Nadie notará la diferencia pensó. Salvo yo”.
Seguro que está bien.
Se dio una vuelta, para una comprobación final, y guardó de nuevo el sostén en el cajón de la cómoda. Cogió el bolso y emprendió la marcha pasillo adelante.
¿Y si papá y mamá se dan cuenta?
No se darán cuenta de nada. Tranquila.
Se le hizo la boca agua cuando entró en la cocina y el olor a café y a tocino frito se intensificó. Sus padres, todavía en bata, estaban sentados a la mesa, ante platos de huevos y tocino veteado.
—¿A qué viene este desayuno pantagruélico? —preguntó Lane—. Parece que hoy sea domingo.
Ambos le dirigieron una mirada. Ninguno pareció interesarse por su busto.
—Me voy a pasar el día en la biblioteca pública —explicó el padre—. Y tu mamaíta se consideró obligada a atiborrarme de comida.
—Sí, no me perdonaría que pereciese de inanición entre mamotretos.
Lane se puso al lado de su padre y dijo:
—Podrías alimentarte de polillas roedoras de libros.
—Venga, que estoy comiendo.
—¿Te importa? —preguntó Lane, y cogió una tira de tocino del plato de Larry.
Él dirigió los dientes del tenedor hacia la mano de la chica. Detuvo el ademán un centímetro antes de tocarla.
—Me gustaría que dejaseis de jugar con eso —se lamentó Jean—. Se te puede escapar la mano.
—Sí, podría pincharla —concedió Larry.
Lane se llevó el tocino a la boca y le dio un tiento a la mitad de la tira.
—Ahí va mi alimento.
—Eh, soy una chavala en plena edad de desarrollo.
—Si quieres, puedo empezar a prepararte desayunos —se brindó la madre—. No tienes más que decirlo.
—La respuesta es: “¡Y un cuerno!”. ¿Quién puede papear algo a esta hora impía?
—Pues bien que te papeas mi tocino —dijo Larry.
—Me voy. —Se inclinó y le dio un beso en la mejilla. Larry correspondió con un azote en el trasero. La chica rodeó la mesa prestamente, besó a su madre, cogió del frigorífico la bolsa del almuerzo y salió corriendo de la cocina—. Hasta luego. Es posible que vuelva tarde.
—Que tengas un buen día, cariño —le deseó la madre.
—Que te diviertas —añadió el padre.
—Voy al colegio, muchachos —repuso la hija desde la sala de estar. Revisó el macuto de los libros, dejó caer el almuerzo en su interior, sacó del bolso las llaves del coche y salió a todo correr por la puerta.
Notó en los hombros la tibieza del sol. Una leve brisa le agitó el cabello. Era un día espléndido.
El frescor del respaldo del asiento atravesó la tela de la blusa y eso le recordó a Lane que le faltaban los tirantes del sujetador. Mientras esperaba a que se calentase el motor, se revolvió contra la tapicería, saboreando su contacto con ella. Formidable.
Bajó el cristal de la ventanilla y rodó despacio hacia la carretera.
Se dirigió a casa de Betty. En la radio, Anne Murray cantaba Pinzón de las nieves. Lane le hizo coro. Apoyó el brazo en la ventanilla y notó el toque de la blusa al ajustarse contra el pecho izquierdo, impulsada por el viento.
Dobló una esquina, accionando el volante con una mano. Acabó Pinzón de las nieves.
Un campanillazo indicó el principio de un informativo.
—Aquí, Belinda Bernard, con su primera hora estelar de noticias locales.
—Primero de la mañana, Belinda —dijo Lane.
“… muertos en un incendio esta madrugada, en su domicilio de la calle del Cacto”.
Lane lanzó una ojeada a la radio. ¿En la calle del Cacto?
¿Muertos en un incendio?
“Se ha identificado a los cadáveres como Jerry y Roberta Patterson y su hija Jessica, de diecisiete años de edad”.
—¡Dios mío! —murmuró Lane.
“Unos vecinos vieron las llamas por primera vez aproximadamente a las cuatro y media de la madrugada. A su llegada al lugar del siniestro, a los bomberos no les fue posible entrar en la casa para proceder a un posible rescate de víctimas. Debido a la intensidad del fuego, sin embargo, se cree que la familia había muerto asfixiada por inhalación de humo con anterioridad a la llegada de los bomberos. Este detalle se confirmó posteriormente, cuando se encontraron los cadáveres, todavía en la cama, entre los escombros del edificio. Se investiga aún la causa del incendio, pero se cree que empezó en el dormitorio de Jessica, la hija del matrimonio”.
“¿Estaba fumando en la cama?”, se preguntó Lane. “El Consejo de Educación se reunió anoche”. Lane apagó la radio.
Se sintió interiormente helada y entumecida. No lo creía.
Jessica muerta.
La chica había sido una auténtica pejiguera pero, ¡Dios mío!, estaba muerta.
¿Cómo pueden suceder cosas así?
Jessica fumaba como una chimenea. Se pasaba la mitad del día en los servicios de chicas, calada tras calada al pitillo. Se debió de quedar dormida con uno encendido.
¿No tenían alarma de humos?
Lane dobló una esquina. Betty la estaba esperando en la calle. Lane frenó el automóvil, se inclinó sobre el asiento contiguo, alargó la mano y abrió la portezuela.
—¿Te has enterado? —le preguntó Betty, al tiempo que tiraba de la portezuela.
—Sí.
—¡Humo santo! —Echó el macuto de los libros en la parte posterior del vehículo y se dejó caer en el asiento. El coche se estremeció.
—Ya sabía yo que ese pimpollo iba a acabar mal. Cerró de golpe.
—Está muerta —murmuró Lane.
—Jesús, bueno, creo que sí.
Lane pisó el acelerador.
—No se merecía una cosa así.
—Si se fuma en la cama, ocurrirá siempre.
—Dios, no puedo creerlo.
—Yo sí. Chica, te garantizo que sí que puedo. Buen viaje a los desechos nocivos. ¿Sabes lo que pasó ayer? Fui a desbeber un poco, a la salida de la tercera clase, y allí estaba la moza, sentadita en el retrete, dale que te pego a la colilla. Voy y le digo: “Eso te va a producir cáncer, ¿sabes?”. Y entonces me miró así. —Betty hizo una demostración expresiva de la tal mirada, arrugando la nariz y curvando hacia arriba los labios—. Y va y me suelta: “Que os forniquen vivos a ti y al burro que montas, culo gordo”. De modo y manera que no puedo decir que le tuviese cantidad de simpatía, ¿entiendes? Se lo ganó a pulso.
—Y sus padres.
—Sí. Mala suerte que Riley Benson no estuviera también durmiendo por allí. Ese pedazo de mierda con pelo grasiento mejoraría una barbaridad si se administrara una buena dosis de inhalación de humo. ¿Comprendes lo que quiero decir?
Lane asintió. No parecía decente ensañarse con Jessica y Benson. Pero tampoco tenía ganas de defenderlos. Eran unos miserables.
Le gustaría saber si Benson había estado verdaderamente enamorado de Jessica.
Costaba trabajo imaginar que aquel chico se enamorara de alguien. Pero quizá sí.
—Esa nena sí que ha tenido una suerte perra —continuó Betty—. Primero la zurran a base de bien y, luego, la primera noticia que una tiene de ella es que se ha convertido en un asado al humo.
Lane encendió la radio, a todo volumen. Willie Nelson y Ray Charles cantaban Siete ángeles españoles.
—¿Es una indirecta? ¿Una sutil pero efectiva indirecta?
—Simplemente, que me parece que no debemos hablar mal de ella.
Por delante, Henry agitó un brazo desde la peña en que estaba sentado, delante de su casa. Se bajó de un salto y recogió la cartera.
—Mis saludos, juerguistas —dijo cuando el automóvil se detuvo.
Betty se apeó. Echó hacia adelante el respaldo del asiento delantero para que Henry pasara detrás. Al tiempo que le seguía, cerró la portezuela.
Lane les lanzó una mirada por encima del hombro. Las pupilas de Betty brillaban de ansiedad.
—Ya veo que no te has enterado —dijo.
—¿De qué tengo que enterarme? —preguntó Henry. Lane arrancó.
—Jessica se convirtió anoche en una tostada.
—¿Cómo?
—Asada, chamuscada, quemada, frita, incinerada.
—¿Quieres decir que está muerta? —la perplejidad matizaba su tono.
—Muerta muerta muerta. La pringó. Hincó el pico. Muerta.
—Santa mierda —susurró Henry.
—Según parece, la señorita Armonía se quedó dormida mientras fumaba un cigarrillo.
—¿Estamos hablando de Jessica Patterson?
—¿De qué otra persona, mostrenco?
—Santa mierda —repitió Henry. Cerró la mano sobre la esquina del respaldo del asiento de Lane—. ¿Está jugando conmigo?
—No —dijo Lane—. Es verdad. Jessica y sus padres murieron anoche en un incendio.
—Oh, diablos.
—Buen viaje —dijo Betty.
—Eh, corta el rollo.
—Ah, ¿y cómo es que ahora, de repente, porque se achicharró, resulta que es una santa?
En la radio, la voz de Belinda Bernard manifestó:
“Nos acaba de llegar una noticia de última hora relativa al incendio que se produjo anoche en el domicilio de…”.
—No es eso… —empezó Henry.
—Calla —ordenó Lane—. Noticias.
Guardaron silencio.
“…se nos indica que el examen preliminar de los restos calcinados de los tres miembros de la familia Patterson presentan numerosas heridas, posiblemente de carácter mortal, anteriores al fuego. Los detalles aún están por confirmar, pero al parecer existe la posibilidad de que un intruso irrumpiera en la vivienda, asesinara a las tres personas y después incendiase deliberadamente la casa, al objeto de eliminar las pruebas del crimen. Tenemos noticia, asimismo, de que se ha detenido, para interrogarlo, a un joven al que se vio entrar anoche en la vivienda. No se ha revelado la identidad de este sospechoso menor de edad”.
—Benson —dijo Betty—. Me apuesto algo. “Volvemos ahora a…”.
—Santa mierda —murmuró Henry—. Los asesinaron.
—Me juego algo a que fue Benson. De ese mal bicho podría esperarse cualquier cosa.
—Esto es espantoso —murmuró Lane.
—Habla por ti.
—Tranquilidad —dijo Henry—. No es divertido.
—Tal vez no sea divertido, pero…, en cierto modo, sí que resulta enormemente satisfactorio.