Capítulo 24

Al sonar el timbre, los alumnos empezaron a desfilar hacia el pasillo. Lane empezó a recoger los libros del estante de debajo del asiento, de forma que no resultara demasiado evidente para los demás que iba a permanecer allí un rato más. No era menester que todo el mundo se enterase de que se quedaba para echar una mano al profesor. Algunos compañeros creerían que era pura labor de pelotilleo. No es que a mí me importe lo que crean, se dijo. Sin embargo, siempre era más sensato pasar todo lo inadvertida que se pudiera.

Jessica se detuvo en el umbral y volvió la cabeza para mirarla.

Lane atrajo los libros apilados hacia el pecho, como si se dispusiera a levantarse.

—¿Se va? —preguntó el señor Kramer.

—No, ejem. No, si tiene usted algo para mí.

El profesor asintió, sonriente.

—Tengo una cosa, si no le hace ascos al trabajo manual.

—No, no tengo nada en su contra.

Lane miró hacia la puerta, donde Jessica frunció el entrecejo, dio media vuelta y se alejó.

—Venga aquí —indicó Kramer. Introdujo las manos en la cartera, pero sin apartar los ojos de Lane mientras la muchacha se aproximaba a él.

Confió en que su aspecto fuera bueno. Desde luego, Jim lo había considerado así. Durante el almuerzo, la mano del chico no dejó de pretender introducirse, casi sin tapujos, por debajo del desabrochado botón de la blusa. Hasta que Lane perdió los estribos.

—Si no te gusta —había advertido Jim—, no deberías ponerte esta cosa tan provocativa.

La blusa, de color blanco y tipo nicky, era de manga corta y el dobladillo llegaba justo a la cintura. Sin embargo, ello no significaba que estuviese diseñada para invitar a Jim a explorar las zonas corporales que quedaban fuera de la vista por encima del talle de Lane.

Por la mañana, cuando decidió ponerse aquella blusa y la falda corta de mahón, Lane no pensaba en la reacción de Jim. Tenía la mente puesta en el señor Kramer. Quería estar guapa y atractiva a sus ojos. Y quizás un poco sexy.

Si Kramer apreciaba su forma de vestir, no lo dio a entender.

Concentró su atención en la cartera de mano, mientras Lane daba la vuelta por la parte posterior de la mesa. El profesor sacó una carpeta y la abrió, tras volverse hacia Lane. Dentro de la carpeta había unas cuantas fotos de tamaño veinte por veinticinco.

—¿Whitman? —preguntó Lane, con la vista en la primera de las fotografías, que estaba boca abajo.

—Muy bien.

—De niña, jugaba mucho a “Autores”.

—¿Le gustaría clavar estas ahí arriba? Para proporcionar a los chicos algo que merezca la pena mirar cuando están pensando en las musarañas.

—Estupendo —dijo Lane—. ¿Dónde quiere que las ponga?

El señor Kramer señaló la lámina de corcho que recubría la pared, a bastante altura, entre la pizarra y el techo.

—¿Cree que alcanzará a ponerlas allí? Me temo que tendrá que subirse encima de un taburete.

—No hay problema —dijo Lane.

—Muy bien. Fabuloso. Le pasaría unos ejercicios para corregir, pero todo lo que tengo hoy son ensayos. No me queda más remedio que revisarlos yo mismo.

—Ah, esto vale.

El señor Kramer sacó del cajón del escritorio una cajita de plástico transparente llena de tachuelas y se la entregó a Lane, junto con la carpeta de las fotografías.

—¿Hay que colocarlas por un orden especial?

—Es indiferente.

El profesor trasladó el taburete desde el rincón del aula.

Alto hasta la cintura de Lane, tenía patas metálicas y un disco de madera por asiento. Cada una de las clases parecía contar con un taburete idéntico. Los profesores solían sentarse en ellos, pero el señor Kramer nunca lo utilizaba, prefería acomodarse en la mesa delantera al dirigirse a los alumnos.

Llevó el taburete al otro extremo del encerado.

—Puede que sea mejor que le sostenga algo.

Lane le tendió las chinchetas y las fotografías. El hombre permaneció de pie junto a la chica, fruncido ligeramente el entrecejo.

—No se preocupe, caerme no entra en mis planes.

—Estoy seguro de que sabe lo que dijo Burns acerca de los planes y proyectos mejor concebidos.

—¿Me promete que me sujetará si “patinan”?

—Haré lo que pueda.

Lane apoyó el pie en un travesaño, plantó la otra rodilla en el asiento y se agarró al encerado para elevarse hasta colocar los dos pies en la superficie del taburete.

—¿Se encuentra bien ahí arriba?

—Sí, creo que sí.

Bajó la mirada sobre él y se las arregló para sonreír. Se sentía en postura precaria. Contaba con poco espacio para asentar los pies y no podía agarrarse a nada. Pero la lámina de corcho quedaba frente a su rostro, de modo que no tendría que estirarse para llegar a ella.

—Pruebe con esta, para empezar.

El señor Kramer le pasó la foto de Whitman. Lane la cogió con la mano izquierda. Cruzó la diestra por delante del pecho y el profesor le depositó dos chinchetas en la palma.

Levantó la fotografía y la mantuvo adosada contra el corcho. Mientras la sostenía con una mano, atravesó con una tachuela la parte superior derecha de la misma.

Y también comprendía lo que pasaba con su blusa. Se daba cuenta de que cometió un error al elegirla. Pero era que había creído que se trataba de corregir ejercicios, no de subirse a un taburete e inclinarse hacia adelante, con ambos brazos levantados y el señor Kramer a sus pies.

El dobladillo del nicky le rozaba la piel de la espalda al menos dos centímetros y medio por encima de la cintura de la falda. Lane no veía la parte delantera. Tampoco tenía por qué. Se imaginaba muy bien cómo debía colgar separada del cuerpo. Si se daba el caso de que el señor Kramer mirase en la dirección adecuada, probablemente podría verle el sostén.

Comprender eso produjo a Lane un sofoco hormigueante. Clavó otra chincheta en su sitio, bajó los brazos y miró al profesor.

El señor Kramer asintió.

—Hasta ahora, todo va bien —dijo, con una sonrisa.

Le entregó la foto de Mark Twain.

—Me parece que podré arreglármelas sola —manifestó Lane—, puede usted dedicarse a corregir ejercicios. Déme la caja de chinchetas y deje las fotos en la bandeja de las tizas.

—¿Seguro que no me necesita como observador?

—Creo que sabré bandeármelas.

El hombre entregó las tachuelas a Lane, sacó luego de la carpeta el puñado de fotos y las dejó apoyadas en la bandeja de tizas del encerado. No se retiró.

“Al diablo con eso pensó Lane. Tampoco tiene mayor Importancia”.

Levantó el retrato de Mark Twain hasta la tira de corcho.

—Póngalo junto al de Walt, a la derecha. Tal vez sea mejor que superponga un poco los bordes. Así podrá aprovechar la misma chincheta para los dos.

“De todas formas, no me presta la menor atención”, pensó Lane.

¿De veras? No te apuestes nada.

Si es como la mayoría de los tíos, seguramente tendrá los ojos pegados a mi blusa. O se agachará para echarle un vistazo a las bragas.

Sostuvo la caja de chinchetas apretada contra la barbilla para tener libre la mano derecha, y quitó la tachuela clavada en la esquina del retrato de Whitman.

“A estas alturas pensó, Jim ya tendría una mano deslizándose por mi pantorrilla”.

Gracias a Dios, el señor Kramer no es Jim.

Además, yo soy una alumna. No se atrevería a tocarme, aunque tuviese unas ganas locas de hacerlo.

Superpuso los bordes de las fotos y clavó la chincheta. Sostuvo en su sitio el retrato de Mark Twain mientras retiraba la caja de debajo de la barbilla, se agachaba y cogía un retrato de Charles Dickens de la bandeja. Al enderezarse, volvió la cabeza hacia el señor Kramer. Este manifestó su aprobación asintiendo con la cabeza.

—Parece que domina perfectamente la situación.

—Sí.

—Déme un silbido si me necesita —dijo el profesor, y echó a andar rumbo a su escritorio.

Se sentó. Se inclinó sobre un montón de papeles y tomó un bolígrafo rojo.

“A Dios gracias”, pensó Lane.

Lo que no fue óbice para que se sintiera un tanto extraña: no sólo aliviada porque Kramer no estuviese debajo de ella, sino también un poco decepcionada, un poco desdeñada.

“Supongo que no le impresioné lo más mínimo”, se dijo.

Hundió una tachuela en las esquinas de las fotos de Dickens y Mark Twain.

¡No quería que levantase la cabeza para mirar por debajo de mi falda y de mi blusa!

Tal vez ni siquiera aprovechó la oportunidad de hacerlo.

Lane saltó al suelo, corrió un poco el taburete y vio que el señor Kramer alzaba la cabeza para observarla mientras volvía a subirse.

—Con cuidado —aconsejó el profesor.

Lane sonrió, al tiempo que inclinaba levemente la cabeza.

Y entonces le asaltó un pensamiento terrible.

“¿Y si cree que me he vestido así para provocarle?”

El fuego se extendió por la piel de la muchacha.

“Debe de pensar que soy una putilla”.

Mientras fijaba la fotografía de Tennyson, gruesas gotas de sudor descendieron por los costados de Lane.

“Deseaba mostrarme atractiva para él”, se dijo. Pero no tenía idea de que…

Deseó con toda el alma haberse puesto unos vaqueros y una blusa larga. Una blusa cuyos faldones hubiera podido meter bajo la cintura del pantalón.

Es lo que debí ponerme. Y me lo hubiera puesto de saber que…

“No soy ninguna mujerzuela”.

“¿Y si cree que lo he hecho para que me diera nota?”

Había un montón de chicas que coqueteaban con los profesores animadas por la esperanza de subir puntos en las calificaciones. Algunas probablemente llegaban incluso a ofrecer favores sexuales. Aunque Lane no conocía a ninguna que hubiese hecho tal cosa, sospechaba que a veces ocurría.

“A mí ya me ha dado un sobresaliente se dijo Lane. No puede creer que me he vestido así para mejorar la nota”.

Es más, ¿por qué iba a suponer que me he puesto estas prendas en su honor? Lo más probable es que crea que lo único que intento es estar guapa para algún novio.

Lane empezó a sentirse mejor a medida que menguaba el deprimente sofoco de la vergüenza.

“Claro pensó. No puede pensar que me vestí así para él. No lee el pensamiento de los demás”.

Continuó colocando fotos, haciendo equilibrios sobre el taburete, agachándose para cogerlas, levantando los brazos, clavando las chinchetas en la lámina de corcho y bajándose de vez en cuando para acercar un poco más el taburete a la mesa del señor Kramer.

A menudo, el profesor le echaba un vistazo. Normalmente, estaba abstraído en la lectura de los ensayos. Sin embargo, Lane le sorprendió en varias ocasiones mirándola por encima del hombro. Cuando eso ocurría, el señor Kramer nunca se apresuraba a desviar la vista y fingir que no la miraba. Nunca se comportaba con aire de culpabilidad. Solía sonreír y, al tiempo que inclinaba la cabeza, comentar algo como: “Buen trabajo”, “Me alegra que sea usted y no yo quien esté encima de ese taburete” o “Si empieza a sentirse cansada, déjelo”.

Al final, Lane empezó a presumir que al profesor le tenía sin cuidado el modo en que ella iba vestida.

“Lo mismo podía llevar un mono”, pensó.

Se preguntó si el señor Kramer sería marica.

“Déjalo en paz se dijo. ¿Qué quieres? Es un profesor”.

Saltó al suelo una vez más y corrió el taburete cosa de medio metro, acercándolo al escritorio. El señor Kramer se volvió en su sillón giratorio y examinó la alta hilera de retratos.

—Estupendo —alabó—. Añaden un toque simpático al aula, ¿no le parece?

—Sería más simpático si no estuviesen todos muertos.

—Bueno, por desgracia, la comunidad literaria no cuenta con una nómina muy nutrida de escritores vivos. Uno no alcanza la condición de “autor importante” hasta que ha fallecido.

Lane pensó que el señor Kramer se equivocaba en eso. Aunque se sentía reacia a cuestionar los puntos de vista del profesor, lo cierto es que el señor Kramer parecía disfrutar discutiendo con sus alumnos. Aparte de que, si ella dejaba de hablar, él volvería a enfrascarse en sus ensayos.

—Mi padre dice que eso es un cuento —replicó Lane, y se subió al taburete. Tomó una fotografía de Hemingway y la levantó hasta la franja de corcho—. La mayor parte de estos autores tuvieron un éxito y una celebridad enormes en su propia época. —Hundió una chincheta a través de la cartulina—. Sólo unos pocos no alcanzaron el reconocimiento de su genio hasta después de muertos. Como Poe, por ejemplo.

Al inclinarse para tomar la efigie de Steinbeck, Lane miró por encima del hombro. El señor Kramer asentía con la cabeza, sonriente.

—Y Poe siempre estaba cocido.

El señor Kramer se echó a reír.

—Supongo que debía de estarlo, para escribir lo que escribía.

—Pues, no sé. —Lane se enderezó y puso la foto en su sitio—. Mi padre escribe cosas peores que Poe y parece bastante normal. Conozco cantidad de autores de terror… que se atienen a los convencionalismos y demás. —Apretó una chincheta y se volvió encima del taburete, con cuidado, para mirar al señor Kramer—. Algunos son realmente buenos amigos de mi padre, personas que he tratado durante toda mi vida. Casi ninguno de ellos tiene nada de excéntrico. De hecho, parecen más normales y bien adaptados que la mayoría de la gente que conozco.

—Eso es difícil de creer.

—Ya lo sé. Usted los consideraría lunáticos delirantes, ¿verdad?

—Al menos, un poco raros.

—¿Sabe qué es lo único raro? Que la mayor parte de los que trato poseen un increíble sentido del humor. Siempre están tomándome el pelo.

—Extraño. Tal vez su humor sea un reflejo de su desquiciada forma de ver el mundo.

—Es más que probable. —Lane se bajó de la alta banqueta, trasladó esta un poco más hacia el señor Kramer y se subió de nuevo. Al incorporarse, cogió un retrato de Faulkner de la bandeja de las tizas. Adosó la foto a la superficie del corcho y la fijó en su sitio con las chinchetas. Percibió un chirrido y volvió la cabeza. El señor Kramer había girado su sillón. Tenía la vista levantada hacia ella.

El hombre no dijo nada.

Lane se agachó para tomar otra fotografía.

—¿Sabe lo que decimos nosotros respecto a los escritores muertos y a la fama? —preguntó, al levantarse.

—El cuento.

—Exacto. Bien, ¿quiere saber algo insólito? Lo contrario es la verdad. Al menos, hoy en día. —Fijó la imagen de Frost al corcho—. Cuando un escritor estira la pata es cuando esta definitivamente escacharrado.

Oyó reír al profesor. Lane volvió la cabeza y le dirigió una sonrisa.

—Los editores quieren crear un escritor. Una vez está muerto, no desean ni tocarlo.

Más risas.

—Es cierto. A menos que sea un auténtico fenómeno. Como la mayor parte de las personas, una vez muertos los escritores dejan de interesar. Sé de un agente literario al que se le murió uno de sus autores estrella y lo mantuvo en secreto. Era una gran escritora de novelas románticas, ¿sabe? El agente comprendió que iba a perder una fortuna. ¿Qué hizo? Contrató los servicios de un “negro” para que escribiera relatos a imitación de la difunta y los vendió con el nombre de esta. ¿Puede creerlo?

—Eso da un nuevo significado al término “inmortalidad literaria”.

—Sí, yo diría que sí.

Lane se volvió y cogió de la bandeja el retrato de Sandburg. Al ponerse derecha se percató de que tenía que haber movido el taburete. Frost ya había quedado a cierta distancia a su izquierda. Colocar a Sandburg la obligaba a estirarse demasiado. Pero supuso que podría hacerlo.

Se echó hacia adelante y apoyó el antebrazo derecho en el encerado. Inclinó el cuerpo a la izquierda. Alargó la mano con el retrato de Sandburg, lo pegó a la lámina de corcho… y el taburete se volcó.

—¡Oh, mierda! —se oyó Lane jadear.

Una parte de su cerebro parecía haberse desconectado, retroceder unos pasos para contemplar aquel suceso ridículo y embarazoso. Se vio a sí misma caer, agitar los brazos en el aire por encima de la cabeza y levantar mucho la pierna derecha como si al caer el taburete la hubiese proyectado a ella hacia el techo. Se le levantaron las faldas por encima de las caderas. La blusa dejó al descubierto la mitad del tronco.

Maravilloso maravilloso.

Oyó un golpe, pero no era ella. Aún no. Quizá la silla de Kramer que chocaba contra la pared.

“¿Viene a rescatarme?, se preguntó. ¿O sólo trata de quitarse de en medio?”

Que acudía a rescatarla lo comprendió Lane al sentir que una de las manos del hombre se le introducía bajo las axilas y que la otra chocaba con la carne de la levantada pierna, por la parte interior del muslo. Notó que aquellas manos tiraban hacia arriba. Luego, la muchacha chocó contra el suelo y el impacto le arrancó un gemido.

Las manos se apartaron.

—Dios mío, ¿se encuentra bien?

Entre jadeos y asentimientos de cabeza, Lane rodó sobre sí misma para quedar boca arriba. El señor Kramer se arrodillaba a su lado. El hombre tenía el rostro encarnado, los ojos desorbitados, los labios torcidos para formar una grotesca mueca.

—Me parece que sobreviviré —murmuró Lane. Empezó a incorporarse.

—No. —El profesor la empujó suavemente por los hombros. La chica se relajó—. No intente levantarse. Descanse un momento. —Le dio masaje en el hombro—. Fue una mala caída.

—Gracias por sujetarme.

—Bueno, traté de hacerlo. Fue tan rápido…

—Quitó violencia a la caída.

—No gran cosa.

—Me siento tan torpe…

—Estas cosas suelen pasar. —La otra mano del señor Kramer palmeó el vientre de Lane—. Confío en que se encuentre bien. La verdad es que me ha dado un buen susto —la mano seguía plantada allí, grande y cálida, sobre la piel desnuda, ligeramente por encima de la cintura—. ¿Dónde le duele? —preguntó el profesor.

—En el costado, creo.

Se inclinó un poco más por encima de la joven. La mano se deslizó a través del vientre hasta la cadera.

—¿Aquí? —inquirió solícito.

Lane asintió.

—Y las costillas.

—Espero que no haya ninguna rota.

—No creo.

Lane cerró los párpados. Suavemente, el señor Kramer friccionó el hueso de la cadera y la parte lateral de la nalga. La otra mano subió la blusa.

—Bastante colorado —murmuró—. Probablemente le saldrá un cardenal del tamaño de una ballena.

—Moby Lane, la ballena morada —dijo, después suspiró cuando el hombre empezó a darle masaje en la caja torácica.

—¿Duele? —preguntó el señor Kramer.

—Sí. Un poco.

La mano ascendió un poco, los dedos continuaron con su masaje, fueron aliviando el dolor.

—¿Un dolor agudo? —inquirió Kramer.

—No.

La muchacha gimió cuando la muñeca del hombre rozó la parte inferior de uno de los pechos.

—¿Le duele aquí? —Kramer apretó las costillas. La muñeca se desplazó levemente, frotándola.

—Es como una especie de dolorcillo —murmuró Lane.

Le dio masaje en el costado, siempre con la muñeca contra el seno de la muchacha, acariciando a Lane a través del fino tejido del sujetador.

“¿No se da cuenta de dónde tiene la muñeca?”, se preguntó la joven. Confiaba en que no. Si se diera cuenta, la apartaría de allí.

La otra mano descendió un poco más. La falda de Lane ya no estaba en su camino. La muchacha sintió que le palmeaba y oprimía la zona lateral de la pierna, bastante arriba.

—¿Mejor?

—Sí.

Kramer continuó frotándola.

“¿No sabe lo que me está haciendo?”, se preguntó Lane. El profesor le dio una suave palmada en la pierna.

—Vale —dijo—. ¿Por qué no probamos a levantarla ya? Lane meditó si sería conveniente decirle que aún no se sentía lo bastante bien. Aunque si continuara con aquel tratamiento pondría en evidencia con demasiada claridad que el contacto de aquellas manos hacía algo más que aliviar sus lesiones.

La cogió con firmeza de un brazo, colocó su otra mano en la base de la nuca de la muchacha y la ayudó a incorporarse hasta quedar sentada en el suelo.

Estirada y caída la blusa hacia la cintura, la falda estaba todo lo levantada que había supuesto. Vislumbró una lustrosa mancha azul entre las piernas y se apresuró a bajar la mano para ocultarla.

“Un poco tarde para el pudor”, se dijo.

El señor Kramer la sostuvo por el brazo hasta que la muchacha se puso en pie.

—Gracias —murmuró Lane.

Cuando el señor Kramer la soltó, la chica bajó la vista y se alisó la falda.

—¿Se encuentra bien?

—Sí. Creo que sí. —Alzó la mirada—. Al menos, llevo ropa interior limpia —añadió, con una sonrisa afectada, incapaz de creer que ella hubiese dicho eso.

—Siempre debe llevarla —manifestó el señor Kramer, que empezó a sonreír de oreja a oreja—. Nunca se sabe cuándo puede surgir un accidente.

—Como dice mi madre…

—Lo dicen todas las madres.

—Mierda —murmuró Lane, y bajó la cabeza.

El hombre apoyó las manos en los hombros de la joven y los frotó.

—Me alegro de que esté bien. Me siento responsable, ¿sabe?

—Soy una manazas.

—Es una damita impresionante. Ni por asomo piense otra cosa.

Lane le miró a los ojos. Eran de un tono azul claro, amables, sabios.

—Gracias.

—Lo digo en serio. Ahora, vale más que se vaya.

—Pero no he terminado de poner…

—Me encargaré del resto. Si yo fuese usted, tomaría un largo baño caliente. Me remojaría a gusto. Eso acabará con todos los posibles dolores.

—Así lo haré.

Por la noche, Lane esperó hasta que acabaron de cenar y luego se fue al cuarto de baño. Aún llevaba puesta la ropa con que fue al instituto. Se tendió en el suelo. Allí, levantó la falda y la blusa para situarlas como estaban cuando se cayó del taburete. Dispuso las piernas para que coincidiesen con la postura que adoptaron entonces: la izquierda recta y llana sobre la alfombra; la derecha levantada ligeramente, con la rodilla doblada, apuntando hacia afuera. Se incorporó, apoyada en los codos, y bajó la mirada sobre sí.

En esta posición miré al señor Kramer. Vaca sagrada.

Observó entonces que en la pierna derecha había un pequeño moretón purpúreo. ¿La impronta del señor Kramer? Ese debe de ser el punto por donde me agarró para detener mi caída, comprendió Lane. Un poco más abajo de la ingle.

—Hombre… —murmuró.

Le pareció que aún notaba allí la mano, como si el señor Kramer hubiese dejado un fantasma de la misma.

Si Jim me hubiese cogido el muslo por ahí…

“Olvídate de Jim,” se dijo.

Se levantó, fue a colocarse delante del espejo y se levantó otra vez las faldas. Las bragas, tersas, ceñidas y ajustadas, eran de tela azul, casi transparente.

Lane hizo una mueca al reflejo de su propia imagen. Tenía la cara coloradísima.

—Seguro que se dio una buena ración de vistas —murmuró Lane.

Pero en ningún momento se propasó. Se ha comportado como un perfecto caballero. Esa es la diferencia entre un hombre maduro y sensible como el señor Kramer y un jovenzuelo calentón como Jim.

Lane tapó el desagüe de la bañera y abrió el grifo. Mientras la bañera se llenaba de agua, la muchacha se desnudó. Se puso de nuevo ante el espejo. Había magulladuras encima del saliente del hueso de la cadera izquierda y en la parte inferior de la caja torácica.

Se contempló el seno izquierdo. Se inclinó hacia atrás para examinar la parte inferior del pecho, donde la muñeca del señor Kramer lo frotó a través del sostén. La piel aparecía tersa y blanca.

“¿Qué esperabas?”, se preguntó.

Pero no le parecía bien que allí no se apreciase prueba visible alguna del contacto del profesor.

Lane meneó la cabeza y se volvió hacia la bañera. Se agachó para cerrar el grifo. Luego pasó por encima del borde de la pileta.

Se sumergió en el agua caliente. Se estiró debajo de ella, se retorció entre la caricia líquida y, una y otra vez, dispuso el cuerpo para que adoptase la misma postura que tuvo en el piso del aula. Cerró los ojos.

Evocó el tacto de las manos del señor Kramer. En la imaginación de Lane, el profesor dejó de darle masaje en las costillas. La mano se cerraba suavemente sobre el seno, mientras el hombre se agachaba y cubría con los suyos los labios de la muchacha. Lane pasaba sus brazos alrededor del hombre. Kramer la oprimía poderosamente contra su cuerpo y la sumergía en el calor húmedo de su beso.