Capítulo 21

Jean, que pelaba patatas ante el fregadero, volvió la cabeza al entrar Larry en la cocina.

—Cierras el despacho temprano, ¿no? —comentó.

Larry consultó el reloj. Casi las cuatro. Normalmente, trabajaba hasta las cuatro y media.

—Terminé esas malditas correcciones —dijo. Sacó una cerveza del frigorífico—. Demasiado tarde para meterme con otra cosa. —Quitó la cápsula del botellín—. ¿Dónde está Lane?

—Todavía no ha vuelto a casa.

—Eso ya lo sé. ¿Tenía algún plan para después de salir del instituto?

—No dijo nada. Puede que se haya entretenido en casa de Betty, o algo por el estilo.

—Sí. —Echó parte de la cerveza en una jarra, sorbió la primera capa de espuma blanca y vació el botellín—. ¿Qué vas a hacer con eso que estás pelando?

—Patatas fritas.

—¡Muy bien!

Soltó el botellín encima del cubo de la basura. Aterrizó con un golpe sordo.

Con la jarra de cerveza en la mano, se trasladó a la sala de estar, se acomodó en su sillón anatómico y empezó a hojear el último número de Mystery Scene, que había llegado en el Correo del día. Probablemente, Jean ya lo habría repasado.

De haber visto alguna alusión a él, se lo habría dicho. Se fue derecho a la sección “Carta de Hollywood”, de Brian Garfield.

Intentó leerla. Era un día templado. Las ventanas estaban abiertas y el acondicionador de aire descansaba. Cada vez que Larry oía el ruido de un automóvil, sus ojos se dirigían automáticamente a la ventana.

“¿Dónde estará Lane?”

Paciencia, se recomendó. Es posible que ni siquiera tuviesen el anuario del sesenta y ocho.

Han de tenerlo.

Lamentaba que no se le hubiera ocurrido decirle a Lane que le telefonease desde el instituto. De haberlo hecho, no se habría pasado todo el día preocupado. Pero tampoco quiso hacer creer a la chica que el asunto era importante.

—Pide el del sesenta y ocho —le dijo—. Es el año en el que estoy trabajando. Pero, si no lo tienen, el del sesenta y siete o el del sesenta y seis pueden servirme. Incluso el del sesenta y cinco. La verdad es que, si lograra disponer de los de todos esos años…

—Eres un optimista —le respondió Lane—. Tendré una suerte loca si la Swanson me deja uno solo, uno cualquiera de ellos, conque ni sueñes con tener los cuatro.

—El del sesenta y ocho, pues, ¿conforme?

Oyó que se aproximaba otro coche. Conocía el sonido del Mustang un rugido en tono bajo y comprendió que no era aquel. De todas formas, miró por la ventana. Pasó una ranchera.

Tomó un sorbo de cerveza, acabó la sección de Garfield y buscó “El rincón del cascarrabias”, de Warren Murphy. Aquel número no parecía llevarlo.

—¡Mierda! —murmuró.

Probablemente, detrás de esa ausencia habrá una historia.

Le preguntaré a Ed la próxima vez que hablemos.

Al menos, no se habían saltado las críticas y reseñas que Lint dedicaba al género de terror. Larry examinó las columnas. La mitad de los títulos eran de autores a los que no podía sufrir. Pero localizó artículos dedicados a los nuevos libros de: Daniel Ransom, Joe Landsdale y Chet Williamson. Ya había leído las tres obras objeto de comentario. Bueno. Así, las críticas no podrían estropearle nada.

Tomó un sorbo de cerveza.

Empezó a leer.

Oyó el Mustang.

¡Ya era hora!

Desembocó en la calle el brillante automóvil rojo, aflojó la marcha, dobló por la avenida de acceso al garaje y desapareció de la vista. El motor se quedó en silencio. Una portezuela se cerró de golpe. Cuando oyó el taconeo de las botas de Lane por el paseo, Larry dejó la revista y se precipitó hacia la puerta.

—¡Hola, hola! —dijo, al abrirla. Lane tenía las llaves en una mano. En la otra mano no llevaba nada—. ¿Qué tal has pasado el día?

—Impresionante.

Debió de serlo. Parecía más alegre que de costumbre.

Larry se apartó de su camino y cerró la puerta. Lane llevaba el macuto de los libros colgado del hombro, por la espalda. Esforzándose en mantener tranquilo el tono de voz,

Larry preguntó:

—¿Tuviste suerte con el anuario?

—La Swanson no quería dejármelo sacar de la biblioteca. Pero la verdad es que tuviste el santo de cara. Casualmente, estaba allí el señor Kramer, y la Swanson dejó que nos lo lleváramos.

—Pero ¿lo has traído?

—Pues, claro.

Lane dejó el macuto en el sofá, lo abrió y extrajo un volumen delgado y largo.

—Hay que devolverlo mañana por la mañana.

—Eso está hecho.

Larry alargó la mano para coger el libro.

Lane lo retiró, apretándoselo contra el pecho, y sacudió negativamente la cabeza.

—Hay que pagar.

—¿Qué es lo que quieres?

—Bueno, abramos las negociaciones. He tenido que realizar considerables sacrificios por cuenta tuya. En particular, me he comprometido a ayudar al señor Kramer a corregir los ejercicios de grado, todos los días de esta semana, después de clase, para devolverle el favor.

—¡Me tomas el pelo!

—¡Nunca osaría tomarte el pelo!

—No debiste comprometerte así.

—Bien, la verdad es que me ofrecí y él no rechazó la oferta.

—Ah, bueno. Eso es otra cosa.

—Pero la culpa la sigue teniendo esto —insistió Lane, sonriente, y golpeó con los nudillos la parte posterior del anuario.

—Vale, vale. ¿Qué quieres?

Lane elevó los ojos al cielo.

—Deja que piense. Mis servicios no son baratos, ¿comprendes?

—Nunca lo han sido.

—¡Paaapá!

—¡Laaane!

—Consigues que me sienta absolutamente mercenaria.

—Pero no lo eres.

—Claro que no. Lo que no es óbice para que haya visto hace poco un par de botas alucinantemente radicales que me robaron el corazón.

—¿Y no te las compraste?

—No me pareció correcto. Ya había hecho unas cuantas compras aquel día.

—Si estás hablando del día en que tu madre y yo realizamos la última salida con Pete y Bárbara, lo recuerdo pero que muy bien.

—Deseaba esas botas con toda mi alma. Pero me contuve. Por tu bien.

—Me siento conmovido. A tope.

—Entonces, ¿voy a tenerlas?

—Claro, ¿por qué no?

—¡Oh, papá, eres sensacional!

Le arrojó el libro. Mientras Larry lo atrapaba, Lane se lanzó sobre él y le dio un beso rápido. Luego salió disparada hacia la cocina.

Larry recuperó la cerveza.

Oyó exclamar a Lane:

—¡Yuppy! ¡Mamá! ¿Qué tenemos aquí para devorar? Estoy muerta de hambre.

En su estudio, Larry cerró la puerta. Dejó la cerveza encima del carrito que tenía junto al procesador de textos. Se arrellanó en la silla y apoyó el borde inferior del libro en el abdomen. La cubierta, azul, tenía grabadas en oro las letras del título: MEMORIA DE BUFORD, 1968.

“Este es —pensó—. Dios mío, es este”.

El corazón le latía a toda velocidad. Notó el estómago tenso y estremecido.

Abrió el libro. Un rápido hojeo reveló unas páginas de brillante papel satinado, ilustradas con fotografías en blanco y negro. La última página del índice onomástico relacionaba los apellidos que empezaban por S. Deslizó la vista por la columna:

Sakai, Joan Samilson, Pamela Sanders, Timothy Satmary, Maureen Schaefer, Ronald…

Ninguna “Saxon, Bonnie”.

“¡Vamos!, pensó Larry. Tiene que estar ahí”.

A la desesperada, pasó páginas en retroceso, hacia el principio del índice. Y localizó un subtítulo: ESTUDIANTES DE PRIMER AÑO.

—Gracias a Dios —murmuró.

En 1968, Bonnie era alumna de último curso, no estudiante de primer año.

Volvió a pasar páginas: las de estudiantes de segundo año, las de alumnos de penúltimo curso. Justo encima del encabezamiento de ALUMNOS DE PENÚLTIMO CURSO figuraba el nombre “Zimmerman, Rhonda”. Final de la clase de último Curso. Alzó la mirada hacia la esquina superior izquierda. Un alumno de último año llamado Simpson, Kenneth.

Simpson. ¡Una S!

Larry hundió el labio inferior entre los dientes. Pasó la página y fue recorriendo la lista hacia el fondo:

Simmons, Dan Seigel, Susan Sefridge, John Sclar, Toni Schultz, Fred Schmidt, Dennis Saxon, Bonnie

Solamente era un nombre más en el índice. “Saxon, Bonnie”. No figuraba impreso en rojo. Nada de negritas, ni de cursivas. Pero pareció estallar en la página, salir volando y atravesar la cabeza de Larry.

A la derecha se citaban números de páginas. Seis números.

Seis páginas con la fotografía de Bonnie Saxon.

¡Dios todopoderoso!

Larry exploró la columna. Una gran cantidad de nombres no tenían al lado más que un solo número; varios, dos o tres.

Eran escasísimos los que tenían más de tres.

Bonnie tenía seis.

“Debía acumulársele el trabajo pensó Larry. Y debía de ser muy popular”.

Las chicas populares son casi siempre preciosas.

El número de la primera página adjunta a su nombre era el treinta y cuatro. Larry introdujo una carterita de cerillas entre las páginas donde estaba el índice, para señalar tal posición, volvió al principio del anuario y fue luego a la página treinta y cuatro. Bloques de fotografías individuales tamaño carnet mostraban a los alumnos de la promoción en curso. Chicos con chaqueta deportiva y corbata. Chicas con jersey oscuro, cada una de ellas con su correspondiente collar.

El primer nombre de la esquina superior izquierda era Bonnie Saxon.

Larry gimió.

Era encantadora. Radiante, adorable. Su luminosa cabellera rubia dejaba caer un suave flequillo sobre la frente, mientras la melena descendía hasta los hombros. Los ojos parecían proyectar directamente su mirada hacia algo maravilloso situado al otro lado de la cámara. Parecían anhelantes, joviales, alegres. La nariz era pequeña, monísima. Las mejillas curvaban su esfera por encima de las comisuras de la boca, como si los labios las formaran y las impulsaran.

Así había sido Bonnie. Se parecía un poco a Lane.

No se parecía en nada al cadáver del desván del garaje de Larry, pero el pelo, la dentadura y la forma general de la cara le convencieron de que no existía error posible: el cuerpo era el de Bonnie Saxon. Sin el menor género de dudas.

El espantoso cadáver fue en otro tiempo la joven de la fotografía: hermosa, rebosante de espléndida juventud. Larry contempló el retrato.

Bonnie.

Se sentía muy extraño: emocionado por su descubrimiento, cautivado por la belleza de la muchacha, deprimido. Cuando tomaron aquella foto, la chica debía pensar que le esperaba toda una vida de maravilloso futuro. Pero sólo habían transcurrido unos meses cuando alguien puso fin a esa existencia, hundiendo una estaca en el pecho de la joven.

No era ninguna vampira.

Era una criatura dulce e inocente.

Probablemente, una auténtica rompecorazones. Todos los chicos del instituto debían de soñar con Bonnie Saxon.

¿La mató alguno de ellos? ¿Un pretendiente celoso? ¿La chica le destrozó el corazón y él clavó una estaca a través del de Bonnie? Larry pensó que era posible. Pero la estaca en el pecho y el crucifijo en el panel del hueco de la escalera indicaban que, al parecer, alguien creyó que era una muchacha vampiro.

Larry estuvo mirando la foto unos minutos más y luego consultó el índice y pasó a la página ciento veinticuatro. Allí encontró retratos de grupo: Comisión de Relaciones Públicas, Comité de Programación, Club Artístico. No se molestó en revisar las listas de nombres. Prefirió el encanto de buscar a Bonnie, dar con ella, disfrutar de la sorpresa del reconocimiento.

La foto de la Comisión de Relaciones Públicas estaba sobreexpuesta. La mayoría de los rostros no pasaban de ser borrosidades blancuzcas, con las facciones débiles y nada definidas. Bonnie no parecía encontrarse en ese grupo, pero Larry miró los nombres para asegurarse.

Pasó entonces a la fotografía del Comité de Programación. Medio esperaba encontrarla allí. Aunque no sabía a ciencia cierta qué funciones podía desempeñar, Bonnie parecía ser la clase de chica que cualquiera podía encontrarse al cargo de la decoración del gimnasio destinado a convertirse en sala de baile provisional. Examinó una por una las caras de todas las chicas del retrato. No encontró a Bonnie.

La descubrió en el Club Artístico. En la primera fila, segunda por la izquierda, entre un par de zagalas regordetas y adiposas.

Bonnie tenía un aspecto soberbio. Erguida, con los brazos a lo largo de los costados, alta la cabeza, con una sonrisa lanzada hacia la cámara. No se trataba de un primer plano como la fotografía de alumna de último curso, sino que allí aparecía de cuerpo entero. Vestía blusa blanca de manga corta, falda lisa que le llegaba hasta la parte superior de las rodillas, calcetines blancos y zapatillas también blancas.

Larry levantó el libro y vio crecer a Bonnie, a medida que él se acercaba la página a los ojos. Examinó el rostro. A pesar de la distancia a la que se había tomado la fotografía, la definición era bastante buena. Todos los rasgos del semblante parecían claros. El escote de la blusa estaba abierto. Observó el cuello y pudo distinguir el hoyo de la garganta, las curvas de la clavícula. Un poco más abajo, la prominencia de los pechos era algo más que una insinuación. La mirada de Larry descendió por los brazos hasta llegar a las manos. Las tenía abiertas, con los dedos ligeramente curvados hacia adentro, sobre la tela de la falda. Los ojos de Larry se demoraron en las estilizadas curvas de las pantorrillas desnudas.

Uno de los calcetines blancos quedaba un poco más abajo que el otro. Si ella lo hubiese sabido, seguramente los habría puesto al mismo nivel. Larry casi pudo verla agacharse para subir el calcetín caído. La imagen le produjo un conato de dolor, como si se hubiera perdido algo importante al no estar allí.

Bajó el libro y leyó una breve descripción de las actividades del Club Artístico. Se enteró de que Bonnie había desempeñado el cargo de secretaria.

Debía de ser hábil. No se nombra secretaria a una persona como no sea inteligente y tenga sentido de la responsabilidad.

“Probablemente una alumna con clara tendencia al sobresaliente directo —pensó—. Unas de esas personas que lo tienen todo: atractivo, personalidad arrolladora, cerebro”.

Consultó de nuevo el índice y averiguó que la siguiente foto estaba en la página ciento veintiséis. Volvió al Club Artístico, pasó a la hoja siguiente y reconoció de inmediato a Bonnie en la foto superior. La joven había formado parte de la Asamblea Legislativa del centro escolar, fuera lo que fuese semejante organismo. Una celérica lectura del texto impreso en cuerpo pequeño le informó de que el grupo se había encargado de “aprobar las normas del reglamento interno del instituto y de ponerlas en práctica”.

Bonnie estaba sentada en un escaño, con los pies descansando en el suelo, las piernas juntas y las manos con las palmas ahuecadas sobre las rodillas. Vestía igual que en la foto del Club Artístico. Pero en esta imagen los calcetines estaban igualados. Larry sonrió. La chica tenía expresión abstraída. El flequillo aparecía un poco rizado y mostraba la V de una ceja descubierta.

Larry se acercó más el libro a los ojos. La joven tenía la cabeza ligeramente ladeada. El pelo le caía por detrás de una oreja de tono pálido. Bonnie parecía estar inclinada hacia adelante. La blusa se le ajustaba al vientre y los pechos trazaban una vaga sombra horizontal a través de la blancura del tejido.

Larry estaba a punto de volver al índice cuando localizó a Bonnie en la página opuesta. Foto superior, fila frontal, tercera por la derecha. Miembro de la Comisión de Actividades Sociales.

—¡Ajá! —murmuró Larry.

Así que, después de todo, también había decorado el gimnasio cuando se organizaban bailes.

—Lo sabía.

En aquella foto, llevaba un jersey de cuello cerrado, con una B enorme en la pechera.

¿Animadora?

“Seguramente —pensó—. Debí suponerlo”.

De cualquier modo, Bonnie parecía algo distinta. Larry contempló la imagen. La instantánea la sorprendió sin sonrisa. El brillo había desaparecido de sus ojos y los labios estaban apretados para formar una suave línea recta.

Era evidente que algo la preocupaba.

Quizá se sentía indispuesta aquel día. Tal vez no le salió bien una prueba. Acaso hubiera reñido con el novio.

Alguna cosa había sucedido. Algo que, al menos provisionalmente, le escamoteó la felicidad.

No parecía justo. La vida de Bonnie debería haber sido perfecta.

¡Le quedaba tan poca!

Larry notó que se le formaba un nudo en la garganta.

Volvió rápidamente al índice, y luego buscó la página ciento treinta y tres.

Bonnie se alineaba con otras seis muchachas. “Coristas”, no animadoras. Todas llevaban jersey de color claro, con una gran B en el pecho, y faldas plisadas de tono oscuro. De pie, agitando el pompón con la mano izquierda, apoyaban la diestra en la cadera y levantaban la pierna derecha a bastante altura.

Bonnie parecía estar disfrutando como nunca. Tenía la cabeza echada hacia atrás. El obturador había captado su risa. Su pierna derecha estaba más alta que la de cualquiera de las otras chicas. No miraba a la cámara, sino ligeramente a un lado. La puntera de su zapatilla de lona daba la impresión de que iba a golpear la axila izquierda. El vuelo de la falda caía sobre la elevada pierna izquierda. No llevaba calcetines. Larry observó el fino tobillo, la curva de la pantorrilla y el arco impecable de la parte inferior del muslo. Vio la media luna de una prenda íntima menos oscura que la falda, redondeada por la forma de la nalga.

Resistió la apremiante tentación de acercarse más el libro a los ojos.

Apartó la vista de la fotografía. Cogió la jarra y tomó un sorbo de cerveza.

Volvió a mirar la imagen.

“No se trata de las bragas se dijo. Es parte de la indumentaria”.

Pero, con todo y con eso…

Enfocó su atención sobre la segunda fotografía de la página. Las mismas chicas. El mismo atavío. En aquella imagen, todas estaban saltando, de cara al objetivo, con los pompones elevados con ambas manos por encima de la cabeza y una pierna lanzada hacia atrás. El jersey de Bonnie se había levantado ligeramente. No llegaba hasta la cintura de la falda. Permitía vislumbrar una estrecha franja de piel. Larry echó una mirada al liso vientre, al punto del ombligo.

Meneó la cabeza. Tomó otro sorbo de la jarra, pero le costó trabajo tragar el líquido. Volvió al índice.

Sólo un número de página más a continuación del nombre de Bonnie. Pasó a la ciento cuarenta y siete. Y aspiró una rápida bocanada de aire.

Un primero plano de Bonnie, de diez por quince, cubría más de la mitad de la página.

—¡Jesús! —murmuró.

Echó una mirada al epígrafe. “Bonnie Saxon, Reina del Ánimo, 1968”. En la misma página había otras cuatro fotos más pequeñas, correspondientes a otras tantas muchachas; las princesas. Su corte.

En la página opuesta estaba el retrato de un jugador de fútbol americano, con todo su equipo, aplastado contra el suelo. El pie de la foto decía: “ACONTECIMIENTOS PRINCIPALES DE LA SEMANA DE ÁNIMO DEL CURSO DE OTOÑO”. Larry leyó una relación de los festejos, que al parecer quedaron deslucidísimos por culpa de la derrota que sufrió Buford en el partido decisivo. A continuación, llegó a la parte que esperaba. “En el descanso del encuentro se presentó a las princesas de la Vuelta a Casa: Sherry Cain, Sandy O’Connor, Julie Clark, Betsy Johnson y Bonnie Saxon. Aquella noche se coronó a Bonnie Saxon reina del baile de la Vuelta a Casa. Pese a la derrota del equipo del instituto, el ánimo y la moral rayaron a gran altura”. Nada más acerca de Bonnie.

“Fantástico”, pensó Larry.

Reina de la Vuelta a Casa.

—Buen viaje, Bon —murmuró.

Luego volvió a concentrarse en la fotografía.

Y se sobresaltó al llamar alguien a la puerta.

—Hora de comer —avisó Lane.

—Vale. Ya voy.

Larry echó una ojeada a la Reina del Ánimo y después cerró el libro.

Aquella noche estaba tendido en la cama, con la vista fija en el techo. Cuando el ruido de la respiración de Jean le convenció de que estaba dormida, Larry se deslizó fuera del lecho. El aire era fresco. Se estremeció a causa del frío y de la excitación nerviosa. En el ropero, cogió la bata que estaba colgada. Se la puso mientras salía al pasillo. El velludillo tenía un tacto cálido sobre la piel.

En la sala de estar, encontró el macuto de los libros de Lane apoyado contra la pared, junto a la puerta de la calle. Lo abrió, buscó en su interior, encontró el anuario y lo sacó. Se lo llevó al gabinete de trabajo. Cerró la puerta, encendió la luz y se acomodó en su silla.

A pesar de la tibieza de la bata, estaba temblando. Sentía el corazón como un puño que le golpeara dentro del pecho.

“Debo de estar loco” —pensó—. “¿Y si Jean se despierta? O Lane. ¿Y si cualquiera de las dos me sorprende aquí con esto?”

No se despertarán. Tranquilo.

Con el libro en el regazo, pasó las páginas hasta llegar a la de la Reina del Ánimo. Dios, qué preciosa.

Llevaba una especie de blusa oscura, que dejaba los hombros al descubierto.

Podía mirarla después.

Abrió un cajón de la mesa escritorio y cogió un cortador. Con el libro plano encima de las rodillas, aplicó la afilada hoja del cortador al medianil del anuario y seccionó limpiamente la hoja por el punto donde se unía al canto.

Repitió la operación con todas las páginas en las que había una foto de Bonnie.

Cuando las tuvo todas, las guardó en el archivador, colocándolas dentro de una de las cincuenta y tantas carpetas que contenían copias de los relatos cortos que había escrito a lo largo de los años.

Ahora, sus fotos estarían a salvo de Jean y Lane.

Se sentó de nuevo y hojeó el anuario. Algunas páginas habían quedado sueltas. Aplicó goma a los bordes de las mismas y las insertó y las pegó cuidadosamente.

Cerró el libro y examinó la parte superior del lomo. En el canto, minúsculos resquicios resultaban visibles allí donde se quitaron las hojas. Pero sólo una inspección extremadamente atenta detectaría el daño. Y si alguien llegaba a notarlo, ¿quién iba a determinar cuándo se llevó a cabo la profanación? Tal vez se había producido años atrás.

Larry apagó la luz y salió del estudio. Volvió a dejar el anuario dentro del macuto de libros de Lane, abrochó las correas y regresó a su dormitorio.

Desde el quicio de la puerta percibió la larga y lenta respiración de Jean.

Colgó la bata. Anduvo sigilosamente hasta la cama y se introdujo con cautela entre las sábanas. Suspiró. Pensó en las fotografías.

Ahora ya eran suyas. Suyas para conservarlas.

Evocó el aspecto de Bonnie en cada una de las imágenes.

Pero su mente volvía una y otra vez a las instantáneas del coro.

Luego, la muchacha estaba sola en el campo de fútbol. Lanzaba los pompones al cielo y se revolvía, con la larga melena dorada flotando en el aire, la falda ondulando en torno a su cuerpo, mientras ascendía cada vez más y más.