—Buenos días, señora.
Lane cerró su taquilla y se dio media vuelta.
—Vaya, hola, forastero.
Las manos de Jim estaban hundidas en los bolsillos frontales de sus vaqueros. Sonrió mientras las sacaba para que Lane las viese y a continuación volvía a hundirlas donde estuvieron.
—Como ves, están quietas.
—Lo cual te conviene. Vas aprendiendo.
—¿Tuviste buen viaje?
—Bastante bueno. Te eché de menos. ¿Qué tal te fue con Candi?
—Ah, se mostró muy agradecida. Le gustaría que te ausentases con más frecuencia.
Lane intentó mantener la sonrisa, pero comprendió que se le borraba de los labios sin que pudiese evitarlo. Apretó los brazos alrededor de la carpeta y los libros escolares que sostenía contra el pecho.
—Era una broma.
—Lo sé.
—Tú la sacaste a relucir.
—Ya lo sé. Tonto, ¿eh?
—No hubiera salido con Candi. Ni con ninguna otra. No, mientras te tenga a ti.
Volvió a florecer la sonrisa de Lane. Levantó una ceja.
—De modo que crees que me tienes, ¿verdad?
—Rayos, sabes lo que quise decir.
—Sí. Concédeme una mano. —Se puso al lado del muchacho, dejó caer uno de los brazos que rodeaban el cargamento de libros y apretó la mano que Jim le ofrecía—. ¿Me acompañas a la biblioteca?
—¿A la biblioteca?
—Tengo que cumplir un encargo.
—Sólo faltan diez minutos para el primer timbrazo.
—Es cuestión de un momento.
Cogidos de la mano, avanzaron por el atestado pasillo.
—¿Sigue en pie lo del viernes por la noche? —preguntó Jim.
—Claro. Así lo espero. Preferiría el sábado, pero…
—Hamlet…
—Lo sé. Qué coñazo.
Fuera, atajaron cruzando el patio. Jim mantuvo abierta la puerta de la biblioteca para que pasara Lane.
—Creo que voy a esfumarme —dijo el chico—. La anciana lady Swanson y yo no estamos precisamente a partir un piñón. ¿Nos vemos durante el almuerzo?
—Estupendo. Hasta entonces.
Lane dio otro apretoncito a la mano y luego entró en la biblioteca. Se fue derecha al mostrador de préstamos. Allí, la señorita Swanson se afanaba anotando los títulos de los libros pedidos por varios estudiantes.
La “anciana lady Swanson” seguramente no tendría más de cuarenta años y era una mujer atractiva, de cabellera pelirroja que llevaba muy corta y rostro sembrado de pecas. Pero Lane sabía lo que quiso decir Jim. Aunque difícilmente podía considerársela anciana, su actitud rígida y sus cejas altas y finas denotaban una severidad que la hacía aparentar más años de los que tenía.
Siempre trataba con amabilidad a Lane, pero parecía disfrutar lo suyo poniendo las cosas difíciles a los alumnos bulliciosos. Los chicos solían llamarla “la bruja”. También se la conocía como “la tortillera” y “la charras”. Henry, el más literario de sus detractores, prefería llamada “la Varicela Escarlata”.
Cuando el último estudiante se marchó, Lane se acercó al mostrador.
—Buenos días, señorita Swanson.
—¡Lane! ¿Qué tal estás?
—Muy bien. He venido por si pudiera usted ayudarme. ¿Tiene por alguna parte anuarios viejos?
—Desde luego. Claro que es posible que falten algunos años. Si una no se mantiene en constante alerta, los libros vuelan que es un primor. Los alumnos son una pandilla de ladrones y hay profesores que aún son tan malos o más, si he de ser sincera. —Levantó una ceja hasta la frente—. ¿Qué año te interesaría?
—Mil novecientos sesenta y ocho.
—Mucho antes de que me encargara del departamento. Por entonces, todo estaba bastante desordenado. Echaré un vistazo, pero no me extrañaría que el anuario del sesenta y ocho figurase entre los que se han perdido.
Lane sonrió cortésmente y dijo:
—Gracias.
La señorita Swanson entró en el despacho situado detrás del mostrador de préstamos y se perdió de vista.
Lane se inclinó hacia adelante. Apoyó los codos en el mostrador y cruzó los pies. Aguardó.
—¿Qué tal nos encontramos esta magnífica mañana?
Antes de que tuviera tiempo de volver la cabeza, el señor Kramer apareció a su lado.
—¡Ah, hola! —saludó Lane, y notó una cálida oleada de rubor.
—¿Descansada y dispuesta a emprenderla con los libros?
—Claro. Me las arreglé para releer Hamlet —declaró la muchacha, con la esperanza de que ello le complaciese.
—Maravilloso.
Él también olía de un modo maravilloso. ¿Loción para después del afeitado? Las mejillas estaban tersas. Un tenue tono azulado allí donde crecería la barba, si se la dejase. Lane se preguntó si le resultaría difícil afeitar el profundo hoyuelo del mentón.
Durante unos segundos sus ojos se encontraron. Los del profesor, ¡eran tan azules! Lane desvió la mirada.
—Es realmente fantástico. Cada vez que leo esa obra le encuentro nuevos atractivos.
—Bueno, el viejo Billy Shakespeare no era ningún despistado.
Lane se echó a reír, luego miró a la señorita Swanson, que regresaba en aquel momento. La bibliotecaria llevaba el amplio y delgado volumen de un anuario. Al ver al señor Kramer, sonrió y se puso colorada. Repentinamente, pareció más suave, más femenina, más joven.
—Buenos días, Shirley.
—¿En qué puedo servirle, señor Kramer?
El profesor meneó la cabeza.
—Sólo entré a saludar a una de mis alumnas estrella, aquí presente.
La señorita Swanson asintió y proyectó su sonrisa sobre Lane.
—Tuviste suerte, damita.
—Estupendo. ¿De qué plazo dispongo para devolverlo?
—Me temo que no podrás llevártelo. Normas de la casa. Puedes leerlo hasta la saciedad, pero sin sacarlo de la biblioteca.
Lane arrugó la nariz.
—¿Ni siquiera puedo llevármelo hasta mañana?
—Me temo que no. —La señorita Swanson miró al señor Kramer como si buscara su aprobación—. Si permitiéramos que los anuarios saliesen de la biblioteca, pronto no nos quedaría ninguno. Compréndelo.
—Sí. —Lane se encogió de hombros—. Bueno…
—No te lo tomes a mal, por favor, son las reglas.
—La culpa es mía —intervino el señor Kramer—. Le pedí a Lane que viniera a buscar el libro por mí.
—¿Ah, sí?
Alargó el brazo y el libro resbaló de las manos de la señorita Swanson. El señor Kramer asintió con la cabeza.
—Sí, este es. El sesenta y ocho. ¿Hay algún inconveniente en que me lo lleve?
—Pues, no. Claro que no. Rellenaré la tarjeta de préstamos. —Abrió un cajón, sacó una tarjeta en blanco y anotó—:
“Memoria de Buford, 1968”.
—Se lo agradezco en el alma —dijo el señor Kramer, y firmó la tarjeta.
El rubor de la señorita Swanson se acentuó.
—Perfectamente. ¿Podrá usted devolverlo mañana?
El profesor miró a Lane. La muchacha inclinó la cabeza afirmativamente.
—Para entonces, ya habré terminado con él. —Levantó el libro y repitió—: Gracias de nuevo, Shirley. —Se puso el volumen debajo del brazo, indicó a Lane que le siguiera y salió al patio. Al tender el libro a la chica, puso en su semblante una expresión tontamente aterradora—. Aquí lo tiene. Y, por el amor del Cielo, no se le ocurra perderlo.
Lane se echó a reír.
—Tendré cuidado.
Caminaron juntos.
—¿A qué se debe su interés por un anuario tan antiguo? —preguntó el profesor.
—¡Ah!, es para mi padre. Está preparando una novela cuya acción se desarrolla en el sesenta y ocho. Quiere documentarse sobre el estilo de los peinados, la moda de los vestidos, esa clase de cosas. Un millón de gracias por haber manejado tan bien a la señorita Swanson.
—Para eso están los amigos.
Una agradable sensación incandescente se extendió por el interior de Lane.
—Me gustaría poder hacer algo por usted.
—Bueno, si lo dice en serio, siempre me vendrá bien que me echen una mano a la hora de corregir los ejercicios.
—Fantástico. ¿Cuándo?
—¿Dispone de media hora después de clase? Aún tengo esas pruebas de ortografía del viernes, que están esperando calificación.
—Claro.
Sonó el timbre.
—Yiu, oh. Será mejor que vayamos a la primera clase.
Hasta luego.
Tras asentir con la cabeza, Lane le vio alejarse con paso rápido. Respiró entrecortadamente y luego obligó a sus débiles piernas a trasladar el cuerpo hacia adelante.
Dejó la bolsa del almuerzo y la bebida encima de la mesa junto a Jim, y después miró a través del espacio de la cafetería. Henry y Betty no estaban en su mesa acostumbrada. Alguien debía de habérseles adelantado. Pero localizó a sus amigos al otro lado de la atiborrada estancia.
—Vuelvo dentro de un minuto —dijo a Jim.
—¿Se te olvidó algo?
—Tengo que ver a Henry y a Betty.
Jim elevó los ojos al cielo, sufriente.
Lane le dio una palmada en el hombro y se alejó presurosa.
Los encontró sentados uno frente a otro. Betty abría con los dientes una bolsa de tacos en trozos, mientras Henry sacaba de la cartera de mano una bolsa de papel de color castaño.
—Hola, chicos —dijo Lane.
Henry retorció el cuerpo y le dedicó una sonrisa.
—Saludos, encanto.
—Vete a freír monas —le envió Betty.
—He de quedarme hoy después de la última clase —informó Lane—. Supongo que tendréis que volver a casa por vuestros propios medios.
—No hay problema —dijo Henry.
—¿Arresto? —preguntó Betty.
—¡Ja! ¿Yo? No me quieras tan mal.
—Entonces, ¿qué pasa?
—Me quedo hasta tarde para ayudar al señor Kramer con las pruebas de grado.
Betty se llevó al pecho una mano gordinflona.
—Tranquilo, corazón. ¿Cómo conseguiste ese enchufe?
—Pura suerte, supongo.
—No es Tom Cruise, ¿sabéis? —señaló Henry.
—Entenderás tú mucho de tíos. No reconocerías a un cachas ni aunque tropezases con él —dijo Betty.
—Ellos tropiezan conmigo cada vez que voy a educación física. Es uno de sus deportes favoritos.
—De todas formas, vale más que vuelva junto a Jim. Sólo quería deciros eso.
Betty lanzó una lasciva mirada de soslayo.
—No te quites los pantalones —aconsejó, al tiempo que se metía en la boca un trozo de taco.
—Degenerada —dijo Lane.
La chica asintió con entusiasmo, sin dejar de masticar. Lane regreso a la mesa de Jim y se sentó a su lado.
—¿Ves? Ya estoy de vuelta.
—¿Ha sido agradable tu charla con Olivo Aceituna y Boba Bobalicona?
—Si te pones en plan borde, me largo.
—Vale, vale. Era una broma, paloma. ¿Qué ocurre?
—¿No eres tú el curioso?
Jim se encogió de hombros, dio media vuelta y le tiró un mordisco a su manzana. Todos los días se almorzaba un par de manzanas y una tableta de chocolate, que regaba con Pepsi. Iba ya por la segunda manzana. De la primera sólo quedaba el corazón. Se estaba oscureciendo ya. Contenta de disfrutar de auténtica comida, Lane desenvolvió su bocadillo de queso y salchichón. Le dio un mordisco y suspiró.
Jim la miró.
—Estás comiendo veneno, ¿sabes? Todo eso son preservativos.
—Cuento con ellos para preservarme.
—Ja, ja.
—Anímate.
—¿Cuál era el gran asunto con Heril y Betty Boop?
—Me quedo después de clase, eso es todo. Tenía que decírselo.
—¿Qué es eso de que te quedas?
—He de ayudar a Kramer con los ejercicios.
Jim arrugó la cara y enseñó los dientes superiores. Estaban calafateados con restos blancos de las manzanas.
—Judas. ¿Ayudando en las calificaciones y eso? ¿No basta con que renuncies a tu noche del sábado en beneficio de ese tipo? ¿Ahora tienes que hacer trabajo de esclava? ¡Mierda! De pronto, vas e ingresas en la división de honor de la liga de pelotilleros cobistas.
—Si no sabes de lo que hablas —manifestó Lane calmosamente—, vale más que mantengas el pico cerrado a cal y canto. Además, ya me fastidia eso bastante.
Jim abrió mucho la boca y meneó la cabeza.
—Muy mono. Dios santo, a veces puedes ser de lo más infantil. Y pensar que te he besado…
—Y volverás a hacerlo, no te quepa la menor duda. Jim cerró la boca y empezó a masticar, con una sonrisa de dicha en los labios.
“¿Por qué ni siquiera me enfado con él?”, se preguntó Lane. Dio otro mordisco al bocadillo, miró el reloj de la cafetería y deseó que la sexta clase hubiera llegado y hubiese concluido ya.
En la quinta clase, de fisiología, Lane tuvo que garabatear sus notas a velocidad de vértigo para mantener el ritmo del dictado de la lección. El tiempo pasó volando. El sonido del timbre la pilló por sorpresa.
Salió rápidamente al corredor y se precipitó a los servicios, cuya atmósfera estaba cargada de humo. Allí, se acercó a un espejo y se cercioró de que en su dentadura no había restos visibles del almuerzo. Los dientes parecían estar en buen estado. Se arregló el pelo, soltó la cintura de su falda de mahón para introducir bien la blusa, sujetada y que quedara lisa y tensa, desde los senos hasta el talle. Los tirantes y el encaje de las copas del sujetador se distinguían a través de la tenue tela blanca de la blusa. Se abrochó la falda, se dio una vuelta completa para asegurarse de que todo estaba bien, y luego abandonó los servicios y se encaminó a la clase.
“Has llegado a creerte que vas a salir con él”, pensó, lo que hizo sentirse un poco estúpida. Es un profesor. No le interesan las crías.
¿Y qué? Tener aspecto agradable no hace daño.
Lane entró en el aula por la puerta delantera. El señor Kramer aún no había llegado. La muchacha se sentó en su pupitre de la primera fila, dejó a un lado los libros que no iba a necesitar y espero.
Unos segundos antes de que sonara el timbre, entraron Riley Benson Y Jessica. Esta todavía llevaba el brazo izquierdo enyesado, pero el derecho rodeaba a Benson. Jessica lanzó una rápida mirada a Lane cuando pasó por su lado. Su cara había mejorado: aunque los apósitos continuaban en la barbilla y en la ceja izquierda, la hinchazón había bajado mucho; ya no tenía los labios abultados; el tono cárdeno de las contusiones se reducía ya a un malsano amarillo verdoso; y espacios de piel rosa brillante sustituían en la carne a algunas de las costras anteriores.
Pasó al otro lado de su pupitre. Benson la frotó por detrás y luego avanzó por el pasillo.
Jessica se sentó.
—¿Cómo estás? —preguntó Lane a Jessica.
La chica le dedicó una sonrisa sarcástica.
—¿A ti qué te parece?
—Sólo preguntaba. Perdona.
—Métete en tus cosas —dijo Jessica, y se dio media vuelta. “Uau”, pensó Lane. Evidentemente, Benson le había hablado de su intercambio de desprecios. ¿Por qué había esperado Jessica una semana para mostrarse desagradable?
“Bicho pensó Lane. Nunca debí molestarme en despilfarrar mi amabilidad con ella”.
—Deja que siga mi camino y mantén tus jodidas napias fuera de mis asuntos —añadió Jessica de pronto— o le diré a Ripley que adelante y que te dé un repaso a modo.
—¡Vale, Jesús!
Lane se encogió en la silla y clavó la mirada al frente.
Se imaginó a sí misma diciéndole a Jessica que se fuera al diablo, pero comprendió que era mejor seguir calladita. Pensó que Jessica no tardaría en replicarle con feroz contundencia. Aquella chica, sola, podía dejarla hecha un Cristo. Eso por no mencionar lo que el miserable de su novio era capaz de hacer.
El señor Kramer entró en la clase.
Lane adoptó una postura más correcta. Estiró las piernas y juntó las rodillas. Enderezó la espalda. Entrelazó las manos sobre la superficie del pupitre.
Kramer se quitó la chaqueta deportiva. La colgó del respaldo de la silla, empezó a subirse las mangas de la camisa y fue a ocupar su posición de costumbre delante del escritorio. Bajo el espeso vello, los antebrazos tenían un tono bronceado. Se sentó en el borde de la mesa.
Cuando sus ojos se encontraron, Lane le sonrió.
El profesor actuó como si no lo hubiese visto, tomó la lista y lanzó una rápida ojeada a la clase.
—Parece que el señor Billings se ha concedido otro día de fiesta —dijo, y señaló la ausencia de aquel alumno—. Muy bien. Esta semana toca ortografía. ¿Quién se ofrece voluntario para salir al encerado?
Lane alzó la mano. El señor Kramer eligió a Heidi.
“No pasa nada”, se dijo Lane. Pero no pudo evitar cierto pequeño desánimo. Para empezar, no le había devuelto la sonrisa. Ahora, llamaba a otra persona para que saliese a la pizarra. ¿A qué venía tal desprecio?
“No seas ridícula —pensó—. Ni que fueras la única alumna del aula”.
Pero la clase continuó y Kramer persistió en hacer caso omiso de Lane. Apenas le dirigía una mirada. Pidió a otros estudiantes que leyesen fragmentos del libro de poesía, contestaran preguntas sobre métrica y ritmo, brindaran interpretaciones y opiniones.
El desasosiego de Lane fue en aumento.
“¿Está enfadado conmigo por algo? ¿Qué he podido hacerle? Tal vez cree que me aproveché de él en la biblioteca. Pero, rayos, no le pedí que solicitase el libro por mí. Eso fue idea suya”.
Empezó a preguntarse si de verdad querría el señor Kramer que ella se quedara después de clase.
“Venga, salga de aquí”.
Él no diría eso.
Lane se imaginó a sí misma allí sola, en la clase, humillada.
“—Pero usted me pidió que me quedara a ayudarle”.
“—No me importa. Déjeme en paz”.
“Tal vez deba levantarme y salir del aula en cuanto suene el timbre pensó Lane. Pero él dijo que me quedara. No puedo irme sin más. Pensaría que estoy como una cabra”.
—¿Lane?
Sorprendida, alzó la vista hacia Kramer.
—¿Le importaría recitar la siguiente estrofa?
—Uh… —Notó que se encogía interiormente—. Me temo que he perdido el hilo.
Sonaron unas risitas en el fondo de la clase.
Kramer sacudió levemente la cabeza. Parecía divertido.
—Debería probar a seguir el recitado en el libro.
—Sí, señor.
Los ojos de Lane descendieron hacia la página.
—Aaron, ¿quiere leer usted la estrofa que viene?
Aaron procedió a la lectura. Lane se encorvó sobre su libro, se hizo pantalla con una mano sobre los ojos y examinó la página.
¿Por dónde diablos vamos?
¡Mierda!
No podía localizar la estrofa.
Imbécil, querías que te pidiese algo. Y lo ha hecho. Vaya si lo ha hecho.
¿Por qué no me muero en este preciso instante y se acaba todo de una vez?
Aaron acabó.
Apareció una mano por debajo de la cara de Lane. La mano de Kramer. Le pasó la página, indicó una estrofa situada hacia el centro de la hoja y se retiró.
—Gracias —murmuró Lane.
A todo el mundo, en el aula, aquello le pareció de lo más divertido.
Lane mantuvo la cabeza baja.
—¿Sería usted tan amable de obsequiarnos con la gracia de una declamación? —preguntó Kramer.
Lane asintió, con la mano aún sobre los ojos, y empezó a leer en voz alta.
Iba por la mitad de la estrofa cuando repiqueteó el timbre.
—Vale por hoy —dijo Kramer. Alzó la voz para anunciar—: No olviden los ejercicios de ortografía de mañana. Las frases, escritas con tinta, por favor. Clase concluida.
Lane cerró el libro y se quedó con la vista fija en la tapa.
Los chicos fueron pasando por su lado. Alguien le alborotó el pelo. Levantó la cabeza. Benson le sonreía.
—Tienes que prestar más atención, muñeca.
Lane le obsequió con una mirada despectiva.
El muchacho se alejó con Jessica, sobre cuyas nalgas apoyaba una mano.
El aula no tardó en quedar vacía, con excepción de Lane y Kramer.
La chica se obligó a alzar la cabeza. Kramer estaba detrás de su mesa, afanado en meter libros y carpetas en su cartera.
Parecía ajeno por completo a la presencia de Lane.
“Debí marchar con el resto de la clase pensó la joven. Dios, ¿cómo me he metido en esto?”
Papá y su anuario. Un millón de gracias, papá.
Se preguntó si no debería decir algo.
—¿Tiene un bolígrafo rojo? —preguntó Kramer, que por fin, se decidió a mirarla.
La tensión abandonó a Lane.
—Eh… no. Creo que no.
—No importa. Le dejaré uno —se llegó al escritorio y abrió el cajón de arriba. Encontró un bolígrafo, cerró el cajón y empezó a buscar en la pila de carpetas de una esquina de la mesa—. Aquí está. Le pasaré la primera clase. ¿Qué le parece?
—Muy bien.
Kramer se acercó a Lane.
—Si, cuando acabe con estos, quiere más, me quedan una barbaridad: aunque no deseo retenerla toda la tarde.
Lane asintió.
“No puedo creerlo —pensó Lane—. Se comporta como sino hubiera ocurrido nada”.
Qué quieres, una conferencia.
Lane dejó limpia la superficie del pupitre. Kramer puso la carpeta y el bolígrafo delante de ella.
—Cinco puntos por palabra —alecciono—. Pero supongo que eso ya lo sabe.
—Sí.
—Si tiene alguna duda, pregunte.
—Muy bien.
El profesor se alejó.
—¿Señor Kramer?
El hombre regresó hacia Lane, con una simpática sonrisa extendiéndose por su rostro.
—Lamento haberme distraído de ese modo.
—¿Soñando despierta?
—Eso creo.
—Bueno, eso no hace daño. Espero que no se sintiese demasiado violenta.
—Me resultó muy embarazoso.
—Es la mejor alumna de la clase, Lane. No permita que un pequeño lapsus de atención la acompleje. Le pasa a cualquiera.
—Muy bien. Gracias.
—Naturalmente, hoy he tenido que darle un insuficiente.
—¡Oh!
Emitió una suave risita, al tiempo que apretaba el hombro de Lane.
—Se supone que lo digo en broma.
—¡Oh!
La mano seguía allí. Lane tuvo la sensación de que el calor de la misma se extendía por todo su organismo. El profesor le frotó el hombro suavemente y luego se retiró.
—De veras le agradezco el que se haya quedado a ayudarme. Me quita de encima bastante presión.
—Me alegro de poder serle útil.
Lane aún sentía el tacto de la mano en el punto donde estuvo apoyada.
—Enseñar no es todo lo atractivo que tendría que ser A veces, me siento consumido por el papeleo. Parece que se me va todo el tiempo en calificar ejercicios y preparar lecciones. —Sacudió la cabeza—. Un verdadero latazo.
—Si le parece bien, puedo quedarme a ayudarle más a menudo.
El corazón se le desbocaba. No podía creer que hubiese dicho aquello.
“Pensará que estoy colada por él”.
Kramer ladeó ligeramente la cabeza. Apretó los labios y alzó las cejas.
—Bueno, le agradezco mucho la oferta. Pero supongo que tiene mejores cosas a las que dedicar su tiempo.
—No me importaría quedarme. De verdad.
—Es cosa suya. Desde luego, a mí me alegrará mucho contar con su colaboración. —Sin dejar de sonreír, golpeó con los nudillos la carpeta colocada encima del pupitre de Lane—. Ahora, a la tarea. Dejemos de perder el tiempo charlando sin ton ni son.
Lane se echó a reír.
—Es usted un auténtico capataz de esclavos.
—Empiece a corregir esos ejercicios, si no quiere probar el sabor de mi látigo.
—Sí, señor.
Kramer se volvió y anduvo hacia su mesa. Los ojos de Lane se mantuvieron sobre él.
La camisa deportiva ceñía su tronco desde los anchos hombros hasta la delgada cintura. Los faldones, un tanto sueltos, se abombaban encima del cinturón. La cartera hacía resaltar el bolsillo del glúteo izquierdo. En el de la derecha no parecía llevar nada. La parte lateral de los pantalones se ajustaba sobre el muslo y la nalga, y Lane observó la elegancia de los andares del profesor.