“Contemplé atónito aquel anillo. El estremecedor cadáver de mi garaje ahora tenía nombre. Bonnie. Un nombre bonito, agradable y más bien alegre.
“Tal vez sea una muchacha vampira. Alguien lo creyó así, la mató clavándole una estaca y empleó un crucifijo para sellar la tumba improvisada. ¿Pero era una vampira llamada Bonnie?
“A mí, ahora me parece menos espeluznante que antes. “La criatura momificada y aterradora del ataúd puede que sea verdaderamente un monstruo demoníaco que se bebería mi sangre si volviera del reino de los muertos, pero en otro tiempo fue una chica. Bonnie, bonita. Una guapa chavala.
“Asistió al mismo instituto al que va mi hija, Lane. Recorrió los mismos pasillos, quizá se sentó en las mismas aulas, puede que incluso tuviera los mismos profesores que Lane. Fue una muchacha que almorzó en la cafetería del instituto, que probablemente lucharía a muerte contra el sueño para mantenerse despierta durante las clases de primera hora de la tarde, que lo pasaría fatal preocupada por los exámenes, los deberes y las espinillas.
“Una adolescente. Que estudiaba. Que veía la televisión. Que escuchaba los últimos éxitos musicales con el aparato a todo volumen. Que iba al cine, a los partidos de rugby escolares, a los guateques y a los bailes. Que tendría novios y pretendientes.
“El ser repugnante de mi garaje fue en otro tiempo una preciosa jovencita llamada Bonnie”.
Sonó el timbre de la puerta de la calle. Larry dio un respingo. Apretó una tecla para que las palabras de la pantalla del ordenador quedasen fuera de la vista, luego ocultó el anillo debajo de una carterita de cerillas y los papeles de encima de la mesa en los que tenía sus notas. Se apresuró a través del salón de estar.
Medio esperaba que la persona que estaba ante la puerta fuera Pete.
Acertó.
—¡Eh, compañero! —Tras lanzar una mirada hacia su propia casa, Pete observó a Larry con expresión pícara—. Barb ha ido a comprar provisiones de boca. Se me ocurrió que podía darme un garbeo hasta aquí y comprobar cómo marcha nuestro best-seller.
—No demasiado mal.
Pete entró y Larry cerró la puerta.
—Doy por supuesto que te diste ayer una buena paliza —comentó Pete.
—Sí, va saliendo bastante bien. Y lamento no haberos acompañado anoche a cenar. Se me fue el santo al cielo, el tiempo voló y…
—No te preocupes. ¿Cuántas páginas tienes ya?
—No lo sé. Un puñado.
—Tremendo. ¿Me dejas leerlas? —preguntó, al tiempo que se derrumbaba en una silla.
Larry confió en que su alarma no le aflorase al rostro.
—Todavía no están impresas —eludió.
—Bueno, pues imprímelas ahora. Por mí no te prives.
—Llevaría horas —dijo Larry. Se sentó en el sofá, apoyó los codos sobre las rodillas y meneó la cabeza mientras miraba a Pete—. Además, he de hacer un sinfín de correcciones. Tal como está, las faltas te impedirían entenderlo bien.
—¿Cuándo podré leerlo, entonces?
—¿Qué te parece cuando esté acabado del todo? —sugirió Larry, y se esforzó en sonreír.
—¡Eh, venga ya!
—No, de veras. Creo que lo mejor es que no leas nada del libro mientras trabajo en él. Me cohibiría demasiado.
—¡Oh, vaya chorrada!
—Te lo digo en serio.
—¿Y mis aportaciones? Puede que te olvides de algo.
—Cuando lo haya terminado, te pasaré una copia. Si quieres añadir o cambiar algo, no tendré inconveniente en revisar el original. ¿De acuerdo?
—Eso es como verse relegado a plato de segunda —dijo Pete, con cara larga.
—Quieres que escriba la cosa, ¿no?
—Sí, claro. Pero…
—No puedo hacerlo si tengo que pasarte cada capítulo para que lo inspecciones mientras yo tiro adelante. Lo dejaré ahora mismo…
—Jesús, no hace falta que te mosquees. Hazlo a tu modo.
Sólo sentía curiosidad, nada más.
—En fin, está bien —dijo Larry, aliviado al ver que Pete se avenía a darle carta blanca—. No pretendía enfadarme por eso.
—¿Qué es un enfado entre amigos? —dijo Pete, sonriente—. De todas formas, ¿marcha bien?
—Como una seda, creo.
—¿Qué viene ahora?
—Bueno, he de hacer esas revisiones.
—Me parece que tenemos que ponernos a pensar en el modo en que presentaremos la noticia a las mujeres —dijo Pete—. Jean estará aquí esta noche, ¿no?
—Sí. Esta noche.
—¿Vamos a llevarlas a Barb y a ella al garaje y se lo enseñaremos? ¿O las iremos poniendo en antecedentes poco a poco?
—“¿A que no adivináis qué nos trajimos a casa el sábado por la noche…?”
—Algo así.
—Supongamos que lo mantenemos todo en secreto.
—¿Bromeas?
Larry negó con la cabeza, repentinamente.
—No nos dejarán tener el cadáver por aquí. De ninguna manera. Les digamos lo que les digamos, nos obligarán a desembarazarnos de él.
—Lo encontrarán, tarde o temprano.
—Esperemos un poco. Podemos contárselo cuando lo tengamos todo a punto para arrancar la estaca. Para entonces, el libro estará casi terminado.
—Sí. Naturalmente, se pondrán en los cuernos de la luna si les decimos que vamos a arrancar la estaca clavada.
—Diste en el clavo.
—No intentaba hacer ningún juego de palabras —dijo Pete.
Larry permaneció un momento con las cejas enarcadas, pensativo.
—Vale. Primero arrancamos la estaca y después les contamos lo que hicimos. En plan hecho consumado. Entonces, será demasiado tarde para que nos estropeen el asunto.
—¡Hombre, se subirán por las paredes! —sonrió Pete.
—Seguro. Pero el libro encontrará editor en seguida. Éxito de ventas o no, no me cabe la menor duda de que nos producirá un montón de pasta. Lo cual nos sacará de cualquier follón que tengamos con las chicas.
—Quizá ni siquiera tengan que enterarse —dijo Pete hasta que hayas colocado la obra.
—Si actuamos bien. Lo que debemos hacer es ocultar mejor la cosa. En estos momentos, cualquiera que entre en el garaje puede tropezarse con el cadáver.
—Pero es que nosotros utilizamos el nuestro. No podemos…
—Lo sé, lo sé —dijo Larry.
Estaba perfectamente enterado de que Pete y Bárbara guardaban los coches en su garaje, mientras que Jean y él sólo usaban el suyo como almacén.
—Hay un espacio muerto debajo de nuestra casa —informó Pete—. Supongo que podríamos meter el féretro allí. Si nos damos prisa, podemos haber hecho el traslado antes de que Barb vuelva de la tienda. Habrá que pasarlo por encima de la cerca. Si lo llevamos por delante de los edificios, alguien que esté mirando puede vernos.
—No es preciso —dijo Larry—. Conozco el sitio ideal para esconder la cosa.
“Debimos ponerlo allí desde el principio —pensó—. Quizás así no habría acabado pasando la noche con el cadáver”.
—¿Dónde? —se interesó Pete.
—Ven. Nos encargaremos de ello ahora mismo.
Salieron por la puerta de la cocina y avanzaron por el camino de acceso al garaje. Las puertas de este continuaban abiertas. Cuando entraron en la parte sombreada del garaje, Larry confió en que no hubiera rastro de la mancha del suelo.
“Debe de estar seca ya”, pensó.
Unos metros más allá de la entrada había una plataforma de madera, rectangular, de unos quince centímetros de altura. Larry subió a ella, levantó los brazos y agarró una cuerda que colgaba del techo. Tiró del anudado extremo de la soga. Giró sobre sus goznes un panel de madera contrachapada que había en el techo.
—Estupendo —comentó Pete—. Una trampilla.
En la parte superior tenía sujeta una escala de tres secciones. Larry bajó la escala hasta que las zapatas de los raíles se apoyaron firmemente en la plataforma.
—Nos va a costar un huevo subir el ataúd ahí arriba —comentó Pete.
—Es el escondrijo perfecto —le aseguró Larry—. Ahí nadie lo va a buscar.
Se apartó a un lado. Pete subió por la escala y echó un vistazo al desván.
—Sí —ponderó—. Será estupendo si conseguimos aprovecharlo. —Emprendió el descenso—. ¿Cómo es que no lo utilizáis para guardar cosas?
—Nunca subimos ahí.
—Está bastante bien. Las tablas y todo. Aunque hará un calor de todos los infiernos. —Sonrió—. Confío en que a nuestra amigable vampira particular no le importe, ¿eh?
—Lo más probable, es que no.
Se bajaron de la plataforma. Larry encabezó la marcha hacia el rincón del fondo del garaje.
—Casi necesitamos un mapa para llegar a esa criatura —dijo Pete.
“Yo llegué a ella a oscuras”.
—Ya casi estamos.
Larry se deslizó por un pasadizo entre cajas apiladas y entró en la reducida zona abierta próxima al rincón.
El cemento se había secado.
La manta yacía amontonada en el suelo, junto al ataúd. Había salido corriendo del garaje, casi tan completamente dominado por el pánico, después de su forcejeo con el brazo, que se olvidó por completo de cubrir el cadáver.
Y ahora era demasiado tarde.
Pete apareció a su lado, se adelantó y recogió la manta. Larry tuvo la sensación de que su piel estaba en llamas.
—Viniste a echar una mirada, ¿eh?
¿Lo niego? ¿Finjo no tener idea acerca de cómo la manta fue a parar al suelo?
Pete no es idiota. Se daría cuenta al instante de que estoy mintiendo.
—Sí —ironizó Larry, simulando una expresión libidinosa—. Tuve que hacerlo. Es una muñequita tan mona, que no pude resistir la tentación.
—No te lo reprocho. ¡Vaya palmito! ¡Menudo cuerpo!
—Una nueva definición de la belleza femenina.
—Una nueva definición de la fealdad —dijo Pete.
—Pero, hablando en serio, ayer tuve que venir a echarle una mirada. En plan investigador. Llegó el momento de describirla en el libro y quise estar seguro de que el retrato era fiel.
—Fiel, claro. —Su tono pareció indicar que Pete daba crédito a la explicación. Sacudió la manta para extenderla y luego la estiró sobre el cadáver y cubrió a Bonnie desde los hombros hasta los tobillos. Después volvió a agacharse y tapó también la cara. Murmuró—: Así está mejor.
A continuación, Pete se acercó al féretro y dijo:
—¿Por qué no me encargo de la parte delantera?
Levantaron el féretro y lo transportaron a través del garaje.
—Iré delante —dijo Pete—. Será mejor, puesto que tú eres más alto. Procura mantener tu extremo lo más arriba que puedas.
Empezó a subir de espaldas por la escala, muy despacio. Cuando la caja se levantó hacia la vertical, Bonnie se deslizó en dirección a Larry, hasta que la madera del fondo del ataúd detuvo los pies del cadáver. La manta cayó del rostro.
Larry levantó su extremo de la caja. Apoyándola en el pecho, se acercó a la escala. La parte delantera del ataúd continuaba subiendo. La manta se escurrió. Pero la estaca la sostuvo y la manta quedó colgando del palo de madera como una capa dejada en una percha de la pared.
Al llegar al pie de la escala, Larry comprendió que no le iba a ser posible subir con la caja apoyada en el pecho.
—¡Espera! —avisó.
Pete se detuvo.
Larry bajó el extremo del ataúd hasta la cintura.
—Vale.
Pete reanudó el ascenso.
Larry puso el pie en el primer travesaño de la escala. Dentro del ataúd, Bonnie casi alcanzó la perpendicular.
—¡Oh, chico! —murmuró Larry.
—¿Estás bien?
—Por ahora, sí.
—A mí me falta muy poco para llegar.
Con la rodilla, Larry impulsó la caja hacia arriba, plantó la puntera del zapato en el siguiente travesaño e intentó subir. Le resbaló el pie. Pretendió sostenerse en el peldaño de abajo y entonces se le escapó la mano. El borde inferior del ataúd chocó contra la escala.
—¡Mierda! —gritó Pete.
Larry agarró los dos lados de la caja.
Notó que se movía algo por encima de él. Alzó la mirada.
—¡No! —grito.
Bonnie, rígida y de pie, se balanceó hacia adelante y acabó derrumbándose directamente sobre él.
A Larry le pareció que todo se desarrollaba a cámara lenta. La manta se desprendió de la estaca y se deslizó hacia los pies del cadáver. La descolorida cabellera rubia se agitó detrás de la cabeza de Bonnie. El brazo derecho se mantuvo pegado al cuerpo, pero el izquierdo osciló desde el codo como si la mano quisiera agarrar al hombre. Los labios dieron la impresión de curvarse en una sonrisa de placer.
Larry se oyó chillar y oyó también el grito de Pete.
—¡Cuidado!
Larry saltó de la escala, retrocedió dando un traspié y levantó las manos. Cogió a Bonnie por los costados, justo debajo de las axilas, e intentó quitársela de encima. Pero el peso del cadáver le empujó hacia atrás. Perdió pie en el borde de la plataforma.
Creyó que su caída duraba una eternidad. Su espalda se estrelló con gran estrépito contra el piso de hormigón.
Las manos perdieron su presa y el cuerpo sin vida cayó sobre él. La punta roma de la estaca chocó contra su pecho. Desvió la cabeza a un lado. Una seca dentadura le golpeó en la mejilla. La cabellera de Bonnie planeó sobre su rostro y le cosquilleó la piel como una telaraña.
Larry se sacudió el cadáver, rodó sobre sí mismo y se puso en pie. Contempló a Bonnie con fija mirada. Jadeó en busca de aire. Tenía la sensación de que una horda de hormigas le correteaban por la piel. Bajó la vista sobre sí mismo. A excepción de un siete y de una mancha de polvo en la pechera de su camiseta de manga corta, no observó evidencia alguna del choque.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Pete.
Larry gimió.
—Ahora mismo estoy contigo —dijo Pete, y pasó el vacío ataúd por el hueco de la trampilla. Larry le oyó deslizarse sobre las tablas del desván. Luego, Pete descendió rápidamente por la escala.
—Me temo que debimos atarla al ataúd.
—Sí. —Lo que deseaba Larry era frotarse la acobardada piel, pero no con unas manos que habían tocado el cadáver. Dijo—: Tengo que ducharme.
—No te lo reprocho. Es repulsivo. Pero, antes, pongámosla arriba, ¿eh? —Pete se inclinó sobre la cabeza de Bonnie y le pasó las manos por debajo de los hombros—. Cógela por las piernas, compadre.
Larry sacudió la cabeza negativamente.
—Yo… ejem…
—Vamos, no seas gallina.
Larry se miró las manos.
—No quiero tocar…
—¡Por el amor de Dios, Lar! La tuviste completa encima de ti. Venga, cógela por las piernas. No podemos dejarla aquí.
Pete la levantó. El cuerpo, rígido, no se dobló. Bonnie se inclinó, recta como una tabla, con la cabeza al nivel de la cintura de Pete y los talones contra el piso del garaje.
—Me parece que puedo arrastrarla yo solo —dijo Pete—. Anda, no te manches las manos. Coge la manta, ¿puedes llevar la manta?
—Sí.
Aliviado, Larry se agachó y recogió la manta.
Observó la maniobra de Pete, que tiraba del cadáver, andando de espaldas. Los talones de Bonnie, al arrastrarse por el suelo, sonaban como periódicos que alguien frotase contra el hormigón del piso.
Pete volvió a la plataforma. Cuando subió al primer travesaño de la escala, los pies de Bonnie abandonaron el suelo. El borde de la plataforma le arañó el talón de Aquiles de ambos pies y unas cuantas escamas de piel pardusca quedaron detrás. Larry hizo una mueca.
No quería tocarla. Pero le dolía ver que se la lastimaba. “Pero no está sufriendo ningún daño”, se dijo.
La parte posterior de los pies chocaba sordamente con los peldaños de la escala, a medida que Pete iba subiendo.
Larry se precipitó hacia adelante. Se puso la manta debajo del brazo derecho, cogió los tobillos de Bonnie y los levantó.
Sostuvo ambos pies contra su costado izquierdo y empezó a subir por la escala.
—Buen chico —alabó Pete.
Larry subió con cuidado. Mantuvo los ojos apartados del cadáver. Arriba, el calor era sofocante.
Pusieron el cuerpo de Bonnie dentro del ataúd. Larry lo cubrió con la manta y se apresuró a bajar. Pete le siguió. Plegaron la escala. Un tirón de la cuerda hizo que la trampilla ascendiese sobre sus bisagras de muelles. Se cerró de golpe.
Cuando se dirigían a la casa, Larry se dio cuenta de que se sentía culpable por haber dejado a Bonnie en aquel altillo tan oscuro y caluroso.
“No seas ridículo —pensó—. Está muerta. No siente nada”.
—¿Cuándo crees que debemos arrancarle la estaca? —preguntó Pete, una vez en la sala de estar.
—Supongo que cuanto antes mejor. Aunque quisiera realizar ciertas investigaciones sobre Llano de la Artemisa.
—Bueno, una idea estupenda. Quizá tuvieron problemas de tipo vampírico. Tal vez algún vampiro tuvo la culpa de que abandonaran el lugar.
—Ya veremos. De cualquier forma, necesito llenar unas cuantas páginas más.
—Bueno. Y yo necesito agenciarme una cámara de vídeo antes del gran acontecimiento. Quiero tener filmada toda la escena, ¿sabes? Será algo sensacional, digno de verse.
—Sí.
Larry le abrió la puerta de la calle.
—Te veré luego, compañero. Todo irá bien, ¿eh?
—Bueno, al menos ahora no tenemos que preocuparnos de que las mujeres puedan pescamos.
Sonriente, Pete le palmeó en un brazo.
—Hasta luego. No te anquiloses.
En cuanto Pete se hubo ido, Larry se encaminó presuroso al cuarto de baño. Echó la ropa en la cesta de la colada y se metió inmediatamente en la bañera.
Mientras recibía el caliente rocío de la ducha se preguntó por qué se habría abstenido de mencionar el anillo. Debió contárselo a Pete, informarle de que el cadáver era el de una muchacha llamada Bonnie Saxon que se había graduado en el instituto de enseñanza media de Buford en 1968.
“¿Cómo es que no le dije nada?”, se preguntó.
Tarde o temprano, Pete se enteraría. Y comprendería que él se lo ocultó premeditadamente.
¿Y qué?