Capítulo 18

De pronto, se dio cuenta de que la habitación estaba completamente a oscuras, salvo por el fulgor ambarino de las palabras que brillaban en la pantalla del ordenador. Oscuridad y frío. Por la abierta ventana entraba un más que fresco aire nocturno. Comprobó que estaba sentado, rígido y tembloroso, que le castañeteaban los dientes a causa del vientecillo que recorría su piel desnuda.

Desorientado, entornó los ojos para consultar la borrosa esfera del reloj. Las siete y diez.

Imposible. ¿Qué había pasado con el tiempo? No ignoraba que se había entusiasmado con el relato, pero le costaba trabajo creer que se hubiera sumergido en él hasta el punto de permitirse el lujo de perder los combinados y la cena.

Ni siquiera se había percatado de que estuvo una hora escribiendo a oscuras, casi desnudo y medio congelado.

Leyó la última frase.

Con una extraña, mezcla de tristeza y esperanzada ilusión, vi doblar la esquina y desaparecer el coche en el que mi esposa y mi hija se alejaban, rumbo a un fin de semana que pasarían sin mí.

—Santo Dios —murmuró.

Fue al principio del capítulo. Su encabezamiento era “Capítulo sexto”. La página no estaba numerada. ¿Cuántas había escrito aquel día? ¿Setenta? ¿Ochenta?

Su producción normal era de siete a diez páginas diarias.

La mayor cantidad que redactó en un día fue treinta. Se trataba de un bodrio romántico que tuvo que escribir años atrás, cuando andaba escaso de fondos y su agente le contrató dos noveluchas rosa a mil pavos por cabeza. Un trato leonino. Acababa de duplicar su plusmarca.

“Y aún no he terminado”, pensó.

¡Cielos!

Cruzó los brazos sobre el pecho, para entrar en calor, y meneó la cabeza.

“Bueno —pensó—, esta es una historia verídica. Me limito a, más o menos, dar cuenta de lo que sucedió”.

De todas formas, resultaba asombroso.

Larry se secó con una toalla y se embutió en sus pantalones cortos. Aún estaban húmedos, pero su contacto era fresco. Se preparó en la cocina un vaso de té helado. Puso en la bandeja un poco de salchichón, un trozo de queso y unas galletas y lo llevó todo, junto con el té, al cuarto de trabajo.

“Trabajaré un par de horas —pensó—. Luego tomaré una deliciosa ducha fría, me vestiré y me acercaré a casa de Pete y Bárbara”.

Sería maravilloso. Acomodado fuera en su compañía, como ayer, tomaremos unos combinados y…

Leyó las últimas frases de la pantalla y añadió otra más. Después otra. El relato fluía con desenvoltura, las palabras nacían en su cerebro y volaban siempre por delante de los dedos encargados de teclearlas.

Estaba metido en la historia. La vivía.

El té helado y las galletas habían desaparecido. Encendió una pipa. Se tomó otro vaso de té. Cuando lo hubo acabado no fue capaz de arrancarse del relato para ir a prepararse otra infusión. Escribió y escribió. Se secaba el sudor del rostro pasándose el antebrazo. Las gotas de transpiración le resbalaban por el pecho y los costados, cosquilleándole hasta que la cintura de los pantalones las detenía. Más tarde, una leve brisa le refrescó la húmeda piel. También se la enjugó. Tenía la boca reseca. Se dijo que lo dejaría en seguida para ir a casa de Pete y Bárbara a tomar unas copas. Cuando acabara aquella página. O la siguiente.

Si se hubiera acercado a casa de Pete y Bárbara…

Comprendió que debía telefonearles para excusarse. Salió del gabinete de trabajo y cruzó algunas habitaciones, por las que fue encendiendo las luces. En el dormitorio, se quitó los pantalones cortos y se puso el chándal y unos calcetines. Como si le sentase mal desprenderse del frío, la piel le picó y hormigueó. Larry se frotó por encima de la tela, mientras se dirigía a la cocina.

Clavada con una tachuela en el tablón de avisos puesto junto al teléfono estaba la tarjeta en la que Jean tenía anotados los números de urgencia, junto con los de los talleres de reparación y los de algunas amistades. Larry encontró allí el teléfono de Pete y Bárbara.

“¿De veras quería llamarlos?”, se preguntó. Había sido una invitación abierta, no la clase de convite que requiriese unas disculpas formales. No tendría mucha importancia el que se hubiera presentado o no.

Seguro que, si les llamo, me van a decir que vaya ahora mismo. Probablemente, iré. Y entonces se acabó hoy el escribir.

Por el amor de Dios, ya he escrito bastante para un día. Y también para una semana.

Pero, si continúo al pie del cañón, puedo llevar la historia hasta el momento presente. Y ya estará hecho. En cuanto la sitúe en el instante en que escondimos el ataúd en el garaje, no quedará nada que contar. Mañana me las entenderé con las correcciones de Casa de locos, el lunes pondré el original en el correo, y durante la semana que viene remataré Extraño en la noche. Y luego me meteré en serio con La caja.

Sólo si no voy esta noche a casa de Pete y Bárbara.

Se apartó del teléfono y abrió el congelador del frigorífico. Sus ojos revisaron el contenido. Un montón de cosas donde elegir. La lasaña sería fácil de preparar. Cuestión de dejarla unos minutos en el microondas.

Demasiada complicación.

Cerró el congelador y echó un vistazo al resto del frigorífico. Encontró allí un paquete de salchichas. Lo abrió, sacó una húmeda salchicha y se la llevó a la boca. La sostuvo entre los labios como si se tratase de un cigarro puro de color rosa; volvió a guardar el paquete. Sacó un botellín de cerveza Michelob, le quitó la cápsula y regresó al estudio.

Reanudó la escritura. La salchicha y la cerveza le distrajeron durante unos minutos, pero cuando acabó con ellos se sumergió a fondo en la historia. Estaba allí, en el domicilio de Pete y Bárbara, primero en el patio y después dentro de la casa, y lo explicó todo según sucedió. Casi. Como por acto reflejo, censuró toda mención a la atractiva presencia física de Bárbara Y a sus propias reacciones ante la mujer. Después se encontró en la furgoneta, con Pete. A continuación, en el barranco, detrás del Holman’s.

Cuando tecleó: Tengo que ir a hacer aguas, se dio cuenta de que precisamente eso era lo que necesitaba. Pasó al lavabo. Mientras orinaba, pensó en lo que seguía.

El hallazgo de la fogata del sujeto que se comió el coyote.

Un escalofrío serpenteó por su espalda.

Tiró de la cadena, regresó hacia el estudio y se quedó contemplando la silla que estaba esperándole al otro lado del umbral de la puerta.

“Me parece que malditas las ganas que tengo esta noche de escribir sobre eso —pensó—. Ni sobre el devorador de coyotes, ni acerca de lo que ocurrió en el hotel”.

Se alejó del cuarto de trabajo. Se encaminó a la cocina y miró el reloj. Las diez y cuarto.

“Tampoco es tan tarde como para que, si empieza uno a escribir, se le pongan por corbata”, se dijo.

“¡Y estoy muy cerca del fina!”, pensó.

Un par de horas más y habrás terminado.

Vale, ve a sentarte allí y dale al teclado.

Con un poco de ayuda.

Puso unos cubitos de hielo en un vaso con vodka y añadió un chorrito de zumo de Lima Rose’s. Tomó un sorbo.

Dejó escapar un suspiro de placer. Bebió un poco más. Luego llevó el vaso al estudio, se derrumbó contra el respaldo de la silla y contempló la pantalla.

“En cuanto este mejunje te sacuda el organismo, serás incapaz de escribir”.

Por Satanás, esto no es escribir, esto es teclear.

El efecto de la cerveza apenas hizo que los dedos actuaran sobre las teclas de un modo ligeramente más chapucero. Pero el vodka enredaría las palabras de mala manera.

“¿Qué más da?, se preguntó. Lo arreglas cuando lo revises. O no lo hagas. Deja que, para variar, la correctora haga algo constructivo. Si tiene que corregir los errores, a lo mejor no mete la cuchara en los textos que están perfectos”.

Tomó unos traguitos más, dejó el vaso y se enfrentó a la fogata apagada, los huesos y la cabeza del coyote a la que habían arrancado los ojos.

Se alegró de tener el vodka en el coleto. Aunque las palabras seguían saliendo con fluidez, se notaba un tanto desconectado, más espectador que participante. Describió el miedo y la repugnancia del personaje de Larry, pero no acababa de sentirlos.

Luego estuvieron ya fuera de la hondonada. Después, en la furgoneta. Acto seguido, se dispusieron a entrar en el tenebroso vestíbulo del hotel.

Tenía el vaso vacío. Lo llevó a la cocina. Esa vez no se molestó en añadir zumo de lima al vodka. Se sentía maravillosamente cuando regresó al ordenador. Tomó un trago. Llenó una pipa y la encendió. Miró la última frase de la pantalla.

Codo con codo, franqueamos el umbral y entramos en la negra boca del hotel.

Meneó la cabeza, sonriente.

—Me encargaré de eso más adelante —murmuró.

Dio una chupada a la pipa, observó el teclado para asegurarse de que tenía los dedos situados correctamente y prosiguió.

Escribió, sorbió vodka y fumó su pipa.

Sin que supiera cómo, un momento después, la boquilla de la pipa giró entre sus dientes, la cazoleta se puso boca abajo y la sudadera y el regazo se le llenaron de ceniza. Menos mal que no cayeron brasas. Larry sacudió el polvo gris que sembró su ropa, dejó la pipa a un lado y tomó otro traguito.

Cuando miró la pantalla, veía doble.

—¡Oh, estoy listo! —murmuró.

Mediante un pequeño esfuerzo, sin embargo, consiguió que sus ojos leyeran las líneas de letras color ámbar:

—¡Quita la mano de esa estaca!

Pete soltó la estaca automáticamente.

—¡Está fuera! ¡Cristo! No dispares.

—Oh, mierda —murmuró Larry.

Puso los cinco sentidos en la tarea, sabedor de que perdería una buena cantidad de trabajo si no conseguía grabar lo escrito, pulsó las teclas de la función de archivo y después siguió el procedimiento habitual para salir del programa. Extrajo el disquete y apagó el ordenador.

—Será mejor que me meta en el sobre —murmuró.

Larry se despertó, pero no lograba decidirse a abrir los ojos. Tenía la sensación de que le habían partido la cabeza con un hacha. La lengua, seca, estaba pegada al cielo de la boca. Tiritaba de frío y la cama parecía estar hecha de hormigón armado. Alargó una mano, al tiempo que bregaba para despegar la lengua. Cerca de la cintura, sus dedos tropezaron con la manta y la subieron. Eso ayudó un poco, pero no mucho. La verdadera frialdad estaba debajo de su cuerpo.

“¡Estoy tendido encima de cemento!”

Se obligó a abrir los párpados.

Aunque la luz era escasa, comprendió que ya había amanecido y reconoció el sitio donde estaba.

En su garaje.

De pronto, el corazón empezó a enviar, con sus latidos, calientes púas de dolor que se le clavaban en el cuello y en la cabeza.

Se encontraba hecho un ovillo, de lado, lo bastante cerca del ataúd como para tocarlo.

“¡Oh, Jesucristo!”

Volvió la cara, apartándola del féretro, y se incorporó de golpe. El dolor de cabeza le llenó de lágrimas los ojos. Al retroceder con titubeantes movimientos, sus pies descalzos pisaron un charco de vómitos. Se desparramaban por debajo de su cuerpo. Sus nalgas desnudas chapotearon sobre el piso del garaje.

Sentado allí, se cogió la cabeza con ambas manos y parpadeó para aclararse la vista.

Vio que estaba en cueros vivos.

Observó que la manta caída en el suelo, cerca del ataúd, la que había utilizado para taparse él, era la misma manta pardusca que cubría el cadáver.

“¡Estaba sobre mí! ¡Tocándome!”

Larry empezó a emitir un sonido lloriqueante. Aplastó una mano sobre la boca y se contempló. No tenía nada encima de la piel.

“¿Qué esperabas? —pensó—. ¿Piojos?”

—¡Oh, Jesús! —exclamó, y su voz sonó con agudo tono de adolescente femenina.

Separó el pie izquierdo de aquel líquido viscoso y se levantó.

El marchito cadáver continuaba dentro del ataúd, con la estaca aún clavada en el pecho. Gracias a Dios.

Al menos no había arrancado la estaca.

¿Qué había hecho? ¿Qué estaba haciendo allí?

No lo sabía. Lo que sí sabía era que cuanto antes se marchara, mejor. Tenía que ducharse, y rápido, quitarse de encima aquella horrible sensación cosquilleante que dejó la manta.

El pie izquierdo estaba cubierto por una pasta de vómitos. Como no deseaba extenderlos más, atravesó cojeando el rebosante garaje hasta una puerta lateral. Estaba abierta. La luz del sol hizo que le dolieran los ojos. Entornó los párpados y se sostuvo agarrándose al marco de la puerta. A juzgar por la frescura del aire, supuso que era bastante temprano. Tal vez las siete de la mañana.

¿De qué día? Trató con todas sus fuerzas de concentrarse.

La borrachera la había cogido el sábado por la noche. De modo que debía de ser domingo.

“Desde luego, va de más que lo sea”, pensó.

Jean Y Lane no llegarían hasta la noche.

“¿Y si volvieron antes a casa?” “¿Y Si estamos a lunes?”

“Mierda —pensó—. Ya tienes bastantes problemas sin necesidad de que te inventes más. De estar en casa, me habrían encontrado”.

Desnudo en el garaje con un maldito cadáver.

Eso hubiera sido… No quiero ni pensarlo. No ocurrió.

El patio estaba rodeado por una cerca, así que dispuso de intimidad.

Cruzó el camino cojeando. Cuando llegó al césped, se limpió el pie frotándolo contra la hierba húmeda de rocío. Aún quedó vómito entre los dedos. Se llegó a la manguera del jardín, dio el agua y se lavó bien el pie.

Luego, corrió por el paseo de acceso y entró en la cocina por la puerta corredera de cristal. Reinaba el silencio en la casa, con la excepción del tenue zumbido del frigorífico.

Sus pies mojados dejaron en el suelo pequeñas briznas de hierba al dirigirse al cuarto de baño. Las limpiaría después.

Tendría que limpiar muchas cosas.

Después.

“La manta. La tuve encima”.

Pero tenía dos caras, se dijo. El cincuenta por ciento de probabilidades de que la cara que tocó el cadáver fuese la que…

No era el cincuenta por ciento.

Si él quitó la manta de encima del cadáver de la chica…

¿Toqué a la muchacha?

Horrorizado ante aquella idea, contempló sus temblequeantes manos.

¡Oh, Dios! ¡Pude haber hecho cualquier cosa!

Fue dando bandazos hasta el cuarto de baño, cerró la puerta y se llegó tambaleante a la bañera. Se puso de rodillas, alargó la mano y abrió los grifos. Salió el agua por el caño.

Mantuvo las manos debajo del chorro.

Todos los perfumes de Arabia…

—No la toqué —dijo Larry.

Mal asunto si me abrigué con la manta.

Accionó el grifo de la ducha, luego se metió en la bañera y corrió la mampara de cristal. El agua caliente repicó contra su cabeza. Se deslizó por su cuerpo, aliviando el frío y eliminando parte de la tensión de sus músculos. Cuando dejó de temblar, se frotó con una pastilla de jabón. Enjuagó la espuma, se enjabonó de nuevo y se volvió a aclarar antes de aplicarse champú a la cabeza.

Al salir de la bañera se sentía mucho mejor.

¡Si pudiera recordar lo sucedido!

“Quizá sea mejor que no lo recuerdes”, pensó. Después de secarse, tomó AlkaSeltzer. Luego se engulló dos aspirinas, por si acaso.

Salió del cuarto de baño, rebosante de vapor por entonces. En la alcoba, encontró el chándal tirado en el suelo. Su lado de la cama estaba abierto, la almohada hundida, la sábana de abajo arrugada.

De modo que anoche te acostaste, se dijo. Pero luego te volviste a levantar y fuiste al garaje. Sin duda decidí echarle una mirada al cadáver, Dios sabrá por qué.

Debió de haber alguna razón.

Quizás ella deseaba que lo hicieras.

—Aterrador —murmuró Larry.

Se sentó en el borde de la cama y se frotó la cara. “Nunca debí beberme aquel vodka”.

De espaldas al ataúd, Larry limpió los vómitos del suelo del garaje empleando toallas de papel. Las puso en una bolsa de basura de plástico, dejó esta en el fondo del cubo de desperdicios y la cubrió con los restos de la hierba que había en el depósito de la segadora de césped. Con la certeza de que Jean jamás encontraría aquellas pruebas, regresó al garaje. Llenó un cubo de agua y fregó bien la zona con una esponja previamente humedecida. Después, limpió cuidadosamente el cubo y la esponja.

Todo lo que quedaba entonces era una mancha de humedad en el hormigón. El calor del día no iba a tardar mucho en encargarse de ella.

Abrió la puerta exterior para que entrasen el aire y los rayos solares.

Desde allí fuera, el garaje parecía perfectamente normal. La zona húmeda, la manta y el ataúd quedaban ocultos a la vista, tras los estantes y pilas de cajas.

Meneó la cabeza. Fuera cual fuese su condición física, tuvo suficiente conciencia como para salvar el virtual obstáculo que se le presentara y llegar al rincón donde permanecía escondido el féretro. Y lo hizo a oscuras, al parecer.

¿Qué voy a escribir sobre esto?, se preguntó.

No escribas nada.

He de hacerlo. Es parte de la historia. Y necesitas llenar más páginas, si piensas sacar todo un libro de esta aventura.

“Deja a un lado el asunto de la desnudez —pensó—. Cuenta la cosa tal como ha sucedido, pero conserva la ropa puesta. Si no, la gente va a empezar a pensar que tú…”.

No lo hice, se dijo a sí mismo. De ninguna manera.

“¿Qué estabas haciendo aquí?”

Comprendió de pronto que le era imprescindible echar un vistazo de cerca al cadáver.

Además, tengo que taparlo otra vez.

Entró en el garaje. El corazón aceleró estruendosamente sus latidos y agitó los restos del dolor de cabeza.

Se abrió paso entre estantes, baúles y cajones, hasta llegar al rincón oscuro donde descansaba el ataúd. La mancha húmeda del cemento casi había desaparecido. Se acercó a la manta y bajó la mirada hacia el interior del féretro.

El cuerpo tenía el aspecto fantasmal de siempre: apergaminado y huesudo, la piel reseca y parda, los pechos aplastados, la boca abierta y los labios retorcidos en una sonrisa espantosa, con todos los dientes a la vista.

No parecía que hubiesen movido el cuerpo. Yacía boca arriba en el fondo del ataúd, con la estaca proyectada hacia arriba, en la misma posición de antes, con una de las enjutas manos en la cadera.

Larry frunció el entrecejo.

El brazo izquierdo, el que estaba al otro lado del cadáver se doblaba por el codo. La mano descansaba, con la palma hacia abajo, encima del hueso de la cadera. Las yemas de los dedos parecían enredarse en los rizos rubios pálido del vello púbico.

Anteriormente (Larry estaba casi seguro), ambas manos se encontraban fuera de la vista, en el resquicio, estrecho y oscuro, que quedaba entre el cuerpo y los lados del féretro.

Estaba seguro de que, si hubiese habido una mano a la vista, se habría dado cuenta.

Sobre todo, teniendo en cuenta que aquella mano lucía un anillo.

Larry se agachó para mirar de cerca.

¿Un anillo escolar? Rodeaba el granate un ribete de plata deslucida que parecía grabada.

—¡Toledo santo! —murmuró.

¡Podía proporcionar una pista para descubrir la identidad del cadáver!

¿Pero cómo se las arregló la mano para encontrar su camino hacia la superficie de la cadera? Evidentemente, el propio cadáver no la había puesto allí.

“Debí hacerla yo, anoche”, pensó.

“¡Toqué esa maldita cosa!”

Larry se oyó gemir.

Con una mezcla de disgusto y excitación, se dirigió con paso rápido a la parte del garaje donde tenía las herramientas. Puede que hubiese tocado el cadáver la noche anterior, pero seguro que no tenía intención de volver a hacerlo. Encontró unos guantes de jardinería, se los puso y regresó apresuradamente junto al ataúd.

Arrodillado, pasó la mano por encima del cuerpo. Levantó con la izquierda la huesuda muñeca. Utilizó el índice y el pulgar de la derecha para sacar el anillo.

Comprendía que, tarde o temprano, Pete iría a visitar el cadáver y, con toda seguridad, observaría la nueva postura de la mano. Era cuestión, pues, de ponerla otra vez donde estuvo antes.

Larry arrugó la nariz mientras apretaba la mano en torno a la muñeca, a la que aplicó un ligero empujón. El brazo resistió. Larry empujó con un poco más de energía, forzando el brazo. Esa vez, la mano del cadáver se movió. Larry se encogió ante los chasquidos que produjo el brazo. Sonaba como hojas secas a las que desmenuzan. Los ojos de Larry dispararon la mirada hacia el rostro de la muerta. Tuvo la impresión de que el cadáver dibujaba una mueca de dolor, enseñando los dientes.

—¡Cristo! —murmuró Larry. Hay que hacerlo, se dijo.

Soltó la muñeca, trasladó el anillo a su mano izquierda y cogió la muñeca con la mano derecha. Empujó con fuerza y llevó el brazo hacia el fondo del ataúd. El hombro se elevó. La cabeza empezó a levantarse. Larry chilló. Se produjeron entonces unos chasquidos cartilaginosos, coronados por un taponazo. El brazo quedó inerte en la mano de Larry y el cuerpo cayó para ocupar de nuevo la posición que tenía antes. Larry puso el brazo contra el costado del cadáver y se alejó dando tumbos.

Atravesó el garaje, corriendo en zigzag por el laberinto de aquel desorden, y no frenó su carrera hasta verse a salvo dentro de la casa.

Empujó la puerta corredera. La cerró con llave. Oprimió la cara contra el cristal y se quedó mirando el abierto garaje.

“Me he comportado como un idiota”, pensó.

¡Pero, Dios!

Cuando recobró el aliento, abrió la temblorosa mano. Levantó el anillo y se lo acercó a la cara.

Labradas en el aro de plata que rodeaba el granate aparecían las palabras: “Instituto Buford”, y la fecha: “1968”. Miró hacia el centro del anillo.

En el interior del aro había un nombre.

“Bonnie Saxon”.