—¡No lo hagas! ¡Te lo advierto!
—Aaaah, no seas gallina.
Pete empezó a tirar de la estaca para sacarla del cadáver. La madera se deslizó despacio hacia arriba.
Larry disparó. El proyectil se hundió en la frente de Pete. Una rociada de sangre y masa encefálica salió despedida hacia atrás. Mientras Pete caía de espaldas, Larry vio que aún agarraba la estaca. La sacó del todo.
—¡NO! —aulló Larry.
Arrojó a un lado el revólver y corrió hacia el ataúd, hacia Pete, tendido en el suelo del vestíbulo, hacia el palo puntiagudo que aún empuñaba la mano sin vida.
“¡Hijo de puta! —pensó—. ¿Cómo pudiste hacerme esto, so cabrón?”
¡Coge la estaca! ¡Vuelve a clavarla donde estaba! ¡Rápido! Antes de que sea demasiado tarde.
Pero no corrió lo suficiente. La arena pareció absorber sus pies. Unos segundos antes, sólo era una delgada capa. Ahora se había espesado y formaba dunas como las de una playa. ¿Alguien había abierto la puerta? Volvió la cabeza. La puerta, en efecto, estaba abierta.
Un hombre se encontraba allí, con los pies hundidos en la arena hasta los tobillos. El viento agitaba su ondulante, oscura y encapuchada túnica. Una prenda que parecía el hábito de un monje. La capucha le ocultaba el rostro. En la levantada mano derecha esgrimía un crucifijo.
—Ahora sí que estás jodido —declaró el extraño—. Lo que se dice con la mierda al cuello.
Aterrado, Larry apartó los ojos del desconocido e intentó acelerar el paso sobre la suave y móvil arena.
“No llegaré a tiempo”, pensó.
Aún se encontraba bastante lejos del cadáver. Que parecía un cuerpo momificado. Pero le oía respirar.
Quizás ese tipo recién llegado me ceda el crucifijo.
Miró por encima del hombro. La capucha había desaparecido. El extraño tenía la cabeza de un coyote, ensangrentada y sin ojos, con las cuencas vacías. El crucifijo, introducido ahora en la boca, crujía como si aquel ser lo estuviera masticando.
Cuando volvió la vista hacia adelante, Larry se quedó boquiabierto.
El ataúd estaba vacío.
Y entonces vio a Pete sentado en el suelo. Se sintió repentinamente tan abrumado por el alivio que poco faltó para que estallara en lágrimas. “¡No le he matado, después de todo! ¡Gracias a Dios! ¡Gracias…!” Se encogió, se arrugó interiormente.
Pete no se había sentado porque estuviese vivo. Mantenía el tronco erguido porque le sostenía la parda bruja situada detrás de él. Las apergaminadas piernas de aquella escalofriante criatura estaban cruzadas a la espalda de Pete. Los brazos le sujetaban el pecho. La boca chupaba y mordisqueaba el orificio de la herida abierta en la parte posterior de la cabeza.
Larry chilló y se despertó.
Estaba solo en la cama. La habitación se encontraba a oscuras. Se puso de costado y consultó el reloj despertador. Las cinco menos diez. Rezongó al darse cuenta de que era la madrugada del sábado y que hacía menos de una hora que se había acostado.
Se acordó de lo que habían hecho.
Dios, daría algo porque todo aquello hubiera sido una pesadilla. Porque sólo hubiera soñado que estuvieron allí.
Sabía que era esperar demasiado. Era una realidad. Lo llevaron a cabo, desde luego.
“Al menos, no le descerrajé un tiro a Pete —pensó—. Gracias a Dios, eso sólo ocurrió en la pesadilla”.
Bajó de la cama. Desnudo, sudoroso y estremecido, anduvo hasta la ventana. La luna estaba suspendida sobre el tejado del garaje, muy baja.
Se resistió a pensar en lo que estaba dentro del garaje.
“Hemos de acabar con eso se dijo. Hemos de devolver el cadáver a su sitio, dejarlo otra vez debajo de aquella escalera”.
Se preguntó si podría hacerlo solo.
No. Solo, no sería capaz de colocarse frente a la cosa, y mucho menos conducir hasta Llano de la Artemisa y meterla de nuevo en el hotel.
Volvió a la cama, se sentó en el borde, se encorvó y se frotó la cara. Se sentía agotado. Necesitaba dormir. Un montón de sueño. Pero sabía la clase de sueño que le aguardaba.
“Nunca debimos hacerlo —pensó—. Jamás debimos haberlo hecho”.
Con paso vacilante, entró en el cuarto de baño, abrió el grifo de la ducha y se metió debajo de la caliente rociada. El choque de la salpicadura del agua contra su aterido cuerpo le resultó maravilloso. Calmó sus estremecimientos, alivió la tensión de sus músculos. Pero no dispersó la niebla de su cabeza. Tenía el cerebro como paralizado.
“Hoy no podré escribir una línea. A menos que duerma un poco”.
¿Le meto mano a la corrección del original?
Ese fue el motivo por el que no me marché con Jean y Lane.
Dios, ahora deseaba haberse ido con ellas. Nada de todo aquello habría sucedido.
Se vio nuevamente en el hotel, apuntando a Pete con el revólver.
Rayos, no hubiera sido capaz de disparar.
Pero el mero “hecho de encañonarle…
Eso fue la parte peor. Incluso peor que tener ahora el maldito cadáver en el garaje.
Tener que convivir con aquello, se dijo. La verdad es que no puedes conjurarlo para que desaparezca.
La cuestión estriba en escribir el libro para Pete. Aunque no resulte el gran éxito que espera, se venderá bastante bien. Dale una parte y se sentirá feliz. Llegará a la conclusión de que mereció la pena que le apuntasen con un arma de fuego. A partir de ahí, es posible que deje de sentirme culpable.
Así que a escribir el libro.
Larry cerró el grifo de la ducha, salió de la bañera y procedió a secarse. Anduvo perezosamente hasta el dormitorio. Sacó un chándal y unos calcetines de la cómoda, los dejó encima de la cama y se puso la sudadera y los pantalones.
“Escribe el libro”, pensó. Pero no hoy. Demasiado exhausto.
Se preparó un pote de café en la cocina. Llevó su taza a la sala de estar, se acomodó en la butaca anatómica y se dispuso a leer. Los ojos recorrieron las líneas del ejemplar en rústica. Pero las palabras parecían inconexas, sin sentido.
“Una hora de sueño —pensó—. ¿A qué esperas?” Cerró el libro. Perdió la mirada en el espacio, mientras tomaba sorbos de café.
No puedes estar sentado aquí como un cadáver viviente. “Trabaja en Casa de locos —pensó—. Eso no te va a costar tanto, se trata únicamente de volver a dejarlo como estaba al principio”.
A la fuerza, se levantó de la butaca, cogió la taza vacía y se encaminó a la cocina.
Maldita correctora. De no ser por ella, en aquellos instantes se encontraría en Los Ángeles. No hubiera tenido que ir a la maldita ciudad fantasma. No hubiera sucedido nada de toda aquella mierda.
Llenó la taza de café, se fue al gabinete de trabajo y miró el original. Dejó escapar un suspiro. Parecía labor de titanes.
Tal vez podía preparar primero unas notas para La caja.
Algo sobre los tipos que salen para llevarse la gramola a casa, tropiezan con la fogata apagada… el fulano que se comió un coyote… ¿Qué tal si se trata de un individuo relacionado de alguna forma con el pasado? Podría ser un personaje de la época de los sesenta. ¿Uno de los motoristas? Por alguna razón, se quedó rondando por allí y se volvió loco de atar y sobrevivió alimentándose a costa de la tierra.
“Puede que sea una tontería —pensó—. ¿Quién está en condiciones de juzgar? De todas formas, no cuesta nada apuntar la idea. Más adelante decido si la desarrollo o no”.
Se llegó ante el procesador de textos y puso en pantalla las notas del día anterior. Pulsó las teclas precisas para ir al final del documento. “Pero es posible que la “caja” ofrezca otras facetas aprovechables. Hay que seguir explorándola”.
Un ataúd es también una caja. Ahí se te ofrecen nuevas facetas.
Tecleó: Notas — Sábado, 8 octubre.
Espacio en blanco.
Los muchachos van a recoger la radiogramola. En una zanja próxima encuentran una fogata apagada y los tétricos restos de un coyote que al parecer se ha comido alguien para cenar. ¿Quién? Un ermitaño que está como una cabra y que fue el cabecilla salvaje de los motoristas allá por la época de los sesenta. Ha estado merodeando por allí durante todos aquellos años.
¿A quién se comió realmente el coyote?, se preguntó Larry. ¿Y si se tratara del mismo individuo que arregló el rellano del hotel y estiró la manta sobre el fiambre? ¿Y si estuvo espiándonos? ¿Y si nos ha seguido? Larry pulsó dos veces la barra espaciadora.
Alguien —escribió—, clavó una estaca de madera puntiaguda en el pecho de una mujer, atravesándole el corazón. La puso dentro de un ataúd sin tapa y escondió el cadáver debajo de la escalera de un hotel abandonado, en la ciudad de Llano de la Artemisa.
Nosotros la encontramos allí.
Me llamo Lawrence Dunbar. Soy autor de relatos de terror. Este no es un libro de imaginación. Pueden juzgar por sí mismos si es o no de terror.
Esto es lo que sucedió:
El domingo, 2 de octubre, salimos de nuestro domicilio en Recodo de la Cabeza de Mula para pasar el día visitando una ciudad del viejo Oeste situada en el desierto. Cuando partimos, la mañana era clara y cálida. Pete conducía la furgoneta. Yo iba a su lado, delante. Nuestras esposas llevaban termos de café, del que nos pasaban vasos de plástico para acompañar las rosquillas del surtido que un servidor había comprado aquella misma mañana.
“No está mal para un chalado”, pensó. Y continuó escribiendo.
La cosa fluía. Acabó el café. Encendió la pipa. Las palabras salían con facilidad. Como si una voz las estuviese pronunciando dentro de su cabeza y él simplemente tuviera que copiarlas al dictado.
Presentó a Jean, Pete y Bárbara. Describió la belleza y desolación del desierto que tuvieron que atravesar camino de Encrucijada de la Plata. Habló de la ciudad del viejo Oeste: las pintorescas tiendas que visitaron, los personajes que pululaban vestidos, disfrazados de vaqueros, el duelo a revólver que representaron en la calle Mayor, los bocadillos y las cervezas que tomaron en el salón. Por último, estuvieron preparados para abandonar la folclórica ciudad. Subieron a la furgoneta. Pete preguntó: “¿Y si volviéramos a casa dando un pequeño rodeo?”.
Larry volvió al principio. Numeró las páginas y entonces meneó la cabeza asombrado. Había escrito quince. No podía creerlo. Consultó el reloj de la pared. Las ocho y media. Llevaba trabajando cerca de tres horas. O sea, que le habían salido cinco páginas por hora. Normalmente, redactaba dos.
“Debería escribir siempre cuando estoy hecho polvo”, pensó.
Seguramente será basura.
Leyó el capítulo. Desde luego, no parecía basura. Lo consideró tan bueno como cualquier otra de las cosas que había escrito. Quizá mejor. Tuvo la impresión de que había transformado la en cierto modo visita mundana a Encrucijada de la plata en un retrato colorista, rico en incidentes y anécdotas, de ritmo trepidante.
Los personajes estaban vivos. Tal vez incluso se excedió un poco, en el caso de Bárbara. La presencia de Bárbara se imponía, dominaba el capítulo.
Como debe ser, se dijo. Bárbara es, sin la menor duda, uno de los personajes principales de esta historia.
Pero le inquietó la posibilidad de que el hecho de que la muchacha le hubiera robado el corazón resultase demasiado evidente. Al fin y al cabo, Jean leería el libro, tarde o temprano. Lo mismo que Bárbara. E incluso Pete, que no leía nunca, seguro que se iba a lanzar a través de las páginas de aquella obra. No puedo dejar que se formen una idea equivocada.
Vale más que te andes con cuidado, se avisó. Vigila bien cuando lo revises. Elimina cuanto resulte sugerente en exceso.
Aunque anhelaba seguir, Larry sentía demasiado calor. Se quitó la sudadera, se estiró y emitió un suspiro de placer cuando se le tensaron los músculos y la templada brisa le acarició la piel. Se levantó, volvió a estirarse y pasó al cuarto de baño. Se aplicó desodorante bajo las axilas. Orinó. Después entró en la alcoba y echó las prendas del chándal encima de una silla. Se puso unos pantalones cortos y una camiseta también de manga corta. Aquellas piezas sueltas y ligeras dejaban entrar el aire. Se sintió mucho mejor mientras se encaminaba a la cocina.
Encontró en el frigorífico un huevo pasado por agua. Le quitó la cáscara y empezó a comérselo encima del cubo de la basura. Estaba seco en la boca. No ignoraba que, para que su sabor mejorase, tendría que echarle un poco de sal. Pero no tenía ganas de molestarse. Continuó de pie ante el cubo de los desperdicios hasta que dio cuenta del huevo. Luego se llenó de nuevo la taza de café y regresó al estudio.
El segundo capítulo fluyó con la misma soltura que el primero. Pero se mostró más cauto con él. Censuró su voz mental, negándose a teclear varias descripciones que reflejaban la apariencia física de Bárbara. Cuando llegó a la parte referente a las ruinas de la vieja casa de piedra que dejaron atrás poco antes de llegar a Llano de la Artemisa, Larry hizo un alto. Rellenó la pipa, la encendió y se quedó mirando la pantalla. ¿Debía omitir el diálogo de Pete y Bárbara acerca de los polvos con que se regalaron en aquel lugar?
Se suponía que era una historia real y verídica. Bárbara y Pete dijeron aquellas cosas.
Ya se ha apartado esto un poco de la verdad, comprendió. Ciertamente he alterado ciertos detalles al presentar mi propia versión.
Diablos, la conversación se produjo. Cuéntala tal como se desarrolló. Además, aclarará mucho en lo que concierne a sus relaciones, contribuirá a presentados como personas de carne y hueso, los hará más auténticos.
—Pasamos demasiado tiempo follando entre aquellos montones de cascotes.
—Cuidado, señor.
Por el tono de la voz de Bárbara, comprendí que Pete no había hablado en sentido figurado. Supuse que debió ocurrir tal cual y me imaginé a mí mismo con Jean entre aquellas paredes medio derruidas. Probablemente el duro suelo me destrozaría las rodillas. Pero era excitante. Y me sorprendí deseando que estuviésemos allí, entonces, en aquel momento, en vez de ir en la furgoneta con Pete y Bárbara rumbo a los restos de una ciudad fantasma.
Larry dedicó una mueca a la pantalla. Muy bien hecho.
Continuó escribiendo. Todo salió con fluidez, hasta el instante en que Bárbara se alejó para atender las exigencias de la naturaleza. ¿Debía poner eso también? Si no lo incluía, ¿cómo me las iba a componer para llegar al cauce seco del arroyo que corría por la parte posterior del Holman’s?
Decidió explicarlo exactamente como ocurrió.
Así lo hizo: Bárbara se alejó, Pete fue en su busca, la espera, la preocupación, Jean y él yendo finalmente a ver dónde estaban. Los cuatro en la hondonada, dedicados a examinar la radiogramola.
Y entonces sonó el timbre de la puerta.
Larry consultó el reloj. Las once menos diez. Gruñó al tiempo que se levantaba. Recorrió la distancia hasta la puerta sobre unas piernas que parecían demasiado débiles para soportarle.
Parpadeó a fin de quitarse el sudor de los ojos y abrió la puerta de la calle.
Pete, con un polo de punto y pantalones vaqueros, parecía descansadísimo, alerta, frío, jovial y animado.
—¿Haces ejercicio? —preguntó, mientras entraba.
—Estaba escribiendo.
—No sabía que escribir resultase un trabajo tan duro. Debes salir a tomar el aire, hombre, aquí dentro hace más calor que en el infierno.
—Sí —murmuró Larry. Separó de los glúteos el fondillo de los pantalones—. ¿Quieres café o algo?
Pete negó con la cabeza.
—Ya he tomado mi dosis matinal.
—Al verte tan rozagante y pletórico de energía me entran unas ganas locas de vomitar.
Pete se echó a reír.
—Pareces la muerte resucitada. ¿Por qué no te das un repaso de agua y jabón y te vienes con nosotros? Bar y yo pensamos cruzar el río y disfrutar de un poco de acción de casino. Nos encantaría que vinieras con nosotros.
Larry tuvo la impresión de que la cabeza volvía a llenársele de pelusa.
—Te estás quedando conmigo. Lo más probable es que me derrumbase.
Se frotó la cara. Bostezó.
—¿Estuviste levantado anoche hasta muy tarde?
—Ja, ja. Habré dormido cosa de una hora.
—Pues te convendría dormir como yo. Me siento en plena forma, igual que un millón de dólares.
—A propósito… Empecé el libro.
—¿El libro?
—Sí.
—¡Fantástico! Hombre, no pierdes el tiempo.
—Quizá lo que quiero es acabar de una vez.
—¿De verdad lo estás escribiendo ya?
Larry asintió. Le pesaba enormemente la cabeza.
—Ya casi tengo concluido el tercer capítulo. Es…, estoy lanzado. Es realmente impresionante.
—Bueno, Dios, no seré yo quien te interrumpa. Olvida lo que dije sobre los casinos. Le diré a Barb que no pude arrastrarte fuera de casa.
—¿No le has contado nada sobre… la cosa?
Pete le miró como si Larry hubiese perdido el juicio.
—Se va a enterar tarde o temprano.
—Cuanto más tarde, mejor. ¿Cuánto puedes escribir antes de que Jean y Lane estén de vuelta?
—No lo sé.
—Tienes lo que resta del día de hoy y todo mañana. Además, el ataúd está bastante bien escondido. Puede que transcurra una semana antes de que alguien lo descubra. Rayos, para entonces, ¿quién sabe? Es posible que tengas el libro tan adelantado que ya ni siquiera importe.
—No lo sé —repitió Larry.
—¿Cuántas páginas has escrito?
Larry se encogió de hombros.
—Alrededor de treinta, creo.
La cara de Pete se encendió de entusiasmo.
—¡Fabuloso! Treinta. Es increíble. ¿Todo eso lo has hecho esta mañana? Pues no me extraña nada que parezcas una braga.
—Gracias.
—Eh, yo me largo. Vuelve a la tarea y sacúdete unas cuantas páginas más. Es tremebundo. —Salió por la puerta y luego se volvió hacia Larry—. Si te entran ganas de echar un trago y cenar, déjate caer por casa hacia las cinco.
—Vale. Gracias. Aunque, no sé.
Cuando Pete se marchó, Larry anduvo tambaleándose hasta la cama. Se desprendió de las húmedas prendas y se desplomó encima del colchón.
“Descabezaré sólo un sueñecito”, pensó.
Se despertó, jadeante por la falta de aire y empapado de sudor. El reloj de la mesita de noche indicaba que eran las dos y cuarto.