Capítulo 16

De pie, delante de la furgoneta, Larry tiritaba mientras dirigía el foco de la linterna hacia la puerta del hotel. Permanecían silenciosos. El candado colgaba del pestillo, pero nadie había reparado los desperfectos que causó Pete. La armella seguía arrancada de la hoja derecha de la puerta.

Pete se colocó junto a Larry. Empuñaba la palanqueta.

—No necesitarás forzarla —susurró Larry.

Pete asintió con la cabeza y se introdujo la barra de hierro bajo el cinturón. Lanzó sendas miradas a un lado y otro de la calle. Después alzó la cámara y tomó una fotografía de la puerta de doble hoja.

Cuando subía a la acera, Larry le agarró por el hombro.

—Aguarda un momento.

—Yo voy a entrar. Si tienes miedo…

—¿Tú no lo tienes?

—Eh, claro que lo tengo. Pero no voy a permitir que eso me detenga. Puedes esperarme aquí fuera, si quieres.

Larry se dio por vencido. Cruzó la acera en pos de Pete. Notó flojos y temblorosos los músculos de las piernas. Le dolía la barriga. El corazón latía con sordo redoble y tuvo que aspirar con fuerza para que el aire llegase a sus tensos pulmones.

“¿Quién escribirá el libro de Pete, si sufro un ataque cardíaco y me voy repentinamente al otro barrio?”

Pete abrió la puerta. Larry proyectó el foco de la linterna sobre el vestíbulo. El rayo de luz vibró sobre los peldaños de la escalera, a la izquierda, fue más allá del pasamanos y barrió el espacio vacío del otro lado.

Entraron. Pete cerró la puerta.

“Estoy dentro pensó Larry. ¡Cristo bendito!”

El viento desapareció. Lo oía, pero ya no soplaba contra él.

Dentro del hotel, la temperatura era cálida. Aunque no tan cálida como la de la furgoneta. Larry seguía tiritando, sin poder evitarlo. Tenía la piel tensa. La carne de gallina, de los pies a la cabeza. Y una mano de hielo parecía estrujarle los genitales.

Llevó el foco de la linterna de un lado a otro. Por el entarimado suelo cubierto de arena. A través del mostrador de la recepción. A lo largo de las paredes. Se volvió despacio para iluminar las tablas que cegaban las ventanas frontales y las dos hojas de la puerta cerrada.

El chasquido de la cámara y el parpadeo del flash le hicieron dar un respingo. Zumbó el dispositivo de arrastre automático de la película.

—Quiero hacerme con una panorámica general —susurró Pete.

Tomó varias fotografías más, trazando un círculo completo con el enfoque para captar hasta el último centímetro del interior del vacío vestíbulo.

Mientras ponía un rollo nuevo de película, Larry se sentó en cuclillas para ver si así se le aliviaba un poco el dolor intestinal.

—¿No te encuentras bien? —murmuró Pete.

—No mucho.

—Si te cagas encima, tendrás que volver a casa a pie.

—Ja, ja.

—Voy a subir para tomar un par de fotos del rellano.

Larry se enderezó, pero no fue con él. Dirigió el foco sobre la escalera. Pete subió los peldaños, sostenida la cámara con las dos manos. Se detuvo bruscamente.

—Muy interesante. Ven a echar una mirada.

Larry hizo una mueca y obligó a sus vacilantes piernas a trasladarle hacia la escalera. La ascendió hasta llegar junto a Pete.

Cuatro tablas sucias y estropeadas por las inclemencias del tiempo cruzaban el rellano. Cubrían el boquete que se abrió al ceder el entarimado del piso bajo el peso de Bárbara.

—No tengo que decirte lo que significa esto —manifestó Pete.

—Salgamos de aquí.

—Dios santo, confío en que no se haya llevado a nuestra vampira.

“Dios santo, confío en que sí se la haya llevado”, pensó Larry.

“Confío en que haya desaparecido”.

“¿Y si se trata del individuo que se comió al coyote?”

Larry proyectó la luz escaleras arriba. La claridad llegó hasta el pasillo del otro piso y arrojó un tenue resplandor hasta lo más alto de la pared. Permaneció un momento con la vista fija, medio esperando que un loco furioso anduviera por allí arrastrando los pies.

Pete lleva un arma de fuego, recordó.

“Pero el susto probablemente me mataría”.

Deseó poder apartar los ojos del pasillo de arriba. Pero no se atrevía a hacerlo.

Pete desenfundó el revólver.

—Sostén esto un momento.

Larry se pasó la linterna a la mano izquierda y empuñó el arma con la derecha. Apuntó ambas hacia la parte superior del tramo de escalera.

El contacto sólido y pesado del 357 era reconfortante. Muy reconfortante.

El modo en que calmó sus escalofríos y le tranquilizó fue como ponerse un abrigo. Pero mucho mejor.

No tenía nada de extraño que Pete se hubiera manifestado tan frío durante todo aquel episodio. Llevaba aquella herramienta a la cadera.

Pete tomó una foto del rellano. Luego soltó la cámara, dejando que colgase de la correa, se agachó y arrancó una de las tablas del suelo. La apoyó contra la pared. Repitió la operación y cuando hubo retirado las cuatro tablas, hizo un par de tomas del agujero.

Mucho menos preocupado ya por la posibilidad de que hubiera un intruso, Larry contempló el boquete. Observó los astillados bordes de las maderas que desgarraron y arañaron a Bárbara. Evocó el tacto del cuerpo de la mujer cuando le envolvió con sus brazos. La cálida suavidad de los pechos contra sus antebrazos. El aspecto que ofreció después, erguida bajo el sol, en el umbral de la entrada, con la blusa abierta.

Su cerebro regresó al presente en el instante en que Pete empezaba a colocar de nuevo en su sitio las tablas que había retirado. Se percató de que ya no tiritaba. Se preguntó si fue la pistola o el recuerdo de Bárbara lo que puso fin a los escalofríos. “Probablemente ambas cosas”, pensó.

—Muy bien —dijo Pete, y se puso en pie. Alargó la mano para recuperar el arma.

—Deja que la lleve yo —pidió Larry.

Pete guardó silencio durante unos segundos. Luego se encogió de hombros y dijo:

—Claro, ¿por qué no?

Dieron media vuelta y se dispusieron a bajar la escalera.

—Vamos a tener un montón de buenas vistas de este lugar. Ese libro de Amityville, ¿llevaba fotos?

—No.

—Estupendo. El nuestro va a ser mejor.

Llegaron al pie de la escalera, rodearon el poste de la barandilla y las suelas de los zapatos chirriaron sobre el enarenado piso.

El panel que tapaba el hueco de debajo de la escalera seguía en su sitio, tal como lo dejaron. El cuerpo de Cristo despedía su brillo dorado desde el crucifijo.

Pete retrocedió unos pasos y sacó un fotograma del cerrado recinto.

Se acercó al tabique y deslizó una mano a lo largo de una juntura. Trató de hundir los dedos y, en vista de que le era imposible, sacó la palanqueta. Introdujo el filo en la grieta. Poco a poco, como si temiera hacer ruido, accionó la barra de hierro.

—Ábrete, sésamo —murmuró.

Con un suave gemido de clavos chirriantes, el entrepaño de madera se movió hacia fuera cosa de un centímetro y medio.

Pete introdujo los dedos de la mano izquierda por el resquicio. Volvió a guardar la palanqueta bajo el cinto. Tiró del panel con ambas manos. Los clavos volvieron a rechinar. La grieta se amplió.

Por último, el panel de madera quedó completamente suelto. Tenía cosa de metro veinte. Pete elevó ambas manos y lo cogió por los bordes. Cuando levantó el entrepaño para apartarlo a un lado, pareció una imitación en tamaño natural del cuerpo clavado en la cruz; el crucifijo casi le tocaba la mejilla. Apoyó el panel en la escalera, se limpió las manos frotándolas contra la parte delantera de los pantalones y después retrocedió y tomó una foto de la abertura.

Larry aguardó hasta que Pete estuvo a su lado. Entraron juntos en el hueco de debajo de la escalera.

“Que haya desaparecido”, deseó Larry mentalmente mientras llevaba la linterna hacia la izquierda.

Iluminó el pie del ataúd. Al levantar ligeramente el foco, Larry vio la vieja manta pardusca que cubría el cuerpo. Se alzaba sobre la estaca para formar una diminuta tienda de campaña. Más allá de esa zona de manta se encontraba el oscuro rostro del cadáver.

Pete le dio un codazo.

—¿Qué? —susurró Larry.

—Nadie se ha fugado con ella.

—Mal asunto.

—Le tomaré una foto.

Sobre la manta apareció el tenue reflejo de la luz roja del flash de la cámara. Ascendió, como si flotara, hasta la parte inferior de un escalón, justo sobre la cabeza de la muerta, y luego se centró en la cara sin vida. Por encima del retumbante latir de su corazón, Larry percibió el breve zumbido del autofoco al ajustarse. La luz roja tembló sobre la frente color de bronce, rozó un párpado hundido, vagó por una chupada mejilla y se inmovilizó encima de la hilera superior de dientes.

Larry cerró los ojos a tiempo de perderse el súbito sobresalto brillante del flash. Lo vio a través de los párpados. Luego se produjo otro relámpago.

—Vamos —susurró Pete.

Larry abrió los ojos. Siguió a Pete. Aunque mantuvo el féretro iluminado, evitó mirarlo.

Pete se agachó y agarró el ataúd por el extremo. Dio un tirón. El féretro se movió hacia él, arañando el suelo. Larry se quitó de en medio y Pete arrastró el ataúd por delante de él.

Lo sacó de debajo de la escalera, hasta el vestíbulo.

Larry le siguió.

—¿Qué estás haciendo? —estalló en un susurro discordante.

—No me gustaba que estuviese ahí debajo —respondió Pete.

—¡Cristo!

El propio Larry también se alegraba de haber salido del recinto de debajo de la escalera. Pero aquello era ir demasiado lejos. Demasiado, demasiado, demasiado lejos. A la criatura aquella no le correspondía estar allí fuera. Su sitio era debajo de los escalones, por el amor de Dios, no el vestíbulo.

—Tenemos que volverla a poner ahí detrás.

En vez de contestar, Pete tomó una foto.

El fulgor blanco del flash iluminó el suelo alfombrado de arena, el ataúd, los pies y el rostro del cadáver, la cabellera rubia, la manta…

La manta.

Larry notó una súbita opresión en el pecho.

—Pete.

—Deja de lloriquear, ¿quieres?

—La manta.

—¿Qué le pasa?

—Que no la dejamos como está ahora.

—Eh, tienes razón.

El domingo, Pete había arrojado descuidadamente la manta sobre el cadáver y la tela quedó amontonada encima del pecho y del vientre. Bárbara tiró de una punta para tapar 1os riñones. Ahora, la manta estaba extendida y lisa, como un sudario que cubría todo el cuerpo, desde los hombros hasta los tobillos.

—Sin duda fue la misma persona que arregló el descansillo —opinó Pete. El tono en que hizo el comentario resultaba bastante tranquilo. Incluso sin el revólver.

—Eso significa que sabe que encontramos el cadáver.

—No sabe que nosotros encontramos el cadáver. Sólo que alguien lo encontró.

—Esto no me gusta.

—No está aquí, ¿verdad?

—Puede que sí.

Larry apuntó el foco de la linterna hacia lo alto de la escalera. No vio a nadie.

—Si se presenta, podemos interrogarle acerca del asunto.

—Claro. Faltaría más. ¿Y si no le complace la idea de que un par de sujetos anden toqueteando su vampira?

—¿Tienes tú idea de lo que un 357 le puede hacer a una persona? Dejarlo tan seco que se creerá que acaba de atropellarle un camión Mack. De modo que no aprietes el gatillo a menos que no tengas más remedio.

—¡Santo Dios! —murmuró Larry.

—Cúbreme mientras saco unos cuantos desnudos.

Pete se agachó y retiró la manta de encima del cadáver. Los ojos de Larry y la luz de la linterna se fueron directos a la estaca que sobresalía del centro del pecho.

Pete rodeó el ataúd y tomó media docena de instantáneas.

Luego se puso delante de Larry y bajó la cámara, dejándola apoyada contra el abdomen.

—Vale, compañero. Ha sonado la hora de comprobar si esta chica es real.

El frío serpenteó por la espina dorsal de Larry.

—No lo hagas.

Pete sonrió y levantó levemente las cejas.

—Dijiste que, si era falsa, no la querías.

—Por el amor de Cristo, es de noche.

Pete se le acercó. Se pasó la correa de la máquina fotográfica por encima de la cabeza.

—Tal vez debas registrar esto para la posteridad.

Le colgó la cámara del cuello y el peso de la misma descansó en la nuca de Larry.

Pete fue a situarse en el otro lado del ataúd y se puso de rodillas. Cerró la mano en torno al extremo superior de la estaca.

—No lo hagas. Hablo en serio.

—No seas cobardica, hombre.

Larry le encañonó con el revólver.

A Pete se le borró la sonrisa de los labios.

—¡Jesucristo!

—Quita la mano de ahí.

La mano se retiró de la estaca como si la madera abrasara.

—¡Ya está, ya la he soltado, Jesús!

Larry bajó el arma.

Sacudió la cabeza. No podía creer que hubiese amenazado a su amigo con la pistola. Se sintió enfermo.

—Lo siento. Dios, lo lamento mucho, Pete.

—Jesús, hombre.

—Lo siento. Mira. Nos la llevaremos con nosotros. Nos la llevaremos a casa. Escribiremos el libro. ¿De acuerdo? Y puedes arrancarle la estaca, pero cuando llegue el momento, no antes. Lo haremos a la luz del día. Primero la esposáremos, o algo así, tal como dijiste. Lo haremos todo a conciencia, para que nadie resulte lastimado. ¿Conforme?

Pete asintió y se puso en pie. Rodeó el féretro.

Larry fue a ponerse a su lado.

—Toma, es mejor que te hagas cargo de este cacharro.

Pete cogió el revólver.

—Debería estampártelo en la cara, para ver si te gusta —dijo—. ¡Maldita sea, hombre! ¿Sabes?

—Adelante. Me lo merezco.

—Nooo. —Pete enfundó el arma. Agarró a Larry por un brazo. Y le miró al fondo de los ojos—. Vamos a ser socios, hombre. Vamos a ser un par de socios ricos.

—No debí haberte encañonado, Pete. No sé lo que… Lo siento. Lo siento de verdad.

—No te preocupes.

Se estrecharon la mano. Larry notó un nudo en la garganta. Se daba cuenta de que estaba a dos dedos de las lágrimas.

—Está bien, compadre —dijo Pete—. Arrastremos esta bicha fuera de aquí y volvamos a casa.