Capítulo 15

Cuando el rayo de luz de los faros tropezó con el Garaje de Babe, en el extremo oriental de Llano de la Artemisa, Pete apagó aquellos focos de claridad y levantó el pie del acelerador.

Entraron en la ciudad y rodaron despacio.

Larry examinó la calle, iluminada por la luna, que se extendía ante ellos. Se sentía atrapado por aquel absurdo plan, pero aún alimentaba la esperanza de que surgiese algún imponderable que pusiera fin a semejante despropósito. Necesitaban soledad, secreto absoluto. Si hubiese algún automóvil aparcado por allí…, si saliera luz por alguna puerta o ventana…

Pero la calle parecía abandonada. Los edificios estaban a oscuras.

La furgoneta rodó hasta frenar delante del Hotel de Llano de la Artemisa. Pete se inclinó hacia adelante y escudriñó el terreno, más allá de Larry.

Las miradas de ambos se dirigieron hacia la puerta. Pero el propio hotel bloqueaba los rayos de la luna y proyectaba un negro sudario a lo largo de la acera. Las tinieblas parecían algo sólido.

Incapaz de ver las puertas, Larry se las imaginó abiertas de par en par, imaginó que su mirada atravesaba el vestíbulo, Imaginó que veía el cadáver, erguido sobre los apergaminados pies, junto al ataúd, con los ojos clavados en ellos.

Un escalofrío recorrió su piel. Se le encogió el escroto, sobre el que sintió un hormigueo estremecedor, como si sobre él se deslizaran arañas.

—Sigue —murmuró.

—Vale. La caja.

La furgoneta arrancó.

Larry se llevó la mano al pecho y, a través del tejido del polo, se cogió un pezón con las yemas de los dedos. Parecía un guijarro.

“También les ocurre a los hombres de verdad —pensó—. Cuando se te pone carne de gallina, se te endurecen los pezones”.

Recordó el aspecto de Bárbara cuando refería su experiencia en la iglesia oscura. Al proyectar el pensamiento sobre eso se le borró la imagen del cadáver. Pero le produjo cierta sensación de culpabilidad recurrir a Bárbara de aquella manera, así que pensó en Jean. Jean, la noche del domingo, después de su pesadilla. Jean, cuando se quitó el camisón y se le puso encima. Luego, él se arrodilló sobre Jean y el esbelto cuerpo de la mujer le pareció cadavérico entre las sombras y él se vio de repente en el hotel, de rodillas junto al féretro, dedicado a la contemplación del cuerpo sin vida. Un cuerpo de piel parda y reseca, con una mueca fantasmal en el rostro, pechos lisos y vello púbico que brillaba como el oro bajo el rayo de luz de la linterna.

Sacudió la cabeza para expulsar aquellas imágenes y dejó escapar una estremecida bocanada de aire.

—No sé si podré con esta —murmuró.

—No tengas miedo, aquí está Pete.

Pete pasó de largo por delante del Holman’s, dio una vuelta en redondo y se detuvo frente a los surtidores de gasolina. Apagó el motor.

Tomaron un trago de whiskey cada uno.

—Llevémonosla —propuso Pete.

—No. Quiero tener las manos libres.

Larry tapó la botella y la dejó en el suelo del vehículo. Se apearon. Doblado sobre sí mismo para resistir mejor el frío viento, Larry anduvo a trancas y barrancas hasta la parte trasera de la furgoneta. Pete se reunió allí con él. Empuñaba la linterna, pero aún apagada. Uno junto a otro, doblaron la esquina del Holman’s. Delante de ellos, el desierto presentaba un tono grisáceo, como si su superficie cubierta de matojos, rocas y peñascos estuviese pintada de color crema sucio.

Casi habían llegado a la esquina posterior del Holman’s cuando una forma confusa surgió de pronto, lanzada hacia ellos. Larry dio un respingo. Pete jadeó, se encogió y empuñó la pistola. El viento impulsó la mata de artemisa seca, que pasó dando tumbos por su lado.

—¡Mierda! —murmuró Pete, al tiempo que enfundaba el arma.

—Buena marcha, Pete el Rápido.

“No soy aquí el único que no las tiene todas consigo”, pensó Larry. Le encantó enterarse de que Pete también estaba con los nervios de punta.

—Quizá deberías encender la linterna —sugirió.

—Nos delataría.

—¿A quién?

—Uno nunca sabe, hombre. Uno nunca sabe.

Dejaron la parte posterior del Holman’s y entraron en el desierto, avanzando en diagonal hacia el anacardo que señalaba la orilla del cauce seco del arroyo. Otra mata seca cruzó por delante de ellos, pero Pete la vio venir y no tiró del arma.

Larry examinó el terreno extendido ante ellos. Le hubiera gustado que no hubiese tantos macizos de peñas ni tantos grupos de matorrales. Escondites. Cada vez que se acercaba a uno, el miedo le ponía tenso. Y cada vez que lo dejaba atrás, volvía rápidamente la cabeza, medio esperando ver a alguien agazapado allí, dispuesto a precipitarse sobre él.

Las únicas personas que andamos por aquí somos nosotros dos, se decía una y otra vez. Pero no lograba convencerse.

Por fin llegaron al borde del terraplén. Larry se volvió. Escudriñó la zona que acababan de cruzar.

Pete hizo lo mismo.

Luego miraron hacia adelante. A sus pies, el terreno estaba sumido en sombras. Pete encendió la linterna. Dirigió el rayo de luz hacia la depresión y luego emprendió el descenso. Larry se mantuvo junto a él. De vez en cuando, se detenían y Pete exploraba con el foco de la linterna el fondo de la hondonada, como si quisiera asegurarse de que ninguna sorpresa les aguardaba allí. El lecho de la corriente no le pareció a Larry nada familiar. Tenía la certeza de que no había cambiado desde el domingo, pero que en la oscuridad parecía diferente. No le era posible determinar con absoluta seguridad cuál era el peñasco en el que Bárbara estuvo sentada.

“Es muy posible que no estuviéramos aquí ahora —pensó—. Si Bárbara no se hubiese alejado del Holman’s en busca de un sitio donde evacuar. No habríamos tropezado con la gramola. Quizá sí que hubiéramos encontrado el cadáver, pero esta noche no habríamos salido, a no ser por la radiogramola”.

Comprendió que también él tenía que orinar.

Cuando llegaron al fondo del barranco, dijo:

—Espera un momento. Tengo que desbeber.

—Ándate con ojo, no se te eche algo encima —dijo Pete—. ¿Quieres la luz?

—Sí, gracias.

Cogió la linterna. Pete esperó, mientras Larry se alejaba por la izquierda y rodeaba unos bloques de piedra. Se puso la linterna bajo el brazo para tener las manos libres. De espaldas a Pete, se abrió la bragueta. Notó el viento contra su pene. Dirigió el chorro de orines hacia adelante. El viento lo desvió a un lado, pero no lo lanzó hacia atrás, contra él.

Cuando hubo terminado, se subió la cremallera y se dispuso a dar media vuelta. El rayo de luz de la linterna pasó oblicuo a través de un círculo negro rodeado de piedras.

—Eh, Pete. Ven aquí.

—No quiero mojarme los pies.

—Acércate. —Se quitó la linterna de debajo del brazo mientras Pete se llegaba hasta él. Larry indicó el círculo—. Mira eso.

—Una fogata.

—¿Estaba aquí antes?

—No lo sé. Es posible que estuviese, pero yo no la vi. Avanzaron hacia aquel punto. El centro de la apagada lumbre aparecía negro de ceniza y restos de leña carbonizada y huesos. Larry vio media docena de huesos, intactos entre las apagadas cenizas: grises y nudosos en los extremos.

—¡Mierda sagrada! —murmuró Pete.

—¿De conejo, crees?

Pete se puso en cuclillas. Cogió uno de los huesos: tenía casi treinta centímetros de longitud.

—Este émbolo no es de ningún conejo —dijo—. De un coyote, quizá.

—¿Quién diablos iba a comerse un coyote?

—El jodido Loco del Desierto, ¿quién, si no? —Pete volvió a tirar el hueso—. Esto encajará bien en nuestro libro.

—Formidable —murmuró Larry.

Pete puso la mano sobre una de las ennegrecidas piedras.

—Aún está caliente.

—¡No me digas!

—Sí te digo.

Larry se agachó y tocó una de las rocas. Estaba fría.

—Tonto del culo.

Pete se echó a reír.

—Has picado, ¿eh?

—Soplagaitas.

—Apártate. Voy a tomar unas fotos.

Larry retrocedió, pero mantuvo la linterna enfocada sobre el círculo de la fogata. Pete quitó la cubierta del objetivo, encuadró, fijó la distancia y conectó el flash.

—¿Y si el fulano que hizo esto anda todavía por aquí?

—Que no cunda el pánico. Ya ha comido.

—Un tipo que come coyotes no es una persona con la que me gustaría darme de manos a boca.

—Probablemente hace mucho que se largó.

Pete se llevó la cámara al ojo, se inclinó sobre los restos de la hoguera para tomar un primer plano y oprimió el disparador. Se encendió el flash, que cubrió la zona con un relámpago blanco.

Retrocedió. Un paso. Dos. Y entonces otro fulgurante rayo de luz traspasó la oscuridad.

Aquel fugaz parpadeo de blancura permitió a Larry vislumbrar algo situado más allá del círculo de la apagada fogata. Proyectó sobre aquello el foco de la linterna.

—¡Oh, Dios mío! —murmuró.

Había tres rocas amontonadas. En lo alto descansaba la cabeza de un coyote, con la piel gris salpicada de sangre y un hueso cruzado entre los dientes. Donde debieron estar los ojos sólo quedaban un par de ensangrentados agujeros.

Pete bajó la cámara y se quedó mirando la cabeza de coyote.

—¡Uauuu! —se le escapó.

—Quizá sea aconsejable que nos marchemos de aquí.

Pete agitó la mano y se acercó más a aquello. Levantó la máquina fotográfica. Apretó el disparador. En el breve chasquido luminoso, Larry vio el fondo de las cuencas vacías. Le vino la náusea mientras Pete se colocaba delante de la cabeza de coyote, se agachaba y tomaba otra foto.

Larry se apartó a un lado y devolvió. Al concluir, se retiró del pequeño charco de vómitos, Sacó un pañuelo, se limpió los labios y se sonó la nariz. Parpadeó para expulsar las lágrimas que le llenaban los ojos. Las frotó con el dorso de la mano.

—¿Te encuentras bien? —se interesó Pete, al tiempo que se le acercaba por detrás.

—¡Cristo! —exclamó Larry en voz baja.

—Yo me siento un poco mareado. Qué escena más desagradable. El tipo que hizo eso debe de ser un maldito lunático. ¿Viste cómo le vació los ojos? Me pregunto si lo hizo antes de comérselo.

Larry meneó la cabeza.

—Vayamos por la gramola y larguémonos de aquí.

—Dame la linterna. Quiero echar una mirada por los alrededores, a ver qué más podemos descubrir.

—¿Te has vuelto loco?

Larry retuvo la linterna y echó a andar por el cauce seco del arroyo en dirección al punto donde encontraron la radiogramola.

—¡Aaah! —dijo Pete—. Qué diablos. No quiero perder mi cena. Al salir, no tendría ni la mitad del buen sabor que tuvo al entrar.

Volvió la cabeza con gesto brusco.

Por la espalda de Larry trepó un escalofrío.

—¿Qué pasa?

—Nada, supongo.

—¿Oíste algo?

—Seguramente no sería más que el viento. A menos que nuestro jodido tragaldabas de coyotes nos esté acechando.

—Deja eso.

—Me gustaría saber si le dirigía la palabra a la cabeza, mientras comía. ¿Sabes? Colocar allí la cabeza es como disponer de un compañero de mesa. Tener alguien con quien charlar. Hablar a la cabeza en tanto se mastica el cuerpo.

Esa imagen, comprendió Larry, fue la que pasó por su propio cerebro mientras vomitaba.

—Quisiera saber si se comió los ojos.

A Larry no se le había ocurrido tal idea.

—Es probable que al tipo no le gustase que le estuviese mirando fijamente.

—Quizá. Me parece que eso no lo sabremos nunca. A menos que se nos presente la oportunidad de preguntárselo —rio Pete.

—Ya está bien de choteo.

Larry dio la vuelta alrededor de una peña. Proyectó sobre ella el foco de la linterna.

—¿Era aquí donde Bárbara estuvo sentada?

—Eso creo.

Barrió el terreno con la luz hasta dar con un denso grupo de matorrales situado a la derecha. A través del follaje captó un rielar de metal cromado y sucio plástico rojo.

—Ahí está.

Recorrieron presurosos el trecho final.

Larry bajó la mirada sobre el aparato, abollado y cosido a balazos, que yacía entre los matojos. Imaginó la fotografía de aquella radiogramola en la cubierta de su libro. La caja, por Lawrence Dunbar.

“Esa es la novela que voy a escribir se dijo. Nada de una maldita obra sobre una mujer vampiro”.

—Vamos a ver si podemos levantarla —propuso Pete, y se agachó.

Larry vio mentalmente los esfuerzos de ambos tratando de subir la gramola por el empinado talud. Se vio tropezar, caer, rodar por la pendiente. La radio gramola se vino abajo y cayó encima de él. Pete la levantó. “Será mejor que no intentes moverte, Lar. Iré en busca de ayuda”. Pete le dejó el revólver y se marchó. Larry quedó tendido allí, solo y medio paralizado. No tardó en oír el rumor de alguien que se arrastraba hacia él. Un harapiento ermitaño del que goteaba sangre de coyote, con un cuchillo en la mano. ¿Qué me induce a creer que se trata sólo de uno?, se preguntó.

—¿En qué piensas? —inquirió Pete.

—No lo intentemos.

—Sí, puede que tengas razón. Dios sabe lo que habrá debajo de ese trasto. O dentro de él, que para el caso es lo mismo. No me gustaría molestar a ninguna serpiente de cascabel. Ni alterar la paz de un nido de escorpiones o de bichos así.

—Eso es lo que me gusta de ti —dijo Larry—. Aventurero, pero no insensato.

—Mi mamá no criaba retrasados mentales.

Pete se puso en pie, se alejó unos pasos de la gramola y levantó la cámara.

Larry se apartó a un lado. De cara a la línea del barranco, taladró su oscuridad con el rayo de luz de la linterna. La fogata y los espeluznantes restos del coyote estaban más allá del corto alcance del foco. Trasladó la pálida claridad de este de un lado a otro. Ninguno de los peñascos ni de los matorrales visibles parecía lo bastante grande como para ocultar a una persona.

—Si localizas a Ragu, la Rata del Desierto —dijo Pete—, danos una voz.

—De dar una voz, nada. ¡Aullaré!

Pete se echó a reír.

Larry siguió vigilando, de espaldas a Pete. Por el rabillo del ojo percibió cuatro parpadeos de luz.

—¿Por qué no te pones en la foto? —sugirió Pete—. Sacaremos un par de imágenes de tu persona junto a la famosa radiogramola.

A regañadientes, nada deseoso de abandonar la guardia, Larry retrocedió hasta llegar a la gramola. Su puso en cuclillas junto al aparato. La luz piloto del flash despedía el resplandor de un punto rojo hacia su cara.

—Di “queso”.

—Venga, acaba de una vez.

—Di “queso de cochino”.

—Que te zurzan.

El fulgor blanco le deslumbró. Pete tomó otra foto, se acercó un poco e hizo dos disparos más.

—Creo que ya tenemos bastante.

—Seguro que mi visión nocturna también.

Se puso en pie, cerró los ojos y se los frotó. Chispas y puntitos brillantes bailotearon bajo sus párpados.

—¿Hemos terminado ya aquí? —preguntó Pete.

—Espero que sí.

—¿Quieres que volvamos y cojamos algún recuerdo?

Para llevárnoslo a casa y ponerlo en el congelador.

—Sí. ¿Por qué no lo haces?

—¡Ja! ¿Crees que estoy majara?

—Querías llevarte el cadáver —le recordó Larry, al tiempo que empezaba a subir por el talud—. ¿Dónde está la gran diferencia?

—Bueno, el cadáver no es tan desagradable ni está tan ensangrentado.

—A mí me pareció bastante desagradable.

—Bueno, la cabeza del coyote no vale un millón de pavos. Por un millón de machacantes, la cogería con las manos desnudas y me iría andando hasta casa con ella.

—¿Te la comerías? —preguntó Larry, que empezaba a sentirse casi contento de estar llegando a la parte superior del terraplén.

—¿Quién me daría un millón de pavos por comérmela?

—Es una hipótesis.

—¿Podría guisarla antes?

—No, tendrías que comértela cruda.

—Eres un tipo morboso, hombre.

—¿Yo?

Llegaron arriba y el viento pareció abalanzarse contra Larry. Tuvo la impresión de que soplaba allí con más fuerza que en el fondo del barranco. Pero se alegraba de encontrarse fuera de la hondonada. Se había sentido como un intruso en la guarida del devorador de coyotes. Ragu, la Rata del Desierto. Apresuró el paso, con unas ganas tremendas de poner la mayor distancia posible entre su persona y los dominios del loco.

Volvía la cabeza de vez en cuando. También lo hacía Pete, aunque no con tanta frecuencia.

Llegaron por fin a la furgoneta. Larry se precipitó a su asiento, cerró de golpe la portezuela y puso el seguro. El calor resultaba maravilloso. Y también era estupendo verse al abrigo del viento. Le hormigueaba todavía la piel del rostro y de los brazos como consecuencia de las ráfagas de aire. Abrió la botella de whiskey y se echó al coleto un par de tragos mientras Pete subía al vehículo y se colocaba detrás del volante.

Tendió la botella a Pete.

Este negó con la cabeza. Accionó un interruptor y la luz inundó el interior de la furgoneta. Tras una mirada a Larry, plena de nerviosismo, se deslizó detrás de los asientos.

Larry le vio avanzar, agachado, hacia la parte trasera del vehículo… Movía la cabeza con rápidos giros a un lado y a otro, sus dedos se curvaban alrededor de la culata del enfundado revólver.

Cristo, temía que alguien hubiera subido a la furgoneta. Pete registró todo el interior y dio media vuelta.

—Frío, frío —dijo, al regresar.

De nuevo en su asiento, apagó las luces interiores. Puso en marcha el motor. Alargó el brazo y Larry le puso la botella en la mano. Después de echar un trago, la devolvió.

—¿Estamos listos ya para la auténtica diversión?

—Creo que ya he tenido bastante diversión para una noche.

—No irás a acongojarte y dejarme solo ahora, ¿verdad?

—Si nos lo llevamos a casa, ¿qué vamos a hacer con el cadáver?

—Tú escribirás un libro sobre él.

—¿Sobre qué? ¿Sobre el tema de tener por invitada en casa a una seudovampira?

—Precisamente.

—Allí no pintará nada, sólo permanecerá quieta. Es decir, si las mujeres no nos obligan a desembarazamos de ella.

—Tienes razón. Tendremos que hacer algo con ella. Quizá podamos averiguar quién es.

—¿Cómo?

—Lo primero es lo primero, Lar. Llevémosla a casa y después pensaremos cuál será nuestro siguiente paso.

—¿Por qué no nos abstenemos de llevarla a casa hasta que hayamos pensado cuál será ese paso?

—Eh, ya estamos aquí. ¿Cuándo volveremos a tener una oportunidad como esta? No te me arrugues ahora.

—No me arrugo. Es que no veo qué utilidad puede tener. Nuestro libro ha de ser mucho más que la memez de un par de mentecatos que se llevan a casa un fiambre para alucinar a sus esposas. Hasta una historia real necesita acción, tensión dramática, clímax. Especialmente clímax. No tenemos nada.

—Bueno, llegado el momento, retiraremos la estaca.

—Y la maldita criatura sigue allí inmóvil.

—Tal vez, sí, tal vez, no.

—Ah, vamos. Tú mismo dijiste que no es una vampira.

—No lo sabemos con seguridad. Evidentemente, alguien cree que sí lo es.

—De acuerdo. Vamos a suponer que le quitamos la estaca y resulta que es una mujer vampiro.

—Eso sería algo fuera de serie, ¿eh? Entonces sí que nos encontraríamos con un best-seller entre manos.

—En el caso de que no nos echase el diente al cuello.

—Tomaremos las debidas precauciones, cuando llegue el momento. Ya sabes, ingentes cantidades de crucifijos y ristras de ajos al alcance de la mano. Quizá compremos unas esposas para inmovilizarle las muñecas.

—¿Y qué pasa si le arrancamos la estaca y no sucede nada? Lo cual es la mejor manera de que se venga todo abajo. Entonces, ¿qué?

Pete puso en marcha la furgoneta.

—Una impresionante catástrofe, eso es —le dijo Larry.

Pete llevó el vehículo a la carretera. Rodó despacio en dirección al hotel de Llano de la Artemisa.

—Volvamos a casa y olvidémonos de la vampira.

—Dijiste que debíamos tocar de oído, o sea, improvisar.

—Mi oído me dice que lo olvide.

—Tengo una idea mejor. —Pete volvió la cara hacia Larry. A la vaga claridad lunar, sus dientes parecieron rutilantes cuando sonrió—. Has dicho que sufriremos una impresionante catástrofe si le arrancamos la estaca y la vampira sigue inmóvil. Bueno, averigüemos esta noche si es o no una mujer vampiro. —Condujo la furgoneta hacia el otro lado de la calle y frenó delante del hotel—. Entremos ahí y quitémosle la estaca.