Capítulo 14

—¿Nos lanzamos a una pequeña excursión?

—¿Qué quieres decir?

—Llano de la Artemisa.

—¿Vas de gracioso?

—¿Quién puede impedírnoslo?

—No quiero ir allí.

Pete dejó caer la mano, en plan de cachete, sobre la rodilla de Larry. Un brillo pícaro fulguraba en sus pupilas, pero no sonreía. Parecía un chiquillo con bigote, algunas canas y grandes planes para correrse una juerga por todo lo alto.

—Cogemos la furgoneta. Nos llegamos allí, cargamos la gramola y volvemos. En total, dos o tres horas. Barb está como un tronco. Ni se enterará.

—Lo sabrá en cuanto vea el armatoste en vuestro garaje.

—Muy bien, entonces lo dejaremos en tu casa. ¿Qué dices, Lar?

—Creo que es un disparate.

—Eh, hombre, una aventura. Será algo fantástico. Puedes utilizarlo en el libro. Ya sabes, cuentas la correría de dos individuos que se deslizan subrepticiamente en plena noche para apoderarse de ese cacharro. Puedes relatarlo exactamente tal como se desarrolle, ¿sabes? No tendrás que estrujarte la imaginación para nada.

—Es una locura.

—¿No quieres la caja?

—Hasta ese extremo, no.

—¿Qué me dices de una foto para ilustrar la cubierta del libro?

—Bueno, eso sería formidable, pero…

—Entonces me llevaré la cámara. Quizá no podamos cargar con la gramola, ¿sabes? Tal vez ni siquiera consigamos levantarla del suelo. Pero, al menos, tendremos algunas fotos.

—Eso podríamos hacerlo durante el día.

—Ya sabes el follón que me armaría Bárbara. Me echaría encima una bronca de mil pares de demonios. ¿Qué te parece?

—¿De verdad quieres ir ahora?

El reloj digital del vídeo indicaba las 12:05.

—No hay mejor tiempo que el presente. Una operación nocturna.

La idea aterraba a Larry. Pero también le excitaba. Notó una vibración que parecía zumbar a través de su sistema nervioso.

“La última vez que hiciste algo realmente arriesgado se preguntó, ¿cuándo fue?”

Si te acojonas, te arrepentirás. Y Pete te va a considerar un bragazas.

Una aventura auténtica.

—Como Tom y Huck —dijo.

—¿Cómo?

—Tom Sawyer se escapaba por la ventana, entrada la noche, para ir al cementerio con Huck Finn y con el gato encargado de pasar por la tumba de un difunto y llevarse las verrugas de uno. Siempre soñé con hacer algo parecido.

—¿Tienes verrugas, tú?

—Vamos a buscarlas.

Sonriente, Pete volvió a llenar los vasos.

—¡De fábula!

Entrechocaron los vasos a modo de brindis y bebieron.

Pete se llevó el vaso consigo. Encendió la lámpara situada al otro lado del brazo del sofá. Luego sacó la cinta del vídeo, apagó la televisión y salió de la estancia. Larry sorbió su whiskey mientras esperaba. El alcohol puso calor en su cuerpo pero no atenuó el rasgueo de las vibraciones.

A su regreso, Pete llevaba puesto un cinturón canana. Con el 357 en la pistolera adosada a la pierna derecha. Colgada del cuello iba su cámara con el correspondiente flash.

—Eché un vistazo a la alcoba —dijo en voz baja—. Bárbara se ha apagado como una bombilla.

Pete apuró el contenido de su vaso. Puso el tapón en la botella de whiskey y se la tendió a Larry.

—Vale más que guardes tú el agua de fuego.

—No deberíamos llevárnosla.

—Al diablo. ¿Quién lo va a saber?

—Si nos paran…

—No nos pararán. Tranquilo, vivirás más.

Se encaminaron hacia la puerta. Pete apagó la luz. Salieron. De pie, bajo la claridad de la lámpara del porche, Pete cerró con llave la puerta de la calle.

Larry se estremeció y se apretó el pecho con las manos mientras corría hacia la furgoneta, estacionada junto al bordillo. Pensó en pasar por su casa para coger una chaqueta. Pero Pete tampoco iba abrigado. Sólo vestía un polo de punto, de manga corta, y unos vaqueros azules.

“Si él puede ir a cuerpo gentil, yo también”, se dijo Larry. Además, en la furgoneta se encontrarían estupendamente. La temperatura del vehículo era cálida. Debía de estar como un horno antes de que se pusiera el sol y aún conservaba bastante de ese calor. Larry se acomodó en el asiento contiguo al del conductor y dejó escapar un suspiro.

—Pásamela.

Tendió la botella a Pete, que tomó un trago y se la devolvió. Larry también sorbió un poco.

—¿Estás en condiciones de conducir? —preguntó.

—¿Bromeas? Si apenas he probado el matarratas.

“Sí —pensó Larry—. Estoy un poco colocado, desde luego. Pero no es el prive. Se trata de un ataque de anticuada excitación. Tal vez mezclada con algo de miedo”.

Pete puso en marcha la furgoneta. Mantuvo apagados los faros durante un trecho. Los encendió tras doblar la primera esquina. Horadaron la noche.

—Eh, esto es formidable, ¿lo sabías?

—¿Crees que eres capaz de encontrar el pueblo?

—No temas.

—Pero no nos acercaremos al hotel, ¿de acuerdo?

—Si tú lo dices. —Pete condujo en silencio durante varios minutos. Cuando estaban en el paseo de la Ribera, miró a Larry y dijo—: Hay una cosa que no entiendo. ¿Cómo te ha dado por escribir acerca de la radiogramola en vez de centrarte en la vampira?

—Los libros sobre vampiros están a diez centavos la docena.

—Los auténticos, no. No me interpretes mal, tu historia con la gramola como protagonista me parece un hallazgo magnífico. Pero creo que el relato auténtico acerca de cómo encontraste un vampiro femenino en una ciudad fantasma sería… diferente, ¿sabes?

—Diferente, faltaría más.

—¿Te acuerdas de esa película titulada Terror en Amityiville? Se suponía que era una historia real.

—Se suponía —confirmó Larry—. Pero tengo entendido que todo fue un invento.

—Quizá, sí, quizá, no. La cuestión es que afirmaron que era verídico. Y ahí estuvo el éxito. A no ser por esa garantía, hubiese sido una película más de casa encantada. Se supone que uno había de pensar que aquello sucedió realmente, ¿no?

—Exacto.

—Estaba basado en un libro, ¿verdad?

—Sí. Y el libro se lanzó como género no novelesco.

—¿Y se vendió?

—¿Te burlas? Una tonelada de ejemplares.

—¿Qué te impide, pues, escribir ese asunto de la vampira como literatura no novelesca? Sacar un libro para las listas de los más vendidos y que te compren los derechos para hacer una película. ¡Presto! Ser rico y famoso.

—¡Mierda!

—¿Qué significa eso de mierda? ¿Tienes algo en contra del dinero?

—Las cosas me van bastante bien.

—Seguro que te las bandeas de maravilla. ¿Pero cuántos best-sellers has escrito?

—Uno puede ir tirando estupendamente sin necesidad de que sus títulos figuren en las listas de los veinte o los cuarenta principales. Esos autores de las listas están ganando millones.

Pete dejó escapar un silbido.

—¿Tanto?

—Claro. Algunos de esos muchachos cobran de entrada, como adelanto, un par de millones. O más. Y luego tienen los derechos de las ediciones en rústica, de traducción, de la versión cinematográfica, de las videocintas…

—¡Cristo! ¿Y eso no despierta tu interés?

—No he dicho que no me interese. Lo que pasa es que no quiero liarme con ningún vampiro.

—Eh, no nos equivoquemos en eso. Esa criatura no es ninguna vampira. Sólo es una gachí con una estaca clavada en el pecho. Pero no sabemos más. No estamos seguros de nada. Como tampoco lo saben los lectores. Eso es cosa del desarrollo de la trama. Aguarda al final y entonces le quitas la estaca. Eso puede ser algo así como el meollo del último capítulo, ¿no te parece? Retiras la estaca de su pecho y ves lo que sucede.

—No sé, no sé.

Dejaron atrás las luces de Recodo de la Cabeza de Mula.

Pete abandonó la calle Mayor y se dirigió hacia el oeste, a través del desierto. Se acabaron las farolas. Los rayos luminosos de los faros del vehículo abrieron amplias y brillantes sendas de claridad en la calzada por delante de Pete y Larry. La luna lanzaba un tenue resplandor sobre el yermo paisaje de peñascos, matorrales y cactos, así como sobre las dentadas cumbres de las montañas que se alzaban a lo lejos. Era un panorama de aspecto frío y triste. A Larry le entraron de pronto ganas de volver.

Mal asunto, atravesar aquel erial, en busca de una radiogramola.

Pero tal opinión no la compartía, de ningún modo, Pete.

—En realidad, ¿qué estamos haciendo? —le preguntó Larry.

—Lo que hemos proyectado. Vamos a traemos la gramola. O vamos a hacerle unas fotos, si no tenemos fuerzas para levantarla del suelo.

—¿Y qué pasa con el asunto de la vampira?

—Sólo era un comentario. Eh, ¿a ti no te gusta la idea?, pues, estupendo. No pienso obligarte a hacer algo que vaya en contra de tus principios. Pero, Jesús, ¿por qué dejar pasar la ocasión de ganarse un millón de pavos?

—Esa criatura me asusta.

—Ahí está el quid. —Pete alargó la mano, le cogió a Larry la botella, bebió un trago y se la devolvió—. La cuestión es que te dedicas al negocio de asustar a la gente. ¿No es eso?

—Asustar a la gente con relatos de ficción. No con cosas reales. La gente que quiera terror auténtico, puede ver los espacios informativos de la tele.

—Esto no sería radicalmente distinto de tus novelas. Eh, estamos hablando de vampiros, no de homicidios ni de guerra nuclear. La única diferencia es que se trataría de una historia verídica. Y se amolda perfectamente a tu imagen, ¿sabes? Es la clase de cosa que haría que se les cayera la baba de gusto a los publicitarios. Escucha esto: “Famoso autor de novelas de terror descubre una mujer vampiro durante una excursión de fin de semana”. Es sensacional. Saldrías por la tele. Y, aquí viene lo mejor, podrías llevarla contigo.

—¡Oh, maravilloso!

—No tienes más que dejarles que prueben a pedirte que te encargues de todo el asunto.

—Formidable. Ya me tienes llevando un cadáver de un estudio a otro, por el circuito de programas televisivos de música y entrevistas.

—Estamos hablando de un millón de machacantes, Lar. Estoy seguro de que lo harías.

—Estás invitado a la fiesta.

—No sé escribir. Y tú tienes… —Volvió la cabeza bruscamente—. ¡Ya está! Seré el personaje principal. Y tú puedes ser el cronista que se encargue de contarlo por escrito.

—Tu Watson, tu Boswell.

—Sí, lo que sea. Dios, daría cualquier cosa por tener aquí una grabadora. Deberíamos poner todo esto en una cinta, con vistas al libro.

—Hablas en serio, por lo que veo.

—Completamente en serio. ¿Puedes retener en la memoria todo esto? Rayos, será cuestión de dejar la bebida.

—Exacto. —Larry tomó otro trago.

—Me estoy dando cuenta de que va a ser un libro importante. Y una película importante. Es sensacional.

—Tiene posibilidades —reconoció Larry.

—¿Posibilidades? Será un bombazo.

—Pero necesito un argumento.

—Eh, hombre, estamos viviendo ese argumento ahora mismo. Empiezas con el sábado pasado, cuando encontramos la cosa. Escribe simplemente lo que sucedió, tal como sucedió. Eso merece unos cuantos capítulos. Luego pasas a esta noche. Explicas que partimos en busca de la radiogramola, pero que durante el camino te convencí para que, en vez del aparato, nos llevásemos a la mujer vampiro.

—Eso cubrirá unas cincuenta páginas —calculó Larry—. Y luego, ¿qué?

—Cuentas las cosas del modo en que vayan sucediendo. Describe nuestra entrada en el hotel, las circunstancias en que cogimos el cadáver, lo cargamos en la furgoneta y nos lo llevamos a casa.

—¿A casa de quién?

—¿Dispones de algún escondrijo?

—Ninguno que Jean no sepa encontrar. Aparte de que no es propio de mí tener secretos para ella.

—¿Cómo crees que reaccionaría?

—¿Al enterarse de que guardamos un fiambre en casa?

—Digamos que en el garaje.

—No creo que le encantara la idea.

—Barb largaría sapos y culebras.

—Tanto mejor para el bombazo —dijo Larry.

Pete guardó silencio.

“A Dios gracias pensó Larry. Buena cosa es que estemos casados. Eso debe acabar con la idea, matarla en flor”.

Experimentó un enorme alivio. Tomó un trago de whiskey y suspiró.

—¡Ya lo tengo! —exclamó Pete—. Eso es parte de la historia. Necesitamos poner ahí lo que suceda una vez tengamos a la criatura en nuestro poder, ¿verdad? Podemos poner la bronca que nos armen Jean y Bárbara, al enterarse del asunto.

—Pero tenemos que convencerlas para que nos dejen conservarla.

—Ahí es donde le echas imaginación al relato.

—Se lo explicamos, nada más, ¿entiendes? No se trata de quedamos para siempre con la vampira. Sólo la tendremos un par de meses, más o menos, el tiempo que nos lleve la preparación del libro. Con el detalle de que al final ganaremos el premio de un suculento bote. Creo que las chicas pueden dejarse convencer.

—¿Dónde está el suculento premio de Bárbara?

—Me voy llevar una buena tajada, ¿no?

—Sí, un buen tajo en el cuello es posible que te lo dé yo mismo. En cuyo caso puede que luego tenga que escribir el libro en la cárcel.

—¿Qué me dices de un veinte por ciento? Al fin y al cabo, la idea es mía. Si no fuese por mí, ni por asomo lo harías.

—Eso es bastante cierto. A pesar de todo, tampoco es que tenga mucha intención de hacerla. Todo esto es un desatino.

—Eso es precisamente lo que lo hace tan fantástico. Es una locura. ¡Es una barbaridad! ¿Crees que Stephen King dejaría pasar una ocasión de este calibre? ¡Rayos!, lo llevaría adelante sólo para divertirse con el asunto.

—¿Por qué no se lo ofreces? Tengo su dirección.

—Porque tú eres mi amigo. No quiero quitártelo de las manos. Es tu gran oportunidad.

—Muchas gracias.

—Entonces, ¿qué dices? ¿Tiras adelante?

“Si le dices que no pensó Larry, no te lo perdonará en la vida. Probablemente ya habrá calculado cuánto representa el veinte por ciento de un millón de dólares. Sería cama robarle. Se acabaron las salidas con él y Bárbara, se acabaron las copas y las cenas con ellos. Adiós a todo eso”.

Recordó lo divertido que había resultado aquello durante el año anterior.

Pensó en Bárbara estirada en el sofá y en el modo en que se introdujo entre las piernas la parte posterior de la bata.

Se dijo que no sería, obligatoriamente, el fin de su amistad. Pero sí pondría una gran tensión en ella.

Ya Pete no le faltaba razón en lo del libro. Podía ser algo grande. Podía ser otro Terror en Amityville.

Llevar adelante ese proyecto significaría también pasar mucho más tiempo con Pete. Con Pete y Bárbara.

Asimismo, significaría poner un cadáver en su vida.

Probablemente no sea tan malo, una vez te hayas acostumbrado.

—Creo que vamos a tener verdaderos problemas con nuestras esposas —dijo.

—Nada que no podamos superar. ¿Qué dices, hombre?

—Supongo que podremos alquilar una habitación o algo así para albergada, en el caso de que nuestras queridas esposas no nos permitan tenerla a mano.

—Claro. Ya idearemos algo. ¿Estás en la jugada?

—Quizás.

—¡Ajá!

—Vamos a tocar de oído, ¿vale? Echaremos un vistazo a la cosa. Pero también quiero incluir la radiogramola en el libro, de modo que nos encargaremos primero del aparato y luego veremos qué pasa.

—Vamos, hombre. Eh, esto es el principio de algo grande.

—Deberíamos ir a que nos examinaran el cerebro.