Capítulo 13

De pie en la entrada del camino de accesos, Larry agitó el brazo para despedir a Jean y Lane, mientras el automóvil se alejaba por la carretera. Le resultaba extraño, quedarse.

Sabía que las iba a echar en falta. Diablos, ya las estaba echando en falta.

Por otra parte, más bien le encantaba la perspectiva de pasar el fin de semana por su cuenta, a solas. Podía hacer lo que le viniese en gana, sin tener que dar explicaciones a nadie.

Libertad.

Se sintió como un crío al que han dejado en casa solo, sin padres ni niñera.

El coche desapareció al doblar la esquina. Larry se dispuso a regresar a la casa y entonces alzó la mano para saludar a Bárbara, que bajaba los peldaños de la escalera de entrada a la vivienda de al lado. La mujer llevaba un bolso junto a la cadera. Larry supuso que iría a cumplir algún recado.

—De modo que se han ido sin ti.

—Pues, sí.

—Jean me contó lo de ese original. —Bárbara se detuvo junto a su automóvil, en el paseo—. A mí me parece una faena horrible.

—Me ha proporcionado una excusa magnífica para quedarme —sonrió Larry.

—Si no te abruma el trabajo, ¿por qué no vienes a cenar? Pondremos unos buenos filetes en la barbacoa.

—Es una señora tentación.

—Bueno. Te dejas caer hacia las cinco, ¿de acuerdo?

—Ahí estaré.

Bárbara subió al vehículo y Larry regresó hacia la casa.

“Las cosas se están animando”, pensó.

En el estudio, echó una mirada al manuscrito víctima de la escabechina y comprendió que en aquel momento no tenía el talante adecuado para emprenderla con él. Ya se las había entendido con más de cien páginas, tachando las equivocadas modificaciones del corrector y sustituyéndolas con notas escritas a mano, acordes con el texto impreso originalmente. Ya era suficiente para una jornada de trabajo.

Se acomodó en la sala de estar, con una cerveza y la novela de Shaun Hutson que había empezado a leer por la mañana. Pero, aunque sus ojos pasaban por las palabras, el cerebro resbalaba sin enterarse de la trama del relato. Trató de imaginar qué dirían los familiares de Jean cuando se enterasen de que él se había quedado en casa; luego se preguntó qué debería ponerse para ir a casa de Pete y Bárbara, y después pensó en qué tal sería pasarse todo el día siguiente trabajándose ideas para La caja.

No tardó en sumirse en especulaciones acerca de la radiogramola de la arroyada. Se preguntó cuánto pesaría. ¿Podrían levantarla dos hombres? En su obra, habrían de trasladarla hasta la furgoneta. ¿Sería posible?

¿Podían echar una mano las mujeres? Mi protagonista es soltero. Pero puede acompañarle una novia.

Ocupado aún con sus pensamientos, Larry dejó el libro a un lado. Apuró la cerveza, se encaminó distraídamente al dormitorio y se desvistió.

Una de las chicas se cae mientras arrastran la gramola talud arriba. Bueno. Es un presagio anunciador de que la caja va a ocasionar problemas.

En el cuarto de baño, abrió la ducha y se colocó debajo de la percutiente rociada.

La muchacha resbala por el terraplén, piensa mientras empieza a enjabonarse. Recibe unos cuantos golpes y se queda más o menos como Bárbara en el hotel.

Recordó el aspecto que presentaba Bárbara, de pie en el umbral. Los rasguños de las piernas y del vientre.

La imagen despertó cierto agradable calorcillo en su entrepierna. Que se enfrío automáticamente al verse a sí mismo arrodillado bajo la escalera, con los ojos fijos en el apergaminado cadáver.

¡Dios, deseaba no haber contemplado aquello!

Parecía estar siempre con él. Expectante. Como una especie de espectro al acecho en un armario oscuro de su cabeza y que de vez en cuando abría la puerta para que le echase un vistazo.

Tan espantoso y repulsivo. Pero fascinante, también.

Al tiempo que se secaba el pelo, la mente de Larry dio un repaso a las preguntas de rigor. ¿Quién era la muerta?

¿Quién le hundió la estaca en el pecho? La persona que puso el candado nuevo en la puerta del hotel, ¿conocía la presencia del cadáver allí? Aquella chica, ¿sería realmente una vampira? ¿Qué podía suceder si alguien le arrancase la estaca?

No se le ocurrió ninguna respuesta.

Se dijo, como de costumbre, que no deseaba tener respuestas. Sólo quería olvidar el asunto.

“Tal vez deberíamos dar parte”, pensó. Se había opuesto a la idea de informar a las autoridades. Ahora, sin embargo, se daba cuenta de que hubiera sido lo mejor. Un telefonazo a los polizontes les habría librado de toda responsabilidad. Era como pasar el testigo.

Nosotros corrimos nuestro relevo, ahora les toca a ustedes.

Parte del problema, comprendió, consistía en la carga que representaba saber lo que se ocultaba en aquel hotel.

Somos los que estamos enterados de la existencia del cuerpo.

Pero no hemos hecho nada respecto a ello.

Comprobar la frase siguiente

Sí que ese maldito cadáver es algo más que un recuerdo espeluznante, es un asunto inacabado.

Según los psiquiatras, lo que llena tu cabeza de confusión, más que ninguna otra cosa, es la cuestión de que se trata de un asunto inacabado.

“Tal vez lo que necesitamos es solucionado se dijo Larry. Emprender alguna acción para quitárnoslo de encima”.

—Subamos al coche y vayamos a ver —dijo Pete. Larry tuvo la sensación de haberse quedado sin aliento.

—Bromeas —dijo.

—Se te han aflojado los tornillos —añadió Bárbara.

—Un momento, si Larry va a escribir una novela sobre esa gramola, tiene que ir allí. Es más, yo debo ir. Larry puede observar los progresos que voy haciendo en la reparación del artefacto y ordenar los detalles como mandan los cánones. ¿Sabes? No hay nada como tener una experiencia de primera mano para escribir un libro…

—Verosimilitud —dijo Larry.

—Sí, eso es.

—¿A quién se lo dices?

Larry tomó un sorbo de tónica con vodka y meneó la cabeza. Ojalá no hubiera tenido la malhadada idea de sacar a relucir La caja. Normalmente, no trataba con nadie acerca de las obras que estaba escribiendo. Pero Pete y Bárbara eran parte integrante de aquella futura novela. Ellos fueron quienes encontraron la radiogramola. El deseo de Pete de llevarla a casa había sido la verdadera inspiración. La historia había venido rodada a partir de ahí.

Debería haber conservado cerrada la boca.

Lo último que deseaba era volver a Llano de la Artemisa.

Pete se levantó de la silla de jardín y fue a comprobar la barbacoa. Las llamas se habían apagado, pero, desde el punto donde se encontraba, Larry podía asegurar que las briquetas estaban al rojo. Subían vaporosas nubes de aire caliente.

—Faltan diez o quince minutos —declaró Pete. Se volvió hacia Bárbara, enarcada una ceja—. ¿No tienes que ir adentro a hacer algo?

—¿Pretendes desembarazarte de mí?

—Sólo intento ser útil. Vamos a necesitar esos champiñones salteados, es el acompañamiento de los filetes.

—Eso está hecho en cinco minutos —repuso Bárbara—. Los prepararé cuando sirvas la carne.

“Muy bien”, pensó Larry. No estaba deseando precisamente que Bárbara se alejase. No sólo porque era la mejor defensa contra las delirantes prisas que le habían entrado a Pete por ir a recoger la gramola, sino también porque mirar a Bárbara era una delicia.

Estaba sentada en un sofá, frente a él, con las piernas estiradas encima de los cojines. Las piernas, largas y bien torneadas, ofrecían una vista maravillosa, a pesar de las zonas lastimadas. Llevaba unos pantalones cortos de color rojo y una sencilla camiseta de manga corta. Esta caía blandamente sobre el liso vientre y los pechos. El tejido era lo bastante sutil como para que se apreciara el tono rosado de la piel que cubría, los puntos más oscuros de las contusiones y arañazos de encima del talle y la blancura del sujetador.

Observó el modo en que se movían los músculos cuando Bárbara se erguía en el asiento para tomar un sorbo de su combinado, se echaba de nuevo hacia atrás y dejaba el vaso en el disco húmedo que tenía a su izquierda, inmediatamente debajo de la pernera de sus pantalones cortos.

—No quieres volver allí, ¿verdad? —preguntó a Larry.

—En absoluto.

—No tenía yo esa idea.

—De todas formas, pesa demasiado para que pudiéramos trasladada entre los dos —le dijo a Pete, refiriéndose a la radiogramola.

—Bárbara nos acompañaría y nos echaría una mano. ¿Verdad que sí, cariño?

—Ni lo sueñes.

—Sólo está un poco asustada por la vampira.

—Ya lo sabes. Además, no necesitamos ese armatoste estorbando en el garaje. Ya está bastante lleno y desordenado.

—Sería formidable para el libro de Larry. Podría acercarse a echarle un vistazo cada vez que anduviera escaso de inspiración. —Miró a Larry y añadió—: Y podemos tomar fotografías. ¿Sabes? Una imagen de la radiogramola, tal como está, sería algo tremendo como ilustración para la cubierta.

—Sí, resultaría bastante estupendo —reconoció Larry.

—¡Vaya! Sólo falta que le animes.

Larry sonrió.

—No tengo intención de volver a aquel pueblo.

—También la vampira te ha metido el miedo en el cuerpo, ¿eh? —dijo Pete—. Eh, no te va a pasar nada. Al menos, mientras tenga esa estaca hundida en el corazón.

—No tengo miedo a ninguna “vampira” —le replicó Larry—. No creo que sea una vampira. Pero los fiambres sí que me ponen la carne de gallina.

—Esa es buena, viniendo de ti.

—A mí me asusta mi propia sombra, hombre. Por eso se me da tan bien escribir los libros referentes a estos temas y te diré otra cosa: Llano de la Artemisa me resulta bastante más aterrador que mi sombra. Comparada con ese pueblo, mi sombra es palidez pura.

Bárbara celebró el retruécano con una risita.

—Incluso aunque no hubiese ningún cadáver debajo de la escalera, seguiría sin tener malditas las ganas de acercarme a esa ciudad. El mero hecho de que esté abandonada basta para que me produzca escalofríos. Hay algo básicamente aterrador en un lugar donde se supone que debe haber gente, pero donde no hay un alma. Una población abandonada, un edificio de oficinas por la noche…

—Eso es realmente cierto, ¿sabes? —intervino Bárbara—. Como un hotel a altas horas de la noche, cuando todo el mundo duerme.

—O un colegio —añadió Larry—. O una iglesia.

—Sí. —Bárbara abrió mucho los ojos—. Las iglesias son sitios verdaderamente tétricos cuando no hay nadie en ellas. Cuando estaba en el instituto, solía ir al coro a ensayar. Nos encontrábamos los miércoles a las ocho de la tarde. —Se inclinó hacia adelante y miró a Larry—. Una noche… Dios santo, se me pone la carne de gallina sólo al pensar en ello. —Cuadró los hombros y se apretó los brazos contra los costados—. Una noche, habían suspendido el ensayo, pero yo lo ignoraba. Me parece que habíamos estado fuera de la ciudad.

»Sea como fuere, la verdad es que el director del coro se puso enfermo y todos lo sabían menos yo. Así que mi padre me dejó en el aparcamiento y siguió su camino.

—¿Tomas nota, Lar? Puede serte útil.

—Hasta ahora parece prometedor.

Se dio cuenta de que experimentaba cierto ligero estremecimiento, como si el miedo de Bárbara fuese contagioso.

—Había luz en el recinto porticado de la entrada. Pero la escalera que conducía al coro estaba a oscuras. De todas formas, subí. Imaginé, simplemente, que había llegado la primera. La galería del coro también estaba a oscuras.

—¿Por qué no encendiste la luz? —preguntó Pete.

—No lo sé. Supongo que porque no me atrevía a andar manipulando los interruptores. Pero también temía que alguien pudiese… Bueno, encender las luces era, ya sabes, como revelar que me encontraba allí. Estiró los labios, dejando al descubierto la dentadura.

—Esa es la cuestión —dijo Larry—. Cuando un lugar parece estar vacío, uno teme no encontrarse realmente solo.

—Así es. Exacto. Porque una no puede ver qué hay allí. Dios, me dio entonces por pensar que alguien rondaba por aquel sitio, que se me acercaba furtivamente. Hasta llegué a creer que alguien subía a hurtadillas por la escalera.

Bárbara aún tenía el vaso en la mano derecha, sobre el regazo. La otra mano la cruzaba por delante del pecho para frotarse el brazo contrario, como si deseara poner un poco de cálida tranquilidad para eliminar la carne de gallina. Larry observó que también los muslos tenían carne de gallina. Y aunque llevaba sujetador, al parecer la tela del mismo era tenue y estaba tensa. Los pezones formaban pequeños puntos al resaltar en la pechera de la camiseta.

“Tendré que acordarme de eso pensó Larry. Cuando una mujer tiene carne de gallina, los pezones se le endurecen”. El miedo los pone erectos.

¿O es que la mujer se excita?

¿La excita el miedo?

Bárbara seguía con las cejas en arcadas, sin dejar de frotarse el brazo. Parecía perdida en la evocación de aquella noche.

—Bueno, ¿qué ocurrió? —preguntó Pete.

La mujer sacudió la cabeza.

—Nada.

—¡Ah, qué gran historia! —se burló Pete.

—Aguardé allí cosa de quince minutos. Estaba tan asustada que casi no era capaz de moverme. Miré la nave de la iglesia, el púlpito y todo y creí que había alguien abajo, en la oscuridad. Ya sabes, alguien consciente de mi presencia. Alguien que me observaba.

—Que iba a por ti —añadió Pete.

—Exactamente.

—“Vienen a por ti” —dijo Pete, imitando la voz del hermano espasmódico en la escena del cementerio de La noche de los muertos vivientes—. “Vienen a por ti”.

—Déjalo, ¿quieres?

—¿No apareció nadie? —inquirió Larry.

Bárbara negó con la cabeza.

—Al final, reaccioné. En la vida me he alegrado tanto de salir de un sitio.

—¿Ni cuando te viste fuera de aquel agujero del rellano del hotel de Llano de la Artemisa? —quiso saber Pete.

—Aquello fue distinto. Era dolor físico. No es lo mismo que tener dentro un susto de muerte.

—De modo que, por último, saliste disparada de la iglesia —articuló Larry.

—Desde luego. Ni siquiera me detuve a coger el teléfono y llamar a casa. Esperé en el aparcamiento hasta que mi padre pasara a recogerme, a la hora de costumbre.

—¿Y ya está? —preguntó Pete.

—¿Te parece poco? Después de eso, me borré del coro. Por nada del mundo estaba dispuesta a entrar de nuevo en la iglesia después de que oscureciese.

—Una actitud muy drástica, teniendo en cuenta que no sucedió nada.

—Eso de que no sucedió nada, tampoco es exacto —señaló Larry.

—Tienes razón. Con todos los años que han pasado, aún siento escalofríos cada vez que recuerdo aquella noche.

—No es gran cosa como historia —dictaminó Pete.

—Como situación, como escena, es más que interesante —repuso Larry.

—¿Crees que puedes aprovecharla? —interrogó Pete.

—Ya entiendo —sonrió Bárbara—. Lo más probable es que la conviertas en el episodio de un maníaco homicida que me perseguirá con saña entre los bancos del templo.

—Algo por el estilo. Tal vez Jesucristo baje de la cruz y acose al individuo a lo largo y ancho de la iglesia.

—¡Oh, por favor!

Pete se echó a reír.

—Eh, le perseguirá con un clavo en cada mano.

—¡Hombres!

—Muy bueno —aprobó Larry—. A la mañana siguiente, se presenta el sacerdote y se encuentra con que quien está en la cruz es ella.

—Dios te castigará por esa irreverencia —avisó Bárbara.

—Es más que probable.

—Será mejor que sirvamos los filetes —dijo Pete—. Hay que darle de comer antes de que caiga un rayo del cielo y lo achicharre vivo.

Después de cenar, Pete salió con su sorpresa: una bolsa de plástico que contenía tres cintas de vídeo.

—Pensé que podíamos disfrutar de una maratón cinematográfica, a menos que tengas prisa por volver a tu casa.

Con tres tónicas con vodka en el estómago, aparte las dos cervezas que consumió durante la cena, Larry sabía que no estaba en condiciones ni de escribir ni de hacer correcciones en el original que le habían enviado. Ni siquiera de enfrascarse en la novela de Hutson.

Tampoco le seducía mucho estar solo en casa.

—No me parece mal —dijo—. Veamos qué tenemos aquí. Examinó las cintas a través de los estuches de plástico transparente: Cameron’s Closet [El armario de Cameron], Elood Frenzy [Arrebato sangriento] y Floater [Flotador].

—Barb me telefoneó a la tienda —explicó Pete—, y las recogí al volver a casa.

Parecía muy satisfecho de sí mismo.

—¡Ah!, esta será estupenda —dijo Larry.

—Seguro que estarás eufórico —dijo Bárbara—, cuando suene la hora de regresar a casita.

—Si te alucinas, puedes pasar aquí la noche.

—Supongo que podré resistirlo.

Empezaron con Elood Frenzy. Pete acomodado en un sillón anatómico, junto al sofá. Larry ocupaba uno de los extremos del sofá y Bárbara el otro. Al cabo de un rato, la muchacha puso un cojín encima de la mesita de café y apoyó los pies en él.

Cuando se acabó la película, Pete preparó palomitas de maíz. Bárbara desapareció durante unos minutos. Volvió cubierta por una bata azul que le llegaba a las rodillas. Llenó sendos vasos de Pepsi para el trío. Pete distribuyó las palomitas en tres tazones.

Antes de arrellanarse de nuevo en el sofá, Bárbara apagó todas las luces.

Masticaron palomitas, bebieron el refresco y contemplaron Cameron’s Closet en una sala a oscuras, a excepción del resplandor de la pantalla del televisor.

De vez en cuando, Larry dirigía una ojeada a Bárbara. La mujer tenía la espalda hundida en el respaldo del sofá, el tazón de palomitas de maíz en la falda y los pies descansando en el cojín que anteriormente había colocado encima de la mesita de café. Cuando se revolvió hacia un lado para dejar el tazón vacío en la mesita de la lámpara, la falda se deslizó de la pierna izquierda. Bárbara llevaba un diáfano camisón de color rosa. Más corto que la bata. Apenas le cubría la parte superior de las caderas. Dejó escapar un leve gemido de fastidio al tiempo que recogía el trozo de bata caído y volvía a ponerlo en su sitio, sobre el muslo.

“No cabe duda de que esto es infinitamente mejor que estar en casa”, pensó Larry”.

Al cabo de unos minutos, Bárbara quitó el cojín de debajo de sus pies.

Tras apoyarlo en el brazo del sofá, la mujer se dio media vuelta y puso las piernas sobre el asiento del diván. Se tendió de costado, con la cabeza apoyada en el cojín.

—Avísame si te doy alguna patada —dijo.

—Tal vez deba apartarme de tu camino.

—No, no, estás bien ahí.

Pete volvió la cabeza.

—¡Oh, venga! Por el amor de Dios, Barb, siéntate. No aguantarás ni cinco minutos.

—Me mantendré despierta.

—No aguantarás. Te lo advierto, no pienso rebobinar la cinta. Si te duermes, mala suerte para ti.

—No vaya dormirme.

—Célebres últimas palabras —dijo Peter—. Lar, si la pescas con los ojos cerrados, pínchala.

—No te atrevas.

Se introdujo la bata entre las piernas, por la parte posterior, como si pretendiera evitar así que Larry llevase la mano hasta allí para pincharla.

La clase de cosa que Jean podía hacer.

El recato y el aviso desenfadado sugerían una intimidad que era al mismo tiempo reconfortante y excitante.

Pete utilizó el mando a distancia para rebobinar los pocos segundos de película que se había perdido durante su quejosa recriminación a Bárbara.

La muchacha tardó algo más de cinco minutos, pero sin llegar a diez. Larry comprendió que se había dormido cuando, al estirar las piernas, uno de los descalzos pies de Bárbara se le apoyó a él en uno de los muslos. El contacto lanzó una cálida corriente por todo el cuerpo de Larry.

Aguardó un momento, disfrutando de la situación. Pero también se sentía culpable.

—Pete —dijo al final—. Se ha quedado frita.

—¡Barrrrbara!

La muchacha dio un respingo y levantó la cabeza del cojín.

—¿Qué pasa? Estoy bien.

—Te quedaste dormida.

—No, nada de eso. Estoy bien.

Descansó nuevamente la cabeza en el almohadón. Se le cerraron los párpados.

—Olvídalo —dijo Pete—. Si quiere, puede verla mañana por la mañana.

—Estoy viéndola —murmuró Bárbara.

Larry intentó concentrarse en la película. Pero el pie derecho de la muchacha se lo ponía difícil. Lo mismo que el escote de la bata, que se había abierto y dejaba a la vista, a través del transparente tejido rosado del camisón, una parte generosa del seno derecho. Las imágenes de la pantalla del televisor estaban bien, pero las subrepticias ojeadas eran mucho más seductoras. A veces, el pie se frotaba contra él.

Faltaba poco para que concluyera la película cuando Bárbara estiró la pierna izquierda. El pie pasó por encima del muslo y quedó apoyado en el regazo de Larry. La presión allí le puso violento. Pasó la mano alrededor del tobillo de Bárbara y, con cuidado, trasladó el pie hasta colocarlo junto al otro.

—Uh… —gimió ella—. Lo siento. ¿Te di una patada?

—Todo va bien.

Pete volvió la cabeza, fruncido el entrecejo.

—¡Por Cristo, Bárbara, nos estás jodiendo la película! ¿Por qué no te vas a la cama?

—Sí, tal vez sea lo mejor.

“¡Mierda!”, pensó Larry.

Bárbara se incorporó trabajosamente y, medio tambaleante, se puso en pie.

—Buenas noches, chicos. Perdona si te he dado algún golpe sin querer, Larry.

—No te preocupes. Muchas gracias por la cena y todo lo demás.

—Me alegro de que pudieras venir. Hasta luego.

Rodeó la mesita de café. La vista de Larry pudo atravesar la bata cuando la mujer pasó por delante de él. Los pechos de Bárbara oscilaron levemente cuando se agachó para dar a Pete un beso de buenas noches. Luego, se retiró.

Sin ella, la habitación pareció quedarse vacía.

Durante los momentos finales de Cameron’s Closet, Larry oyó el ruido del agua de la cisterna del retrete.

Pete sacó la cinta del interior del vídeo. Sonrió por encima del hombro.

—Al fin libre, al fin libre —dijo—. Gracias a Dios todo poderoso, al fin libre.

—Si quieres irte a la cama…

—¿Estás de coña? —Metió en el vídeo la cinta de Floater y apretó el botón para que empezara la película—. En seguida vuelvo.

Salió apresuradamente.

Cuando volvió, todavía estaba en la pantalla la advertencia sobre la prohibición de pasar públicamente el vídeo y todo eso. Llevaba una botella de whiskey irlandés en una mano y dos vasos en la otra.

—La hora de la fiesta —dijo.

—Mañana voy a estar hecho unos zorros.

—Los gatos se han ido. ¡A vivir!

Estuvieron mirando la cinta hasta que se vaciaron los vasos. Pete los llenó otra vez y luego pulsó el botón de Stop en el mando a distancia. En la pantalla del televisor dejaron de aparecer las imágenes de la película de terror, sustituidas por las de un filme en blanco y negro, de John Wayne. Larry lo reconoció al instante: Arenas sangrientas.

—¿Por qué tuviste que quitarla? —preguntó. Una sonrisa dilató las comisuras de la boca de Pete.