Capítulo 12

—Tengo que comunicarles una noticia especial —manifestó el señor Kramer, dos minutos antes de que sonara el timbre—. Como ya dije hace un momento, la sección de arte dramático del colegio mayor de la ciudad interpretará Hamlet la semana que viene. Tengo la certeza de que será una representación que merece la pena que vean todos y cada uno de ustedes y les recomiendo que asistan a ella, a poco que puedan.

»He conseguido cuatro localidades gratuitas para la función del sábado por la noche. Sólo disfrutarán de ellas cuatro de ustedes, pero a los estudiantes afortunados les proporcionaré entradas y transporte. —Sonrió—. Así no tendrán que dar la tabarra a sus padres para que les dejen el coche. —Varios chicos soltaron la risa—. Si alguno de ustedes desea aprovechar esta oportunidad, permanezcan en su sitio después de que suene el timbre.

Lane se mordisqueó el labio inferior. ¿Debía quedarse?

Era posible que Jim le preguntara si quería salir con él.

“Siempre podemos salir la noche del viernes”, se dijo.

Sería estupendo asistir a la representación de la obra, sobre todo con el señor Kramer. Tampoco le perjudicaría de cara al departamento otorgador de puntos y medallas.

Repicó el timbre. Lane continuó en su asiento.

Cuando Jessica pasó por su lado, lanzó una mirada a Lane y meneó la cabeza.

Probablemente piensa que soy idiota al mostrarme dispuesta a renunciar a una noche de sábado para ver a Shakespeare.

Quizá lo sea. Si luego resulta que Jim tiene trabajo el viernes por la noche, me voy a dar de bofetadas. Estuvo fuera el fin de semana pasado, yo estaré fuera este fin de semana. O sea, que serán tres semanas seguidas, si voy a esa función y él no puede salir el viernes.

Aquel sábado por la noche era cuando Lane deseaba salir con él. Durante toda la semana, Jim se le mostró especialmente simpático y obsequioso. Lane pensó que intentaba compensarla por lo repugnantemente que se portó el lunes por la mañana.

Volvió la cabeza. Otros cinco alumnos se habían quedado en el aula.

En total, somos seis, y Kramer sólo puede aceptar a cuatro.

Si no me elige, el problema quedará resuelto ahora mismo.

—Veo que hay más incondicionales de Shakespeare que entradas disponibles —observó el señor Kramer—. Lo cual es ciertamente gratificante, pero plantea un pequeña dificultad. Tendremos que jugar limpio. —Hundió una mano en el bolsillo del pantalón y sacó una pieza de veinticinco centavos—. Lanzaré la moneda. Los dos primeros que pierdan, tendrán que retirarse. ¿Les parece justo a todos?

Nadie puso objeciones.

—Está bien, Lane, usted primero. Elija cuando tire la moneda al aire.

Posó los veinticinco centavos en la uña del pulgar y los arrojó a bastante altura.

—Cara —pidió Lane.

Kramer recogió la moneda en la palma de la mano derecha. La colocó sobre el dorso de la mano izquierda y mantuvo cubierta la moneda, mientras sonreía a Lane.

—¿Quiere cambiar de idea?

—No. Sigo pidiendo cara.

Kramer miró debajo de la palma de la mano.

—Es cara —dijo, alzó la mano derecha y dejó que la moneda se deslizara a la palma de la izquierda.

Lane se dio cuenta de que no había dejado que nadie la viera.

Qué diablos, las localidades eran suyas.

—Vale, George. Le toca a usted.

George ganó y también Aaron y Sandra.

Jerry y Heidi, los perdedores, también se jugaron a cara o cruz quién de los dos sería la primera alternativa, caso de que alguno de los ganadores no pudiera ir por cualquier razón.

Ganó Heidi.

—Muy bien —dijo el señor Kramer—. Ya les informaré de los detalles ulteriores. Entretanto, les deseo un buen fin de semana. No hagan nada que no hiciera yo.

El comentario provocó unas cuantas risitas.

Lane recogió sus libros y se puso en pie.

—Me alegro de que haya sido una de los cuatro afortunados —dijo el profesor—. Tal vez tenga ocasión de conocer a su padre, cuando vaya a recogerla para ir a la representación.

—Estoy segura de que él se alegrará de conocerle.

—Llevaré uno de sus libros y le pediré que me lo dedique.

—Eso le hará feliz.

—Y quizá podamos determinar en firme la fecha de su conferencia aquí.

—Sí. Dijo que cualquier día, después del primero de mes.

—Bueno, tal vez sea posible concretarlo definitivamente.

Lane asintió con la cabeza.

—Feliz fin de semana, señor Kramer.

—Lo mismo le deseo. Procure no meterse en líos. Dedicó un guiño a la chica.

—¿Qué tendría eso de divertido? —se ruborizó Lane.

Mientras el profesor se echaba a reír, Lane se despidió agitando el brazo y abandonó el aula.

El pasillo estaba lleno de ruidosos estudiantes que cerraban las taquillas dando portazos, gritaban y reían. Se apoyó en una pared y esperó a Jim. Se presentó al cabo de unos minutos.

—Tengo que coger una cosa de mi armario —dijo Lane.

Caminaron juntos por el pasillo.

—¿Cuándo sales para Los Ángeles? —preguntó Jim.

—En cuanto llegue a casa.

—Vaya coñazo.

—Siempre nos queda el fin de semana que viene. El próximo viernes, de cualquier modo. El sábado por la noche tengo que ir con el señor Kramer a ver una obra de teatro.

—¿Sí? —Jim la miró, alzada una ceja—. ¿No es un poco mayor para ti?

—Pon los pies en el suelo. Se trata de una función escolar.

Se lleva a cuatro alumnos de su clase de sexto.

—¡Magnífico!

—Oh, vamos, no saques la trompeta. No tengo nada para el viernes por la noche.

—Nada, eh. Me gustaría verlo.

—Apuesto a que sí. —Notó una mano que resbalaba por la parte posterior de su falda—. Deja eso.

—Lo siento. Sólo intento refrescarte la memoria. Han pasado dos semanas completas, ¿sabes?, y con esta serán tres.

—Tampoco a mí me gusta. Pero no puedo hacer nada.

Habían llegado a su taquilla y empezó a darle vueltas al dial de la combinación.

—Podrías fingirte enferma —sugirió Jim—. ¿Por qué no lo haces y consigues que te dejen sola en casa? Podría ir a visitarte mañana por la noche y…

—Sigue soñando, Macduff.

Lane abrió el armario, removió unos libros y cogió los que necesitaba para hacer los deberes. Después cerró la puerta metálica.

—Incluso aunque me quedara en casa, no se me permite recibir chicos cuando mis padres están fuera.

—¿Quién iba a enterarse?

—Yo me enteraría. De todas formas, vale más que lo olvides. Eso no va a ocurrir. —Echaron a andar pasillo adelante. Lane concedió—: Si prometes portarte como es debido, te llevaré a casa en coche.

—¿Qué me dices de esos zampatortas amigos tuyos, la Gorda y el Feo?

Lane le miró, furiosa, fruncido el entrecejo.

—No sé a quién te refieres.

—Lo sabes muy bien. Betty y Henry.

—¿Por qué los llamas así, eh? Son amigos míos.

—Dios sabe por qué.

—¿Andas buscando camorra?

—No, no. Sólo bromeaba. Son personas maravillosas. La sal de la tierra.

—Te convendría probar a ser un poco como Henry.

—Ujú.

Jim decoró su rostro con una sonrisa bobalicona y empezó a bambolear la cabeza.

—Para troncharse de risa —dijo Lane, pero no pudo evitar sonreír—. Basta. No está bien.

—Ujú, está bien.

—De todas maneras, la mamá de Betty venía a recogerlos a la salida del colegio para llevarlos a la clase de violín.

—De modo que iremos tú y yo solitos, ¿eh?

—Si consigues meter ese enorme cabezón en el coche.

—Nada me impide intentarlo.

Al final del pasillo, Jim mantuvo la puerta abierta para que pasara Lane. La muchacha salió del edificio y miró hacia la zona de aparcamiento de los estudiantes. Localizó su Mustang rojo.

Ni rastro de Riley Benson.

Después de lo ocurrido el lunes, tarde tras tarde había temido verlo sentado encima de la capota. Hasta ahora, no había vuelto a intentar nada. Aunque se cruzaron varias veces, Riley se limitó a dirigirles miradas de tipo duro y nada más.

Lane llegó a la conclusión de que debía de haber abandonado sus proyectos de venganza.

Tal vez Jessica se lo quitó de la cabeza.

“Ser amable con la gente compensa —pensó—. Especialmente con las personas que son uña y carne con alguien que quiere utilizarla a una como bayeta con la que fregar el suelo”.

Cuando Lane abrió la portezuela del automóvil, una oleada de aire caliente le dio en el rostro. Bajaron los cristales de todas las ventanillas. Lane cogió una toalla playera y cubrió el asiento con ella, para que la tapicería no le abrasara las piernas.

—¿No tienes otra para mí? —preguntó Jim.

—Tú no llevas falda.

—Tú, seguro que sí —dijo el chico, y se agachó como si pretendiera echar un vistazo a las bragas en el momento en que Lane subía al vehículo. Jim anunció—: De color rosa.

—Te equivocaste.

Lane encendió el motor. Se retorció para mirar por el retrovisor mientras daba marcha atrás y salía de la plaza de estacionamiento. Se dio cuenta de que la tela de la blusa se ceñía sobre sus pechos. Naturalmente, Jim los estaba contemplando.

—Si hacen juego con el sostén, son blancas —dijo.

—¿Piensas alguna vez en otra cosa que no sea el sexo? —sonrió Lane.

—Seguro. Algunas veces, para variar, pienso en el sexo. La muchacha meneó la cabeza, miró hacia adelante y condujo en dirección a la salida de la zona de aparcamiento.

—Debes de pasar mucho calor, con el sostén siempre puesto.

—¿Qué te hace pensar que siempre lo llevo puesto?

—Cada vez que te veo, lo llevas.

—¿Estás seguro?

—¿Te estás quedando conmigo? A un kilómetro de distancia puedo distinguir si una chavala lo lleva o no.

—¡Qué impresionante!

Con la esperanza de cambiar de tema de conversación, Lane preguntó:

—¿Cuánto tiempo va a estar tu coche fuera de la circulación?

—Lo tendré mañana a la puerta del taller. Quería que estuviese arreglado para que pudiéramos salir por la noche.

—Lo siento.

—Quizá llame a Candi.

—Lo sé, sólo era una broma.

Jim no dijo nada. Lane notó en su interior una sensación tensa y enfermiza. Mantuvo la vista fija en la carretera.

—No te importará, ¿verdad?

—Eres muy dueño.

Se daba perfecta cuenta de que Jim la estaba pinchando.

No tenía la menor intención de telefonear a Candi. Había roto con ella para empezar a salir con Lane. La amenaza de volver a salir con Candi no pasaba de ser una forma de castigo.

—Ya sabes lo que dice el refrán sobre lo del pájaro en mano… —dijo Jim.

—Un buen sistema para mancharse la mano.

—Por otra parte, es una chica que se muestra mucho más dispuesta a colaborar que algunas personas que podría citarte.

—Y probablemente tiene las enfermedades adecuadas para demostrarlo.

—Ooooh. Un golpe bajo.

—De todas formas, eres libre de sacarla a pasear. Se trata de tu vida.

Jim alargó la mano y la posó sobre la pierna de Lane.

—Sabes que no haría una cosa así.

—Sólo sé lo que tú me dices.

—Te echo de menos, eso es todo.

—Yo también. Pero no puedo hacer nada en lo que se refiere a este fin de semana.

—Sí, ya lo sé.

Le apretó la rodilla y luego desplazó la mano lentamente hacia el borde de la falda. Le acarició el muslo. Era estupendo.

—Preferiría que no me restregases a Candi por la cara cada vez que te sientes disgustado.

—¿Celosa?

—Supón que yo te amenazara con largarte para salir con Cliff Ryker.

—¿Con ese gilipuertas?

—¿Crees que te gustaría?

—No harías semejante cosa. No creo que te gustara ir en serio con él.

—Es bastante guaperas.

—No tanto como yo. —La mano de Jim se había deslizado ya por debajo de la falda. Lane la apartó—. Y tampoco es ningún caballero.

—¿Tú sí?

—Soy distinto a Cliff. Él no es la clase de tío que acepta un “no”. La primera vez que salieras con él, te metería mano a conciencia, hasta que no pudieras levantar cabeza. Si eso es lo que quieres, estoy dispuesto, de mil amores, a complacer tus deseos.

—Sal con Candi y jamás tendrás ocasión de ello.

—Hummmm. Me gusta eso. ¿Significa que, si no salgo con Candi, podré darme el lote contigo?

—Mientras hay vida, hay esperanza.

Lane detuvo el Mustang junto al bordillo, delante de la casa de Jim. Comprobó por el espejo retrovisor que no había nadie cerca. Se volvió hacia Jim. Le pasó la mano por la nuca.

—No te hagas ilusiones —dijo—. Sólo va a ser un rápido beso de despedida.

—¿Qué te parece si entras a tomar una Pepsi, o algo?

La chica denegó con la cabeza.

—Tengo que ir a casa. Mis padres me están esperando.

—¿Ni diez minutos? Eso no retrasaría gran cosa vuestro viaje. Diles que tuviste que quedarte un momento después de clase.

“Tuve que quedarme un momento después de clase pensó Lane. No sería ninguna mentira”.

—¿Está tu madre en casa?

Jim respondió agitando el pulgar por encima del hombro y señalando el Mazda detenido en el camino de acceso.

—Vale —accedió Lane—. Diez minutos, pero no más.

Separó la mano del cogote de Jim y se apeó del coche. Jim fue delante mientras caminaban por las losas que conducían al porche delantero. Abrió la puerta y se apartó para ceder el paso a Lane.

Reinaba el silencio en la casa, con la salvedad del runrún del sistema de aire acondicionado. La atmósfera era fresca.

Jim no voceó saludo alguno para anunciar su llegada.

—¿Seguro que está tu madre en casa? —preguntó preocupada Lane.

—Puede que esté durmiendo. O tomando un baño. ¿Quién sabe?

Entraron en la cocina. Lane se apoyó en el mostrador, mientras Jim sacaba un par de latas del frigorífico. El aire olía a fresco. La muchacha también notó frío en la piel. Un frío que se le acentuaba en la espalda, a causa de la humedad de la blusa.

Jim cogió los vasos, puso dentro unos cubitos de hielo y los llenó de soda.

Con un vaso en cada mano, llegó hasta Lane. La chica tendió la mano para coger el suyo. Pero, en vez de entregárselo, Jim pasó los brazos por un costado de Lane y dejó los vasos encima del mostrador. Rodeó a Lane con los brazos y tiró de ella hasta que sus cuerpos se rozaron.

—¿Y si entrase ahora tu madre? —susurró Lane, con la boca a dos dedos de los labios de Jim.

—No creo que lo haga.

Sacó el vuelo de la blusa de debajo de la cintura de la falda e introdujo las manos por allí.

Lane se dejó apretar contra él. Le besó.

“No debería estar haciendo esto”, se dijo.

Pero, de todas formas, antes había tenido intención de darle un beso de despedida. Y le encantaba el tacto de las manos del chico acariciándole la piel de la espalda. Y la presión del pecho masculino contra sus senos. Percibía el rumor de la respiración de Jim y los latidos de su propio corazón.

Jim empezó a forcejear con los broches del sostén. Lane apartó la boca.

—Oh, no, no lo hagas.

—Si no pasa nada.

—Sí que pasa.

De cualquier modo, Jim le desabrochó el sujetador. Lane notó que el sostén quedaba suelto.

Agarró los brazos de Jim y le obligó a bajados a lo largo de los costados.

—He dicho que no y es que no.

—Venga, ¿qué puede pasar?

—Puede aparecer tu madre, por ejemplo.

—Es posible que esté en el salón de belleza del pueblo —dijo Jim. Sonreía como si esperase que a Lane le hiciera gracia la noticia.

—El coche…

—Normalmente se va con Mary, la vecina de al lado. A las tres de la tarde de los viernes.

—¿Sabías que no estaba en casa?

Sin dejar de sonreír, Jim se encogió de hombros.

—Me mentiste.

—Una mentirijilla de nada.

—Terrorífico —murmuró Lane, y llevó las manos por debajo de la parte posterior de la blusa para abrocharse de nuevo el sostén.

—Venga, no hagas eso.

Jim alzó las manos hasta los pechos de Lane.

—¡Quieto, déjalo!

—Vamos, sé que te gusta.

—Ya te dije… —Consiguió enganchar uno de los corchetes. Jim seguía apretando, frotando, acariciándole las tetas. A ella le gustaba—. ¡Maldita sea, Jim! —Sin preocuparse del otro corchete, puso las manos por delante, empujó a Jim y le separó de sí—. Tengo que irme.

—No, no te vayas. Eh, venga.

—Esto es lo que me pasa por confiar en ti, ¿ves?

—Mira, siento haberte engañado en eso de que mi madre estaba en casa. ¿Vale? —Miró a Lane a los ojos y la retuvo suavemente por los hombros—. Me figuré que no ibas a querer entrar y… llevamos dos semanas sin pasar un rato juntos. Enloquezco de ganas de estar contigo. A veces, no puedo pensar más que en besarte y en lo estupendo que es tenerte abrazada. Sobre todo después de la última vez.

—Fue estupendo —evocó Lane.

Lane tenía la orden expresa de volver a casa a las once, así que se saltaron la segunda película del programa, salieron del cine y aparcaron en el desierto, fuera de la ciudad. Lane rechazó la sugerencia de Jim de pasar al asiento posterior del coche. Se quedaron delante y se retorcieron para, torpe e incómodamente, abrazarse y besarse. Fue maravilloso. A la luz de la luna, Lane se sintió audaz, romántica y sensual. La blusa se desprendió de su cuerpo fácilmente. Aunque se las arregló para que el sostén continuara en su sitio. A pesar de los ruegos e intentos de Jim para quitárselo. Y a pesar de sus propio deseo de desembarazarse de aquel engorro de prenda y sentir el contacto directo del chico sin aquella rígida capa de tela interponiéndose. Por último, ella dijo: “Casi es hora de marchar”. Jim no protestó, simplemente asintió con la cabeza, a la vez que murmuraba: “Supongo”. Lane se llevó las manos a la espalda y soltó el sujetador. Jim se quedó con la boca abierta y permaneció un buen rato mirando los pechos de Lane, antes de decidirse a tocarlos. Cuando por fin lo hizo, las manos le temblaban.

Apaciguada por los recuerdos de aquella noche, Lane se adelantó y pasó los brazos en torno a Jim. Le besó suavemente en la boca.

—Excusa aceptada —susurró—. Pero ahora tengo que irme. De verdad.

Las manos de Jim descendieron a lo largo de la espalda de la muchacha y le acariciaron las nalgas.

—¿Quieres una Pepsi?

—No tengo tiempo. Pero puedes acompañarme hasta el coche.

Jim la apretó contra sí y la besó con apasionada intensidad. Luego se retiró.

—Temo que tendré que esperar hasta el viernes que viene, ¿verdad?

—Llegará.

—Pero se me va a hacer larguísimo.

—Te echaré de menos.

—Y yo más.

—Ni hablar.

—Sí, yo más.

—¿Quieres que nos peleemos por eso?

—Sí —accedió Jim—, una lucha a brazo partido.

—Vaya, te gustaría, ¿eh?

—Y a ti.

—Puede.

Cogidos de la mano, anduvieron hacia la puerta.