Con excepción de la lucha del lunes por la mañana para esbozar una nueva historia, Larry dedicó toda la semana a Extraño en la noche. La novela estaba saliendo de maravilla.
Pero ¿y la siguiente?
No le apetecía rastrillarse el cerebro en busca de una nueva idea. Le resultaba mucho más fácil seguir en el territorio familiar de Extraño en la noche. Conocía el destino argumental de esa obra, y disfrutaba conduciendo el desarrollo de la trama hacia ese colofón.
Era viernes.
No podía eludir el problema eternamente.
“Pensar en lo muchísimo mejor que se sentía uno se dijo, cuando ha planificado ya la estructura general del siguiente libro”.
Una estructura general que no incluye un fiambre depositado debajo de una escalera, con una estaca clavada en el corazón.
Buscó el disquete del lunes, lo introdujo en el procesador de textos y tecleó las instrucciones correspondientes hasta que en el rincón de la pantalla apareció: “Notas novela — Lunes, 3 octubre”. Mientras limpiaba la pipa y cargaba la cazoleta con una nueva provisión de tabaco echó una ojeada a las líneas color ámbar. Unas tres páginas de material. Y nada.
Un montón de porquería acerca de su vampira.
“Efectivamente —leyó—, tienes por esclava a esa preciosidad”.
“Posibilidades reales.”.
Seguro.
A ver si hoy tengo más suerte.
Larry encendió la pipa. A continuación de “Posibilidades reales.”, tecleó: “Notas — Viernes, 7 octubre”.
¿Y si metemos una tribu de basureros del desierto?, escribió, al recordar la idea con la que había estado jugueteando poco antes de que la furgoneta llegara a Llano de la Artemisa. Preparan “accidentes” en carreteras secundarias y luego caen como aves de presa sobre los desdichados viajeros.
“Se parece demasiado a Los montes tienen ojos. Además, ya hice algo sobre eso en El bosque salvaje”.
Larry contempló el monitor con el entrecejo fruncido. Se arrepintió de haber recordado El bosque salvaje. Aquella maldita novela, la segunda que publicó, estuvo en un tris de arruinarle la carrera. Un lanzamiento a lo grande y todo lo que consiguió fue que los ejemplares se murieran de risa en los estantes de las librerías, todo por culpa de una maldita cubierta abigarrada, verdosa y repugnante como una ventosidad.
No pienses en ello, se aconsejó.
Venga, una idea nueva.
¿Qué tal un tipo que encuentra los restos de una vieja radiogramola? La restaura, la vuelve a poner en funcionamiento y…
¿Y qué?
La gramola no tiene dentro ningún disco. El hombre pone uno suyo. Pero el aparato no funciona con discos nuevos. Sólo parece dispuesto a hacerla con las viejas placas de su época. Poco antes de que lo destrozaran a balazos los…
Eh, tal vez quiere vengarse de los vándalos que lo utilizaron como blanco para sus ejercicios de tiro.
Formidable, una radio gramola hecha un basilisco. ¿Qué hace…? ¿Deambula por ahí y electrocuta a la gente?
Podría ser como una máquina del tiempo. El tipo que la encontró la arregla y el cacharro le envía al pasado. De modo que el hombre se encuentra en la época de Holman’s como consecuencia de alguna clase de salto en el tiempo, en el decenio de los sesenta.
Tiene posibilidades.
Tal vez la radiogramola lo quiere allí para que se enzarce en un duelo con los fulanos que la acribillaron a balazos. Una banda de gamberros motorizados o bien algo por el estilo. Una pandilla de auténticos indeseables.
El pobre tipo no sabe lo que le espera. Pero está lo que se dice trastornado. Se encuentra en una zona muerta del tiempo. Un momento antes era un hombre con esposa e hijos, tenía una bonita casa y un empleo estupendo. De pronto, zas, se ve en un restaurante barato, en una ciudad moribunda, veinticinco años atrás. Alucinante. Todo lo que quiere es volver a casa.
Hasta que se enamora de una bonita y joven camarera.
En ese punto, empieza a verle alicientes a su situación.
Las cosas se ponen feas cuando una panda de motoristas matones irrumpen devastadoramente en la ciudad.
Supongamos que el verdadero motivo por el que la radiogramola lo envía allí consiste en salvar a la camarera. Sugestivo. A la gramola le gusta la chica. A veces, a solas por la noche, después de cerrar el restaurante, la muchacha ponía sus canciones favoritas y bailaba en la oscuridad.
Tal como se desarrollan los acontecimientos, en la primera época, los motoristas la violaron y asesinaron. La radiogramola lleva a nuestro héroe al restaurante para que cambie el curso de la historia…, a fin de salvar a la chica.
Lo que, naturalmente, hace.
Cumplida la misión, la gramola le permite regresar de nuevo a casa. Pero el sujeto echa de menos a la guapa camarera. (Bueno, bueno, no tenía una mujer maravillosa ni unos hijos estupendos. Estaba divorciado o cosa parecida). Busca a la moza. La encuentra.
Es su madre. Él es su propio padre. La dejó embarazada durante el breve espacio de tiempo que permanecieron juntos, allá por el sesenta y cinco, y él es la criatura que alumbró la muchacha.
El personaje en cuestión tendría que andarse ahora por los treinta años. Ella podía tener unos veinticinco cuando se conocieron en el restaurante.
Por alguna razón, la joven tuvo que renunciar al niño (nuestro protagonista). Lo adoptaron, pero el chaval mantuvo continuamente vivo el anhelo de conocer la identidad de sus verdaderos padres.
Si la camarera es su madre, entonces podremos concederle el regreso al hogar con su esposa e hijos.
Pero resultará más fascinante si encuentra a la camarera en la época presente y reanudan sus relaciones en plan de enamorados. Claro que, ¿cómo funcionaría ahí la cosa si tropezamos con la diferencia de edad? Pongamos que el hombre tiene ahora treinta años. ¿Cómo se arreglaría el asunto para que ella tuviese más o menos la edad de él, cuando el hombre la encuentra de nuevo? Si la mujer cuenta ahora treinta años, eso significa que tendría cinco cuando el héroe la salvó de los motoristas.
¿Y si la camarera de la que el hombre se enamoró era la madre de la chica actual? Eso haría que, en el presente, la hija tuviese la edad del hombre y es el vivo retrato de la madre, la muchacha a la que el héroe amó.
No está mal. Puede funcionar.
Se le había apagado la pipa. Por lo poco que le costó aspirar, pudo comprender que en la cazoleta no quedaba más que ceniza. Dejó la pipa en su soporte y volvió a llevar los dedos hacia el teclado.
Nuestro personaje principal logra la resurrección de la gramola. Al principio, el aparato parece malvado, pero no tarda en manifestarse como una fuerza del bien. Y un casamentero. El protagonista humano se enamora de la camarera, que por entonces es un guayabo divino, una monada de criatura. Que no falten los sustos, situaciones violentas, barrabasadas de los gamberros motoristas y enfrentamientos con ellos (son una partida de auténticos monstruos, de degenerados totales). Al plantarles cara (al protagonista no le llega la camisa al cuerpo, pero, al presentarse el instante límite, demuestra que es todo un hombre), acaba por salvar a la chica, que posteriormente se convertirá en su verdadero amor. “¿Por qué no?”
Larry sonrió a la pantalla.
¡Muy bien! Ya lo tengo. Dedicaré los próximos dos días a trabajar en los detalles y…
Los próximos dos días.
Soltó un taco entre dientes.
Tenía comprometido el fin de semana. En cuanto Lane llegase del colegio, se lanzarían a desgastar neumáticos por la carretera de Los Ángeles, para visitar a unos parientes de Jean.
Precisamente lo que suspiraba por hacer.
Sobre todo en aquellos momentos, con la nueva idea chisporroteando en su cerebro.
“Pero no puedo escaparme. No me queda más remedio que poner en conserva la idea hasta el lunes”.
Tendría algo en qué pensar mientras estuviese al volante. Podría esbozar algunas de las escenas principales e incluso tal vez surgieran unos cuantos aspectos más o menos fabulosos. Pero sabía muy bien que soñar despierto con aquella historia mientras conducía por la autopista nunca le iba a dar tan buenos resultados como trabajar con el procesador de textos. El hecho de teclear sus ideas a medida que se le ocurrían le proporcionaba un enfoque que no aparecía por ninguna parte cuando dejaba suelta la imaginación. Las ensoñaciones parecían vagar, ir a la deriva. Pero las frases escritas eran sólidas, y una llevaba a otra.
Sin embargo, no este fin de semana. Este fin de semana no habrá frases escritas.
Este fin de semana se lo llevará el agua de la cisterna del retrete.
“Bueno trató de consolarse, los familiares de Jean son simpáticos y se trata de su aniversario. Lo más probable es que se lo pase en grande, aunque preferiría…”
Oyó el timbre de la puerta.
Jean iría a abrir.
Se preguntó si debía emprenderla de nuevo con Extraño en la noche o pasarse el resto del día echándole carnaza a su historia de la radiogramola. Titúlalo: “La caja”, pensó de repente y sonrió.
LA CAJA, tecleó. Gran título. Lo envuelve una aureola de misterio. Y CAJA no sólo alude a la caja acústica, la radio gramola que envía al protagonista a través del tiempo, sino que también se refiere a la “caja“, o trampa, en la que el personaje se ve cogido. Encajonado por las circunstancias. Sin aparente salida. Y también está el asunto del sexo. Arréglatelas para que uno de los motoristas vea a la heroína como una caja. “Una caja de sexo”. Y quizás el héroe pueda ser un púgil (¿mató a un rival en el cuadrilátero y juró no volver a pelear?). No, eso sería pasarse. Y además está bastante trillado. Pero es posible que la “caja” ofrezca otras facetas aprovechables. Hay que seguir explorándola.
Oyó los pasos de Jean, que se aproximaba. A lo mejor se acercaba a mirar por encima del hombro, de modo que Larry pulsó la tecla apropiada para que lo de “Una caja de sexo” ascendiese hasta quedar fuera de la pantalla.
Jean dio unos golpecitos a la puerta del estudio y luego la abrió. La mujer llevaba en la mano una bolsa de Correo Nocturno que parecía lo bastante grande como para contener un manuscrito entero.
—Acaba de llegar esto para ti —dijo—. Es de Chandler House.
El editor de Larry.
Jean se quedó observándole, mientras abría la bolsa. Dentro había un voluminoso original, cuyas hojas sujetaban gruesas bandas de goma elástica. También se incluía una nota de la editora:
Larry:
Te remito el original corregido de Casa de locos. Como verás, sólo hemos hecho ligeros cambios, por lo que estoy segura de que vas a sentirte encantado.
Haz tú las modificaciones que consideres oportunas y devuélvenos el original, de ser posible, antes del 13 de octubre.
Te saluda y desea lo mejor,
SUSAN
Larry esbozó una mueca.
—¿De qué se trata? —quiso saber Jean.
—Es Casa de locos. La versión corregida. Esperan tenerla el 13 de octubre. —Echó una mirada al calendario—. ¡Por Jesucristo! Es el viernes próximo.
—No te dan mucho tiempo.
—Desde luego —murmuró—. Lo han tenido allí cosa de año y medio y ahora lo quieren en… seis días.
—Que te diviertas —dijo Jean.
Salió de la estancia y cerró la puerta para impedir que el humo de la pipa contaminase el resto de la casa…
Larry echó la silla hacia atrás, cruzó una pierna, dejó descansar el grueso original sobre el muslo y retiró las gomas elásticas. Lanzó la nota de Susan y la cuartilla del título a la rebosante bandeja del televisor colocada al lado de la silla.
Después emitió un gruñido.
¿Qué entendería Susan por “ligeros” cambios? En la primera página parecía haber una barbaridad de rectificaciones.
Hacia la mitad de la hoja, el párrafo de Larry decía:
“La muchacha tiró de la puerta. Cerrada. ¡Dios, no! Giró en redondo y ahogó un gemido. El muerto había bajado ya de la mesa de la autopsia y avanzaba tambaleante hacia ella. Le oscilaba de un lado a otro la cabeza sobre el cuello roto. Su mano empuñaba el escalpelo”.
Larry batalló para descifrar los cambios. Palabras tachadas, frases añadidas. El párrafo era un mapa lleno de rayas y flechas. Por fin, consiguió desentrañarlo:
“Al tirar de la puerta, se encontró con que estaba cerrada con llave. ¡No! Volvió la cabeza con brusco ademán y gimió, desesperada, porque vio que el cadáver se dirigía con paso vacilante hacia ella, con un escalpelo en la mano. La cabeza se balanceaba de un lado a otro encima de su cuello partido”.
—Jesús H. Cristo con muletas —murmuró Larry.
Encontró a Jean en la alcoba matrimonial, dedicada a sacar prendas de un cajón de la cómoda y ponerlas en su maleta. La de Larry también estaba encima de la cama.
Larry se sentó en el borde del colchón.
—Tenemos un problema —anunció.
—¿El original?
—Le he echado una mirada por encima a toda la obra. Me lo han hecho papilla.
—¡Otra vez, no!
—Sí.
Casa de locos era su novela número doce y la tercera que descuartizaba un corrector de estilo.
—¿Qué vas a hacer?
—Tengo que arreglarlo. No me queda otra alternativa —miró la alfombra con el entrecejo fruncido—. Tal vez podría decirles que quitasen mi nombre y publicaran el libro con el del corrector.
—¿Tan malo está el asunto?
—Peor que malo.
—¿Por qué permiten que pasen esas cosas?
—Dios, no lo sé. Supongo que es como una lotería. Esta vez, el azar quiso que enviaran mi novela a alguna idiota que se cree escritora.
—O a un idiota que se cree escritor —dijo Jean, rompiendo una lanza en pro de su género.
—O a alguna inteligencia artificial de esas.
—¿Por qué no escribes una carta o algo a Susan y le explicas la situación? Quizá puedan pasar una copia nueva a cualquier otro corrector.
Larry negó con la cabeza.
—No creo que diera saltos de alegría. Sería como llamarles mentecatos por remitir el original a algún carnicero analfabeto. Además, ya habrán pagado el encargo a quien lo cumplió. Y, por otra parte, ya tendrán la obra programada para publicarla en cierta fecha establecida, puesto que, de no ser así, no me pedirían que se la devolviera con tanta prisa.
—Tal vez debieras telefonear a Susan.
—Lo que menos necesito es tener fama de cascarrabias.
—Así que te lo vas a tomar con toda calma y a quedarte tumbado.
—Voy a tomármelo sentado sobre las posaderas, con un bolígrafo rojo en una mano y mi ejemplar de la edición británica en la otra. Si los londinenses no lo corrigieron, es que no necesita arreglo.
Inclinó la cabeza y suspiró.
Jean se colocó frente a él. Le dio masaje en los hombros.
—Lo siento, cielo.
—Albures de la guerra. El caso es que… tendré que echarlo al correo el miércoles para que salga en el reparto del día siguiente. Si tengo que ir a casa de tus parientes, sólo me quedarán tres días para repasar todo ese maldito rollo e intentar… salvarlo.
—Puedes llevarlo contigo.
—No me apañaría con él, de todas formas. Quizá sea mejor que Lane y tú os adelantéis solas. —Mientras pronunciaba las palabras, comprendió que no deseaba quedarse detrás.
Por aquello, no. Pero tampoco podía ir.
—Si dedico todo el fin de semana a revisarlo, tal vez vuelva a sentirme como un ser humano cuando estéis de regreso.
—Supongo que podríamos aplazarlo —propuso Jean, al tiempo que le acariciaba el pelo—. Ir la semana que viene, en vez de esta.
—No, no estaría bien. Es su aniversario. Además, llevas mucho tiempo ilusionada con esa visita. Tampoco es preciso que nos sacrifiquemos todos por culpa de esta mierda.
—Si tan claro lo ves… —murmuró Jean.
—No se me ocurre otra solución.
Larry volvió a su despacho. Tenía un nudo en la garganta. “Para empezar, no querías ir”, se recordó.
Pero eso era antes de enterarse de que tendría que pasarse el tiempo trabajando en Casa de locos.
Se quedó mirando la pantalla del ordenador.
Acaso la “caja” tenga algunos otros aspectos. Sigue dándole vueltas al asunto.
Claro. Desde luego. Tal vez la próxima semana.
Se acabó el perfilar los detalles de La caja. Nada de avanzar hacia la conclusión de Extraño en la noche.
Las jornadas siguientes pertenecían a Casa de locos, una novela que había terminado año y medio antes. Un libro que ya se había publicado en Inglaterra…, y casi todas las modificaciones de los ingleses consistieron en cambiar “guardabrisas” por “parabrisas”, en poner el inglés “whisky” en lugar del estadounidense-irlandés “whiskey” y cosas así.
—¿Quién fue el que dijo que la vida es justa? —murmuró Larry, y apagó el ordenador.