Capítulo 9

Lane puso los libros en el estante de la taquilla, cogió la bolsa del almuerzo y cerró la puerta metálica. Estaba dándole un giro a la combinación del cerrojo cuando un brazo se deslizó alrededor de su vientre y unos labios se apretaron sobre su nuca. Se encogió mientras los escalofríos le recorrían la piel.

—Basta —dijo, al tiempo que giraba en redondo.

—No puedo evitarlo —se excusó Jim.

Lane miró por encima del muchacho. El pasillo estaba de bote en bote. Los estudiantes circulaban por allí, charlaban y reían. Los que iban solos, los que carecían de compañeros, daban la impresión de tener mucha prisa. Se oían los portazos de las taquillas que se cerraban. Los profesores permanecían cerca de los umbrales de sus aulas, a la expectativa por si se presentaba algún problema. Nadie parecía prestar atención a Lane y Jim.

—¿Me echaste de menos? —preguntó Jim.

—He sobrevivido.

—Ajá. ¿Estás de uñas?

—No me hace ninguna gracia que me abracen en público. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo?

—Huy, huy, huy, qué susceptible. ¿Estamos con la regla?

Lane notó el cálido sonrojo que ascendió a su rostro.

—Muy simpático —murmuró—. ¿Quién se ha muerto para que te coronen a ti rey de los idiotas?

Jim sonrió, aunque en sus ojos no había el menor asomo de humor.

—Sólo estaba de guasa. ¿No puedes aguantar una broma?

—Evidentemente, no.

A Jim, la sonrisa se le cayó de los labios.

—No necesito eso.

—Bueno. Adiós.

Enarcadas las cejas, el muchacho murmuró algo que Lane no pudo entender, dio media vuelta y se alejó para integrarse en la riada de estudiantes que avanzaban hacia el vestíbulo. Anduvo cosa de seis metros y luego miró por encima del hombro, como si esperase que Lane echara a correr tras él.

Los ojos de Lane echaron chispas al mirarle.

Jim esbozó una sonrisa forzada, como si dijese: “Tú te lo pierdes, zorra”, y luego continuó pasillo adelante.

“Desgraciado”, pensó Lane.

Con la regla. ¡Mira que soltarle semejante cerdada!

Apoyó la espalda en el armario y respiró hondo, mientras intentaba tranquilizarse. Se sentía arder de rabia y vergüenza.

El corazón le latía pesadamente. Temblaba.

“De todas formas, ¿quién le necesita?”, se dijo.

He sido bastante dura con él, pensaba cuando echó a andar por el pasillo. Tampoco cometió una terrible barbaridad. Lo cierto es que sólo me besó en la nuca. No es ningún delito grave. Pero no debió hacerlo delante de todo el mundo. Sabe lo que opino respecto a esa clase de cosas.

Claro que, aunque tratara de hacérselo pagar, tampoco eso era razón para que me viniese con una grosería como esa.

Le había echado de menos. Se pasó todo el fin de semana deseando que llegara el lunes para volver a verle.

Se sintió repentinamente estafada y triste. Su conjunto nuevo empeoraba las cosas. Era como acicalarse para una fiesta y que luego la dejaran a una en casa.

¿Por qué tenía Jim que comportarse así?

A veces actuaba como un perfecto majadero.

Cuando el muchacho no se salía con la suya, Lane veía su lado despreciable. Aunque, después, normalmente se apresuraba a pedir perdón y entonces se mostraba tan zalamero que a ella le resultaba difícil seguir enfadada.

Supuso esperanzada que en esa ocasión ocurriría lo mismo. “Cualquier día se dijo Lane, se pasará de la raya y eso será el fin de todo”.

Tal vez eso había ocurrido ahora.

Pero la idea de romper con Jim hizo a Lane sentirse vacía y sola. Era el único novio auténtico que había tenido desde que empezó en el instituto Buford…, en realidad, el único que tuvo nunca. Habían compartido muchas cosas. Podía comportarse a veces como una mala sombra total, pero nadie es perfecto.

“Eres demasiado cobarde para darle puerta”, pensó. En un dos por tres, todo el mundo sabría en el colegio que acababan de partir peras. Cuando eso sucediese, se abriría la veda de Lane. Tendría que convertirse en una ermitaña o arriesgarse a salir con virtuales desconocidos…, y algunos de ellos resultarían canallas irredentos.

Al menos, a Jim sabes que puedes manejarle.

“Amor verdadero —pensó—. Debo de haber perdido la cabeza. Una no puede salir eternamente con un chico sólo porque es un buen tío y una teme que el siguiente sea peor”.

Esta vez, cuando intente hacer las paces, deberás decirle que se vaya a freír espárragos.

¡Con la regla! A, no tengo la regla. B, de todas formas, házselas pasar canutas.

En la cafetería, localizó a Jim en una de las alargadas mesas de almuerzo, rodeado de sus amigotes atletas. Betty y Henry estaban en la mesa de un rincón, sentados uno frente a otro, en un extremo, con varias sillas vacías entre ellos y la alborotadora camarilla de chicas que ocupaban la otra punta.

Tras adquirir una Pepsi en la ventanilla de “sólo refrescos”, fue a reunirse con ellos.

—¿Os importa que me siente aquí? —consultó.

—A mí, no —repuso Henry—. Con tal de que no nos avergüences metiéndote una paja por la nariz.

—Al diablo. ¿Cómo iba a beberme el líquido?

—Quítate la carga de encima —dijo Betty.

Cogió una silla metálica plegable y fue a sentarse al lado de Henry.

—¿Cómo es que no vas a comer con Jim Dandy? —se extrañó el chico—. ¿Tus gustos personales se rebelan por fin ante la perspectiva?

—Algo así. Tuvimos un pequeño problema.

A punto de tirar un mordisco, Betty frunció el entrecejo y dejó el bocadillo.

—¿Te encuentras bien?

Lane se percató de que, repentinamente, se le había formado un nudo en la garganta. No tuvo suficiente confianza en sí misma como para hablar, de modo que asintió con la cabeza.

—El muy cerdo —silabeó Betty.

—¿Quieres que le arree un patadón en el culo? —se ofreció Henry.

—Te haría falta el Séptimo de Caballería —le advirtió Betty—. Y me parece que ya tienen un compromiso en Little Big Horn.

—Muy graciosa.

—No sé cómo lo aguantas —dijo Betty. Se le agitaron los carrillos cuando sacudió la cabeza—. Santo Dios, chica, sabes condenadamente bien que podrías disponer de cualquiera de los mozos del colegio. De todos, menos de Henry, naturalmente. Me vería obligada a matarle si empezara a tontear contigo.

—Podéis compartirme, damiselas mías —sugirió Henry.

—Te lo digo de verdad. En serio. Jim siempre te está dando disgustos por una cosa o por otra. ¿Por qué lo soportas?

—No lo sé.

—Porque es una monada de galán —dijo Henry.

—Calladito estás más guapo. Este es un asunto grave.

—Tal vez lo envíe a hacer gárgaras —dijo Lane—. Cada vez está peor.

Sonriente, Henry se inclinó lateralmente y pasó un brazo por los hombros de Lane.

—El sábado por la noche. Tú y yo. Juntos interpretaremos una música celestial.

Lane observó que una expresión alarmada aparecía automáticamente en el rostro de Betty. La cual entrecerró los párpados y dijo, ominosa:

—Prepárate para presentarte ante tu creador, Henrietta.

—Lo siento —se dirigió Lane al chico—. Eso me haría responsable de tu defunción. No puedo cargarlo sobre mi conciencia.

—Moriría feliz.

El semblante de Betty se puso rojo. Apretó los labios.

—Ya está bien, Henry —dijo Lane.

El muchacho trató de mantener su tonta sonrisa, pero al final se le borró de los labios. Retiró también el brazo.

—Sólo estaba de guasa —dijo.

Sólo estaba de guasa. Eso mismo había dicho Jim. ¿Qué era? ¿El modelo oficial de excusa para los casos en que un chico se extralimitaba y metía la pata?

Lane abrió su bolsa y sacó el bocadillo. Iba envuelto en papel celofán. Vio el bulto que originaba la ensalada dé huevo entre el pan.

—Intentaba darte celos, dulce cariño mío, nada más —dijo Henry a Betty.

—Con Lane tienes el mismo porvenir que un cubito de hielo en una sartén puesta sobre la lumbre.

De súbito, las lágrimas empezaron a quemarle los ojos a Lane. Estrelló el bocadillo contra la mesa.

—¡Lo siento! —estalló—. ¡Maldita sea! ¡No hagáis eso! ¡Sois mis amigos!

Se quedaron mirándola con la boca abierta.

—Lo siento. ¿Vale?

—Bueno —dijo Henry.

Lane meneó la cabeza.

—Sé de algo que puede conseguir que te sientas mejor.

—¿Qué es? —preguntó Lane.

—Dejar que me coma ese bocadillo por ti.

Lane soltó una carcajada.

—Ni por lo más remoto.

—Cógelo, Hen, y te perdono.

Henry alargó la mano. Lane le agarró la muñeca y se la aplastó contra la superficie de la mesa.

—Inténtalo otra vez —amenazó— y tendrás que sonarte la nariz con la zurda.

—Es tan manazas que se sacaría el ojo.

Lane le soltó. Cuando hubo desenvuelto el bocadillo, lo partió en dos y ofreció una de las mitades a Betty. La chica lo miró de soslayo, con ojos golosos, pero denegó con la cabeza.

—Venga —le insistió Lane—. La verdad es que tampoco tengo mucho apetito.

—Si te empeñas… —Betty aceptó.

Comieron sus almuerzos, charlaron y todo pareció volver a la normalidad. Pero Lane sabía que el daño estaba hecho. Evidentemente, Betty se había dado perfecta cuenta de que la broma de Henry escondía un fondo de verdad… comprendió que el muchacho la dejaría en un abrir y cerrar de ojos, caso de creer que tenía una oportunidad con Lane.

Si rompieses con Jim, tarde o temprano Henry te tiraría los tejos en serio. En cuyo caso te habrías quedado sin dos de tus mejores amigos.

El asiento que Jessica tenía asignado en la parte delantera del aula de la sexta clase de inglés del señor Kramer estaba justo a la izquierda de la mesa de Lane. Aquel día, Riley Benson avanzó pavoneándose por el pasillo y se sentó allí. Se arrellanó contra el respaldo, estiró las piernas y cruzó las botas de motorista. Miró a Lane. El rostro del chico, con los ojos hinchados y los párpados entrecerrados, nunca dejaba de recordarle a Lane las fotos que aparecían en los telediarios de los individuos que tiroteaban a la gente por el puro placer de meterles unas balas en el cuerpo.

Lane volvió la cabeza y vio que Jessica ocupaba el acostumbrado sitio de Riley en el rincón del fondo.

—Lo intercambiamos —explicó Riley—. ¿Hay algún problema?

—A mí me tiene sin cuidado.

Se puso de cara al frente. El último timbrazo aún no había sonado, y el señor Kramer nunca entraba en el aula antes de que el timbre se dejara de oír. Lane confió en que se presentara pronto. Riley tenía fama de buscarruidos y Lane estaba bastante segura de que la había elegido a ella como blanco del día.

Un montón de gracias, Jessica.

El cambio de sitios tenía que ser cosa de Jessica. Lane lo comprendía así. Con lo magullada que estaba, la chica probablemente quería pasar todo lo inadvertida que le fuera posible.

A Lane la pasó por la cabeza la sospecha de que Riley muy bien podía ser el tipo que le sacudió a Jessica aquella paliza. No ignoraba que habían salido juntos y estaba segura de que Riley era muy capaz de tales faenas. Tal vez Jessica le hizo un desaire. Podía haberse inventado toda la historia de la agresión.

Lane observó a Riley. Los dedos del chico tamborileaban rítmicamente en el borde del pupitre. Los nudillos estaban sucios, pero no despellejados ni contusionados. Aunque pudo llevar guantes. O causar las magulladuras con un instrumento de alguna clase.

—¿Algún problema? —volvió a preguntarle Riley.

—No. Ujú.

Lane volvió a mirar hacia adelante.

—Zorra.

“Hoy es realmente mi día”.

Clavó la vista en la vacía mesa del señor Kramer. Se percató de la rigidez de su espalda. El corazón había acelerado sus latidos, y notaba que la cara le ardía.

Vamos, profesor. ¿Dónde estás?

—Coñito caliente.

La cabeza de Lane se disparó bruscamente hacia Riley.

—¡Ve a que te la meta un pez, Benson!

En aquel momento repicó el timbre y Lane se echó atrás. Riley curvó los labios hacia arriba.

—Te veré después de clase. Cuenta con ello.

—Oh, qué susto tan espantoso. Mira cómo tiemblo.

—Pues deberías temblar.

La verdad es que temblaba. “Ya está hecho —pensó—. ¿Por qué no mantuve la boca cerrada?”

El que entonces entrara en clase el señor Kramer resultó pobre consuelo.

Si hubiese aparecido un par de minutos antes…

Sosteniendo la lista en la mano, el profesor apoyó el trasero en el borde frontal de su escritorio y su mirada se posó en Riley.

—Creo que se ha equivocado de sitio, señor Benson.

—¿Algún inconveniente en que me siente aquí?

—Lo cierto es que sí, tengo inconveniente.

Lane se dio cuenta de que una sonrisa se le extendía por el rostro.

Duro con él, Kramer.

—Por favor, vuelva al sitio que tiene asignado. Ahora mismo.

Del fondo de la sala llegó la voz de Jessica.

—Le pedí a Riley que cambiara el sitio conmigo —explicó.

—A pesar de… —Durante unos segundos, el profesor mostró su sorpresa. Luego, la preocupación le hizo fruncir el entrecejo—. ¡Dios mío! ¿Qué le ha pasado?

—Sufrí un accidente. ¿Fale? ¿Puedo seguir aquí?

—¿Eso es obra de alguien?

—No, me caí por las escaleras.

Tal vez tenía una historia distinta para cada persona.

—Lo lamento mucho, Jessica. Pero me temo que debo insistir en que cada uno ocupe el asiento que le corresponde.

Riley murmuró algo, recogió sus libros y se dirigió al fondo del aula.

“¡Estupendo!”, pensó Lane.

No era de extrañar que Kramer fuese uno de los profesores más populares del instituto Buford. No sólo era joven, apuesto e inteligente, sino que también tenía agallas para imponer la disciplina. Muchos de los otros preceptores se hubieran arrugado y habrían permitido que Riley se quedase donde estaba.

De súbito, Lane recordó la amenaza de Riley. Volvió a sentirse nerviosa y acalorada.

Jessica se deslizó en su asiento. Muy erguida, de cara a Kramer.

—Un millón de gracias, profesor —murmuró.

—Ahora no está en la calle. Quítese las gafas de sol.

“Eso es pasarse”, pensó Lane.

Jessica depositó las gafas encima del pupitre. Lane sólo podía ver el ojo derecho. La hinchazón casi lo cerraba por completo. El párpado, brillante y amoratado, abultaba como si alguien hubiese introducido debajo media pelota de golf.

Kramer se pellizcó los labios. Sacudió la cabeza.

—Puede volver a ponerse las gafas —permitió.

—Muchísimas gracias.

—Está bien, ya hemos perdido bastante tiempo. Abran sus libros por la página cincuenta y ocho.

Lane consultó el reloj. Era la última clase del día. Faltaban tres cuartos de hora para salir.

No intentará nada, trató de convencerse. No se atrevería. Si consigo llegar al coche, saldré bien librada.

Media hora para salir.

Diez minutos.

Pese al aire acondicionado, Lane estaba bañada en sudor. La camiseta de manga corta se había empapado debajo de las axilas y su contacto era viscoso. Frescas gotas de transpiración resbalaban entre sus pechos. Tenía las bragas pegadas a las nalgas.

Cuando faltaba un minuto para la salida, colocó sus libros encima de la carpeta, lista para dispararse hacia la puerta.

Sonó el timbre.

Oprimió los libros contra el pecho, abandonó el asiento y se puso en pie.

Los ojos de Kramer se clavaron en los suyos.

—Señorita Dunbar, me gustaría hablar con usted.

¡No!

—Sí, señor —dijo Lane.

Se hundió en la silla y dejó los libros sobre el pupitre.

¿Por qué le hacía una cosa así? ¿Le molestaron las evidentes prisas que ella mostró por salir?

“Estoy sentenciada”, pensó.

El señor Kramer rodeó su mesa para situarse al otro lado y fue colocando sus libros dentro de una cartera de mano. Los estudiantes abandonaron rápidamente la clase. El aula tenía una puerta delantera y otra posterior. Riley no salió por la de delante. Probablemente utilizó la otra, pero Lane se había esforzado en no volver la cabeza.

Quizá se olvidó de mí.

Muy difícil.

El señor Kramer rodeó de nuevo la mesa y se apoyó en el borde delantero, frente a la muchacha. Sostenía en la mano unas cuartillas mecanografiadas.

¿Querrá tratar uno de mis temas?

Pero Lane observó en seguida que no era suyo. Parecía papel de borrador.

Hojas de material un tanto pegajoso, en las que la tinta tiene tendencia a correrse en cuanto la tocas, pero que ella había utilizado hasta que su padre le dijo que “tirase aquella basura y empleara papel decente”. Llegó a añadir que sólo los aficionados tonteaban con papel de borrador y que los editores lo odiaban con pasión.

—Eso no es mío —dijo Lane.

El señor Kramer sonrió.

—Lo sé. Lo que tengo en la mano es un informe sobre un libro, que me ha parecido interesante. Lo ha redactado Henry Peidmont. ¿Es amigo suyo?

—Sí.

Lane sabía que Henry tenía también a Kramer en su segunda clase.

—Es un buen estudiante, pero sus gustos literarios resultan peculiares. Parece regodearse en lo macabro.

—Sí, ya lo he notado.

Kramer hojeó las cuartillas.

—Este informe preciso se refiere a una obra titulada El vigilante de la noche, de Lawrence Dunbar.

Ladeó la cabeza y sonrió a Lane.

“Así que se trata de eso”, pensó la chica.

No estoy en apuros, después de todo. Sólo en lo que respecta a Riley.

—Es mi padre —reconoció, con una mezcla de orgullo y bochorno.

—Henry lo dice en su informe.

Gracias, Hen.

—En Recodo de la Cabeza de Mula no residen muchos auténticos escritores. A decir verdad, de su padre es del único que tengo noticia. ¿Cree que estaría dispuesto a venir aquí, en algún momento, y pronunciar unas palabras?

—Puede. Está abrumado de trabajo, pero…

—De eso no me cabe la menor duda. No quisiera imponerle nada, pero creo que la clase disfrutaría mucho escuchando lo que nos dijera. Por mi parte, confieso que no he leído ningún libro suyo. El género que cultiva no es precisamente lo que a mí me vuelve loco.

—Infinidad de personas opinan lo mismo —dijo Lane. Claro que he visto sus novelas en los quioscos. Y a cierto número de alumnos con ellas en la mano.

—Necesitan más supervisión paterna.

Kramer emitió una suave risita.

“Puede ser profesor pensó Lane, pero no cabe duda de que es un tío legal”

—Tengo entendido que esos libros son bastante nauseabundos.

—Está usted mal informado. Son extraordinariamente nauseabundos. Tengo prohibido terminantemente leer cualquiera de ellos antes de cumplir los treinta y cinco.

—Aunque apuesto algo a que ha desobedecido esa orden, ¿me equivoco?

Lane sonrió.

—Los he leído todos.

—Bajo la ropa de la cama, presumo.

—Alguna vez que otra.

—Bueno, le quedaría muy reconocido si le hablara a su padre de esto. Si consigue encontrar un momento para acercarse aquí y hablar a los chicos, a ellos les vendría muy bien. Puede explicarles cómo se hizo escritor, por qué prefirió especializarse en novelas “extraordinariamente nauseabundas”, en fin, esa clase de cosas.

—Tendré una conversación con él acerca del asunto.

—Magnífico. No la entretengo más. Pero infórmeme, ¿de acuerdo?

—Desde luego.

Lane recogió los libros. Cuando se apartaba del asiento, observó que Kramer se apresuraba a desviar la vista, hasta entonces posada en sus piernas.

“Al menos, alguien aprecia el vestido”, pensó. Mala cosa que tuviera que ser un profesor.

Al encaminarse a la puerta, le asaltó de nuevo la idea de que Riley podía estar esperándola. ¿Y si pido al señor Kramer que me acompañe hasta la zona de aparcamiento?

“Ni hablar se dijo. Podría pensar que trataba de seducirlo. So pena de que le contase lo de Riley. Lo que podría poner a Riley en un buen brete. Y entonces sí que ella lo iba a pasar mal”

—Hasta mañana —se despidió, hablando por encima del hombro.

—Feliz tarde, Lane.

Salió al pasillo. Apoyado en las taquillas del otro lado estaba Jim. La saludó levantando la mano.

—No te lo reprocharía si me enviaras a la porra —dijo, al tiempo que se le acercaba—. No sé qué me pasó esta mañana. Lo siento en el alma.

—Debes sentirlo.

—Si te sirve de ayuda, puedes lavarme la boca con jabón.

—No es mala idea. —Lane le retuvo la mano—. Puede que lo haga la próxima vez.

—¿Me perdonas, pues?

—Supongo. Esta vez.

Avanzaron juntos por el pasillo.

“Adiós a eso de despedirle —pensó—. Supongo que, al fin y al cabo, tampoco estaba preparada para ello”.

Aunque se sentía un poco desilusionada consigo misma, no por eso dejaba de experimentar alivio.

—Me temo que esta mañana lo estropeé todo —dijo Jim—. Me he pasado el día pensando en ello y en lo mucho que te echo de menos. Te quiero de veras, Lane. No sé lo que haría si… En fin, las cosas vuelven a ir bien entre nosotros, ¿verdad?

—Sí. Todo vuelve a ser como antes.

Jim le apretó la mano.

En la zona de aparcamiento, Lane localizó a Riley Benson sentado en la capota del Mustang. Aún se hallaban a cierta distancia y Jim no lo había visto.

Pero Riley sí que vio a Jim, así que le faltó tiempo para bajar de la capota y escabullirse con su típico contoneo.